Emily

Emily


Capítulo 5

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Capítulo 5

Lady Daphne había insistido, y cuando a la pequeña de la casa se le ponía algo entre ceja y ceja, era imposible de negárselo. La invitación de los Sutcliff a los Grant para la inauguración del Alhambra Theatre se envió sin dilataciones en cuanto la obra Alfonso und Estrella fue anunciada.

A lady Marion tanta insistencia no se le pasó por alto, se percató de que la distancia entre sus hijos mayores se acrecentaba y que la cercanía de la señorita Grant ayudaba a limar las asperezas. Aún no se había enterado de qué pueril riña los tenía separados, ya lo haría. Claro, cuando pudiera pescar a Colin para una conversación seria.

Su hijo mayor los esquivaba, desde las nupcias de Elliot había sido reincorporado a las listas del White, y pasaba allí la mayor parte del tiempo junto a sus amigotes, y luego… luego optaba por su apropiado departamento de soltero. Ser madre se parecía demasiado a ser espía napoleónica, por lo que había indagado, Colin no tenía nueva amante y la ausencia del joven en casa de sus progenitores se debía de manera exclusiva a Daphne Webb. ¿Qué había hecho su niña? No apañaba al mayor, solo que sabía mejor que nadie el carácter de la menor. Así como el del pequeño Thomas, que en ese instante estaba haciendo travesuras con Chelsea, la hija de su buena amiga Faith.

—Espero que este muchacho cumpla con su palabra y se presente en el palco a la hora acordada —gruñó Arthur—. Que no sé qué es peor, si sus juntas con Elliot Spencer o las actuales con lores perezosos pasados de coñac.

—Sin duda, las de ahora —coincidió Marion.

Colin Webb estaba, tal y como conjeturaban sus padres, en el White, bebiendo coñac y compartiendo el momento con lores más ociosos que él. De eso se trataba ese lugar, y del espacio para escapar de muchachitas casamenteras. Si se creían que los rumores eran un vicio femenino, los salones del club de caballeros podían desmentir tamaña falacia. Allí todo se sabía, entre otras cosas, las apuestas sobre Lady Anne y él.

—A tu salud —alzó la copa de coñac y brindó por Elliot a la distancia.

—A tu salud y a nuestros bolsillos —coincidió otro.

Las habladurías volvían a tener a Lord Bridport de centro y ya casi no se hablaba de Colin. ¡Eso era un buen amigo! Y lo mejor, las apuestas que se abrían en los libros del club lo harían millonario. Bueno, no tanto como millonario…

Pagaban todas en contra de Elliot, y Colin apostaba hasta sus cabellos a su amigo. Sí, ya tenía una ganada: el matrimonio se concertó cuando todos creían que Weymouth se saldría con la suya. Ahora habían duplicado el riesgo: en un año concebiría un pequeño Spencer y… la más jugosa de todas, a la que Webb había colaborado casi como una causa benéfica, Elliot dejaba la juerga. De momento, los vientos soplaban en contra, a la pareja apenas se la veía en público y Vanessa Cleveland corría horribles rumores por la ciudad. Largó una risotada al recordar a la bostoniana y al descubrir su plan, apostaba al rojo y al negro en la ruleta. Sir Johnson a favor, ella, entre las damas, en contra. Y vaya locura, en contra de su amiga. A él, la señorita Cleveland no lo engañaba, solo no aprobaba sus métodos, sobre todo cuando los empleaba en Emily Grant.

Se recostó en el cómodo sofá del salón de caballeros y miró la hora de soslayo. En momentos debía partir rumbo a el teatro, por ese motivo, en lugar de ir informal, ya llevaba la levita y un fino chaleco gris topo. Necesitaba más alcohol. Mucho más.

