Eldorado

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9 La reina de Al Zubarah

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La reina de Al Zubarah

—¿Cómo te llamas?

El policía llevaba un buen rato hablándole en árabe y Salvatore Piracci, con buena fe, sólo había podido mirarlo con desconcierto. Luego, cansado de ese silencio, el hombre se había marchado dando una patada a una silla. Entonces el comandante había aprovechado unos instantes para mirar las paredes mugrientas de aquella pequeña comisaría de barrio. Parecía el sucio antro de un quincallero. En un rincón había ruedas de bicicleta oxidadas. El pasillo estaba atestado de sillas carcomidas.

Al cabo de un rato entró otro hombre. Piracci se dio cuenta enseguida de que era un tipo más astuto. Tenía la mirada penetrante y no se movía con la desidia de su compañero. Le habló con una mezcla caótica pero comprensible de árabe e inglés.

—¿Cómo te llamas?

Piracci tampoco contestó. No porque no hubiera entendido la pregunta, ni porque no recordara su nombre —incluso se lo repetía mentalmente mientras su interlocutor esperaba la respuesta—, sino porque le parecía absurdo pronunciarlo. Ese nombre ya no era el suyo. Lo más acertado era callar.

—¿De dónde vienes?

Piracci consideró la hipótesis de no responder tampoco a esa pregunta. Parapetarse tras el silencio y esperar a que el tipo se cansara, pero intuyó que no lo dejaría en paz tan fácilmente y, a decir verdad, no veía motivo alguno para mentir.

—De Sicilia —contestó con una voz ronca que lo sorprendió a él mismo.

Llevaba tanto tiempo sin hablar que ya no recordaba el timbre exacto de su voz.

El rostro del policía se iluminó. Pronunció con deleite «Sicilia» y, para demostrar su buena voluntad, lo repitió incluso en italiano: «Sicilia... Sicilia...», como si quisiera indicar que lo había comprendido perfectamente y que, gracias a esa palabra en común, a partir de entonces se entenderían sin problemas.

—¿Llevas mucho aquí? —preguntó entonces.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que había partido de Catania? No lo sabía. Desde que se había embarcado sólo había vivido una sucesión de breves instantes inconexos. Había dejado que los cambios se produjeran en él y ésa era la única herramienta de que disponía para calcular el tiempo. En ese sentido no era absurdo afirmar que había pasado un siglo. El hombre que había sido en Catania le parecía lejano y totalmente ajeno. ¿Aún era Salvatore Piracci? ¿Era correcto afirmar que él era el comandante Salvatore Piracci? ¿O siquiera que lo había sido? En el pasado había existido un individuo que respondía a tal nombre, pero ahora ya no quedaban en él más que unas débiles huellas de esa vida, y tenía la certidumbre de que éstas también acabarían borrándose. ¿Cuántos días había vivido bajo el sol rojo de Libia? ¿Cuántas largas horas de espera o de trabajo? Había sudado. Había notado cómo su cuerpo adelgazaba. Había dejado que el cansancio le consumiera las mejillas y le demacrara el rostro.

Bajó los ojos para dar a entender que no esperase una respuesta a esa pregunta. Era incapaz de calcular ese lapso de tiempo. Puso cara dubitativa y se encogió de hombros para indicar que aquello carecía de importancia. El policía pareció irritado. Hizo un gesto brusco con la mano.

—¿Qué haces aquí?

Y esta vez, sin darle tiempo a contestar, lo abofeteó.

«Van a llover golpes», pensó el comandante, y apretó los dientes. El policía gritó entonces en árabe, pero, al ver que no servía de nada, recobró la calma.

—¿Cómo has venido? —le preguntó.

—En barco —contestó Piracci con una mueca de provocación.

Entonces pensó en su barca. Seguramente ya no estaba en la misma playa donde había atracado en plena noche y a la que no había vuelto. Los pescadores debían de haberse apoderado de la barca con estupefacción. A menos que siguiera allí, inútil y muerta, esperando a que los niños o los gatos acudieran a refugiarse en ella.

—¿Marino? —preguntó el policía.

—Sí —murmuró él.

En el fondo aquello no se alejaba tanto de la realidad.

Esa respuesta pareció complacer al policía, que sonrió de un modo extraño y ordenó a su compañero que abandonara la habitación. Cuando estuvieron solos repitió varias veces:

—¿Marino siciliano?

