Elon Musk

Elon Musk


10. La venganza del automóvil eléctrico

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O’Connell se había unido a Tesla en 2006 para ayudar a resolver algunos de los problemas financieros y otros relacionados con la fábrica. Creció cerca de Boston, en una familia irlandesa de clase media, y se licenció en el Dartmouth College. Después fue a la Universidad de Virginia para estudiar un máster en política internacional, y luego a Northwestern, donde obtuvo un MBA en la Kellogg School of Management. Se consideraba un especialista en la Unión Soviética y su política económica e internacional, materias que había estudiado en la Universidad de Virginia. «Pero entonces, en 1988 y 1989, empezaron a desmantelar la Unión Soviética, lo que como mínimo me creaba un problema a la hora de acreditarme —recuerda O’Connell—. Empezaba a tener la impresión de que me esperaba una carrera en el mundo académico o en algún servicio de inteligencia.» Fue entonces cuando su trayectoria se desvió hacia el mundo de los negocios, donde llegó a ser consultor administrativo para McCann Erickson Worldwide, Young & Rubicam y Accenture, asesorando a empresas como Coca-Cola y AT&T.

La carrera de O’Connell se alteró aún más drásticamente en 2001, cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas en Nueva York. Tras los ataques terroristas, O’Connell, al igual que muchos otros, decidió servir a Estados Unidos de cualquier forma que pudiera. Al estar ya bien entrado en la treintena se le había pasado el límite para ingresar en el ejército, así que centró su interés en conseguir un trabajo en seguridad nacional. En Washington D.C. fue de un despacho a otro buscando empleo, pero no tuvo mucha suerte hasta que se encontró con Lincoln Bloomfield, el secretario de Estado adjunto de asuntos político-militares. Bloomfield necesitaba a alguien que pudiera ayudarlo a definir el orden de prioridad de las misiones en Oriente Medio y a asegurarse de que la gente adecuada trabajaba en las cosas adecuadas, y supuso que la experiencia de O’Connell en consultoría de gestión lo convertía en alguien apropiado para aquel trabajo. O’Connell se convirtió en el jefe de personal de Bloomfield y se encargaba de una amplia variedad de situaciones delicadas, desde negociaciones comerciales hasta el establecimiento de una embajada en Bagdad. Tras obtener su autorización de seguridad, obtuvo también acceso a un informe diario que recogía información procedente de personal militar y de inteligencia sobre el estado de las operaciones en Irak y Afganistán.

«Cada mañana a las seis, lo primero que llegaba a mi mesa era ese informe nocturno que incluía detalles sobre quién había muerto y qué lo había matado —recuerda O’Connell—. Yo no dejaba de pensar: “Esto es una locura. ¿Por qué estamos ahí?”. No era solo Irak, sino el conjunto de la situación. ¿Por qué estábamos tan implicados en aquella parte del mundo?» La nada sorprendente conclusión a la que O’Connell llegó: el petróleo.

Cuanto más descubría sobre la dependencia de Estados Unidos del petróleo extranjero, más frustrado y descorazonado se sentía. «Mis clientes eran básicamente los jefes, gente con poder en Latinoamérica y el Mando Central —explica—. Mientras hablaba con ellos y estudiaba e investigaba, me di cuenta de que, incluso en época de paz, dedicábamos gran cantidad de recursos a sostener el entramado económico que rodeaba al petróleo.» O’Connell llegó a la conclusión de que lo único razonable que podía hacer, por su país y por su hijo recién nacido, era alterar aquella ecuación. Estudió la industria solar y la eólica, así como a los fabricantes tradicionales de automóviles, pero no quedó convencido de que estuvieran haciendo algo capaz de causar un impacto lo suficientemente radical en el statu quo. Un día, leyendo Businessweek, tropezó con un artículo sobre una compañía emergente llamada Tesla Motors y fue a la página web de la empresa, que la describía como un lugar «donde, en lugar de dedicarnos a hablar de las cosas, las hacemos». «Les mandé un correo electrónico donde mencionaba mis antecedentes en seguridad nacional y que estaba realmente interesado en la reducción de nuestra dependencia del petróleo, convencido de que al final todo aquello no sería más que letra muerta —recuerda O’Connell—. Me respondieron al día siguiente.»

Musk contrató a O’Connell y lo mandó inmediatamente a Washington D.C. para que empezase a averiguar qué créditos y devoluciones de impuestos podría conseguir Tesla a cuenta de sus vehículos eléctricos. Al mismo tiempo, O’Connell preparó una solicitud para obtener un paquete de incentivos del Departamento de Energía[5]. «Lo único que sabía era que íbamos a necesitar un montón de dinero para levantar esta empresa —explica—. Desde mi punto de vista, teníamos que explorar todas las posibilidades.» Tesla buscaba entre cien y doscientos millones de dólares, subestimando una barbaridad lo que se necesitaría para fabricar el Modelo S. «Éramos ingenuos y estábamos dando nuestros primeros pasos», recuerda O’Connell.

En enero de 2009, Tesla ocupó la zona habitualmente usada por Porsche en el salón del automóvil de Detroit; le salió barato porque muchas otras empresas se habían apeado de la muestra. Fisker tenía un lujoso stand al otro lado del pasillo, con suelo de madera y espectaculares azafatas rubias rodeando su automóvil. Tesla exponía sin florituras el Roadster y su sistema de propulsión eléctrico.

La tecnología mostrada por los ingenieros de Tesla resultó ser lo suficientemente buena para captar la atención de los peces gordos. Poco después del salón, Daimler mostró cierto interés en descubrir qué aspecto tendría y qué impresión daría un Mercedes Clase A eléctrico. Los directivos de Daimler dijeron que visitarían la empresa al mes siguiente para hablar con detalle sobre la propuesta; los ingenieros de Tesla decidieron dejarlos pasmados y construyeron dos prototipos antes de su visita. Cuando los directivos de Daimler vieron lo que habían hecho, encargaron de inmediato cuatro mil paquetes de baterías para fabricar una flotilla de vehículos de prueba en Alemania. El equipo de Tesla hizo algo parecido con Toyota, y también consiguió un trato con esta.

