Elena

Elena


XI Epifanía

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Allí, como en cualquier otra parte, se sabía poco de la emperatriz madre. Era una leyenda dorada. Aguardaban a una persona muy vieja y muy lujosa y tenían ciertas esperanzas de que fuera amable. En vez de eso se encontraron con una chiflada; más que chiflada, santa. Eso era demasiado. Estaban preparados para satisfacer las demandas de platos finos en la mesa y de muebles complicados. Se habían asegurado en Alejandría una orquesta pasable. Pero lo que Elena quería era algo muy distinto. Quería la Verdadera Cruz.

El día de su llegada les hizo saber paladinamente que habían errado en sus previsiones. Salieron a recibirla el obispo, el prefecto y toda la ciudad en una gran cabalgata, rodearon su litera con una masa coral y la llevaron a la casa de gobierno, indescriptible montón de edificios que comprendían la vieja Torre de Antonio, parte del palacio de Herodes y unas oficinas militares más recientes. Con las fachadas no se pudo hacer gran cosa, pero las habitaciones superiores las habían tapizado ricamente. Elena, al apearse, pareció mirar todo aquello con ojo crítico. El mayordomo —traído de Egipto con la banda de música— trató de poner buena cara diciendo que aquello había sido originalmente el pretorio de Pilatos. Es posible que lo fuera. Nadie estaba del todo seguro. En conjunto, a la mayoría de la gente le parecía así aunque había sido objeto de muchas alteraciones. Elena quedó francamente impresionada. El mayordomo fue más allá y explicó que los peldaños de mármol eran los de la escalera que Nuestro Señor descendió en su camino a la muerte. El efecto de la explicación superó lo esperado por el mayordomo. La anciana emperatriz se arrodilló tal como estaba, con su manto de viaje, y penosamente y rezando subió de rodillas los veintiocho peldaños. Aún más: hizo que todo su cortejo siguiera su ejemplo. Al día siguiente ordenó a su cohorte privada de zapadores que desmontaran toda la escalera, numeraran los peldaños, los metieran en cajas y los pusieran en carros.

—Se los mando al papa Silvestre —dijo—. Una cosa como ésta debería estar en Letrán. Vosotros no le dais la debida importancia aquí.

Luego, después de haber hecho inhabitable la casa de gobierno, dispuso que su Corte encontrara alojamiento donde pudiera y se instaló en un cuartito entre las monjas del monte Sión, donde ella misma hizo las labores de casa y sirvió en turno a la mesa.

Los santos peldaños partieron para la costa en un tren de carros. Macario y su capítulo los vieron partir asombrados. Se sabía que anteriormente los colectores reales se llevaban todas las obras de arte de provincias enteras. La iglesia de Jerusalén tenía tesoros únicos: la corona de espinas, la lanza, la mortaja y otros muchos. ¿Iban a perder ahora, en la hora de la liberación, todo lo guardado tan devotamente en los años de persecución? Conversaron entre ellos y decidieron hacer un gran regalo. Así expresarían su lealtad al trono y al mismo tiempo recalcarían su derecho a la posesión de todo lo que tenían. Dieron a Elena el santo manto que un soldado ganó a los dados y después vendió a un discípulo. La emperatriz lo agradeció, pero no era aquello lo que realmente quería. No quería más que una cosa. Entretanto, puso a una cuadrilla a trabajar cargando unas toneladas de tierra. Se había encaprichado en construir una iglesia en el palacio Sesoriano de Roma y en que sus cimientos fueran de tierra de Tierra Santa. Macario contempló aquellos trabajos sin alarma.