Piracci asintió en silencio y el policía repitió con avidez:

—Bien... Bien...

Entonces lo condujo a una pequeña celda y le indicó que entrara. Lo hizo con educación, sonriéndole y explicándole en árabe cosas que Piracci no podía entender. Luego se fue. El comandante se sentó en el suelo. Trató de pensar en lo que iba a suceder. Seguramente volverían a enviarlo a Catania. ¿Qué haría él allí? ¿Cómo regresar a aquella vida? No podría hacer otra cosa que errar como una sombra por los barrios mugrientos de la ciudad donde los hombres no tienen rostro, esperando que nadie, nunca, se cruzara con él y lo reconociera.

Ya era de noche cuando Salvatore Piracci volvió a oír ruido en las habitaciones vecinas. Se sobresaltó, pues creía que llevaba solo un buen rato. Se sorprendió al ver aparecer al policía que lo había interrogado, sonriente y con aspecto relajado. Le habló con voz dulce mientras abría la puerta de la celda, y a continuación le indicó por señas que se levantara y se arreglara un poco.

Cuando salieron a las calles de Al Zubarah el aire aún era caliente y el comandante se deleitó aspirando el intenso aroma de las higueras. El policía le hizo señas para que lo siguiera. Deambularon hasta la fachada vetusta de un edificio antiguo. Allí el policía llamó con suavidad y la puerta se abrió.

Piracci entró y se sorprendió ante el contraste con la sequedad del exterior. Allí el aire olía a azahar y jazmín. Todo era suave y acogedor. En el pasillo de la entrada unas gruesas alfombras acariciaban los pies de los invitados. Se notaba que el policía conocía el lugar. Avanzó sin vacilar, cruzando una sucesión de estancias hasta llegar a una pequeña puerta. Llamó y esperó a que respondieran. Se oyó una voz extraña, cavernosa y chillona a la vez. Empujó la puerta mientras hacía señas al comandante para que lo siguiera.

Se encontraron en un amplio salón cargado de alfombras y arañas. Frente a ellos, a unos diez metros, un diván de terciopelo granate. Alrededor, unas butacas cubiertas de cojines se ofrecían a las visitas. En algún rincón debía de consumirse incienso, ya que de vez en cuando unas largas capas de humo corrían por el suelo y parecían dormirse sobre las alfombras.

Sobre el diván descansaba un enorme cuerpo de mujer. La carne se le desbordaba por todas partes, pero mediante una especie de gracioso equilibrio daba la impresión de que llevaba sentada una eternidad. Ataviada con un vestido transparente y un montón de brazaletes en las muñecas. Su rostro era feo, de una fealdad basta y vulgar. Con sus pequeños dedos embutidos en numerosos anillos se toqueteaba los labios como un efebo en plena reflexión. Al verlos sonrió, y Piracci se fijó en que le faltaban varios dientes. Un cuerpo vasto y repugnante que respiraba acomodo y dejadez.

El comandante se preguntó si el policía lo habría llevado a un burdel de Al Zubarah, ya que aquella mujer tenía el aspecto de una vieja madama horriblemente maquillada. Su voz volvió a herirle los oídos. Parecía una voz de hombre en un cuerpo de ballena. El policía y ella habían entablado conversación, tal vez intercambiando fórmulas de cortesía, pues ambos sonreían sin dar muestras de cansancio. Salvatore Piracci se miraba los pies. Ya estaba harto de aquel sitio y esperaba que lo devolvieran a su celda cuanto antes.

De pronto levantó la cabeza, estupefacto. La enorme mujer acababa de hablarle en un italiano muy fluido.

—¿Eres un delincuente o un espía? —El comandante, desconcertado, no respondió, así que ella prosiguió—: Sólo hay dos motivos posibles para que estés aquí. O has huido de tu país porque has hecho cosas malas, o has venido aquí a meter las narices en lo que no te importa. ¿Y bien? ¿Eres un espía?

—No —murmuró Piracci con una sonrisa lenta en los labios.

—Muy bien —asintió ella—. Un delincuente. Lo prefiero. Os conozco mejor. Con vosotros siempre me entiendo. Al parecer has venido en barca.

—Sí.

—¿Por qué?

Él no contestó. No podía. Era inútil contárselo todo a esa mujer. Tendría que relatar veinte años de su vida y no le quedaban fuerzas.