Todos daban por sentado que sus problemas eran de faldas, y no se equivocaban. Solo que el dandi lo ocultaba detrás de su fachada tanto como Elliot Spencer. Por eso era que el único que podría ganar una apuesta contra Lord Webb sería su buen amigo. Tres faldas lo volvían loco, Lady Anne que no desistía y había confirmado su presencia en el teatro. Sabía por las lenguas sociales, dícese Lady Amber, que Anne esperaba la invitación al palco de los Sutcliff, invitación a la que Daphne se había adelantado con el «capricho» de invitar a los Grant. Y ahí su segunda falda, su hermana. Lady Daphne estaba jugando con fuego, y el único que creía que no se quemaría era Elliot. Casi resonaba en su mente la voz de su amigo diciéndole «maldito egocéntrico». Por supuesto que no se trataba de él, no en esa ocasión, sino de un atributo que compartía con su hermana: la belleza, y la condena que esta traía consigo. Daphne quería tener una vida normal, igual que las demás damas de la sociedad, que suspiraban por un caballero que las ignoraba y esquivaban a algún viejo decrépito de serias intenciones. Soñaba con que sus amigas compartieran con ella consejos de moda, pasearan por el Hyde Park para pavonearse ante las miradas masculinas, cotillear un poco y al fin casarse lo mejor que les fuera posible.

Nada de eso era posible para la pequeña Webb. No tenía amigas, las demás damas la envidiaban, no necesitaba consejos de moda y no existía un maldito hombre en toda Gran Bretaña que se le resistiera. Y aunque para ella el tema de los besos podía ser un juego, algo común para conversar con sus nuevas amigas, se convertía en algo riesgoso cuando la podía llevar al altar junto a un mequetrefe interesado. Él descubrió que debía esquivar a los manipuladores a los quince años de edad, y le tocaba a Daphne aprender la misma lección.

Alzó la vista cuando la puerta del salón se abrió y la figura tímida de Nolan Northon atravesó el umbral. Tenía el cabello negro y la piel muy blanca, a juego con unos aniñados ojos castaños. El muchacho apenas superaba en edad a Daphne y, cuando hicieron contacto visual, palideció todavía más. La segunda víctima de su hermana, el sobrino del Barón de Meldrum. Sí, lo había aceptado, era Daphne la cazadora en esa obra y los hombres, sus presas. Solo que, a diferencia de Zachary Grant, Nolan Northon parecía un conejito indefenso atrapado en una trampa enorme.

El joven, huérfano y criado por su tío, el barón, había sido aceptado en White gracias a su inesperada relación con la reina Victoria, y se decía que pronto lo consagrarían Sir. Sus estudios sobre las enfermedades lo convertían en una promesa de la ciencia, y sin artimañas ni zalamería, le había dicho a la reina que tenía muchas posibilidades de una vida longeva, al igual que sus descendientes, siempre y cuando cuidaran los hábitos. Nolan Northon se abocaba al estudio de aquellos males que, en lugar de ser transmitidos por factores externos, estaban determinados por nuestra ascendencia; al igual que heredábamos rasgos físicos, podríamos heredar enfermedades. Tenía una para nada romántica idea de que, si pudiéramos probar eso, en lugar de concertar matrimonios por dinero se harían por salud. Aterrador.

Como fuera, ese tímido muchacho era quien había besado a Daphne y Colin se creía en la necesidad de aclarar que, si ponía en entredicho la reputación de su hermana, lo mataría sin contemplaciones. Se puso de pie, tambaleante, y se acercó al joven. Nolan se había sentado en una mesa y tomaba notas en una libreta.

Lord Hill se adelantó a Webb y leyó sobre el hombro del muchacho.

—¿Un poema, para quién? —Nolan alzó la vista, aterrado, y la fijó en Colin. Pobre desgraciado, pensó, estaba enamorado de Daphne.

—Pa… para una dama.

—Bueno, bueno, eso lo imaginamos, salvo que te guste decirles a los caballeros que sus ojos te recuerdan a… ¿los de los cobayos?

Con esa broma de Hill, Lord Webb deshizo el nudo de su pecho. No, el joven no era ningún riesgo para su hermana y Elliot tenía razón, Daphne era más lista que él para elegir sus intereses románticos. Nolan Northon jamás pondría en riesgo la reputación de «su amada». De pronto, y sin previo aviso, sus sentimientos tomaron otro rumbo, el de la pena. El futuro de la ciencia británica escribía penosos poemas a su amor imposible, Daphne Webb.

—N… No soy bueno con los poemas —admitió Nolan, rojo como las llamas de las chimeneas.