En mayo de 2009, la empresa empezó a despegar. Cuando se presentó el Modelo S, Daimler adquirió una participación del 10 % de Tesla por cincuenta millones de dólares. Además, ambas compañías formaron una sociedad estratégica con el objetivo de que Tesla proporcionase los paquetes de baterías para mil Smart fabricados por Daimler. «Era una cantidad importante de dinero, y en aquella época dio para mucho —cuenta O’Connell—. Además, fue toda una validación. La empresa que inventó el motor de explosión estaba invirtiendo en nosotros. Fue un suceso fundamental, y estoy seguro de que hizo que en el Departamento de Energía empezaran a tomarnos en serio. Ya no eran solo nuestros científicos los que decían que teníamos algo bueno. Era la puñetera Mercedes-Benz.»

Lo cierto es que en enero de 2010, el Departamento de Energía concedió a Tesla un préstamo de 465 millones de dólares[6]. Era mucho más de lo que la empresa había esperado obtener en un principio del Gobierno, pero seguía siendo solo una parte de los más de mil millones que la mayoría de los fabricantes de automóviles necesitaban para sacar al mercado un nuevo vehículo. De modo que aunque Musk y O’Connell estaban emocionados por haber conseguido ese dinero, seguían preguntándose si Tesla sería capaz de cumplir su parte del trato. La empresa aún necesitaba ingresos extra, o quizá robar una fábrica de automóviles. Y eso fue más o menos lo que hizo en mayo de 2010.

En 1984, General Motors y Toyota se habían asociado para construir New United Motor Manufacturing Inc., o NUMMI, en las instalaciones de una antigua planta de ensamblado de General Motors en Fremont (California), una ciudad en los alrededores de Silicon Valley. Las dos empresas esperaban que la factoría conjunta combinase lo mejor de las capacidades estadounidenses y japonesas en la fabricación de automóviles, y que ello diera como resultado vehículos más baratos y de mayor calidad. La fábrica produjo millones de vehículos como el Chevy Nova y el Toyota Corolla. Pero entonces llegó la recesión, y General Motors se encontró intentando evitar la bancarrota. Decidió abandonar la planta en 2009, y Toyota no tardó en seguir sus pasos, anunciando que cerraría la fábrica. Aquello dejaría sin empleo a cinco mil personas.

De repente, Tesla tenía la oportunidad de adquirir una planta de medio millón de metros cuadrados en su patio trasero. Justo un mes después de que el último Toyota Corolla saliera de la cadena de montaje en abril de 2010, Tesla y Toyota anunciaban su asociación y la transferencia de la fábrica. Tesla aceptó pagar cuarenta y dos millones de dólares por una gran sección de esta (que había llegado a valer mil millones), a la vez que Toyota invertía cincuenta millones en Tesla a cambio de una participación del 2,5 % de la empresa. Básicamente, Tesla había conseguido gratis una fábrica, incluyendo la maquinaria estampadora y otros equipos.[7]

Aquella serie de golpes de suerte hizo que Musk se sintiera bien. El verano de 2010, justo después de cerrar el acuerdo de la fábrica, Tesla presentó una solicitud para lanzar una oferta pública de venta. Era evidente que la empresa necesitaba todo el capital que pudiera conseguir para sacar al mercado el Modelo S y poner en marcha otros proyectos tecnológicos. Tesla esperaba reunir unos doscientos millones.

Para Musk, sacar la empresa a bolsa representaba una especie de pacto con el diablo. Desde los tiempos de Zip2 y PayPal, ha hecho siempre todo lo posible para mantener un control absoluto sobre sus empresas. Incluso aunque siguiera siendo el accionista mayoritario de Tesla, la empresa estaría sometida a la naturaleza voluble del mercado. Musk, el pensador a largo plazo, habría de soportar que los inversores que buscaban beneficios a corto plazo cuestionasen sus decisiones constantemente. Además, Tesla tendría que estar abierta a un examen riguroso, y se vería obligada a hacer pública su contabilidad. Aquello no era bueno porque Musk prefería trabajar en riguroso secreto y porque la situación económica de la empresa parecía lamentable. Solo tenía un producto (el Roadster) y unos gastos de desarrollo enormes, y había estado al borde de la bancarrota pocos meses antes. Jalopnik, un blog automovilístico, consideró la oferta pública de venta como un movimiento desesperado más que como una operación fiscal sensata. «A falta de una expresión mejor, Tesla es un pozo sin fondo —escribió el blog—. Desde la fundación de la empresa en 2003, se las ha arreglado para tener 290 millones de dólares en pérdidas y solo 147,6 millones en ganancias.» Cuando una de sus fuentes le dijo que Tesla esperaba vender 20.000 unidades al año del Modelo S, a un precio de 85.000 dólares, Jalopnik se burló. «Incluso teniendo en cuenta un presunto aumento de la demanda entre los ecologistas de un auto como el Modelo S, se trata de un objetivo muy ambicioso para una empresa pequeña que planea lanzar un producto especializado de lujo en un mercado débil. La verdad es que somos escépticos. Hemos visto lo salvaje e implacable que puede ser el mercado, y los demás fabricantes de automóviles no se van a limitar a ponerse panza arriba y ceder ese volumen de negocio a Tesla.» Otros expertos se mostraron de acuerdo con aquella conclusión.

A pesar de todo, Tesla salió a bolsa el 29 de junio de 2010. Reunió 226 millones de dólares, y las acciones de la empresa subieron un 41 % ese día. Los inversores no prestaron atención a las pérdidas de 55,7 millones de dólares en 2009 ni a los más de trescientos millones que Tesla había gastado en siete años. La oferta pública de venta fue la primera de un fabricante de automóviles estadounidense desde que Ford salió a bolsa en 1956. Aun así, la competencia siguió tratando a Tesla como a un irritante perro salchicha con tendencia a morder tobillos. El director general de Nissan, Carlos Ghosn, aprovechó la circunstancia para recordar al público que Tesla era una empresa endeble y que la suya tenía planes para fabricar medio millón de automóviles eléctricos en 2012.