—Bueno. Bueno —dijo ella, riendo de un modo espantoso—. Todos tenemos nuestros secretillos. Lo entiendo. Ahora estás aquí. Eso sí que es seguro, y de hecho lo único que importa.

Calló y bebió tranquilamente de una copa de cristal situada a su lado. Entonces Piracci vio una bandeja de plata llena de fruta. La garganta se le secó todavía más. Tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre ella.

—¿Sabes quién soy? —preguntó la gorda.

—No —contestó él.

—Soy la reina de Al Zubarah. Así es como me llaman los pescadores de aquí. Me dedico al comercio. Soy rica. Conozco a todo el mundo. Lo que yo hago a plena luz, la mayoría lo hace en las sombras. Todo el mundo sabe de qué vivo. Estoy a la cabeza de la mayor red de pasadores de la región. De Al Zubarah a Trípoli, todos aquellos que quieren ir a Europa acuden a mí. Es así desde hace cinco años.

—Usted les chupa la sangre... —dijo Piracci, y la mujer calló.

Luego sonrió y lo miró a los ojos:

—Tienes razón. La travesía es cara. No todos pueden pagarla. Pero cada día llega más gente dispuesta a aceptar mis condiciones. Es el precio por cambiar de vida. Yo me dedico al comercio. Tengo un negocio que funciona. Doy de comer a mucha gente. Soy generosa con los que me rodean. —De pronto calló y lo observó con mirada aguda antes de preguntar—: ¿Tienes hambre?

—Sí —murmuró él.

Ella soltó una pequeña risa de ratón y con un gesto le indicó que se sirviera. Él devoró la fruta que había en la bandeja.

—¿Conoces bien el mar? —preguntó ella mientras él hincaba el diente a un melocotón.

—Sí —balbució él entre dos bocados.

—Estupendo. Come, tú come. Ya hablaremos luego.

Y dejó que siguiera comiendo, sin quitarle ojo.

—¿Te gusta el dinero?

El comandante no respondió. Se limpió la boca con la manga. Ella había hecho la pregunta sacando un fajo de billetes de una pequeña caja de caoba.

—Claro que sí —prosiguió ella—. A todo el mundo le gusta el dinero. Sólo que unos lo dicen y otros lo ocultan. Yo tengo dinero. Más que nadie aquí. Toma. Cógelo.

Le lanzó el fajo de billetes, que fue a parar a los pies del comandante. Se agachó a recogerlo.

—¿Por qué me da dinero? —preguntó.

—Para demostrarte que donde estoy yo siempre hay billetes. Es el perfume que me rodea. Esta habitación no huele a nada más. Y mi sudor. Y mis labios.

Entonces lanzó otro fajo a los pies del policía. Éste se agachó para recogerlo, pero ella hizo un pequeño ademán para indicarle que se fuera. El hombre se marchó sin siquiera echar un último vistazo a Piracci.

—¿Lo ves? Por eso me respetan y me sirven. Yo me perfumo con dólares. Soy enorme por todo el dinero que ya he engullido, y créeme, aún tengo un apetito de ogro.

—Usted roba a los desvalidos —masculló él, apretando los dientes.

—Yo he sido como ellos. Sé lo que sufren. Y te aseguro que se sienten aliviados cuando encuentran a alguien a quien entregar su dinero, alguien que se ocupe de su dolor y les ofrezca lo que quieren. Si no lo hiciera yo, lo harían otros. Peor. Y por más dinero. Mis clientes son pobres, sí. Pero no veo por qué debería aumentar su desesperación negándoles la travesía. Si no me tuvieran a mí, se arrojarían al mar para cruzarlo a nado.

Guardó silencio un momento. Bebió un poco de agua y lo miró con un rostro inexpresivo, como un buda.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Salvatore Piracci.

—¿Eres marino?

—Sí.

—¿Conoces bien la costa siciliana?

—Sí.

—Pues eso es lo que necesito.

Piracci pensó en lo que ella iba a proponerle. Se imaginaba jugando al gato y el ratón con la fragata Zeffiro. Sonrió ante esa idea. Hacer lo mismo, pero desde el otro lado.

—Sería el mejor —dijo, pensando en cómo burlaría los buques de interceptación.

—No me cabe duda, tesoro. Y además te harías rico. Yo sé mimar a mis amigos.

—Pero ¿por qué yo?