—Tampoco yo —se sumó Webb a la charla, hizo un ademán con la cabeza, como si pidiera permiso para sentarse, y Northon asintió nervioso—, pero sé lo suficiente para decir que no les gusta que las comparen con los cobayos.

—Los cobayos son buenos animales —se defendió el aludido—, son dóciles, suaves y ayudan a la ciencia.

¡Oh, Daphne!, se lamentó Colin, tu estudio de besos está arruinado. No se trata de americanos contra ingleses. Nolan no le puede ganar a nadie en esas lides.

—Haremos esto —susurró Webb, para que Hill no lo oyera—, yo le pregunto a mi hermana si le gustan los cobayos y te traigo la respuesta antes de que le entregues ese poema. —El muchacho pasó del rojo vivo al pálido absoluto—. Nuestro secreto —insistió para asegurarse la discreción del joven. Northon asintió, y Colin quedó satisfecho.

—No escuches a Lord Webb —retomó la conversación Hill, con un whisky en las manos—. Nunca necesitó de poemas para conseguir los favores de las damas. Deberías de escucharnos a nosotros, los mortales.

—Oh, deja de dar pena, Hill. Dudo que a tu esposa le interese enterarse de tus aciertos.

—Eso es desleal, Webb —bromeó el hombre y se acomodó mejor en la silla junto a Northon. El muchacho miraba a los dos lores como si fueran gigantes llenos de sabiduría—. No puedes acusar a un hombre de lo mismo que haces.

—Yo soy soltero…

—Hasta que te pesquen, Webb, hasta que te pesquen.

—Ya veo que has apostado por Lady Anne y en mi contra —trató de ponerle humor al asunto para no irritarse—, no esperaba semejante traición de un amigo.

—Es solo dinero, también aposté contra Spencer.

—Y vas a perder…

Nolan miraba el intercambio como si fuera una reñido pelea.

—Mira, ¿si en lugar de apuestas lo arreglamos como los incivilizados que en realidad somos? Boxeo, ¿qué dices?

—Otro día, encantado. Debo ir al teatro. —Se señaló las prendas para confirmar que no se trataba de una cobarde evasiva. A los lores les encantaba el pugilismo, les permitía recordar su lado animal.

—Te tomo la palabra. Bien, niño —Volvió su atención a Northon—, no compares a las damas con animales, nunca. Una lección de oro que aprendí en Eton.

—A mí no me enseñaron eso en Eton —se lamentó el muchacho, y ambos hombres largaron sonoras carcajadas.

—Por eso es que tú eres el futuro de la ciencia y nosotros, unos lores perezosos. —Colin le palmeó la espalda para darle ánimos.

—Exacto —coincidió Hill—, además, no fue de un profesor, sino de un compañero. Lord William Witthall, el conde de Dorset…

—¿El conde loco? —preguntó Northon, que había escuchado hablar de él.

—El mismo, le comprábamos poemas en nuestra época para seducir a las damas, eran infalibles. Y ¿sabes qué?, jamás las comparó con cobayos.

—¿Aún los vende? —se entusiasmó Nolan y dejó de lado sus notas. Ni siquiera rimaban las palabras y las referencias a síntomas médicos inundaban las prosas de su penoso intento de arte.

—No…

—Aunque debería —musitó Colin, resignado.

—Tienes razón. De ese modo quizá podría pagar alguna de sus deudas…

La conversación dio un giro y se enfocó en el conde loco, un joven de la edad de Colin que ya tenía en sus hombros la responsabilidad de uno de los condados más grandes y antiguos de Inglaterra. Y de momento, lo administraba de manera horrorosa.

Arthur Webb solía decir que lo subestimaban, y que podía estar loco, pero no era estúpido. La gran campaña de sanidad llevada a cabo por el marqués de Shropshire había sido posible gracias a la intervención de Whithall y su teoría de los duendes del bosque. Ante tamaño disparate, los lores aceptaron que Anthony Richmond tenía razón y alzaron sus manos a favor. Cuando William dejó la cámara de lores lo hizo murmurando algo sobre que los duendes actuaban de formas misteriosas.

