Emma

Emma


CAPÍTULO XL

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HABÍAN transcurrido muy pocos días después de esta aventura cuando Harriet se presentó una mañana en casa de Emma, llevando un paquetito en la mano, y después de sentarse y de vacilar empezó diciendo:

—Emma… si tienes tiempo… quisiera decirte una cosa… tengo que hacerte una especie de confesión… luego, ya habrá pasado, ¿sabes?

Emma quedó bastante sorprendida, pero le rogó que hablara. La actitud de Harriet era tan grave que la predispuso tanto como sus palabras a escuchar algo fuera de lo común.

—Es mi deber, y estoy segura de que también es mi deseo —continuó—, no ocultarte nada de esta cuestión. Como,

en cierto modo, y para suerte mía, mis sentimientos han cambiado, me parece bien que tú tengas la satisfacción de saberlo. No quiero decir más de lo que es necesario… Estoy demasiado avergonzada de haberme dejado llevar tanto por mi corazón, y estoy segura de que tú me comprendes.

—Claro —dijo Emma—, claro que te comprendo.

—¡Cómo he podido imaginarme durante tanto tiempo…! —exclamó Harriet con exaltación—. ¡Me parece una locura! Ahora no sé ver en él nada extraordinario… Me da igual verle o no verle… aunque entre las dos cosas prefiero no verle… bueno, la verdad es que daría cualquier rodeo, por largo que fuera, para no tropezar con él… Pero no tengo ninguna envidia de su mujer; ni la admiro ni la envidio, como antes hacía… Supongo que es encantadora y todo eso, pero me parece de muy mal carácter y muy desagradable. Nunca olvidaré su actitud de la otra noche… Sin embargo, te aseguro, Emma, que no le deseo ningún mal… No, que sean muy felices los dos juntos, yo no volveré a sentirme desgraciada por esto. Y para convencerte de que te estoy diciendo la verdad, ahora mismo voy a destruir… lo que ya hubiese debido destruir hace mucho tiempo… lo que nunca debiera haber guardado… lo sé muy bien… —ruborizándose mientras hablaba—. Pero ahora lo destruiré todo… y quisiera hacerlo en presencia tuya, para que veas lo razonable que me he vuelto. ¿No adivinas lo que contiene este paquete? —preguntó adoptando un aire muy serio.

—No, no tengo la menor idea. ¿Es que alguna vez te regaló alguna cosa?

—No… no puedo llamar a eso regalos; pero son cosas que para mí han tenido mucho valor.

Le tendió el paquete y Emma leyó escritas encima del papel las palabras

Mis tesoros más preciados. Aquello le despertó una gran curiosidad. Harriet desenvolvió el paquete mientras su amiga lo miraba con impaciencia. Envuelta en abundante papel de plata había una linda cajita de Tunbridge que Harriet abrió; la cajita estaba forrada de un algodón muy suave; pero, excepto el algodón, Emma sólo veía un trocito de tafetán inglés.

—Ahora —dijo Harriet— supongo que te acordarás de esto.

—Pues no, la verdad es que no me acuerdo.

—¡Querida! Casi me parece imposible que hayas podido olvidar lo que ocurrió en esta misma habitación con el tafetán una de las últimas veces en que nos vimos aquí… Fue muy pocos días antes de que yo tuviera aquella inflamación de la garganta… muy poco antes de que llegaran el señor John Knightley y su esposa… creo que fue aquella misma tarde… ¿No te acuerdas de que se hizo un corte en el dedo con su nuevo cortaplumas y que tú le aconsejaste que se pusiera tafetán? Pero como tú no llevabas encima y sabías que yo sí llevaba, me pediste que se lo diera; y entonces yo saqué el mío y le corté un trocito; pero era demasiado grande y él lo recortó un poco y estuvo jugando con el que había sobrado antes de devolvérmelo. Y entonces yo, tonta de mí, no pude evitar considerarlo como un tesoro… y lo puse aquí, para que no lo usara nadie, y de vez en cuando lo miraba como si fuese un regalo suyo.

—¡Harriet de mi alma! —exclamó Emma cubriéndose la cara con una mano y levantándose—. ¡No sabes cómo me has hecho avergonzar! ¿Si me acuerdo? Claro, claro que me acuerdo de todo; de todo menos de que tú guardaras esa reliquia… hasta ahora no había sabido nada de eso… ¡Pero de cuando se hizo el corte en el dedo, y yo le aconsejé tafetán inglés y le dije que no llevaba encima! ¡Ay, si me acuerdo! ¡Pecados míos! ¡Y tanto tafetán como llevaba yo en el bolsillo! ¡Una de mis estúpidas mañas! Merezco tener que estar ruborizándome durante todo el resto de mi vida… Bueno… —volviéndose a sentar—. Sigue… ¿Qué más?

