Ella

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Seis

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No habíamos concretado nada para encontrarnos a mi regreso. De cualquier modo, ambos habíamos pensado que el viaje era un compromiso que debía cumplir el hombre que yo había sido antes de que nos conociéramos, es decir, que no tenía ninguna relación con nosotros como pareja. No me había parecido correcto volver a ver su rostro por primera vez entre la multitud de rostros de bienvenida en el aeropuerto, al bajar del avión. Por eso no le dije en qué vuelo regresaría.

Así que salí del avión, abriéndome paso a través de toda la gente que festivamente se felicitaba la Navidad. Esperé mi única maleta —esa que llaman tan tontamente de fin de semana— en el puesto de equipajes y después subí al autobús del Greyhound. El aeropuerto no estaba en la ciudad universitaria donde yo vivía, sino a sesenta y cinco kilómetros, junto a la capital. No tuve que esperar demasiado para que saliera el autobús y mientras se ponía el sol cruzamos los suburbios, abandonando la ciudad.

Me senté en un asiento individual junto a la ventanilla y observé cómo se difuminaba la luz del sol en el cielo y caía poco a poco la oscuridad. Todavía no sentía en mí la anticipación del encuentro, aunque sabía que esa noche follaríamos. Lo haríamos a menos que ya hubiese comenzado su período. Y aun así, quizás lo haríamos también. Lo habíamos hecho muy bien aquella única vez y yo había estado lejos de ella lo suficiente.

Las casas se convirtieron pronto en un paisaje rural con grandes masas oscuras de árboles contra el cielo más claro. En ocasiones pasábamos junto a una casa, o una serie de casas, y a través de sus ventanas iluminadas vi los grupos familiares haciendo las cosas que hacen todas las familias mientras el sol se va poniendo y la oscuridad cubre la tierra.

Hasta esta ínsita de Navidad yo me había considerado a mí mismo un hombre de familia. Ahora sabía que no lo era. No tenía familia. Era un solterón. Los chicos sólo tenían conmigo una relación artificial, lo mismo que Marcia: yo no era más que un factor fortuito que se introducía de forma incómoda en su inda cotidiana. Los chicos son así, y, a pesar de su edad, seguían siendo criaturas; si yo los hubiera podido ver regularmente, tratarlos a menudo, sería algo habitual en sus vidas. Pero yo estaba bastante lejos y sólo podíamos vernos de forma irregular, y esta irregularidad los alteraba. No sabían cómo tratarme, ni yo sabía cómo tratarlos a ellos.

Desde que me había separado de ellos y conversado con Marcia, me sentía deprimido. Ahora, mientras estaba sentado solitario en el autobús, comprendí que nunca volvería a ejercer mi derecho a visitarlos. Que los abandonaría, porque ya se habían alejado de mi vida.

Sólo después de comprender esto con claridad logré sentir las ganas de regresar a casa. Al hogar. Porque eso es lo que era. Aquella habitación —aquella mujer en mi habitación— era mi hogar. Sentí una agitación que iba mucho más allá del deseo, aunque el deseo era su sólido fundamento. No me importaba que estuviera o no con la regla, aquella noche la follaría igualmente.

Me arrellané en el asiento, mirando por la ventanilla hacia la oscuridad de la noche. Pensé en ella quitándose lentamente la ropa, poniendo mis manos sobre la seda de su carne, en el tacto de su cálido pecho bajo mis dedos. Lenta, placentera y eróticamente, rememoré una fantasía completa del polvo, haciendo desfilar una interminable sucesión de imágenes en cámara lenta. No lo dejé hasta que las luces de la ciudad comenzaron a aparecer, y cuando nos detuvimos en la estación me apeé ardiendo de deseo, caminando distraído entre la gente hada la parada de taxis. En seguida conseguí uno y le indiqué mi domicilio al conductor. El taxi parecía avanzar muy despacio y en mi impaciencia por llegar preparé el dinero para tenerlo a mano en el momento de detenernos en mi domicilio. Le pague al conductor, salí, cogí la maleta y me apresuré a subir los peldaños.

Entré corriendo por el pasillo y dejé la maleta en el suelo para abrir la puerta. La empujé de un golpe, notando el desacostumbrado olor a humedad del piso cerrado. Ahora estaría de nuevo habitado. Metí la

maleta y me dirigí directamente al teléfono. Marqué su número conteniendo la respiración, esperando escuchar el sonido de su voz.