Gracias a la nueva financiación, Musk empezó a expandir algunos equipos de ingeniería y a dar carácter formal a las tareas de desarrollo del Modelo S. La sede central de Tesla se mudó de San Mateo a un edificio más grande en Palo Alto, y Holzhausen amplió el equipo de diseño de Los Ángeles. Javidan fue de un proyecto a otro, colaborando en el desarrollo técnico del Mercedes-Benz eléctrico, un Toyota Rav4 eléctrico y los prototipos del Modelo S. El equipo de Tesla trabajó con rapidez en un pequeño laboratorio en el que unas cuarenta y cinco personas crearon treinta y cinco vehículos Rav4 de prueba al ritmo de dos automóviles por semana. La versión alfa del Modelo S incluía piezas recién construidas en la fábrica de Fremont y un paquete de baterías reformado, y vio la luz en los talleres de la sede de Palo Alto. «Terminamos el primer prototipo a eso de las dos de la madrugada —recuerda Javidan—. Estábamos tan emocionados que nos pusimos a conducirlo sin cristales ni interior ni capó.»

Uno o dos días después, Musk fue a echar un vistazo al vehículo. Montó y lo condujo hasta el extremo opuesto del taller, donde pasó un rato a solas con él. Se apeó y paseó alrededor. Después, los ingenieros se acercaron para que les dijera qué le parecía. Aquel proceso se repitió muchas veces en los meses siguientes. «Normalmente era positivo y sus críticas eran constructivas —cuenta Javidan—. Intentábamos que viniera a conducirlo siempre que fuera posible, y él nos podía pedir que la dirección fuese más dura o algo por el estilo antes de volver a presentarse.»

Se fabricó cerca de una docena de alfas. Un par de ellos fue a parar a proveedores como Bosch para que empezasen a trabajar en el sistema de frenado, mientras que otros se emplearon en diversas pruebas y ajustes del diseño. Los directivos de Tesla hicieron que los vehículos cambiasen de manos siguiendo un calendario estricto, por ejemplo dando a un equipo dos semanas para realizar pruebas en clima frío y, a continuación, enviando de inmediato aquel alfa a otro equipo para que ajustase el sistema de propulsión. «Los chicos de Toyota y Daimler se quedaron estupefactos —rememora Javidan—. Ellos habrían tenido a su disposición doscientos vehículos alfa y entre varios cientos y un millar de vehículos beta. Nosotros estábamos haciéndolo todo, desde las pruebas de choque hasta el diseño del interior, con unos quince automóviles. No daban crédito.»

Los empleados de Tesla desarrollaron técnicas parecidas a las de sus equivalentes en SpaceX para enfrentarse a las exigencias de Musk. Cualquier ingeniero con sentido común sabía que no era buena idea ir a una reunión y dar malas noticias sin tener ya preparado algún plan alternativo. «En una de las reuniones más terroríficas tuvimos que pedirle a Elon dos semanas extra y más dinero para construir otra versión del Modelo S —explica Javidan—. Creamos un plan que detallaba el tiempo que haría falta y cuánto costaría. Le dijimos que si quería el auto en treinta días tendría que contratar a más gente, y le pasamos una pila de currículos. A Elon no se le dice que no puedes hacer algo; te echará a patadas de la sala. Tienes que ofrecerle un plan. Y después de que se lo mostrásemos, dijo: “Vale, gracias”. Todo el mundo estaba en plan: “Joder, no te ha despedido”.»

A veces, Musk abrumaba con sus peticiones a los ingenieros de Tesla. Un fin de semana se llevó a casa un prototipo del Modelo S, y cuando volvió el lunes tenía una lista de unos ochenta cambios. Como Musk nunca apunta nada, la lista estaba en su cabeza, y cada semana la repasaba para ver qué habían arreglado los ingenieros. Y se aplicaban las mismas reglas de ingeniería que en SpaceX: o hacías lo que Musk pedía o debías estar dispuesto a repasar hasta las propiedades de los materiales para explicar por qué algo no se podía hacer. «Él siempre decía: “Redúcelo a la física”», recuerda Javidan.

En 2012, cuando el desarrollo del Modelo S estaba a punto de finalizar, Musk refinó sus peticiones y su estilo de dirección. Cada viernes, en el estudio de diseño de Tesla en Los Ángeles, revisaba el Modelo S con Holzhausen. Este y su equipo habían abandonado su rincón en la fábrica de SpaceX y tenían su propio local con forma de hangar cerca de la parte trasera del complejo[8]. El edificio tenía algunos despachos y una gran superficie abierta donde esperaban pasar revista distintas maquetas de vehículos y piezas sueltas. En una visita que realicé en 2012 tenían un Modelo S completo, una versión escueta del Modelo X —un vehículo utilitario deportivo aún pendiente de aparición en aquel momento— y una serie de neumáticos y tapacubos alineados contra la pared. Musk subió al asiento del conductor del Modelo S y Holzhausen al del copiloto. Los ojos de Musk recorrieron el interior durante unos instantes y finalmente se fijaron en el parasol. Era de color beige, y una costura bien visible recorría todo el borde y hacía sobresalir el material que lo tapizaba. «Parece un morro de pato», dijo Musk. Los tornillos que sujetaban el parasol al auto también estaban al descubierto, y Musk insistió en que cada vez que los veía sentía como si le clavasen alfileres en los ojos. Aquello era inaceptable. «Tenemos que encontrar el mejor parasol del mundo y luego hacer uno mejor aún», dijo. Un par de ayudantes que estaban fuera del auto tomando notas lo apuntaron.

El proceso se repitió con el Modelo X. Tesla iba a combinar un vehículo utilitario deportivo (también conocidos por su sigla en inglés: SUV) con un monovolumen construido sobre la base del Modelo S. Holzhausen tenía en el suelo cuatro versiones diferentes de la consola central del vehículo, para colocarlas una a una y que Musk las viese. Sin embargo, la mayor parte del tiempo lo pasaron dándole vueltas al tema de la fila central de asientos. Cada uno tenía una base independiente, de forma que cada pasajero pudiera ajustar su asiento en vez de tener que mover la fila entera. A Musk le encantaba la libertad que eso le daba a cada pasajero, pero empezó a preocuparse después de ver los tres asientos en distintas posiciones. «El problema es que nunca estarán alineados y quizá se vea horrible —dijo—. Tenemos que asegurarnos de que no acaban pareciendo un mazacote.»