—¿De veras que entonces llevabas en el bolsillo? Pues te aseguro que no sospeché nada, lo hiciste con mucha naturalidad.

—Y entonces tú guardaste este trozo de tafetán como recuerdo suyo —dijo Emma, recobrándose de su sensación de vergüenza, entre asombrada y divertida.

Y luego añadió para sus adentros:

«¡Santo Cielo! ¡Cuándo se me hubiera ocurrido a mí guardar en algodón un tafetán que Frank Churchill hubiera manejado! Nunca hubiera sido capaz de una cosa así».

—Aquí —siguió Harriet, volviendo a su cajita—, aquí hay algo aún más valioso, quiero decir que

ha sido aún más valioso, porque es algo que fue suyo, y el tafetán no lo fue.

Emma sentía una gran curiosidad por ver este tesoro aún más preciado. Se trataba de la punta de un lápiz viejo… el extremo que ya no tiene mina.

—Esto fue suyo de veras —dijo Harriet—. ¿No recuerdas aquella mañana? No, supongo que no te acordarás. Pero una mañana… he olvidado exactamente qué día era… pero debió ser el martes o el miércoles antes de

aquella tarde, quería apuntar una cosa en su libro de notas; era algo referente a la cerveza de pruche[18]. El señor Knightley le había estado contando cómo se podía hacer, y él quería anotárselo; pero cuando sacó el lápiz le quedaba tan poca mina, que al sacarle punta en seguida la acabó, y ya no le servía, y entonces tú le prestaste otro, y éste lo dejó encima de la mesa como para que lo tiraran. Pero yo me fijé; y cuando me atreví a hacerlo, lo cogí y desde aquel momento nunca más me he separado de él.

—Sí, ya recuerdo —exclamó Emma—, lo recuerdo perfectamente… Hablaban de cerveza de pruche… ¡Oh, sí! El señor Knightley y yo decíamos que nos gustaba, y el señor Elton parecía empeñado en que le gustara también. Lo recuerdo perfectamente… Espera… El señor Knightley estaba sentado allí, ¿verdad? Me parece recordar que estaba sentado exactamente allí.

—¡Ah! Pues no lo sé. No puedo acordarme… Es raro, pero no puedo acordarme… Lo que recuerdo es que el señor Elton estaba sentado aquí casi en el mismo sitio en que estoy yo ahora.

—Bueno, sigue.

—¡Oh! Eso es todo. No tengo nada más que enseñarte ni que decirte… excepto que ahora mismo voy a echar al fuego las dos cosas, y quiero que veas cómo lo hago.

—¡Mi pobre Harriet! ¿De verdad has sido feliz guardando esto como un tesoro?

—Sí… ¡Ah, qué tonta he sido! Pero ahora me da mucha vergüenza, y quisiera olvidarlo tan fácilmente como voy a quemar esto. Hice muy mal, ¿sabes?, de guardar esos recuerdos después de que él ya se había casado. Yo ya sabía que hacía mal… pero no tenía valor para separarme de ellos.

—Pero, Harriet, ¿crees que es necesario quemar el tafetán inglés? Del trozo de lápiz no tengo nada que decir, pero el tafetán aún puede ser útil.

—Seré más feliz si lo quemo —replicó Harriet—. Me trae recuerdos desagradables. Tengo que librarme de todo esto… Allá va… Gracias a Dios… Por fin terminamos con el señor Elton…

«¿Y cuándo —pensó Emma— empezaremos con el señor Churchill?».

No tardó mucho en tener motivos para pensar que la cosa ya había empezado, y confió en que los gitanos, aunque no le hubieran dicho la buenaventura, hubieran contribuido a dar ventura a Harriet… Al cabo de unas dos semanas después de aquel susto tuvieron una explicación que dejó las cosas claras, explicación que tuvo lugar sin que ninguna de las dos se lo propusiera. En aquel momento Emma estaba lejos de pensar en aquello, lo cual le hizo considerar la información que recibió como mucho más valiosa. Ella se limitó a decir en el curso de una charla sin ninguna importancia:

—Bueno, Harriet, cuando llegue el momento de casarte yo ya te daré consejos.