El teléfono sonó. Y sonó. Y sonó. No podía comprender, frente a mi intensa necesidad de escuchar el sonido de su voz, que ella no estuviera en su apartamento. Lo dejé sonar unas veinte veces hasta que mi mano inerme colgó el teléfono. Aturdido, crucé la habitaáón y abrí una ventana para permitir la entrada de aire fresco.

No había previsto su ausencia. Cierto que ella no sabía exactamente cuándo regresaba yo. Pero tenía que haberlo adivinado. Tendría que haber estado esperándome.

¿Dónde podía estar a esta hora de la noche? De pie ante la corriente de aire fresco de la ventana abierta, miré el reloj. La habitación estaba a oscuras y no pude ver las agujas. Me acerqué a la lámpara, la encendí y volví a mirar. Las nueve y media. Más tarde. Las nueve y treinta y cinco.

Quizás estaba trabajando en la biblioteca; había dicho algo sobre unos trabajos que terminaría durante mi ausencia. Podía acercarme a la biblioteca, buscarla entre las estanterías, en la sala de lectura, en... Tal vez yo había estado ausente demasiado tiempo y ella necesitaba un hombre.

No me gustó la idea. Aun cuando yo le había propuesto a Mareta acostarnos, en realidad no lo dije en serio, y me había preguntado qué haría si ella aceptaba. No pensé seriamente en una mujer durante mi ausencia. No la necesitaba. Claro que estuve ocupado viajando, mientras ella se quedaba aquí, en el mismo viejo lugar y con su misma vieja rutina, pasando las noches a solas en una cama de sábanas frías cuando ya se había acostumbrado a la calidez de mi cuerpo.

Sonó el teléfono. Prácticamente salté como un resorte, cruzando la habitación de un salto.

—Hola —dijo casi sin aliento—. ¿Acabas de llamarme?

—Sí —respondí.

—Oí que sonaba el teléfono mientras trataba de abrir la puerta. No podía encontrar la llave... En el preciso momento que entré dejó de sonar.

—Ven. Ahora mismo.

—Sí. Sí.

Colgó. Me quedé escuchando el tono durante un instante. Dejé el teléfono y comencé a desnudarme. Contemplé mi desnuda erección. Pasé a la ducha y me di un rápido baño con jabón. Quería estar limpio para ella, preparado para ella. No había mencionado nada de la regla. De cualquier forma, no me importaba. Sólo quería follar. Quería llevar a la realidad la fantasía imaginada. La realizaría en pleno detalle, en cada gesto, minuciosamente, cronometrando cada una de las fases y los orgasmos. Por primera vez en mi vida convertiría en realidad una fantasía.

Se dio prisa, pues la oí llamar a la puerta antes de estar preparado. Abrí y la esperé desnudo en medio de la habitación. Entró haciendo gestos alborotados, con un sobresalto ante mi inesperada desnudez. Se echó en mis brazos, me pasó uno de los suyos por la espalda y con la otra mano apretó fuertemente a Irving, exactamente igual a como yo había imaginado en mi fantasía. La besé. Su boca estaba abierta, húmeda y caliente como una vagina dispuesta a recibirme. Pensé en su vagina oculta bajo sus ropas, rosada y cálidamente abierta.

—Desnúdate —le dije—. No hay ninguna prisa.

Me senté al borde de la cama, observándola mientras se desnudaba. Mi erección era fuerte y ansiosa entre los muslos, irguiéndose toda tiesa. Mientras se desnudaba no apartó la mirada de Irving y me pareció que su mirada era lánguida, exactamente la misma clase de mirada que había imaginado en mi fantasía.

Se acercó desnuda, con los pezones erectos. Sus ojos ardían, su boca era suave y el borde de sus dientes superiores mordía suavemente el labio inferior.

—Yo... —dijo.

—No digas nada. Túmbate.

Se puso en la cama. Yo estaba sentado en el borde y reptó sobre ella. Me volví, esperando que ella terminara de tumbarse de espaldas, abriera las piernas, las rodillas en alto y los labios de su vagina abriéndose.

—Yo... —repitió.

—No digas nada.

No la besé. No la toqué, salvo con la erecta posición de Irving. Me tendí sobre ella, mirando tiernamente su rostro y, suavemente, auque con firmeza y determinación, penetré en sus profundidades. Sus labios se abrieron y gimió bajo la penetración, empinando hacia mí su maravilloso pecho.