Durante mucho tiempo me resultó extraño imaginar a Musk como un diseñador experto. Es un físico de corazón con comportamiento de ingeniero. Así que gran parte de lo que es Musk debería hacerlo caer en el estereotipo de Silicon Valley: un friki desastrado que solo identificaría un buen diseño si se lo explican en un libro. Puede haber algo de cierto en ello, pero él lo ha convertido en una ventaja. Es una persona muy visual y puede almacenar en su cerebro, para recuperarlas en cualquier momento en que las necesite, las cosas que otros han considerado que tienen buen aspecto. Este proceso lo ha ayudado a desarrollar buen ojo, que ha ido combinando con su propia sensibilidad al tiempo que refinaba su habilidad para explicar lo que quiere. El resultado es una perspectiva firme y llena de confianza que se hace eco de los gustos de los consumidores. Al igual que Steve Jobs antes que él, Musk es capaz de pensar en cosas que los consumidores ni siquiera sabían que deseaban —los tiradores de las puertas, la pantalla táctil gigante— y concebir un punto de vista común a todos los productos y servicios de Tesla. «Para Elon, Tesla es una empresa de producto —explica Holzhausen—. Insiste con vehemencia en que el producto tiene que salir bien. Yo debo proporcionárselo y garantizar que es un producto hermoso y atractivo.»

Con el Modelo X, Musk recuperó su papel de padre de familia para dar forma a algunos de los elementos más llamativos del diseño del vehículo. Fue con Holzhausen a una muestra automovilística en Los Ángeles, y mientras la recorrían, ambos se quejaban de lo incómodo que era llegar a los asientos de las filas central y trasera de un SUV. Es algo que sabe muy bien cualquier padre que haya tenido que retorcer la espalda para colocar a un niño en el vehículo, así como cualquier persona que haya intentado encajarse en la tercera fila de asientos. «Incluso en un monovolumen grande, que supuestamente dispone de más espacio, casi un tercio del hueco de la entrada está cubierto por la puerta deslizante —explica Holzhausen—. Si se pudiera abrir el vehículo de una forma única y especial, sería toda una innovación. Con esa idea en mente desarrollamos cuarenta o cincuenta diseños conceptuales para resolver el problema, y creo que acabamos eligiendo uno de los más radicales.» El Modelo X tiene lo que Musk bautizó como «puertas ala de halcón». Es una versión plegable de las puertas ala de gaviota que llevan algunos vehículos de gama alta como el DeLorean. Las puertas se abren hacia arriba a la vez que se pliegan, encogiéndose lo suficiente para no rozar un auto aparcado al lado ni golpear contra el techo en un garaje. Como resultado, un padre puede instalar al niño en la segunda fila de asientos de pasajeros sin necesidad de inclinarse ni retorcerse.

Cuando los ingenieros de Tesla se enteraron de la idea de las puertas ala de halcón se echaron a temblar. Ahí estaba Musk pidiendo locuras otra vez. «Todo el mundo intentó encontrar una excusa para sostener que era imposible —recuerda Javidan—. El automóvil no se podrá guardar en un garaje. No servirán para cosas como unos esquís. Elon llevó a su casa un modelo y nos mostró cómo podrían abrirse las puertas. Todo el mundo se quejaba por lo bajo: “Claro, en una casa de quince millones de dólares habrá sitio para abrirlas perfectamente”.» Al igual que ocurrió con los polémicos tiradores del Modelo S, las puertas del Modelo X acabaron convirtiéndose en uno de sus rasgos más llamativos y en el detalle más comentado por los compradores. «Fui una de las primeras personas que las probaron con un asiento para niños —cuenta Javidan—. Teníamos un monovolumen grande, y uno tiene que ser un contorsionista para colocar el asiento en la fila central. Comparado con aquello, en el Modelo X era facilísimo. Si se trata de un recurso efectista, es un recurso efectista que funciona.»

Cuando visité el estudio de diseño en 2012, Tesla tenía en el aparcamiento varios vehículos de la competencia, y Musk se aseguró de demostrar que la disposición de sus asientos presentaba grandes limitaciones en comparación con el Modelo X. Intentó de verdad sentarse en la tercera fila de un SUV Acura, pero aunque la publicidad del vehículo aseguraba que había espacio para siete pasajeros, Musk tuvo que colocar las rodillas bajo el mentón y ni siquiera así pudo acomodarse realmente en el asiento. «Es como una cueva de enanos —dijo—. Cualquiera puede fabricar un auto que sea grande por fuera. Lo difícil es hacerlo grande por dentro.» Musk pasó de un automóvil de la competencia a otro, señalándonos sus defectos a Holzhausen y a mí. «Es bueno darse cuenta de lo malos que son los demás autos», añadió.

Al principio resulta chocante oír palabras como esas en labios de Musk. Ahí tenemos a un tipo que tardó nueve años en fabricar unos tres mil automóviles criticando a empresas que producen millones de vehículos al año. En ese contexto, sus burlas suenan absurdas.

Sin embargo, Musk enfoca todo desde una perspectiva platónica. Desde su punto de vista, todas las decisiones tecnológicas y de diseño deben encaminarse a construir un automóvil tan cercano a la perfección como sea posible. Los fabricantes de automóviles rivales no lo hacen así, y eso es lo que Musk está juzgando. Para él es prácticamente una situación binaria: o estás intentando crear algo espectacular sin hacer concesiones, o no. Y si es que no, Musk pensará que has fracasado. Es una postura que puede parecerle irracional o estúpida a un observador externo; pero a Musk esta filosofía le funciona y lo impulsa constantemente —a él y a quienes lo rodean— a llegar hasta el límite.