Pronto se vio que el cambio de residencia de la emperatriz no presagiaba un régimen de piadosa reclusión. La anciana señora salía todos los días e iba a todas partes. Fue en coche a Belén. Una pequeña comunidad estaba allí a cargo de la cueva de la Natividad, que utilizaban para decir misas, y a la entrada habían construido una casita. Allí iban por Navidad todos los cristianos de Jerusalén, con su obispo, a velar. «Es exactamente el sitio para una basílica», dijo Elena, y pocas semanas después empezaron las obras. Empezó también a construir una iglesia en el monte de los Olivos, que, según le dijeron, había sido una finca propiedad de la familia de san Joaquín y santa Ana. Todavía existían unos viejos árboles de cuya fruta habían gozado. Allí estaba su sepultura familiar. Nuestra Señora había rezado allí cuando era niña y su cuerpo, amortajado y ungido, yació allí brevemente. Allí estaban los jardines adonde fue Jesús y la cueva donde se refugió con sus apóstoles; allí había pasado la noche en agonía antes de su arresto y de allí ascendió al cielo. Era un lugar tan santo como cualquiera de los de Jerusalén. «Exactamente el sitio para una basílica».

Elena visitó a menudo los sitios, vio abrir las primeras zanjas e hizo

picnics entre los cimientos. Y a medida que Draciliano lo redujo todo a la simetría y cubrió con placas de mármol la tosca y verdadera piedra, Macario fue viendo que su pequeña diócesis crecía en riqueza e importancia hasta el punto de que casi no la reconocía.

Aquella expresión de un hechizo, aquellas cúpulas y columnatas que parecían una materialización de las nubes, eran como una máscara de magia oriental. Elena dijo la palabra y, cuando la compleja maquinaria de la ingeniería imperial se puso en movimiento, se volvió a lavar platos en el fregadero del convento. Toda aquella actividad constructiva era más bien parte de la inexplicable fecundidad que la rodeaba; de aquella segunda primavera de infaltable clemencia en que la semilla germinaba de la noche a la mañana, echaba profundas raíces y para el mediodía ostentaba unos sólidos brotes y un ondulante cúmulo de flores y hojarasca. La variada cosecha aromaba el aire y calmaba las horas de inquietud de la emperatriz, pues a veces estaba inquieta porque buscaba algo muy distinto; no la plantita en flor, sino madera vieja y curada.

Prosiguió la búsqueda sin cejar en su propósito y haciendo preguntas a todos. Había en la ciudad madereros que se presentaron con ofertas para las obras, muchos de ellos de empresas locales con varias generaciones de antigüedad. Pero ninguno de ellos decía tener experiencia en la construcción de cadalsos. Dijeron que estaban dispuestos a ensayar. ¿Qué clase de madera se usaba para cruces trescientos años atrás? Esa cuestión no se les había ocurrido. El distrito estaba entonces tan arbolado como ahora, según dijeron. No había más que elegir. Todos estaban de acuerdo, con seguridad profesional, en que como duradero no había nada como la buena madera de construcción. Todos podían citar ejemplos de obras de madera que habían durado más que las de mampostería o albañilería.

«Con el tiempo sólo se endurece» —dijeron—, «Si no se quema y no la atacan los insectos, no hay ninguna razón para que no dure eternamente. En estos parajes no hay muchos insectos, pero siempre ha habido muchos incendios».

Elena mandó llamar a historiadores y anticuarios. Unos habían llegado ya a la ciudad al enterarse de la chifladura de la emperatriz. Otros —cristianos, judíos y paganos deseosos de ayudar— llegaron de Alejandría y Antioquía por invitación de Elena.

Los cristianos estaban informadísimos.

—Se cree generalmente —dijo a Elena un copto de cierta edad— que la cruz se componía de todas las especies de madera para que todo el mundo vegetal pudiera participar en el acto de la redención.

—¡Qué bobada! —dijo Elena.

—Eso es —replicó el copto muy satisfecho—. Así lo he sostenido siempre. Eso es dar un tinte demasiado naturalista y cuantitativo al asunto.

—¿Por qué debía participar en ese acto el mundo vegetal? —preguntó un clérigo italiano—. No fue redimido ni era susceptible de redención.