Y no volvió a pensar más en aquello hasta que después de un minuto de silencio oyó decir a Harriet en un tono muy serio:

—Yo no me casaré.

Emma la miró, e inmediatamente se dio cuenta de qué se trataba; y después de dudar un momento acerca de si era mejor no hacer comentarios, dijo:

—¿Qué no te casarás? ¡Vaya! Ésa es una decisión nueva.

—Sí, pero no volveré a cambiar de opinión.

Su amiga, después de una breve vacilación, dijo:

—Espero que esto no sea por… Supongo que no es un cumplido al señor Elton…

—¡El señor Elton! —exclamó Harriet indignada—. ¡Oh, no!

Y murmuró algo de lo que Emma sólo pudo entender las palabras «¡… tan superior al señor Elton!».

Entonces se tomó más tiempo para reflexionar. ¿No debía decir nada más? ¿Debía guardar silencio y aparentar que no sospechaba nada? Tal vez entonces Harriet creyera que sentía poco interés por ella o que estaba enfadada; o tal vez si guardaba un silencio absoluto sólo lograría que Harriet le pidiera que recibiese más confidencias de las que quería recibir; y Emma estaba dispuesta a evitar que de ahora en adelante hubiese una confianza tan extrema entre ellas, tanta franqueza y un cambio tan frecuente de opiniones y esperanzas… Le pareció que sería mejor para ella decir y saber en seguida todo lo que quería decir y saber. Lo más sencillo era siempre lo mejor. Se fijó de antemano los límites que no debía sobrepasar, en ningún aspecto. Y pensó que ambas quedarían más tranquilas, si Emma podía exponer inmediatamente sus sensatos juicios. Estaba, pues, decidida, y empezó:

—Harriet, no voy a pretender que no sé lo que quieres decir. Tu decisión, o mejor dicho, la probabilidad que crees ver de que nunca te cases, se debe a que crees que la persona a quien tú podrías preferir está tan por encima de ti que no va a pensar en la señorita Smith. ¿No es eso?

—¡Oh, Emma, créeme! No soy tan vanidosa que suponga… ¡No estoy tan loca, desde luego! Pero para mí es un placer admirarle a distancia… y pensar en lo infinitamente superior que es a todo el resto del mundo, con la gratitud, la admiración y la veneración que se le debe, sobre todo yo.

—No me sorprende en absoluto, Harriet; el favor que te hizo bastaba para conmover tu corazón.

—¡Oh, calla! Fue algo que nunca podré pagarle… Cada vez que lo recuerdo, y todo lo que sentí en aquel momento… cuando vi que se me acercaba… con aquel aspecto tan noble… y yo tan insignificante, tan desamparada… ¡Cómo cambió todo! ¡En un momento cómo cambió todo! ¡Del abandono más total a la mayor de las felicidades!

—Es muy natural. Es muy natural, y es algo que te honra… Sí, que te honra, eso creo yo, al elegir tan bien y con tanta gratitud… Pero si esta predilección será correspondida, eso ya no puedo asegurártelo. No te aconsejo que te dejes llevar por tus sentimientos, Harriet. No tengo ninguna seguridad de que seas correspondida. Piensa en quién eres. Quizá sería más sensato oponerte a esta inclinación mientras te sea posible; pero no te dejes llevar en modo alguno por tu corazón, a menos de que estés convencida de que él se interesa por ti. Obsérvale. Deja que sea su proceder el que guíe tus sensaciones. Te digo ahora que seas precavida, porque nunca más volveré a hablar contigo de esta cuestión. Estoy decidida a no volver a mezclarme en ningún caso de ésos. A partir de este momento yo no sé nada de esto. No pronuncies ningún nombre. Antes hacíamos muy mal; ahora seremos más precavidas… Él está por encima de ti, de eso no hay duda, y parece que hay inconvenientes y obstáculos muy serios; pero, a pesar de todo, Harriet, cosas más difíciles han ocurrido, matrimonios más desiguales han llegado a celebrarse. Pero ten cuidado contigo misma; no quisiera que te entusiasmaras; a pesar de todo, termine como termine, ten la seguridad de que haber pensado en

él es una señal de buen gusto que yo siempre sabré apreciar.

Harriet besó su mano, como muestra de gratitud silenciosa y sumisa. Emma cada vez estaba más convencida de que aquel enamoramiento no podía perjudicar a su amiga. Era algo que sólo podía conducirle a elevar su espíritu y a refinarlo… y que debía salvarla del peligro de cualquier enlace de categoría inferior a la suya.

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