Por un instante no me moví y dejé escapar un suspiro mientras me abandonaba a la realización de mi fantasía. Sí. Estaba realmente dentro de ella, sumergido en sus profundidades y sintiendo los movimientos de su vagina alrededor de Irving. Le sonreí.

—¿Todo bien? ¿Contenta de tenerme en casa?

—Yo... Tengo que decírtelo. Mientras no estabas me fui con otro hombre.

Morí dentro de ella.

Quedé como si hubiera alcanzado el orgasmo más completo de mi vida, perdiendo toda la energía y la erección de un momento antes. En un segundo, Irving quedó fláccido y muerto como nunca. Permanecí tendido encima de ella, totalmente aturdido, sintiendo la pérdida absoluta de la fantasía y la realidad.

Cuando pude moverme, rodé y quedé tendido de espaldas, mirando el techo. Todo deseo y todo sentimiento me habían abandonado. Me sentía tan seco como una concha fosilizada.

Se apoyó en un codo y me miró a la cara.

—Espera un minuto —dijo— No quise decir...

—Dijiste lo que querías decir. Pero ¿por qué esperaste a tenerla dentro?

—Me has entendido mal —insistió desesperadamente—. Si hubiera querido significar que tuve otro hombre, no habría dicho «fui con». Lo sabes. Te habría dicho que había follado con otro hombre.

Seguí tendido de espaldas. No respondí. Estaba vacío de toda respuesta. Ella estudió mi rostro y apoyó una mano sobre mis testículos. No hubo respuesta. No opuse resistencia, ni me moví siquiera. Estaba muerto física y emocionalmente, tan muerto como si estuviera en la tumba. Irving estaba totalmente lánguido en sus manos, y mis testículos, como brújula muerta, no respondieron a la calidez de la palma de su mano. Se inclinó para mirarme de cerca durante un largo minuto mientras su mano se deslizaba por mi cuerpo. No respondí a su mirada y seguí con la vista fija en el techo.

—Quise hacerlo. Debes comprenderlo. Quería descubrir... cuánto había de necesidad y cuánto de... Pero no lo hice. Sólo fui con él, no me poseyó.

No respondí. Tampoco mi cuerpo respondió al cálido movimiento de su mano. Estaba acabado. Era un eunuco.

—¿Sabes por qué? —dijo—. ¿Quieres saber por qué?

No dije nada. Ni siquiera me importaba.

—Porque sabía que tú harías lo mismo —dijo desafiante—. Una noche estaba tendida en la cama, pensando en ti y se me ocurrió: «Ahora que se ha marchado, querrá descubrir algo. Allí estará su ex esposa y le hará el amor. Sólo para descubrir ese algo».

Entonces recordé mi repentina propuesta a Marcia. ¿Sería aquella la razón de mi propuesta, descubrir otro cuerpo que había olvidado? ¿Realmente quise follar con ella y lo habría hecho si me hubiera dejado? No lo sabía. Pero no tenía la menor intención de confesarle, literalmente al menos, lo acertada que había sido su intuición.

Tampoco esta vez reaccioné y ella esperó. Luego, con un movimiento brusco y decidido, hundió su cabeza entre mis muslos y cogió a Irving con la boca. Estaba blando y se dobló bajo la presión de sus cálidos labios. Ella gimió, abrió la boca y sentí la calidez de su respiración sobre mi carne tierna. Entonces cerró la boca y todo Irving quedó dentro de ella, abrigado y a oscuras. Y, en contra de mi voluntad, Irving respondió al estímulo.

Volvió a gemir cuando se dio cuenta que Irving respondía. Paseó el borde de sus dientes por el glande, haciendo estremecer todo mi cuerpo. Después se desplazó hacia abajo sin soltar a Irving y quedó tendida boca abajo entre mis piernas.

Comenzó a hacerle el amor a Irving.

Ya lo había hecho antes, pero nunca como esta vez. Su boca estaba tan caliente y húmeda que era casi insoportable. Succionó a Irving con una fuerza qué antes jamás había desplegado, movió rápidamente la cabeza hacia arriba y hacia abajo y, por momentos, a intervalos inesperados, lamió el glande, pasando de su rudeza a la tierna respuesta de mi carne.

