Emma

Emma


CAPÍTULO XLII

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Emma no podía decirle nada más. Se hacía cargo de lo que le ocurría; e identificándose con sus sentimientos, le instó a que abandonara la casa inmediatamente, y con el celo de una amiga le ayudó a salir sin ser vista. Al despedirse Jane le miró con gratitud, y las palabras que pronunció, «¡Oh, señorita Woodhouse! A veces, ¡qué con, suelo poder estar sola!», parecían brotar de un corazón atribulado y expresar algo de la continua tensión en que se hallaba, incluso entre las personas que más la querían.

«¡Con una casa como aquélla! ¡Y con aquella tía! —se dijo Emma, mientras volvía a entrar en el vestíbulo—. Te compadezco. Y cuanta más sensibilidad muestras para todos estos horrores, más cariño te tengo».

Apenas hacía un cuarto de hora que Jane se había ido y que padre e hija no habían hecho más que ver unas cuantas vistas de la plaza de San Marcos de Venecia cuando Frank Churchill entró en la estancia. Emma no había estado pensando en él, se había olvidado de pensar en él… pero se alegró mucho al verle. La señora Weston se tranquilizaría. La yegua negra no tenía la culpa de nada; habían tenido razón al suponer que la señora Churchill había sido el motivo. Se había retrasado debido a un empeoramiento temporal de su salud; un ataque de nervios que había durado varias horas… y el joven abandonó la idea de su partida hasta muy tarde; y, según dijo, de haber previsto el calor que le esperaba durante el camino, y que a pesar de todas sus prisas iba a llegar tan tarde, no hubiese venido. Había pasado un calor horroroso… nunca había tenido tanto… casi había deseado haberse quedado en casa… el calor era lo que más le incomodaba… era capaz de resistir todo el frío del mundo… pero el calor no podía sufrirlo… Y se sentó a la mayor distancia posible de los rescoldos del fuego de la chimenea del señor Woodhouse con un aspecto realmente lamentable.

—Si no hace ejercicio —dijo Emma— en seguida se le pasará el calor.

—Apenas se me haya pasado el calor tendré que regresar. Podía ahorrarme perfectamente el venir… pero se empeñaron tanto… Supongo que ya no tardarán mucho en irse. Ya deben de estar despidiéndose. Al venir encontré

a alguien que se iba… ¡Qué locura con ese tiempo! ¡Hay que estar loco de remate!

Emma le escuchaba, le miraba y no tardó en darse cuenta de que el estado de ánimo de Frank Churchill podía definirse con la expresiva frase de que estaba de un humor de perros. Hay personas que cuando tienen calor son intratables. Y él debía de ser una de ésas; y como sabía que comer y beber a menudo alivian esos estados accidentales de mal humor, le recomendó que tomara algo; en el comedor encontraría abundancia de todo… y le señaló afectuosamente la puerta.

—No, no quiero comer; no tengo apetito. Aún tendría más calor.

Sin embargo, al cabo de dos minutos empezó a pasársele el enfado, y murmurando entre dientes algo sobre la cerveza pruche salió de la estancia. Emma volvió a dedicar toda la atención a su padre, diciendo para sus adentros:

«Me alegro de no estar enamorada de él. No me gustan los hombres que se ponen de mal humor porque una mañana se acaloran. Harriet tiene un carácter más suave y no le preocupan esas cosas».

Tardó el tiempo más que suficiente para haber hecho una comida considerable, y regresó mucho mejor… ya sin acaloramiento… y con buenos modales, como era costumbre en él… capaz de acercar una silla a donde ellos se encontraban e interesarse por lo que estaban haciendo; y lamentarse de un modo más razonable que fuera tan tarde. No estaba de muy buen humor, pero parecía hacer esfuerzos por estarlo; y por fin consiguió hablar de naderías de un modo muy agradable. Estaban contemplando unas vistas de Suiza.

—Tan pronto como mi tía se reponga me iré al extranjero —dijo—. No me quedaré tranquilo hasta haber visto algunos de estos lugares. Un día u otro ya verán mis dibujos… o podrán leer la historia de mis viajes, o mi poema. Haré algo y se hablará de mí.

—Es muy posible… pero no por sus dibujos de Suiza. Usted nunca irá a Suiza. Sus tíos nunca le dejarán salir de Inglaterra.

—A lo mejor se ven obligados a salir ellos también. A mi tía pueden recomendarle un clima cálido. No dejo de tener esperanzas de que todos nos vayamos al extranjero. Le aseguro que yo sí iré. Esta mañana estoy firmemente convencido de que no tardaré mucho en salir del país. Tengo que viajar. Estoy cansado de no hacer nada. Necesito un cambio. Le hablo seriamente, señorita Woodhouse… no sé lo que se están imaginando sus penetrantes ojos, pero… estoy harto de Inglaterra… si pudiera me iría mañana mismo.

—Usted está harto de dinero y de comodidades. ¿No puede inventarse algún trabajo y contentarse con quedarse aquí?

—¿Harto de dinero y de comodidades? ¿Yo? Se equivoca usted del todo.

No me considero una persona con dinero ni con comodidades. En el aspecto material me sale mal todo. No creo ser una persona afortunada.

—Sin embargo, ya no es usted tan desgraciado como cuando llegó. Vaya a comer y a beber un poco más y se sentirá perfectamente. Otra tajada de carne fría, otro vaso de vino de Madera con un poco de agua y se sentirá usted casi tan bien como el resto de nosotros.

—No… prefiero no moverme… Me quedo al lado de usted. Usted es mi mejor medicina.

—Mañana vamos a Box Hill; vendrá usted, supongo… No es Suiza, pero para un joven que desea tanto cambiar, algo es algo. ¿Se quedará usted y vendrá con nosotros?

—No, desde luego que no; regresaré a casa con el fresco de la tarde.

—Pero puede volver a venir mañana, con el fresco de las primeras horas.

—No… no valdría la pena. Si vengo estaré de mal humor.

—Entonces, por favor, quédese en Richmond.

—Pero si me quedo aún estaré de peor humor. No puedo sufrir el pensar que todos ustedes estarán allí sin mí.

—Éstos son problemas que debe usted resolver por sí mismo. Elija su grado de mal humor. Yo ya no volveré a insistir.

El resto de los invitados empezaba a regresar, y pronto estuvieron todos reunidos. Algunos se alegraron mucho de ver a Frank Churchill; otros manifestaron menos entusiasmo; pero cuando se explicó la desaparición de la señorita Fairfax las lamentaciones fueron generales; ya era hora de que todos se fueran cuando cesaron los comentarios; y después de ponerse rápidamente de acuerdo sobre el plan del día siguiente, cada cual se fue por su lado. La contrariedad de Frank Churchill al sentirse excluido de todo aquello fue en aumento, hasta el punto de que sus últimas palabras a Emma fueron:

—Bueno… si quiere usted que me quede y mañana vaya con los demás, me quedaré.

Ella le sonrió en señal de asentimiento; y sólo una orden de Richmond hubiese podido hacerle regresar con sus tíos antes de la tarde del día siguiente.

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