El 12 de junio de 2012, Tesla invitó a todos los empleados, a algunos clientes selectos y a la prensa a acudir a la fábrica de Fremont para presenciar la entrega de las primeras berlinas Modelo S. Según la fecha de entrega que uno quiera escoger entre las muchas que se dieron, el Modelo S salía con un retraso de entre dieciocho meses y más de dos años. Algunos de estos retrasos se debieron a peticiones de Musk que dependían de tecnologías exóticas que aún no se habían inventado. Otros eran sencillamente consecuencia de que aquel fabricante de automóviles, aún bastante novato, estaba aprendiendo cómo construir un vehículo de lujo impecable y tuvo que pasar por un proceso de prueba y error hasta convertirse en una compañía más madura y refinada.

Los visitantes ajenos a la empresa quedaron impresionados al contemplar por primera vez la fábrica de Tesla. Musk había pintado T-E-S-L-A en gigantescas letras negras a un lado del edificio, de manera que cualquiera que pasase por la autopista (o, para el caso, que sobrevolase el lugar) no pudiera dejar de advertir la presencia de la empresa. El interior de la fábrica, que en el pasado lucía los tonos oscuros y sombríos de General Motors y Toyota, había adoptado la estética de Musk. El suelo se recubrió con epoxi blanco, las paredes y las vigas se pintaron de blanco, las máquinas estampadoras de nueve metros de alto eran blancas; además, gran parte del resto de la maquinaria, como los equipos robóticos, estaba pintada de rojo. El lugar parecía una versión industrial del taller de Papá Noel. Al igual que en SpaceX, Musk había colocado en medio de la fábrica los despachos de los ingenieros, quienes trabajaban en una zona acordonada por separadores de cubículos. Allí mismo tenía un despacho el propio Musk[9].

La ceremonia del lanzamiento del Modelo S tuvo lugar en la zona de la fábrica donde se realizaba el acabado de los automóviles. Una parte del suelo estaba cubierta de surcos y baches, y por ella pasaban los autos mientras los técnicos prestaban atención a cualquier ruido extraño. También había una cámara donde se disparaba agua a alta presión contra el vehículo para comprobar que no había filtraciones. En la inspección final, el Modelo S circulaba por una elevada plataforma construida con bambú, que combinada con abundante iluminación LED creaba un contraste intenso que permitía detectar cualquier imperfección en la carrocería del vehículo. Durante los primeros meses en que el Modelo S estuvo saliendo de la línea de montaje, Musk inspeccionó personalmente todos los vehículos en la plataforma de bambú. «Hasta se ponía a cuatro patas para mirar por el hueco donde se guardaba la rueda de repuesto», recuerda Steve Jurvetson, inversor y miembro del consejo de administración de Tesla.

Alrededor de aquella plataforma se reunieron cientos de personas para observar la entrega de la primera docena de vehículos a sus dueños. Muchos de los empleados eran trabajadores de la fábrica que en el pasado pertenecieron al sindicato de trabajadores del automóvil, que se habían quedado en paro cuando cerró la planta de NUMMI y que habían vuelto a trabajar construyendo el automóvil del futuro. Agitaron banderas estadounidenses y llevaban viseras rojas, blancas y azules. Un puñado de ellos derramó unas lágrimas mientras las berlinas Modelo S se alineaban en la plataforma. Incluso los críticos más duros de Musk se habrían enternecido por un instante observando aquello. Se puede decir lo que se quiera de que Tesla recibiese dinero del Gobierno, o de que exagerase las posibilidades de los automóviles eléctricos; lo cierto era que intentaba hacer algo grande y diferente, y como resultado estaba dando empleo a miles de personas.

Musk pronunció un breve discurso con el rumor de la maquinaria de fondo, y acto seguido entregó las llaves a los propietarios, que bajaron con sus autos de la plataforma de bambú y salieron por la puerta de la fábrica en medio de una ovación de los empleados de Tesla.

Cuatro semanas antes, SpaceX había transportado un cargamento hasta la Estación Espacial Internacional, y su cápsula había regresado a la Tierra. Era la primera vez que una empresa privada lograba algo así. Aquella hazaña, combinada con el lanzamiento del Modelo S, hizo que la imagen de Musk fuera de Silicon Valley cambiase rápidamente. Aquel tipo que siempre estaba prometiendo, prometiendo y prometiendo, había empezado a cumplir… y de forma espectacular. «Puedo haber sido demasiado optimista en cuanto al tiempo que tardarían en realizarse algunas cosas, pero no exageré en cuanto a los resultados —me dijo Musk en una entrevista después de que se lanzara el Modelo S—. He hecho todo lo que dije que iba a hacer.»

Musk no tenía a Riley a su lado para celebrar y compartir aquella racha de buena suerte. Se habían divorciado, y Musk había empezado a pensar en volver a salir con alguien… si conseguía encontrar tiempo. Pero a pesar de aquel trastorno en su vida personal, había alcanzado un estado de serenidad que no había tenido en muchos años. «El sentimiento dominante era el de haberme quitado un peso de encima», dijo en aquella época. Musk fue con sus hijos a Maui para ver a Kimbal y a otros parientes; fueron sus primeras vacaciones en bastantes años.

Justo después de aquellas vacaciones, Musk me permitió por primera vez observar su vida personal con profundidad. Con la piel de los brazos aún quemada por el sol, se reunió conmigo en las sedes de Tesla y SpaceX, en el estudio de diseño de Tesla y en un preestreno en Beverly Hills de un documental que había patrocinado. La película, Baseball in the Time of Cholera [«El béisbol en los tiempos del cólera»], era buena pero deprimente; trataba sobre un brote de cólera en Haití. Resultó que Musk había visitado aquel país las Navidades anteriores, con su avión cargado de juguetes y MacBook Airs destinados a un orfanato. Bryn Mooser, el codirector de la película, me contó que durante una barbacoa Musk había estado enseñando a los niños a lanzar maquetas de cohetes, y que después había visitado en piragua un poblado emplazado en medio de la selva. Después de ver el documental, Musk y yo nos quedamos en la calle un poco apartados de la multitud. Comenté que todos querían verlo como el personaje de Tony Stark, pero que no desprendía realmente un aire de «vividor bebiendo escocés mientras recorría Afganistán en una caravana acorazada». Me respondió hablando de su viaje en piragua. «También me emborraché con algo que llamaban el Zombi», dijo. Luego sonrió y me invitó a tomar unas copas al otro lado de la calle, en Mr. Chow, para celebrar el estreno de la película. Todo parecía irle bien y estaba saboreando el momento.