Yo había previsto esta situación durante largo rato, durante todo el camino de regreso en el autobús. Luego había sentido la decepción de la primera llamada telefónica y después la repentina materialización de su presencia. Irving la había penetrado y había muerto. A pesar de mis reservas mentales, estaba respondiendo. Sentía ahora un escozor en el glande mientras ella succionaba, besaba y maceraba su tierna carne.

Sin previo aviso, en un movimiento convulsivo y espasmódico, me corrí en su boca. Eyaculé y seguí eyaculando, sintiendo que perdía una inmensa cantidad de semen. Ella gimió, se abrazó a Irving en el espasmo y lo tragó todo. Después se apartó bruscamente de mí y corrió hacia el baño. La oí vomitar y permanecí tendido en la cama sin que para nada me preocupase por haber eyaculado en su boca y haberla hecho vomitar. Yo también tenía revuelto el estómago.

Salió lentamente del baño, las facciones descompuestas. Se sentó, tímida, en el borde de la cama

—Lo siento —dijo—. Nunca un hombre había eyaculado en mi boca. Al principio me gustó, pero...

—Bien, ya tienes mi virginidad y yo la tuya. Nunca había alcanzado la eyaculación en la boca de una mujer y a ti nunca te habían penetrado por el ano. Estamos empatados.

Aparté la mirada y me volví, apoyando la cabeza en el brazo y contemplé la pared tan de cerca que la vi transformarse en un continente informe y vacío. Siguió sentada al borde de la cama, absolutamente quieta.

—Necesitaba saber —dijo, y su voz sonaba como pequeños latigazos—. Sabía que tú tratarías de descubrirlo y yo también necesitaba hacerlo.

—Pudiste seguir adelante y follar con él, si era eso lo que pensabas hacer.


Ya sabes que no te une a mí ningún lazo, lo mismo que tampoco a mí contigo.

—Pero lo descubrí sin...

Me volví a mirarla.

—¿Lo besaste?

—Sí.

—¿Te puso la mano en el coño?

Bajó la cabeza.

—Sí.

—¿Te metió el dedo? ¿Te gustó cuando te metió el dedo dentro?

Levantó la cabeza.

—Sí. Me gustó. Pero hasta ahí llegamos. En ese momento supe que sólo se trataba de sexo, mientras que tú y yo...

—¿Se la chupaste? Tal vez por eso aprendiste a mamarla tan bien como para obtener de mí un orgasmo semejante. ¿Le ofreciste también una hermosa eyaculación mamándosela, ya que le decepcionaste cuando te la metió?

Era cruel, indigno y severo castigarla de aquella manera. Tembló bajo los trallazos de mi voz y su cuerpo se replegó sobre sí mismo, como el primer día.

—No —respondió con voz débil—. No lo hice.

Estaba agotado por el interrogatorio, pero no pude detenerme:

—¿Quién era? ¿Alguien a quien yo conozco o sólo un afortunado extraño?

—Un desconocido. Un camionero. Fui al café...

No quise que continuara. No quería que contara nada. Yo necesitaba preguntar, pero no deseaba oír las respuestas. Podía negarme el derecho de interrogarla, como yo lo hice con ella.

—¡Grandioso! —exclamé—. Apuesto a que tenía una gran polla —rugí con brutalidad—. Debiste concluir la tarea. Dárselo todo. Probablemente perdió el semen en la autopista, meneándose el trasto duro que le dejarías.

Tenía la cabeza baja.

—No te pongas celoso. No tienes motivos. No debería importarte tanto. Yo necesitaba saber si tú y yo...

—No estoy celoso. Si quieres saber la verdad, estoy decepcionado. Sólo decepcionado, eso es todo.

Levantó la cabeza y, aunque estaba completamente desnuda, se percibía un rasgo de dignidad en su postura.

—El hecho es que ambos tenemos pánico. Somos demasiado viejos, estamos demasiado marcados y asustados para salir adelante con lo nuestro. Ninguno de los dos es capaz de creerlo.

—Por lo que a mí respecta, ha sido hermoso —dije sin tratar de rebatir la verdad que encerraban sus palabras.

—De acuerdo. La culpa es mía, pues. ¿Pero no comprendes?

—Lo que comprendo es que tan pronto como me fui, te convertiste en una trotacalles.

—Eso no es justo.

—No. Pero es la verdad —espeté. No respondió — No tienes por qué quedarte —señalé hacia el pasillo—. Esa puerta no tiene cadena.

