Emma

Emma


CAPÍTULO XIII

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CAPÍTULO XIII

NADIE más feliz que la señora John Knightley durante su breve estancia en Hartfield, visitando cada mañana a sus antiguas amistades en compañía de sus cinco hijos, y por la noche contando a su padre y a su hermana todo lo que había hecho durante el día. No podía desear nada mejor… excepto que los días no pasaran tan aprisa. Eran unas vacaciones maravillosas, perfectas a pesar de ser demasiado cortas.

En general, por las tardes estaba menos ocupada con sus amigos que por las mañanas; pero el compromiso de reunirse todos en una cena, fuera de casa, no había manera de evitarlo, a pesar de ser Navidad. El señor Weston no hubiera aceptado una negativa; debían cenar todos juntos en Randalls; e incluso el señor Woodhouse se dejó convencer de que esta idea era posible y que era mejor hacerlo así que dividir el grupo.

De haber podido, el señor Woodhouse hubiera puesto reparos al modo en que iba a trasladarse a todos a Randalls, pero como el coche y los caballos de su yerno se encontraban en Hartfield en aquellos días, tuvo que limitarse a hacer una simple pregunta sobre aquella cuestión; de modo que no pudo hacer de ello un conflicto; y a Emma no le costó mucho convencerle de que en uno de los coches también podrían acomodar a Harriet.

Harriet, el señor Elton y el señor Knightley, los habituales de la casa, fueron los únicos invitados; la cena iba a ser a una hora temprana, y los comensales pocos y escogidos; y en todos los detalles se tuvieron en cuenta las costumbres y preferencias del señor Woodhouse.

La víspera de este gran acontecimiento (pues era un gran acontecimiento que el señor Woodhouse cenara fuera de casa el 24 de diciembre), Harriet pasó toda la tarde en Hartfield, y había vuelto a su casa tan destemplada por un fuerte resfriado que, a no ser por su insistencia en querer que la cuidara la señora Goddard, Emma no le hubiera permitido salir de la casa. Al día siguiente Emma la visitó, y comprendió que habría que renunciar a su compañía en la cena de aquella noche. Tenía mucha fiebre y un fuerte dolor de garganta. La señora Goddard le prodigaba los cuidados más afectuosos, se habló del señor Perry, y la propia Harriet se encontraba demasiado enferma y abatida para resistir a la autoridad que la excluía de la grata reunión de aquella noche, aunque no podía hablar de ello sin derramar abundantes lágrimas.

Emma le hizo compañía todo el tiempo que pudo para atenderla durante las obligadas ausencias de la señora Goddard, y levantarle el ánimo describiéndole cuál sería el abatimiento del señor Elton cuando supiera su estado; y por fin la dejó bastante resignada, con la grata confianza de que él iba a pasar una mala velada y de que todos la echarían muchísimo de menos. Apenas Emma había andado unas pocas yardas desde la puerta de la casa de la señora Goddard, cuando se encontró con el propio señor Elton, que evidentemente se dirigía hacia allí, y como siguieron andando juntos poco a poco, conversando acerca de la enferma (habían llegado hasta él rumores de que se trataba de una enfermedad grave y había ido a enterarse a fin de poder ir a informar luego a los de Hartfield), fueron alcanzados por el señor John Knightley, que volvía de su cotidiana visita a Donwell en compañía de sus dos hijos mayores, cuyas caras encendidas y saludables mostraban todos los beneficios de un paseo por el campo, y parecían augurar la rápida desaparición del cordero asado y del pudding de arroz por los que se apresuraban a volver a casa. Se unieron a ellos y siguieron andando todos juntos. En aquellos momentos Emma estaba describiendo los síntomas de la enfermedad de su amiga:

—… una garganta inflamadísima, con mucha fiebre y con un pulso rápido y débil… etcétera.