—Porque eres blanco. Eso tranquiliza a mis clientes. Subir a bordo de tu barco será como tener ya un pie en Europa. Confiarán en ti. Pensarán que soy lo bastante influyente y poderosa para comprar italianos. Y tendrán razón. ¿Qué me dices? ¿Vienes a abrazar a tu gorda mamá?

Y se levantó con inopinada agilidad y fue derecha hacia él. Le pasó la mano por la mejilla y le murmuró sonriendo con su boca desdentada:

—El trabajo empieza mañana. Si no lo aceptas sabré encontrarte, y sólo Dios sabe lo que te pasará.

A continuación le puso en los labios sus enormes anillos, como para obligarlo a un ridículo besamanos, y le indicó que se largara.

Salvatore Piracci se quedó un tanto aturdido. El intenso perfume de aquel cuerpo gordo y aceitoso le repugnaba. Dio media vuelta y salió, dejando tras de sí a la señora de la casa, que se refrescaba sumergiendo los pies en la pequeña fuente interior que chapoteaba despreocupadamente.

Anduvo un buen rato sin prestar atención a lo que lo rodeaba, con la cabeza llena de imágenes que se superponían. Veía el feo rostro de aquella mujer, su sonrisa sin dientes y sus rollizos dedos.

Cruzó la calle y caminó por la vía principal. Simplemente quería alejarse de aquel lugar. Notaba un martilleo en la cabeza. Lo invadía una ira sorda que le enrojecía la frente. Evocó a la mujer del Vittoria. «Me hicieron pagar mil quinientos dólares por mi hijo», le había dicho. Y recordó que él casi había llorado. Sentía tanto asco que la cabeza le daba vueltas. De pronto se detuvo en medio de la calle y se agarró a un poste eléctrico. Tuvo náuseas, pero no llegó a vomitar. Las sienes le latían con fuerza. Todo su cuerpo le parecía una caldera sobrecalentada.

Entonces se metió la mano en el bolsillo. Ahí estaba el fajo de billetes. Ella se lo había arrojado a los pies, como si fuera un perro. Rememoró la escena. Se imaginaba saltándole al cuello con rabia e intentando hacerle comer sus billetes. El fajo entero metido en la boca de aquella gorda hasta que se ahogara.

Reanudó el paseo intentando respirar hondo. Alrededor reinaba el bullicio. Levantó la cabeza. Sin darse cuenta, había llegado a las inmediaciones de una especie de terminal de autobuses. Había varios autocares estacionados, a la espera de una salida inminente.

Coches aparcados en doble o triple fila entorpecían la circulación de aquellos grandes y vetustos paquidermos. Se acercó a uno de ellos. La puerta estaba abierta. En el momento en que asomaba la cabeza al interior, el conductor accionó la llave de contacto. Todo el vehículo tembló con una larga sacudida, en medio de un repiqueteo de chapa y pernos.

—¿Adónde va? —gritó sobre el ruido del motor.

El autocar estaba lleno de pasajeros. En el pasillo central había hombres de pie. Otros se habían instalado en el tejadillo o mantenían el equilibrio sobre los estribos traseros. El conductor no lo entendió. Le acercó el oído.

—¿Adónde va? —repitió el comandante en inglés.

Finalmente un pasajero entendió la pregunta y se la tradujo al conductor, que respondió:

—A Ghardaia.

Piracci permaneció inmóvil. No tenía ni idea de dónde quedaba esa ciudad. Hizo sonar en su mente aquel nombre: «Ghardaia... Ghardaia.» Entonces el conductor se impacientó, haciendo gestos para que subiera o bajara de una vez y dejara de impedir que la puerta se cerrara. Ghardaia. Subió, ofreciendo sus billetes al conductor.

Al final las puertas permanecieron abiertas y el autocar arrancó bruscamente. Dejaba atrás Al Zubarah, en medio de una algarada de gasolina y polvo. El comandante inclinó la cabeza para ver la carretera que tomaban. Vio que daban la espalda al mar. Se había acabado. Los barcos del Mediterráneo que iban de acá para allá jugando al escondite se alejaban de él. Abandonaba el perfume de las aguas, su barca encallada en la arena, su continente, el miserable tráfico de los hombres. Volvía la espalda a los puertos, hervideros de sombras y deseo, y se adentraba en esas tierras. Ghardaia. Sonrió interiormente. Le gustaba aquel nombre que no conocía.

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