Por desgracia, la conversación sobre Lord Dorset desembocó en la única finalidad que su arte tenía para ellos, conquistar damas, y lo llevó a Colin de nuevo a su lista de problemas de faldas.

La tercera: Emily Grant y un beso robado.

Era inconcebible para él sentirse agobiado para tan simple hecho. Un beso, que casi no fue un beso... Como fuese, tendría que hallar la justificación a tal niñata actitud antes de la noche. Quería enfrentarse a Emily sin el peso de la incomodidad, no había actuado de la manera correcta. Él no era el inocente Nolan, ni el sabandija de Zachary; el historial de besos robados con el que contaba era grandísimo, pero todos y cada uno de ellos habían actuado como el preludio a una relación íntima, con algún que otro matiz amoroso. Directo a las sábanas, sin dilataciones ni cortejos eternos; por eso no se vinculaba con debutantes, porque sus métodos de conquista no eran afines a sus necesidades y demandas. Emily era diferente, de seguro, mucho más de lo que creía. Conocía el enamoramiento de la joven americana hacia él, tanto su madre como Daphne se lo habían mencionado. La primera, confiando en su comportamiento de caballero; la segunda, la peor de todas, su hermana, parecía empecinada a arrojarlo a los brazos de la señorita Grant. Y él, como si todavía fuesen unos niños traviesos, le correspondía en la idiota travesura. No tendría que haberla besado... Ahora debía de enfrentarse a otra Emily, una con el corazón abierto de par en par. Una abrazada, de nuevo, a la vergüenza; o en su contraposición, al coqueteo. Lo último era un juego que él no estaba dispuesto a llevar a cabo, aunque eso lo forzara a poner distancia entre ambos, y consagrara su amistad con un gran adiós.

En vano, cada uno de sus pensamientos fue en vano. No hubo coqueteo ni vergüenza, solo sonrisas, algunas dirigidas a él, otras a la nada misma. Emily estaba entregada a la esplendorosa belleza del Alhambra Theatre, y las intenciones de cotilleo con su hermana Daphne ocupaban gran parte de la actividad de la muchacha. Decidió mantenerse al margen, los pocos ánimos que lo habían llevado al evento se hicieron trizas contra el suelo cuando comprobó que la presencia femenina de la cual escapaba desde hacía semanas lo devoraba con binoculares desde el palco del otro lado del salón. Debía reconocer que Lady Anne estaba preciosa, y que su vestido verde olivo le resaltaba las delicadas formas y la belleza de su rostro. El palco en el que se encontraba pertenecía a los Weymouth, y Lord Bridport, junto a su reciente esposa, lo inauguraba en nombre del duque. Había llegado a sus oídos que los Thomson, invitados por Elliot Spencer, les hacían compañía con una secreta misión, que Lady Mariana hiciera de mediadora entre el joven matrimonio en su primera exposición pública. El detalle que su buen amigo Elliot pasó por alto fue el agradado que los Thomson traían consigo: la viuda de Merrington. Las relaciones del difunto marido de Lady Anne con el esposo de vizcondesa perpetuaba la relación de amistad sin disimular el obvio desgano.

—Si fuese Lady Anne, alegaría un malestar y me marcharía —susurró detrás de su abanico Daphne.

Colin puso la atención en ellas, llevaba gran parte de la noche tratando de oír la conversación entre ambas sin buen resultado.

—Miranda no luce muy feliz, puede verse desde aquí. —Emily colaboró con su apreciación.

—¡Yo también lo estaría si la mujer que se ha sentado a mi lado llevase un vestido del mismo color que el mío! —Daphne estaba que echaba humo, cualquier situación le valía para aumentar el odio contra la bella viuda—. Insisto, debería marcharse...

Emily conocía a Miranda, Lady Bridport, como para saber que una situación tan banal como esa no le alteraba el buen humor.

—No creo que el inconveniente sea ese.

—Pues algún inconveniente hay, sin duda... la felicidad no abunda en el rostro de esos dos. —Buscó información en Colin, que se encontraba en una butaca detrás de ella, le pareció una buena oportunidad para volver a la amable comunicación entre hermanos, estaba hasta la coronilla de los reclamos de su madre con respeto a ellos. Le habló en confidencia—. Colin, ¿tienes idea de por qué Elliot tiene esa expresión de hombre a la espera de la guillotina?