Y contó que la señora Goddard le había dicho que Harriet era propensa a las inflamaciones de garganta y que muchas veces le había dado sustos como aquél. El señor Elton pareció alarmadísimo al oír esto, y exclamó:

—¡Inflamaciones de garganta! Confío en que no habrá infección. No será una infección maligna, ¿verdad? ¿La ha visto Perry? La verdad es que debería cuidarse tanto de usted misma como de su amiga. Permítame aconsejarle que no se exponga demasiado. ¿Por qué no la visita Perry?

Emma, que la verdad es que no estaba alarmada en absoluto, calmó esos temores exagerados asegurándole que la señora Goddard tenía mucha experiencia y le prestaba los cuidados más solícitos; pero como aún debía quedarle una cierta inquietud, que ella no deseaba hacer desaparecer, sino que más bien prefería atizar para que aumentara, no tardó en añadir como si hablara de algo totalmente distinto:

—Oh, hace tanto frío, tantísimo frío, y da tanto la impresión de que va a nevar que si se tratara de cualquier otro lugar o de cualquier otra reunión, la verdad es que haría lo posible para no salir de casa esta noche… y para disuadir a mi padre de aventurarse a cenar fuera de casa; pero como él ya se ha hecho a la idea e incluso parece que no siente tanto el frío, prefiero no poner obstáculos, porque sé que sería una gran decepción para el señor y la señora Weston. Pero le doy mi palabra, señor Elton, de que yo, si estuviera en su lugar, daría una excusa para no asistir. Me parece que ya está usted un poco ronco, y teniendo en cuenta lo mucho que tendrá que hablar mañana y lo cansado que va a ser para usted ese día, creo que la más elemental prudencia aconseja que se quede en casa y que esta noche se cuide lo mejor que pueda.

El señor Elton daba la impresión de que no sabía muy bien qué responder; y en realidad eso era lo que le ocurría; pues aunque muy halagado por el gran interés que se tomaba por él una dama tan bella, y sin querer negarse a seguir ninguno de sus consejos, lo cierto es que no sentía la menor inclinación por dejar de asistir a la cena; pero Emma, demasiado confiada en la idea que se había hecho de la situación para oírle imparcialmente y darse cuenta de su estado de ánimo en aquel momento, quedó plenamente satisfecha con oírle murmurar aprobadoramente que hacía «mucho frío, verdaderamente mucho frío», y siguió andando contenta de haberle alejado de Randalls permitiéndole así interesarse cada hora por la salud de Harriet.

—Hace usted muy bien —dijo—; nosotros ya le excusaremos con los señores Weston.

Pero apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando su cuñado le ofrecía cortésmente un lugar en su coche, si es que el tiempo era el único obstáculo para el señor Elton, y éste aceptó inmediatamente el ofrecimiento con una gran satisfacción. No tardó en ser cosa hecha; y nunca sus grandes y correctas facciones expresaron más contento que en aquellos instantes; nunca había sido más amplia su sonrisa ni más brillantes de alegría sus ojos que cuando volvió el rostro hacia Emma.

«¡Vaya! —se dijo Emma para sus adentros—. ¡Eso sí que es curioso! Yo le encuentro una excusa para no venir, y ahora prefiere acompañarnos y dejar a Harriet enferma en su casa… Me parece pero que muy extraño… Aunque tengo la impresión de que hay muchos hombres, sobre todo los solteros, que sienten tanta afición, que les entusiasma tanto cenar fuera de casa, que una invitación así es una de las cosas que más les ilusiona, lo consideran como uno de los mayores gustos que pueden darse, casi como un deber de su posición social y de su profesión, y todo lo demás pasa a segundo término… y ése debe ser el caso del señor Elton; sin duda alguna, un joven de grandes prendas, muy correcto y agradable, y enamoradísimo de Harriet; pero, a pesar de todo, no es capaz de rechazar una invitación y tiene que cenar fuera de casa sea donde sea que le inviten. ¡Qué cosa más extraña es el amor! Es capaz de ver ingenio en Harriet, pero por ella no es capaz de cenar solo».