Se levantó de la cama, lentamente. Me miraba, pero yo no podía devolverle la mirada. Conocía el techo palmo a palmo, pero volví a estudiarlo minuciosamente. Observé una araña que lo atravesaba y le agradecí la distracción que me proporcionaba.

Se quedó de pie junto a la cama, las manos colgando a los costados del cuerpo. Por primera vez vi sus pechos caídos. La estaba mirando. Tenía que mirarla. Era la última vez que la vería desnuda frente a mí.

Se apartó de la llama escrutadora de mis ojos y se acercó a sus ropas. Recogió las bragas y se las puso.

—Me la chupaste realmente bien —dije roncamente.

Detuvo sus movimientos, con el sostén en la mano, y me miró a través de la habitación.

—¿Nos queda algo? —preguntó— ¿Alguna posibilidad, o lo he destruido todo?

—Tenemos lo que siempre tuvimos. Un buen polvo. Recuerda que nuestro contrato no incluía nada más.

Pareció meditar un instante con tristeza; tenía la cabeza gacha y el pelo le cubría la cara.

—¿Quieres follarme? —pregunto—. ¿Ahora?

—No sé si podré. Quizá, con un poco de de estímulo, Irving...

Volvió a la cama quitándose las bragas y se tendió a mi lado. Después, en una reacción tan brusca como imprevista, se tendió boca abajo.

—Métemela por detrás.

—No es necesario que hagas eso.

—A ti te gusta. Quiero lo que a ti te guste.

—No es tan importante para mí. Es hermoso, es distinto, pero...

Mientras hablaba, Irving, ante semejante invitación, comenzó a salir de su letargo. Ella nunca me había ofrecido espontáneamente la entrada trasera, y la única vez que accedió lo hizo a disgusto.

—Adelante —dijo.

—Dolerá. Sabes que dolerá. No te gusta.

—De acuerdo. Hazme daño.

Estaba tendida con el rostro apoyado en un brazo y su voz sonaba apagada. Vi la tensión de los músculos de sus nalgas y experimenté una aguda necesidad de penetrar la rígida clausura de su ano. Irving estaba listo y ansioso.

Debí mantenerme firme y rechazar su generosidad. Aunque quizás era preferible seguir adelante. Sabía que deseaba que le hiciera daño. Era mejor herirla físicamente que con las palabras pérfidas y cortantes que le había hablado y que continuaría hablándole. Siempre nos habíamos entendido física y no verbalmente. Apoyé mis manos en sus nalgas, cerca del esfínter, como si abriera su sexo, y deslicé un dedo para palpar el orificio.

—Te pondré una almohada debajo. Eso ayudará.

Cuidadosa y suavemente levanté sus caderas y coloqué la almohada. Esto expuso sus nalgas al aire y sus piernas se doblaron hacia abajo. Con la misma delicadeza le aparté las nalgas y me coloqué encima de ella. Estaba tensa, inmóvil.

Me incliné y apoyé a Irving contra el esfínter, sosteniéndolo con la mano mientras frotaba el glande con un movimiento de vaivén, esperando que se relajara un poco antes de penetrarla. Esto no ocurrió, aunque sentí que su cuerpo se calentaba.

Entonces, dominado por el deseo, la penetré al ritmo de sus gritos. Aturdido, con todas mis sensaciones concentradas en mi carne, palpitante, observé unas gotas de sudor en su nuca. Ella jadeaba con rítmico gemido, sin solución de continuidad, de modo que su queja parecía un prolongado grito. Esto me excitó e hice retroceder a Irving para poder encajarlo aún más profundamente.

Esta vez ocurrió algo extraño. Su esfínter anal se relajó contra la presión de mi asedio, dejando penetrar a Irving con facilidad en su cálida intimidad; toda la tensión desapareció de su cuerpo y se extendió bajo el mío, meneando suavemente las nalgas.

—¡Oh, Dios! —murmuró—. Sí. ¡Oh, Dios!

Había atravesado la barrera de su resistencia. Me había rendido esta última fortaleza de su cuerpo, esta ciudadela que yo había mantenido intacta durante cuarenta y dos años de vida. Le gustó. Le encantó. Se sintió enloquecida. Comenzó a moverse en respuesta a mi ritmo, arqueando suavemente sus nalgas contra la curva de mis muslos, con la cabeza ladeada para que yo pudiera ver el apasionado perfil de su expresión.