Tanto Emily como Daphne estaban en lo cierto, la expresión en el matrimonio no auguraba un buen desenlace para el fin de la velada.

—No… pero puedo intuir un porqué.

La mirada de Elliot atravesaba el salón hasta llegar a él, y esa mirada le decía que la espera a la guillotina era compartida. Su cabeza también iba a rodar. Las Grant en el palco familiar habían sido una estratagema femenina para mantener a Lady Merrington fuera del disfrute de la velada.

—¿Cuál? —Daphne reclamaba información, y la vaga respuesta de Colin llevó a Emily a imitar en actitud a la joven Webb, se giró a la par que ella.

El azul intenso de sus ojos chocó con el océano profundo de los de Colin. Se sonrieron, por costumbre o deseo involuntario, no lo sabían. Lo único que reconocían, en el secretismo de sus mentes, era que no podían evitarlo.

—Eso queda entre Elliot y yo —dijo para desanimarla. Andar de metiche en vidas ajenas no era propio de una dama, por lo menos, no así, de manera evidente.

La decepción caló profundo en su hermana, y resopló fastidiada. Regresó el rostro hacia el escenario.

—Gracias, Colin... no nos has servido de nada.

Emily mantuvo la mirada en él, y el brillo en sus ojos le dijo a Colin que algo planeaba.

—Despreocúpate, Daphne, en un par de minutos dará inicio el intermedio, el momento perfecto para ir saludar a Lady Bridport.

—Maravilloso, supongo que develaremos el misterio sin necesidad de Colin —agregó Daphne con aires de provocación.

—Lo dudo —respondió él a modo de infantil competencia.

—¿Quieres apostar? —volvió a girarse y con eso se granjeó una reprimenda de su madre. Se llamó el silencio y se acomodó en el asiento.

Comportarse como un futuro conde, eso tendría que hacer. Las niñerías ya habían quedado atrás.

¡Diablos, la vida de Lord sí que era aburrida!

—Apostemos —masculló con disimulo cerca del oído de su hermana.

—¿Qué apostamos?

—Lo que quieras.

Daphne parecía una estatua, sus labios se movían con total discreción. Colin enmascaraba su postura dejándose caer hacia adelante de la butaca.

—¿Emily? —Daphne recurrió a la americana porque estaba escasa de ideas.

—Oh, no… esto es entre ustedes, yo solo participo en la puesta en práctica.

Su infancia se había construido en base a apuestas, con cuatro hermanos varones era la única estrategia de juego posible. Había perdido más que ganado, pero a pesar del sinsabor del fracaso, la experiencia vivida le impedía negarse, sobre todo cuando la misma incluía a hermanos. Los Grant nunca se echaban atrás... en nada.

La indecisión acompañó a los Webb, y la solución se encontró en una apuesta en blanco, el ganador elegiría, lo que puso una gran presión en Emily, que no dudó ni un segundo y fue tras los pasos de Miranda cuando el receso dio inicio.

Colin hizo lo mismo, pero a diferencia de Emily, él no debió recorrer los eternos corredores del teatro; Elliot fue en su búsqueda, lo que no hizo más que confirmar su intuición, el malhumor de su amigo se debía a una mujer en particular: Lady Anne, y de seguro, nada tenía que ver con el tono de su vestido.

—¿Quieres arruinar mi matrimonio? —le recriminó Elliot ni bien estuvo a metros de él, no le importó que el tono de su voz resonara por los acústicos pasillos del teatro.

—Lo siento, ¿te refieres a tu matrimonio de conveniencia que solo tenía como fin molestar a tu padre? —Lidiar con la furia justificada de Elliot no estaba en sus planes de la noche—. No, milord, no tengo intenciones de arruinártelo. Además, te recuerdo que aquí, la víctima soy yo.

Agradecía la distancia que su familia le había procurado al evitar la cercanía con la joven viuda.

—¿Desde cuándo ser amante de Lady Anne se considera ser víctima?