Al cabo de poco el señor Elton se despidió de ellos, y Emma no pudo por menos de hacerle justicia apreciando el sentimiento que puso al nombrar a Harriet cuando se iba; el tono de su voz al asegurarle que la última cosa que haría antes de prepararse para el placer de volver a ver a Emma sería ir a casa de la señora Goddard a pedir noticias de su linda amiga, y que esperaba que podría darle mejores nuevas, era muy significativo; y suspirando esbozó una triste sonrisa que inclinó definitivamente la balanza de la aprobación en favor suyo.

Después de unos minutos que pasaron en completo silencio, John Knightley dijo:

—En mi vida he visto a un hombre más empeñado en ser agradable que el señor Eton. Cuando trata con señoras se le ve afanosísimo por complacerlas. Con los hombres es más sensato y más natural, pero cuando tiene una dama a quien complacer cualquier ridiculez le parece bien.

—Las maneras del señor Elton no son lo que se llama perfectas —replicó Emma—; pero cuando se ve que se desvive por agradar, hay que pasar por alto muchas cosas. Cuando un hombre hace lo que puede, aunque sea con dotes limitados, siempre será preferible al que sea superior pero no tenga voluntad. El señor Elton tiene tan buen carácter y tan buena voluntad que no es posible dejar de apreciar esos méritos.

—Sí —dijo rápidamente el señor John Knightley con cierta socarronería—, parece tener muy buena voluntad… sobre todo por lo que se refiere a ti.

—¿A mí? —exclamó Emma con una sonrisa de asombro—; ¿imaginas que el señor Elton está interesado por mí?

—Confieso, Emma, que esta idea me ha pasado por la imaginación; y si antes de ahora nunca habías pensado en ello ya tienes motivo para hacerlo.

—¡El señor Elton enamorado de mí! Pero ¡a quién se le ocurre!

—Yo no digo que sea así; pero no estaría de más que pensaras en si es o no es verdad, para amoldar tu conducta a lo que decidas. Yo creo que le das alas siendo tan amable con él. Te hablo como un amigo, Emma. Sería mejor que abrieras bien los ojos y te aseguraras de lo que haces y de lo que quieres hacer.

—Te agradezco el interés; pero te aseguro que te equivocas por completo. El señor Elton y yo somos muy buenos amigos, nada más.

Y siguió andando, riéndose para sus adentros de los desatinos que a menudo se le ocurren a la gente que sólo conoce una parte de los hechos, y de los errores en que incurren ciertas personas que pretenden tener un criterio infalible; y no muy complacida con su cuñado que la creía tan ciega e ignorante, y tan necesitada de consejos. Él no dijo nada más.

El señor Woodhouse se había hecho tanto a la idea de salir aquella noche que a pesar de que el frío era cada vez más intenso no parecía en absoluto dispuesto a asustarse de él, y al final estuvo listo para la marcha con toda puntualidad, y se instaló en su coche junto con su hija mayor, en apariencia prestando menos atención al tiempo que ninguno de los demás; demasiado maravillado por su propia hazaña y pensando demasiado en la ilusión que iba a proporcionar a los de Randalls para darse cuenta de que hacía frío… aparte de que iba demasiado bien abrigado para sentirlo. Sin embargo el frío era muy intenso; y cuando el segundo coche se puso en movimiento empezaron a caer unos copos de nieve, y el cielo parecía tan cargado como para necesitar tan sólo un soplo de aire más tibio para dejarlo todo blanquísimo al cabo de muy poco tiempo.

Emma no tardó en advertir que su compañero no estaba del mejor de los humores. Los preparativos para salir y la salida misma con aquel tiempo, unido al hecho de tener que renunciar a la compañía de sus hijos después de la comida, eran inconvenientes lo suficientemente desagradables como para disgustar al señor John Knightley; la visita no le parecía ofrecer compensaciones dignas de aquellas contrariedades; y durante todo el trayecto hasta la Vicaría no dejó de expresar su descontento.