Aquel período de tranquilidad no duró demasiado, y Tesla no tardó en reanudar su lucha por la supervivencia. Al principio, la empresa solo podía fabricar unas diez berlinas a la semana, mientras que la lista de espera tenía miles de solicitudes. Los vendedores «en corto», aquellos inversores que apuestan por la caída del precio de las acciones de una empresa, se habían posicionado con fuerza en Tesla, convirtiendo sus acciones en las más «en corto» de cien de las mayores empresas del NASDAQ. Los agoreros esperaban que el Modelo S empezase a mostrar numerosos defectos y con ello disminuyese el entusiasmo que despertaba el vehículo, hasta el extremo de que la gente cancelase en masa sus encargos. También había grandes dudas de que Tesla pudiera incrementar la producción de forma significativa a la vez que rentable. En octubre de 2012, el aspirante a candidato presidencial Mitt Romney tachó a Tesla de «perdedora», a la vez que ponía por los suelos a otro par de empresas de tecnologías verdes respaldadas por el Gobierno (Solyndra, un fabricante de paneles solares, y Fisker) durante un debate con Barack Obama[10].

Mientras la gente de poca fe apostaba por el fracaso inminente de Tesla, Musk entró en «modo bravucón». Empezó a decir que el objetivo de Tesla era convertirse en el fabricante de automóviles con mayores ventas del mundo, superando los beneficios de BMW. En septiembre de 2012 reveló algo que dejó estupefactos tanto a sus críticos como a sus partidarios. Tesla había comenzado a construir en secreto el primer tramo de una red de estaciones de carga. La empresa anunció la localización de seis estaciones en California, Nevada y Arizona, y prometió que aparecerían cientos más. La intención era construir una red global de carga; los propietarios de un Modelo S que estuvieran haciendo un viaje largo solo necesitarían salir un momento de la autopista para recargar rápidamente. Y sería gratis. De hecho, Musk insistió en que los propietarios de un Tesla pronto podrían cruzar Estados Unidos sin gastar un centavo en combustible. Los conductores de un Modelo S no tendrían problema para encontrar sus estaciones, no solo porque el ordenador de a bordo los guiaría hasta la más cercana, sino porque Musk y Holzhausen habían diseñado unos gigantescos monolitos rojos y blancos que señalarían su presencia.

Las estaciones de supercarga, como las bautizó Tesla, representaban una inversión importante para una empresa que andaba corta de fondos. Se podía argumentar que gastar dinero en algo así, en un momento tan difícil de la historia de Tesla y el Modelo S, era una tontería y hasta una completa locura. Seguro que Musk no podía tener el descaro de rehacer por completo la idea del automóvil y construir una red de suministro de energía al mismo tiempo, y todo con un presupuesto equivalente a lo que Ford y ExxonMobil gastaban en su fiesta de vacaciones anual. Pero aquel era justamente el plan. Musk, Straubel y otros integrantes de Tesla habían trazado hacía tiempo aquel esquema de todo-o-nada, y algunas características del Modelo S se habían construido pensando en la supercarga[11].

Aunque la aparición del Modelo S y la red de carga le consiguieron a la empresa un montón de titulares, no estaba claro que la buena prensa y las buenas vibraciones fuesen a durar. Se había tenido que llegar a grandes compromisos mientras Tesla se apresuraba a sacar el Modelo S al mercado. El auto tenía algunas características nuevas y espectaculares, pero dentro de la empresa todos sabían que, a nivel de berlinas de lujo, comparando característica con característica, el Modelo S no estaba a la altura de vehículos como los BMW o los Mercedes-Benz. Por ejemplo, los primeros miles de autos Modelo S se entregaron sin los sensores de aparcamiento ni la navegación asistida por radar comunes en otros vehículos de gama alta. «Había que elegir entre contratar de inmediato un equipo de cincuenta personas para incluir una de esas cosas, o ir instalando prestaciones lo mejor y lo más rápido que se pudiera», explica Javidan.

Tampoco era fácil explicar los acabados imperfectos. Los primeros compradores podían perdonar que un limpiaparabrisas se estropease un par de días, pero querían ver asientos y parasoles a la altura de los 100.000 dólares que habían pagado. Tesla hacía todo lo posible para conseguir materiales de la máxima calidad, pero a veces le costaba convencer a los principales proveedores de que se tomasen a la empresa en serio[12]. «Pensaban que no podríamos entregar mil Modelos S —recuerda Holzhausen—. Era frustrante, porque a nivel interno estábamos motivados para fabricar autos perfectos, pero no lográbamos obtener el mismo nivel de compromiso por parte de los proveedores externos. Con detalles como el parasol acabamos teniendo que recurrir a un proveedor de tercera categoría y, a continuación, trabajar para arreglar el problema después de que los vehículos hubieran empezado a entregarse.» En cualquier caso, los detalles cosméticos eran un asunto menor comparados con una serie de incidentes internos bastante tormentosos, que amenazaron una vez más con llevar la empresa a la bancarrota y que a continuación se revelan detalladamente por primera vez.

Musk había contratado a George Blankenship, un antiguo directivo de Apple, para ponerlo al frente de las tiendas y los centros de servicios. Cuando estaba en Apple, Blankenship había trabajado a un par de puertas de Steve Jobs, y se lo consideraba el artífice de buena parte de la estrategia de las tiendas Apple. Cuando Tesla lo contrató, la prensa se emocionó y predijo que haría algo espectacular que rompería con las tradiciones de la industria de la automoción.