—En el preciso instante en que dejas de ser su amante —se lamentó Colin—. De todos modos, piénsalo como un favor a un amigo, si pones tu atención en ella, siendo un futuro duque, quizá desista conmigo. Como beneficio extra, puedes ponerle fin a tu celibato matrimonial.

Era su amigo, lo conocía como a la palma de su mano. Nada de lo que dijera podría enojarlo, más cuando la verdad se encontraba en las entrelíneas de lo que decía.

—¿Perdón?

—Oh, no lo sabías… claro, has estado tanto tiempo encerrado en tu casa intentando conquistar a tu esquiva esposa que no te has enterado. Bueno, amigo —Le dio una palmada en el hombro—, todo Londres está al tanto de que tu esposa se te resiste, y las apuestas están en alza en White.

Era justo que lo supiera, ya eran reconocidos como Lord y Lady Escándalo.

—¡Debes estar bromeando!

—Para nada, al parecer la señorita Vanessa ha corrido el rumor, y siendo amiga de Lady Bridport se toma como algo serio. —Colin no pudo contener la risa, sus penas, esas que involucraban a tres faldas, no se comparan para nada a el mal trago que Elliot estaba bebiendo desde que su matrimonio había dado inicio. No debía alegrarse de la desgracia ajena, menos cuando de su amigo se trataba, pero lo hacía—. Supongo que, si te buscas una amante, y quién mejor que la bella Lady Anne, entonces podrás resguardar tu honor.

—¡Maldición! Estás disfrutando esto —se quejó Lord Bridport.

—Para nada —mintió, por supuesto que lo disfrutaba—. Por el contrario, me siento feliz de poder ayudar a un amigo a salir de las garras de un matrimonio no deseado. Porque no es deseado ¿verdad? No te afecta en lo más mínimo que tu esposa no quiera compartir el lecho, debe ser todo un alivio. Sin contar que siempre te gustó ser el centro del escándalo, y lo eres. El duque está que trina. ¡Felicitaciones, amigo! Todo ha salido de mil maravillas.

—¡Vete al demonio!

Elliot puso fin a la conversación, giró sobre sus talones, y se alejó a grandes zancadas.

—Entonces ¿no quieres a mi amante? ¿Me tengo que deshacer de ella por mi cuenta?

Su mirada se perdió a lo lejos, al final del pasillo, Emily y la esposa de Elliot avanzaban manteniendo, lo que parecía, una conversación amena. La ausencia de Daphne le permitió a Colin gestar una oportunidad, una que no debía. ¡Al diablo el deber! En cuestión de minutos, la obra reiniciaría y se verían obligados al silencio supremo. Tomó resguardo en la escalera que se unía a los pasillos laterales. Aguardó ahí, sabía que iban a separarse, el palco Bridport se hallaba en ese sector del teatro y el Sutcliff, al otro lado. Ni bien la sombra del cuerpo de Emily se dibujó en la alfombra, extendió el brazo para capturarla por sorpresa. Antes de que pudiera emitir quejido alguno, la atrajo con suavidad al escondite que les brindaba la escalera.

—¡Colin, por todos los cielos! —gimió ante el impacto inicial.

—Shhh... pueden oírnos.

Cuando estaban a solas era química pura de cuerpos, y no solo eso, nacía una comodidad entre ellos, como si lo llevaran haciendo toda la vida: escondiéndose, buscando momentos para estar a solas.

¡Ven y estudia esto, Nolan!, pensó Colin.

—¿Oírnos? Pueden vernos, y tú y yo sabemos que es peor. Si nos ven...

—No van a vernos —la interrumpió, tenía la excusa perfecta para ese secuestro—. ¿Acaso te piensas que iba a dejarte llegar hasta Daphne sin compartir la información conmigo antes?

—¿Así que de eso se trata? —fingió enojo, y no pudo mantenerlo más de dos segundos. Sonrió—. Considera tu apuesta perdida.

Cuando de él se trataba, la falta de decoro en Emily le fascinaba. Intentó conservar las formas lo más que pudo, su cuerpo estaba desarrollando un inconsciente acto reflejo, buscar el contacto del de Emily. Y eso sí no era correcto. Si los encontraban...

—No lo creas, mi intuición fue correcta. —Colin regresó al asunto en cuestión.