—Seguramente, la mera carpintería de una cruz tal —dijo simplemente Macario, a quien Elena le gustaba tener a mano en aquellas ocasiones— hubiera sido tan complicada que se habría tardado años en hacerla. Todos sabemos que algunos especímenes de madera no se encuentran más que en remotos bosques del sur de África, y otros vienen de la India.

—Exactamente —dijo el copto—. Yo he demostrado que la verdad es mucho más sencilla. Un brazo era de boj, otro de ciprés, otro de cedro y otro de pino. Estas cuatro maderas simbolizan...

Otro clérigo sostuvo que la madera era de álamo temblón y que por esa razón temblaban ahora continuamente de vergüenza esos árboles.

—Tonterías —dijo Elena.

Un erudito de tez oscura, procedente del Nilo superior, propuso una explicación aún más complicada. Según él, cuando Adán cayó enfermo su hijo Set fue al paraíso en busca de aceite de la merced. El arcángel Miguel le dio, en vez de aceite, tres semillas que llegaron demasiado tarde para salvar a Adán de la muerte. Set se las puso en la boca y de ellas crecieron tres varitas que más tarde llegaron a poder de Moisés. Moisés las empleó en diversos fines mágicos, incluso el de blanquear negros, hasta que en tiempos de David se convirtieron en un solo árbol. (Aquí Elena empezó a dar señales de impaciencia). Salomón taló el árbol y quiso utilizarlo en el techo del templo, pero no servía para ningún fin. Una dama llamada Maximilla se sentó accidentalmente en el tronco y la ropa le ardió en llamas, por lo que Salomón le dio una zurra que la mató, y utilizó la madera como pasarela, que la reina de Saba, en el momento de cruzarla, advirtió lo que era.

—Basta, por favor —dijo Elena—. A desmentir esa clase de cosas he venido yo.

—Hay mucho más —dijo el moreno en tono de reproche—. Al final flota en el centro de la laguna de Bethesda.

—¡Qué majadería! —dijo Elena.

Los judíos, alejandrinos muy eruditos, se mostraron más cautelosos. Según ellos, la crucifixión era una barbaridad romana extraña a lo mejor de la tradición judía. Los judíos, muy adecuadamente, lapidaban a los malhechores. Era cierto que los gabaonitas crucificaron a siete descendientes de Saúl, pero eso ocurrió en las circunstancias más excepcionales —para lograr que creciera la cebada— y mucho tiempo antes. En el periodo que interesaba a la emperatriz no podía haber ocurrido una cosa así. La emperatriz debía consultar a los historiadores militares romanos.

Estaba presente uno. Dijo que la madera más barata y más fácil de trabajar era el pino. No había duda de que ésa era la que habían utilizado. Probablemente, el montaje de la cruz era algo más o menos permanente. El tronco que la víctima llevaba a su ejecución sería el transversal, que elevaban con la víctima colgando y encajaban y fijaban en su sitio. Sin duda alguna, utilizaban incontables veces la misma cruz.

Ahí intervinieron los judíos. Dijeron que eso no era posible. La ejecución fue una decisión romana pero se cumplió en territorio judío en una época en que todavía imperaba la ley judía. Y la ley era muy clara en esa cuestión. Todo lo relacionado con una muerte violenta era inmundo y capaz de contaminar a la vecindad. Los instrumentos de la ejecución, aunque no fueran más que un montón de piedras o la soga de la estrangulación, había que quitarlos de la vista el mismo día.

¿A quién le incumbía eso?

El romano dijo que a la guardia del templo. A ellos no les interesaba el cumplimiento de ritos de ese orden.

Los judíos dijeron que a los amigos y a la familia de la víctima. Al parecer, en este caso les encomendaron el cadáver, decisión muy desacostumbrada.

Los cristianos dijeron que a los soldados. No había sido una ejecución ordinaria. La ciudad estaba agitada. Había habido portentos alarmantes. Se tomaron precauciones especiales para sellar y vigilar la tumba. Se tomarían precauciones especiales para disponer de todas las reliquias.