Blankenship hizo algo así. Aumentó el número de concesionarios de Tesla en todo el mundo y los inculcó el espíritu de las tiendas Apple. Al tiempo que mostraban el Modelo S, las tiendas Tesla vendían sudaderas y gorras, y tenían zonas en la parte trasera donde los niños podían entretenerse con cuadernos de colorear y pinturas. Blankenship me enseñó la tienda Tesla en Santana Row, el deslumbrante centro comercial de San José. Era un tipo cálido, con modales de abuelo, que vio en Tesla su oportunidad de hacer algo grande. «El vendedor típico quiere colocarte un auto en el momento para aligerar su inventario —explica Blankenship—. Aquí, nuestro objetivo es desarrollar una relación con Tesla y los vehículos eléctricos.» Tesla, decía, quería convertir el Modelo S en algo más que un automóvil. Lo ideal es que fuera un objeto de deseo como el iPod y el iPhone. Blankenship señaló que, en aquel momento, Tesla tenía más de diez mil solicitudes del Modelo S, la mayoría de las cuales había llegado sin que el cliente hubiera probado el vehículo. Gran parte de aquel interés inicial lo despertó el aura que envolvía a Musk, de quien Blankenship decía que se parecía a Jobs pero con un aire de maniático del control más moderado. «De los lugares en que he trabajado, este es el primero que va a cambiar el mundo», afirma Blankenship, lanzando una pequeña puñalada a la naturaleza a menudo trivial de los productos de Apple.

Musk y Blankenship se llevaron bien al principio, pero su relación se estropeó a finales de 2012. Tesla tenía gran cantidad de solicitudes en las que los clientes habían abonado una señal de 5.000 dólares para reservar un Modelo S y colocarse en la cola de espera. Pero a la empresa le costaba trabajo convertir esas reservas en ventas definitivas. El motivo de ello no está claro. Podría deberse a que las quejas sobre el acabado del interior y los pequeños problemas de los primeros modelos, problemas que se habían expuesto en los foros de Tesla y en los tableros electrónicos de anuncios, habían creado preocupación entre los futuros clientes. Además, la empresa no ofrecía opciones de financiación que suavizaran el golpe de gastar 100.000 dólares en un automóvil, a la vez que no estaba nada claro que hubiera un mercado de segunda mano para el Modelo S. El comprador podía acabar poseyendo el auto del futuro o gastándose seis cifras en un trasto con un paquete de baterías que se agotaba y sin poder revenderlo. Por añadidura, los talleres de servicio de Tesla eran horribles en aquella época. Los primeros vehículos eran poco fiables y los compradores tenían que acudir en manada a centros que no estaban preparados para manejar aquel volumen de trabajo. Muchos de los posibles compradores querían mantenerse al margen un poco más, hasta estar seguros de que la empresa seguiría funcionando. Como lo expresó Musk: «El boca a oreja sobre el auto era un asco».

A mediados de febrero de 2013, Tesla afrontaba una crisis. Si no lograba transformar rápidamente las reservas en compras, la fábrica se tendría que parar, lo que costaría a la empresa una gran cantidad de dinero. Y si alguien se enteraba de que la fábrica ralentizaba la producción, las acciones de Tesla caerían en picado, los compradores potenciales se volverían más cautos aún y los inversores en corto ganarían. A Musk le habían ocultado la gravedad del problema, pero en cuanto se enteró actuó de manera acorde a su estilo característico de todo o nada. Reunió a personal de recursos humanos, del estudio de diseño, de ingeniería, de contabilidad y de cualquier otro sitio posible y los ordenó ponerse al teléfono, llamar a la gente que había hecho reservas y cerrar los tratos. «Si no colocamos esos automóviles, estamos jodidos —les dijo a los empleados—. Me da igual qué trabajo estuvieseis haciendo; vuestro nuevo trabajo es vender autos.» Puso al cargo de arreglar los problemas de servicio a Jerome Guillen, un antiguo directivo de Daimler. Despidió a los jefes veteranos cuyo rendimiento le pareció insuficiente y ascendió a una oleada de jóvenes que habían realizado un trabajo por encima de la media. También anunció personalmente que garantizaba el precio de reventa del Modelo S. Los compradores podrían revender su vehículo por el precio medio que alcanzaban otras berlinas de lujo similares, y Musk puso su propio dinero como aval de aquel compromiso. Y, a continuación, intentó organizar un mecanismo de seguridad definitivo ante la posibilidad de que las maniobras anteriores no diesen resultado.

En la primera semana de abril, Musk contactó con su amigo Larry Page, de Google. Según cuentan testigos de la conversación, Musk le contó sus preocupaciones sobre la capacidad de Tesla para sobrevivir en las siguientes semanas. No solo los clientes no transformaban las reservas en pedidos al ritmo que habría deseado Musk, sino que clientes ya comprometidos habían retrasado su pedido al enterarse de que saldrían nuevas prestaciones y aumentaría la gama de colores del vehículo. La situación era tan mala que Tesla tendría que cerrar la fábrica. La explicación que se daría al público sería que había que realizar tareas de mantenimiento, lo que técnicamente era cierto, aunque la empresa se las habría arreglado para seguir adelante si los pedidos se hubieran concretado como se esperaba. Musk le explicó todo aquello a Page, y cerraron de palabra un trato para que Google adquiriese Tesla.

Aunque Musk no quería vender, aquel trato parecía la única forma de asegurar el futuro de la empresa. El mayor temor de Musk en relación con una venta era que el nuevo propietario no quisiera cumplir los objetivos de Tesla. Para asegurarse de que la empresa acabaría produciendo un vehículo eléctrico de implantación masiva en el mercado, puso como condición que él seguiría manteniendo el control de Tesla durante ocho años o hasta que empezasen a fabricar vehículos para el mercado general. También pidió acceso a un capital de cinco mil millones de dólares para ampliar la fábrica. Algunos de los abogados de Google quisieron echarse atrás al conocer aquellas exigencias, pero Musk y Page siguieron negociando. A partir del valor de Tesla en aquella época, se consideró que Google tendría que pagar unos seis mil millones de dólares por la empresa.