—La mía también, no era el vestido... —Tenía que atesorar la información hasta llegar a Daphne. Se mordió los labios.

—Dilo, vamos... sé que quieres decirlo. —Lo que fuese, siempre y cuando dejara de morderse los labios.

¡Esos labios! ¿Tal vez podría finalizar ese beso de días atrás? Había cosas pendientes entre su boca y la de ella.

—Y por lo visto, tú quieres oírlo... me imagino por qué. —El desencanto vibró en la voz de Emily, y sus ojos, de repente, se opacaron ante el mismo sentimiento.

—¿Por qué?

—Lady Anne... —soltó Emily cual golpe bajo—. Tenía la información incorrecta con respecto a ella, ya no. —El ceño de Colin se frunció ante lo oído. Emily continuó—. Miranda pensaba que Lady Anne era la amante de Elliot.

El «pensaba» hizo eco en los pensamientos de Colin.

—¿Y ahora qué piensa?

—No piensa, sabe la verdad... que no es ni nunca fue su amante, sino tuya. —Era auténtico desencanto lo que vestía la voz de la señorita Grant—. Y que, a pesar de las habladurías en torno a él y su estilo de vida, Elliot Spencer jamás tendría una amante, no es esa clase de hombre.

Fue una puñalada. O así la sintió él. No le agradó. No viniendo de ella.

—Por lo visto, tienes muy definida la clase de hombre a la que Lord Bridport pertenece. Me gustaría saber a qué clase pertenezco yo.

Los ojos de Emily se perdieron detrás de él. No estaban solos.

—No lo sé... —susurró para que solo él la oyera—, preguntémosle a Lady Anne, parece muy interesada en nuestra conversación.

La viuda de Merrington avanzó hacia ellos, nada parecía indicar que la poseyera la furia. Nada salvo el aura que siempre la rodeaba. Sonreía, brillaba, destilaba femineidad. Emily se sintió vulgar de pronto, y no quedó nada de las cosquillas sentidas en brazos de Colin. Esa mujer tenía el poder de dejarla hecha un trapo. Cuadró los hombros, intentó tomar aire y agradeció que Madame Deen no fuera una torturadora con los corsés. Necesitaba de la poca seguridad que contaba para el enfrentamiento.

—Milord —dijo Anne al llegar junto a ellos—, señorita Grant. Qué agradable sorpresa ¿están disfrutando de la velada?

—Lady Anne. —Colin respondió con un movimiento sutil de cabeza, y al ver que Emily se paralizaba, se hizo a un lado para presentarla—. ¿Han sido presentadas formalmente?

—N… no. No formal… —El balbuceo de Emily fue interrumpido por la viuda.

—No, milord. Señorita Grant… —Se giró hacia ella—, las amigas de mis amigos cuentan de inmediato con mi cariño. Lord Webb… —agregó de manera cariñosa, a punto que parecía un tuteo, lleno de confianza, como quien usa los modos a modo de juego—, no se aproveche de la inocencia de una joven americana. Y tú, ahora que somos amigas, no te dejes embaucar —Guiñó un ojo de manera cómplice—, nuestro estimado Lord es un peligro para las féminas.

—Lady Anne, no alimente las habladurías —contestó Colin de buen ánimo.

—¿Yo? Pero si es usted, milord, el que arrastra a jóvenes inocentes a los rincones del teatro. —Emily avanzaba a paso lento detrás de la pareja. Colin se detuvo y acompasó el andar a ella—. No se preocupen, su pequeño secreto está a salvo conmigo.

—Gracias, milady —musitó Lord Webb. Las cejas de Emily, en cambio, se alzaron en un gesto de incredulidad. Claro que sí, Lady Anne, te comerías tu lengua antes de correr rumores sobre Colin y yo.

La señorita Grant empezó a arder en furia, y no tenía derecho a hacerlo. Anne era un derroche de virtudes junto a Colin. Sonreía, era amable, divertida, encantadora. Todo eso sumado a una imagen cautivante, de curvas delicadas, piel lozana y un cabello azabache tan oscuro y brillante que Emily podía jurar que tenía destellos azul noche. La naturaleza se había pasado con esa mujer, y ella no podía dejar de pensar que Webb la había tenido en brazos. Lo que era peor, la palabra serpiente se ajustaba a la perfección a esa mujer. Cambiaba de piel, enroscaba a la gente y destilaba veneno. Colin era incapaz de ver la otra Anne, la única que Emily había conocido hasta el momento.