De todos modos, dijo el romano, aquélla era una de esas intrigantes lagunitas que ocurren en la historia sagrada o secular, y que no se llenan nunca. No había ya modo de averiguar exactamente lo ocurrido entonces.

Pero a pesar del pesimismo de los técnicos, Elena se mantuvo en sus trece.

Macario habló poco en esas conferencias. Cuando Elena le pidió después su opinión, se la dio tímidamente.

Se podía tener la certidumbre de que no fueron los discípulos quienes ocultaron la cruz, dijo. Si la hubieran ocultado ellos, su Iglesia habría conservado el recuerdo en su memoria. Nunca se había sabido nada acerca de la cruz. Eso lo podía asegurar él. Judío o romano, quien la ocultó se llevó su secreto al morir.

—Muy bien —dijo Elena—. Vamos a partir de eso. Lo que se sabe, por lo tanto, es que destacaron un grupo, guardas del templo o legionarios (no lo sabemos con exactitud), para que se desembarazaran de dos vigas de madera rápida e inadvertidamente. ¿Qué hicieron ellos? Evidentemente, no llamar la atención ni perder el tiempo llevándolas demasiado lejos. Todo el terreno de los alrededores es rocoso. Allí no podían cavar una zanja bastante grande para ocultarlas. ¿Qué fue lo que buscaron? Una cueva o una casa en ruinas o cosa parecida. El lugar está lleno de ellas. Las he visto por dondequiera que he ido. Lo único que tenemos que hacer es buscar sitios como ésos en torno al calvario, y no podemos menos que encontrarlos.

—Mi querida señora, Su Majestad —dijo Macario—. ¿ha examinado el terreno alrededor del calvario?

—No mucho. Siempre estaba lleno de obreros y gente.

—Exactamente. Vamos a verlo ahora.

Fueron juntos al extremo este de aquel lugar, donde la elevación del terreno permitía una vista general de las obras. Era cerca de la caída del sol y los hombres estaban preparándose para dar por terminada la jornada. A los pies de Elena y Macario yacía el vasto espacio llano flanqueado por dos bultitos rodeados de cercas y cubiertos con arpillera. Por todas partes se veían los comienzos de muros y estribos y más allá y a su alrededor se extendía el campo de las obras. Allí se veían los escombros y la roca que habían extraído, la piedra de construcción y el mármol acumulado, hornos de ladrillos, caleros y mezcladoras de argamasa, enormes cajones de cabrias; carros y carretillas, establos de caballos de tiro y barracones para obreros, cocinas de campaña y letrinas; oficinas de delineantes y contables; el fuerte pabellón custodiado donde se guardaba el dinero para pagos; cascarones de casas evacuadas y semidemolidas y cascarones de casas provisionales en construcción. Había una red de pasajes y cortes; había toda una calle de puestos donde los vendedores ambulantes exponían su mercadería para atraer a los hombres antes de que llegaran al mercado el día en que cobraban. Todo eso lo habían producido las palabras: «Vamos a tener una basílica».

Con el tiempo, sin duda, volverían el orden y la reverencia, pensó Macario, pero cuando estaba al lado de la emperatriz mostrándole lo que se estaba haciendo, se limitó a decir:

—¿Cree Su Majestad, realmente, que entre todo eso podrá encontrar un hoyo y un pedazo de madera?

—Oh, sí; creo que sí —contestó Elena alegremente.

Todo Jerusalén se dio cuenta del vigor de Elena. La anciana señora es positivamente incansable, decían todos. Pero la verdad es que estaba cansada. El invierno se había asentado. El convento, expuesto a los vientos, era húmedo y frío. No era así como ella había planeado su vejez cuando estaba en Dalmacia. Parecía que las preguntas se le habían acabado. Nadie la ayudaba. Por Navidad no tuvo fuerzas para ir en procesión a Belén. Aquel día comulgó en la capilla del convento, permitió a las monjas que la mimaran y pasó la fiesta acurrucada cerca del fuego de leña que le hicieron en su cuarto.