Mientras Musk, Page y los abogados de Google discutían las condiciones de una compra, ocurrió un milagro. Las cerca de quinientas personas a las que Musk había convertido en vendedores de automóviles colocaron rápidamente un gran volumen de vehículos. Tesla, que solo tenía dinero en el banco para aguantar un par de semanas, vendió en esos catorce días suficientes automóviles para acabar con beneficios el primer trimestre fiscal. La empresa asombró a Wall Street el 8 de mayo de 2013 al publicar sus primeros beneficios como empresa en bolsa —once millones de dólares—, con unas ventas de 562 millones. En aquel período vendió 4.900 berlinas Modelo S. La noticia hizo que las acciones de Tesla se disparasen, y de 30 dólares por acción llegó a los 130 en el mes de julio. Apenas un par de semanas después de conocerse los resultados del primer trimestre, Tesla pagó el préstamo de 465 millones de dólares del Gobierno, con antelación y con intereses. De repente parecía que la empresa tenía a su disposición inmensas reservas de efectivo, y los inversores en corto encajaron enormes pérdidas. La solidez de las acciones hizo que la confianza de los clientes creciera, creándose un círculo virtuoso que benefició a Tesla. Y con los automóviles vendiéndose y el valor de mercado de la empresa creciendo, el trato con Google dejó de ser necesario. Además, Tesla se había convertido en un producto demasiado caro para poder comprarlo. Las negociaciones con Google finalizaron[13].

Lo que vino a continuación fue el Verano de Musk. Este puso al personal de relaciones públicas en alerta roja, diciéndoles que quería intentar que se anunciase una novedad sobre Tesla a la semana. La empresa nunca pudo mantener ese ritmo, pero emitió un comunicado tras otro. Musk dio varias conferencias de prensa, en las que habló de la financiación del Modelo S, la construcción de nuevas estaciones de carga y la apertura de más tiendas. En uno de los comunicados, Musk señaló que las estaciones de carga de Tesla se alimentaban con energía solar y disponían de baterías propias para almacenar la electricidad extra. «Bromeaba diciendo que incluso en caso de apocalipsis zombi, uno podría recorrer todo el país utilizando el sistema de supercarga de Tesla», cuenta Musk. Eso era poner el listón muy alto para los directores generales de otras empresas de automoción. Pero el acontecimiento más importante tuvo lugar en Los Ángeles, donde Tesla reveló otra prestación del Modelo S que se había mantenido en secreto.

En junio de 2013, la empresa sacó los prototipos del estudio de diseño de Los Ángeles e invitó a los propietarios de un Tesla y a la prensa a una lujosa velada. Acudieron cientos de personas al volante de sus caras berlinas Modelo S, con las que recorrieron las sucias calles de Hawthorne hasta aparcar entre el estudio de diseño y la fábrica de SpaceX. Habían convertido el estudio en un gran salón con iluminación suave y suelo cubierto de césped artificial, dividiéndolo en plataformas donde la gente podía socializar o dejarse caer en sofás. Mujeres con trajes negros ajustados recorrían la multitud ofreciendo bebidas. Por los altavoces sonaba Get Lucky, de Daft Punk. En la parte delantera de la sala habían levantado un estrado, pero antes de subirse allí, Musk se dedicó a alternar con los asistentes. Estaba claro que se había convertido en una estrella de rock para los dueños de un Tesla; todo un equivalente a Steve Jobs para los fieles de Apple. La gente lo rodeaba y le pedía fotos. Entretanto, Straubel permanecía a un lado, a menudo completamente solo.

Después de que los presentes hubieran tomado un par de copas, Musk se abrió paso hasta la parte delantera de la sala. Allí, una pantalla colocada sobre el estrado proyectaba viejos anuncios de televisión que mostraban familias deteniéndose en estaciones de servicio de Esso y de Chevron. Los niños parecían alegrarse al ver el tigre que era la mascota de Esso. «Es muy raro tenerle cariño a la gasolina —dijo Musk—. De verdad.» Entonces colocaron un Modelo S en el estrado. En el suelo, bajo el automóvil, se abrió un agujero, y entonces Musk explicó que siempre había sido posible sustituir en cuestión de segundos el paquete de baterías de la base del Modelo S; simplemente, la empresa no se lo había dicho a nadie. A partir de aquel momento, Tesla incluiría en sus estaciones el servicio de cambio de baterías como alternativa rápida a la recarga. Cualquiera podía conducir hasta el hueco donde un robot retiraría el paquete de baterías del auto e instalaría uno nuevo en noventa segundos, por un precio equivalente al de llenar un depósito de gasolina. «La única decisión que hay que tomar al llegar a una estación de Tesla es si se prefiere el servicio rápido o el gratuito», dijo Musk[14].

En los meses siguientes sucedieron un par de cosas que amenazaron con torcer el Verano de Musk. El New York Times publicó un mordaz artículo sobre el auto y sus estaciones de carga, y un par de berlinas Modelo S se incendiaron tras sendas colisiones. En contra de todo lo que recomiendan las relaciones públicas convencionales, Musk replicó al redactor utilizando datos obtenidos del automóvil que desacreditaban las conclusiones del artículo. Él mismo escribió la agresiva refutación mientras estaba de vacaciones en Aspen con Kimbal y Antonio Gracias, un amigo y miembro del consejo de dirección de Tesla. «En cualquier otra empresa, la respuesta la habría redactado un equipo de relaciones públicas —explica Gracias—. Para Elon era el problema más importante que afrontaba Tesla en aquel momento, y así es como él asigna las prioridades y trata con los problemas. Era algo que podía acabar con el vehículo y representaba una amenaza existencial para el negocio. ¿Ha habido ocasiones en que su forma poco convencional de manejar situaciones como esta me ha hecho temblar? Sí. Pero confío en que al final todo saldrá bien.» En cuanto a los incendios, Musk abordó el problema de una forma muy similar: declaró en una conferencia de prensa que el Modelo S era el automóvil más seguro de Estados Unidos, y añadió a la estructura del vehículo placas de aluminio y un escudo de titanio bajo la carrocería, con el fin de deflectar y destruir cualquier escombro y mantener el paquete de baterías a salvo[15].

Los incendios y las esporádicas reseñas negativas no tuvieron ningún efecto en las ventas de Tesla ni en el precio de sus acciones. La estrella de Musk brillaba cada vez más, y el valor en el mercado de la empresa ascendió hasta llegar a ser casi la mitad que el de General Motors o el de Ford.

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