La follé. ¡Dios, cómo follé ese agujero encantador, caliente, hermoso, infinitamente receptivo! Habíamos transformado la ira, la resistencia y el dolor en una unidad superior a la que nunca antes habíamos accedido.

Siguió hablando y diciendo:

—Sí, sí, sí, eso es, jódeme. ¡Por Dios, jódeme! ¡Follame el culo! ¡Oh, Dios, sí!

Nunca había sido muy habladora mientras hacíamos el amor, pero ahora hablaba, gemía y jadeaba.

Me proponía eyacular allí. Pero después de unos instantes comencé a preguntarme, involuntariamente, cómo estaría su vagina, después de aquella rendición total. Seguí empujando a Irving en su ano, incluso mientras pensaba en esto, hasta que repentinamente lo saqué, la hice volverse con ambas manos y sin cambiar de ritmo me zambullí en la profundidad del hogar.

Casi me volví loco ante la sensación que experimenté. Estaba totalmente mojada y sus piernas se levantaron y se apoyaron en mi espalda mientras sus manos se aferraban a mí. Comencé a correrme. No pude contenerme. Perdí por completo el control y supe que por primera vez me correría dentro de ella en un paroxismo mutuo y devastador en el que arderíamos como un fénix entre las llamas. Eyaculé repetidas veces; ella tenía la boca abierta y me arrojaba bocanadas de aire caliente a la cara, mientras sus uñas laceraban mi espalda. Eyaculé por tercera vez en un último empujón y rodé de espaldas en busca de aire.

—Somos demasiado viejos para estas cosas —dije cuando pude pronunciar una palabra— ¿Has gozado?

Tenía el labio superior apretado entre los dientes. Sacudió la cabeza violentamente y, sabiendo lo que necesitaba, apoyé mi mano en su monte de Venus. Cuando le toqué el clítoris con la punta del dedo se estremeció, apretó las piernas y tuvo un orgasmo breve e intenso. Después, sus piernas se relajaron y permaneció tendida, debilitada bajo mi floja mano.

—Si no te corriste antes sin ayuda, jamás lo conseguirás. Al menos follando conmigo.

—Lo siento. Estaba a punto. Tan cerca que... —Me sonrió con una sonrisa trémula, bañada en lágrimas—. Me siento violada. Pero maravillosamente violada.

—Esta vez te ha gustado. Te has quedado con todo el lote.

—Sí, todo el lote.

—Excepto correrte al mismo tiempo que yo. Eso todavía no lo has conseguido —suspiré—. Supongo que no soy lo bastante hombre para superar tu barrera interior.

Se volvió y me miró a los ojos.

—No comenzarás a preocuparte por eso, ¿verdad? Yo soy así. Ese es mi problema.

—Tal vez era eso lo que buscabas con el camionero. Tendré que pensar en ello.

—No puedo hacer nada al respecto —observó tristemente—. Así son las cosas.

Contemplé su rostro, agostado por la sesión. Hoy me había dado más de lo que yo nunca poseí. Me la había chupado, me la había mamado hasta hacerme correr en su boca, me había ofrendado su culo no en mera aceptación, sino con toda su pasión. Como resultado de ello, su vagina se había vuelto más hospitalaria que nunca. Hospitalaria es poco decir, en realidad. Pero ahí estaba yo, pensando en... No había comprendido que el resentimiento por su fracaso en gozar conmigo nos había dividido desde el principio. Cada fracaso por provocarle un orgasmo voluntario había abofeteado mi hombría. Pero yo sabía, objetivamente, que pocas mujeres alcanzan fácilmente el orgasmo. Marcia, mi segunda esposa, no tuvo más de cinco durante nuestro largo matrimonio.

Sonreí y puse una mano sobre la lisa piel de su cuerpo, debajo de las costillas.

—Lo siento —le dije—. Has estado maravillosa y hoy me has dado más que nunca. Más de lo que nunca tuve.

—Si mi dificultad para correrme es lo que te molesta, dímelo y lo dejaremos estar —dijo con acento fatídico—. Yo estoy hecha así.

—Todo está bien —le dije sin dejar de sonreír—. Créeme. Pero debe ser cierto eso que decías. Los dos estamos asustados. Pero también es verdad que es muy bueno, que lo hacemos muy bien.

Estaba pendiente de mis labios mientras hablaba. Cuando callé, se acercó más y pegó su cuerpo contra el mío, apoyando la cabeza en mi hombro. Apoyó los labios en mi costado y me besó.

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