—Se necesita tener muy buena opinión de uno mismo —dijo— para pedir a la gente que abandone su chimenea y vaya a verle en un día como éste, sin más objeto que hacerle una visita. Debe de considerarse alguien muy agradable; yo no sería capaz de hacer una cosa así. Es el mayor de los absurdos… ¡Y ahora se pone a nevar! Es una locura no permitir que la gente se quede cómodamente en su casa… y lo es el no quedarse cómodamente en casa cuando uno puede hacerlo. Si nos obligaran a salir en una noche así para cumplir algún deber o para algún negocio, ¡cómo nos quejaríamos de nuestra mala suerte!; y aquí estamos probablemente con ropas más ligeras que de costumbre, siguiendo adelante por nuestra propia voluntad, sin ningún motivo justificado y desafiando la voz de la naturaleza que dice al hombre por todos los medios que tiene a su alcance que se quede en casa y que se resguarde lo mejor que pueda; aquí estamos en camino para pasar cinco horas aburridas en una casa ajena, sin nada que decir u oír que no se dijera u oyera ayer y que no pueda decirse u oírse de nuevo mañana. Saliendo con mal tiempo para volver probablemente con un tiempo peor; obligando a salir a cuatro caballos y a cuatro criados sólo para llevar a cinco personas ociosas tiritando de frío a unas habitaciones más frías y entre peores compañeros de lo que se hubiese podido tener en casa.

Emma no estaba dispuesta a asentir complacida a estos comentarios a lo cual sin duda él estaba acostumbrado, para emular el «Tienes toda la razón, querido», frase con la que solía obsequiarle su habitual compañera de viaje; pero tuvo la fuerza de voluntad suficiente para contenerse y no responderle nada. No podía estar de acuerdo con él y temía que una discusión degenerase en disputa; su heroísmo sólo llegaba al silencio. Le dejó seguir hablando y arregló los cristales y se arrebujó bien en sus ropas sin despegar los labios.

Llegaron, el coche dio la vuelta, se bajó el estribo y el señor Elton, bien acicalado, sonriendo y con su traje negro, se reunió con ellos al instante. Emma tenía la esperanza de que se cambiara el tema de la conversación. El señor Elton se deshacía en amabilidades y parecía de muy buen humor; la verdad es que de tan buen humor que Emma pensó que debía haber recibido noticias distintas acerca del estado de Harriet de las que habían llegado hasta ella. Mientras se vestía había enviado a alguien a preguntar, y la respuesta había sido: «Sigue lo mismo, no hay mejoría».

—Las noticias que he recibido de la casa de la señora Goddard —dijo al cabo de un momento— no son tan buenas como yo esperaba. Me han dicho que no hay ninguna mejoría.

Su rostro se ensombreció inmediatamente; y cuando contestó lo hizo con una voz llena de sentimiento:

—¡Oh, no! Lo sentí tanto al enterarme… estaba a punto de decirle que cuando fui a casa de la señora Goddard, que fue la última cosa que hice antes de volver a la Vicaría para vestirme, me dijeron que la señorita Smith no había mejorado nada, lo que se dice nada, sino que más bien estaba peor. Lo sentí tanto y me quedé muy preocupado… yo tenía esperanzas de que iba a mejorar después del cordial que le dieron esta mañana.

Emma sonrió y contestó:

—Confío en que mi visita le haya sido beneficiosa para la parte nerviosa de su enfermedad; pero mi presencia aún no tiene poder suficiente para hacer desaparecer una inflamación de garganta; es un resfriado verdaderamente fuerte. El señor Perry la ha visitado, como seguramente ya le han dicho a usted.

—Sí… yo suponía… es decir… no me lo habían dicho…

—Él ya la había tratado de cosas parecidas, y confío que mañana por la mañana podrá darnos a los dos mejores noticias. Pero es imposible no sentirse inquieto. ¡Es una ausencia tan lamentable para nuestra reunión de esta noche!