Para la Epifanía recuperó fuerzas y la víspera partió para emprender en litera el accidentado camino de cinco millas hasta el templete de la Natividad. No había una gran muchedumbre de peregrinos. Macario y su gente celebraban la Epifanía en su propia iglesia. Sólo la recibió la pequeña comunidad de Belén y la llevó al cuarto que le habían preparado. Allí descansó dormitando hasta que una hora antes del amanecer la llamaron y la llevaron bajo las estrellas a un establo-cueva donde le hicieron sitio en el lado de las mujeres de la pequeña y apretada congregación.

La baja cámara estaba llena de lámparas y el aire se había enrarecido. Unas argentinas campanadas anunciaron la llegada de tres monjes barbudos y revestidos que, como los reyes de otro tiempo, se postraron ante el altar. Entonces empezó la larga liturgia.

Elena sabía poco griego y sus pensamientos no estaban en las palabras ni en ninguna otra parte de la escena inmediata. Olvidó hasta su búsqueda y estaba como muerta para todo excepto el niño en pañales, de hacía mucho tiempo, y los tres reyes magos que llegaron de tan lejos para adorarlo.

«Éste es mi día —pensó— y ésta es mi gente».

Tal vez percibía que su fama, como la de aquéllos, viviría en un histórico acto de devoción; que también ella había emergido de una especie de οντοπια o reino innominado y se esfumaría como ellos en el fuego encendido en un cuarto de niños y entre libros ilustrados y juguetes.

«Como yo —les dijo a los reyes magos—, tardasteis en venir. Los pastores, y hasta el ganado, llevaban ya mucho tiempo aquí y se habían unido al coro de ángeles mientras vosotros estabais en camino. Para vosotros se relajó la primordial disciplina de los cielos y brilló entre las desconcertadas estrellas una nueva luz desafiante... ¡Cuán laboriosamente vinisteis, tomando vistas y calculando, mientras que los pastores corrían descalzos! ¡Qué aspecto más raro teníais en el camino atendidos por libreas de tierras extrañas, cargados con regalos absurdos!... Al cabo llegasteis al fin de vuestra peregrinación y la gran estrella se detuvo sobre vosotros. ¿Y qué hicisteis? Os detuvisteis para visitar al rey Herodes. En vuestro fatal intercambio de cumplidos empezó aquella guerra no terminada del populacho y de magistrados contra el inocente... Con todo, vinisteis, y no os hicieron volver. También vosotros encontrasteis sitio ante el pesebre. Vuestros regalos no eran necesarios, pero fueron aceptados y puestos cuidadosamente porque fueron traídos con amor. En aquella nueva orden de caridad que acababa de surgir a la vida, también para vosotros hubo sitio. A los ojos de la Sagrada Familia no erais menos que el buey o el asno... Vosotros sois mis patrones especiales y los patrones de todos los que llegan tarde, de todos los que han tenido que hacer un tedioso viaje para llegar a la verdad, de todos los confundidos con el conocimiento y la especulación, de todos los que a través de la cortesía comparten la culpa, de todos los que están en peligro a causa de su talento... Orad por mí, primos míos, y por mi pobre hijo sobrecargado. ¡Que también él encuentre antes del fin sitio para arrodillarse en la paja! Orad por los grandes, para que no perezcan del todo. Y orad por Lactancio, y Marcias, y los jóvenes poetas de Tréveris, y por las almas de mis salvajes y ciegos antecesores; y por su astuto adversario Ulises, y por el gran Longino... Por Él, que no rechazó vuestros curiosos regalos, orad siempre por los hombres cultos, oblicuos y delicados. ¡Que no se les olvide del todo en el trono de Dios cuando los simples entren en su reino!».

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