—¿Cómo se encuentra su hermana? —preguntaba Lord Webb, embebido en una charla cordial, de esas que las institutrices intentan enseñarte a entablar. Con ella, Colin podía ser todo un caballero, nada de apuestas, de jugarretas infantiles ni de persecuciones en los pasillos. No, la viuda de Merrington era una amante y ella… ella era como una hermana en ojos del hombre. ¡Perfecto! Solo la ira le impedía llorar.

—No muy bien —se lamentó la mujer—, su problema de salud a veces la imposibilita.

Emily había visto a Thelma, era una joven sana y vigorosa. Tenía la renguera del polio y la visión disminuida apenas, aun así no era inválida ni mucho menos. Supo, por la actitud de pena de Colin, que Anne recurría a eso porque, de algún modo, había descubierto que era un golpe bajo en el espíritu de Webb. Conseguía que el hombre dejara un poco las formas para darle consuelo. De manera instintiva, con ese impulso protector que le corría por las venas, posó la mano sobre la de Lady Anne, unió la mirada a la de ella y dijo:

—Sabes que cuentas conmigo, Anne, eso no ha cambiado. Si necesitas mi ayuda, en lo que sea…

¡Oh, mierda!, pensó Emily. Demonios, demonios y más demonios. En su mente se repitieron todos los insultos que conocía, y en California había escuchado demasiados. Colin la había tuteado, había bajado las defensas y había dejado entrar a la serpiente en el nido.

—Gracias, Colin —musitó Lady Merrington—, eres un gran amigo.

Como el andar había sido lento, recién entonces llegaron a las cortinas del palco de los Sutcliff. Anne debía entrar a presentar sus respetos antes de volver al de los Bridport, y Emily sabía lo que iba a suceder… casi como si hubiera leído el guion de esa obra teatral: Anne y su presa.

Los ojos de la mujer se alzaron, y la mirada se le aguó tras las pestañas. Los ojos azul intenso brillaron trasluciendo un anhelo sincero, lo único verídico de todo el espectáculo: el deseo de ser más que amigos. Colin sintió pena y un poco de desesperación al sentirse acorralado, era demasiado amable para sacar a colación la ruptura de su relación. Sonrió, le brindó una de esas hermosas sonrisas que le robaban el corazón a Emily y, a modo de consuelo, agregó:

—Milady, por favor, ¿nos haría el honor de terminar la velada en nuestro palco?

Emily quería golpear a ambos con los binoculares. No podía dejar de presenciar la escena, pues, al igual que Anne se había prestado para conservar las formas de ellos dos en las escaleras, le correspondía a la señorita Grant el rol de chaperona. Y lo odiaba… la estaba matando. Si no fuera porque sabía que Lady Merrington era capaz de tretas sucias, hubiera atravesado las pesadas cortinas para terminar con la tortura.

—Le agradezco, milord, pero debo negarme. No quisiera…

—¿Qué?

Anne bajó la mirada, con congoja y una dosis de gran dramatismo. ¡Oh, Lady Anne! si algún día se te terminan los hombres para enredar, tu carrera está allí abajo, en los escenarios, pensó Emily.

—No quisiera tener inconvenientes con Lady Sutcliff, no… no soy de su agrado. —Más pestañas, más miradas, más veneno.

—No te preocupes por mi madre… —Las luces descendieron, la obra iba a comenzar. La verdadera.

—Debo marcharme, gracias por la invitación y… por ser tan buen amigo. Señorita Grant… —la saludó a ella, antes de perderse en el corredor oscuro, a sabiendas de que lo dejaba a Colin con el impulso de ir en su búsqueda.

Una vez a solas, compartieron una breve mirada y entraron al palco. Emily aprovechó la escena que tenía ante ella para derramar un par de lágrimas disimuladas. Comprendía, en ese instante, que prefería los insultos de Lady Anne antes que verla con su cola enredada en el cuello de Colin.

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