—Sí, muy lamentable… Usted lo ha dicho, ésta es la palabra… la echaremos de menos a cada momento.

Eso ya era ponerse más en carácter; el suspiro que acompañó estas palabras era muy digno de tenerse en cuenta; pero hubiera tenido que durar más. Emma no pudo por menos de desalentarse cuando sólo al cabo de medio minuto el señor Elton empezó a hablar de otras cosas; y en un tono de voz totalmente despreocupado y alegre.

—Es una idea excelente —dijo— usar las pieles de cordero en los coches. Así se va muy cómodo; es imposible tener frío tomando estas precauciones. Esas innovaciones modernas la verdad es que convierten el coche de un caballero en algo perfectamente completo. Se está tan protegido y defendido del tiempo que no hay corriente de aire que pueda penetrar. De este modo el tiempo deja de tener importancia. Hoy hace una noche muy fría… pero en este coche nosotros ni nos enteramos… ¡Ah! veo que nieva un poco.

—Sí —dijo el señor John Knightley—, y me parece que vamos a tener mucha nieve.

—Tiempo navideño —comentó el señor Elton—. Es lo propio de la estación; y podemos considerarnos como muy afortunados de que no empezara a nevar ayer y hubiera habido que aplazar la reunión de hoy, lo cual hubiera podido ocurrir muy fácilmente, porque el señor Woodhouse no se hubiera atrevido a salir si hubiese nevado demasiado; pero ahora ya no tiene importancia. La verdad es que ésta es la estación del año más adecuada para las reuniones amistosas. Por Navidad todo el mundo invita a sus amigos y la gente no se preocupa mucho por el tiempo que haga, aunque sea muy malo. Una vez me quedé sitiado una semana en casa de un amigo. Nada podía serme más agradable. Fui allí para pasar sólo una noche y no pude irme hasta al cabo de siete días justos.

El señor John Knightley no parecía muy propicio a comprender este placer, pero sólo dijo fríamente:

—A mí no me gustaría nada verme sitiado por la nieve en Randalls durante una semana.

En otra ocasión Emma hubiera encontrado divertido todo aquello, pero en aquellos momentos estaba demasiado asombrada al ver el interés que el señor Elton prestaba a otras cuestiones. Harriet parecía haber sido olvidada totalmente ante la perspectiva de una grata velada.

—Podemos tener la seguridad de contar con un buen fuego en la chimenea —siguió diciendo—, y sin duda todo estará dispuesto para ofrecernos las mayores comodidades. El señor y la señora Weston son encantadores; la señora Weston merece todos los elogios, y él por su parte es una persona admirable, tan hospitalario y tan sociable; desde luego seremos pocos, pero las reuniones en las que hay poca gente pero escogida son quizá las más agradables de todas. El comedor de la señora Weston tampoco es capaz de acomodar debidamente a más de diez personas; y por mi parte en estas circunstancia yo suelo preferir que sobre espacio para dos a que falte espacio para dos. Seguramente estará usted de acuerdo conmigo —dijo volviéndose hacia Emma con aire meloso—, estoy seguro de que contaré con su aprobación aunque tal vez el señor Knightley que está acostumbrado a las grandes reuniones de Londres no esté totalmente de acuerdo con nosotros.

—Yo no sé nada de las grandes reuniones de Londres, nunca ceno fuera de casa.

—¿De veras? —en un tono entre asombrado y compasivo—. No tenía ni la menor idea de que las leyes significaran una esclavitud tan grande. Pero no desespere usted, ya llegará el tiempo en que encuentre la recompensa, cuando tenga que trabajar poco y pueda disfrutar mucho.

—Cuando más disfrutaré —replicó el señor John Knightley cuando cruzaban ya la verja de la casa— será cuando vuelva a estar sano y salvo en Hartfield.

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