Eldorado

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4 Herida de frontera

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Herida de frontera

La luz cae lentamente sobre las colinas pedregosas. El aire se ilumina con un color de almendra. Todo parece sereno y eterno. Nos alejamos del coche. Hemos aparcado a doscientos metros de aquí. No conozco al hombre que nos ha traído. Mi hermano le ha hablado con familiaridad. Se nota que no es la primera vez que se ven. ¿Cuántas entrevistas han hecho falta antes de pactar un precio y una fecha? ¿Cuánto nos cuesta este viaje? Yamal no explica nada ni hace preguntas. Caminamos silenciosamente en la calma de las colinas. La frontera no debe de estar muy lejos. El desconocido abre la marcha. Llevamos nuestras mochilas y procuramos no hacer demasiado ruido sobre las piedras del sendero. Hay que tener cuidado. Los guardias fronterizos patrullan la zona.

Estoy contento. Al lado de mi hermano. Abandono mi país. Caminamos sobre las piedras calientes como cabras salvajes. Ágiles y discretos. Me habría parecido frustrante cruzar la frontera en coche. Es mejor así. Prefiero abandonarla paso a paso. Quiero notar el esfuerzo en los músculos. Quiero sentir esta partida a través del cansancio.

Al llegar al pie de una colina, el hombre se ha vuelto hacia nosotros. Llevamos más de una hora caminando.

—Estamos en Libia —ha dicho.

Al principio he pensado que se burlaba de nosotros. Luego me he dado cuenta por su expresión de que jamás se le habría ocurrido bromear con eso. Entonces he mirado en derredor. Mi hermano mostraba la misma incredulidad en el rostro. Hemos contemplado las tierras que teníamos detrás, en busca de una marca en la que tal vez no hubiéramos reparado. El guía ha señalado con el dedo la cresta que acabábamos de bajar, sin pronunciar palabra, como si hubiera adivinado lo que buscábamos. La frontera está ahí. Sin ninguna señal. Ahí. En medio de las piedras y los árboles endebles. Ni siquiera hay una marca en el suelo o un cartel. Jamás habría imaginado que era posible pasar así de un país a otro, sin alambradas, ni gritos de policías, ni persecuciones. Abrazo fuerte a mi hermano. Permanecemos así un buen rato. Noto cómo llora. Le oigo murmurar: «Qué fácil ha sido», y advierto en su voz una extraña nota de rabia. Lo entiendo. La facilidad es vertiginosa. Deberíamos haberlo hecho antes. Si la frontera deja pasar a los hombres con la misma facilidad que el viento, ¿por qué hemos esperado tanto? Miro alrededor. Me siento fuerte e infatigable.

En el instante en que iba a agacharme para besar el suelo pedregoso a mis pies, Yamal me ha apretado el brazo con fuerza. Lo he mirado. Enseguida me he dado cuenta de que algo iba mal. Tenía el rostro descompuesto y la mirada firme pese a las lágrimas que había derramado.

—Tenemos que hablar —ha dicho.

Y he tenido miedo.

—Escúchame, hermano. Y no digas nada.

Nos hemos echado a un lado. El guía ha bajado un poco y se ha sentado en una piedra para esperar a que termináramos. Inmediatamente pienso en problemas de dinero. Tal vez Yamal no tenía suficiente para pagar los dos billetes. Me gustaría decirle que no debe preocuparse. Ya me las arreglaré para reunirme con él más adelante. Estamos en Libia. Ya nada puede detenerme. Pero él habla y la frase que suelta no es la que yo he imaginado:

—No puedo ir contigo.

—Yamal, si sólo hay dinero para una persona, ve tú. No te preocupes, yo...

No me deja terminar.

—Yo sólo he venido para acompañarte. No puedo continuar.

—¿Qué dices?

—Soleimán.

—Vamos. Date prisa.

—Soleimán, estoy enfermo.

Los lagartos se han inmovilizado sobre las rocas. Los pájaros han interrumpido su canto. Yo me he quedado boquiabierto en medio del silencio del mundo.

—¿Cómo?

—Enfermo, sí. Quería acompañarte hasta la frontera, pero no puedo ir más lejos. No podré hacer el viaje.

—¿Qué es lo que tienes?

Ha tardado un poco en responder. Quería dejarme tiempo para asumirlo todo. Ha hablado con voz tranquila y pausada.

—Lo supe hace unos meses. Unos síntomas empezaban a inquietarme. Por eso fui a ver a un médico. Después de unos análisis, me dijo que estaba enfermo de esa muerte lenta que se traga generaciones enteras de hombres.

—¿Cómo es posible?

—Por el contagio, Soleimán...

—Pero...

—No lo sé, y en el fondo tampoco importa. Mamá ya decía que llevaba una vida disoluta... Tenía razón. Las prostitutas de Port Sudan, durante mis visitas al puerto, me han costado más caras de lo que creía. Así es, Soleimán.

—Entonces, ¿por qué nos hemos ido?

—Porque tú tienes que abandonar el país.

—¿Sin ti?

—Sí.

—Estás loco. Volvamos a casa.

He hecho el ademán de irme, pero Yamal me retiene por el brazo con firmeza.

—Soleimán, escucha. Sé lo que va a pasar. Mi cuerpo se consumirá y las mejillas se me hundirán. Las fuerzas me abandonarán. Pronto estaré delgado como un caballo viejo. Las piernas no me sostendrán. La gente se apartará de mí. Les daré miedo. No hay nada que hacer. Sólo me espera la agonía.

—A menos que te cures.

—No hay medicamentos. Y los que hay son demasiado caros y no quiero arruinar a la familia.

—Ya trabajaré...

—¿Y luego?

—Te pagaré lo que necesites.

—Prefiero gastar el dinero en esto. Para que tú puedas irte, y no para intentar atajar una muerte que de todos modos acabará llevándome. ¿Qué ganaríamos? Apenas unos meses… ¿Y a qué precio?

—Vamos a volver los dos y yo te cuidaré.

—No, hermanito. No es eso lo que quiero.

Me he puesto a gritar, harto de aquellas palabras que me negaba a oír.

—¿Y crees que voy a dejar que vuelvas a casa tú solo?

El dolor me encogía el corazón. He pensado que un minuto antes era feliz y el mundo me parecía inmenso. Ahora me faltaba el aire y quería destrozar las piedras de rabia. Mi hermano ha vuelto a hablar. Despacio. Como si supiera que sólo su voz podrá calmarme el hipo.

—Voy a acompañarte hasta el coche que te llevará a la costa libia, a Al Zubarah. Quiero asegurarme de que te vas. Quiero ver cómo uno de nosotros se aleja de este país en el que no deberíamos haber nacido. Luego regresaré a casa. Lo que pasará entonces será desagradable. No quiero que lo veas.

Ahora sollozo. Hago muecas como un niño.

—No quiero irme sin ti.

—Aunque te negaras a irte, Soleimán, ya no podríamos seguir viviendo juntos. Porque la muerte me consume lentamente y pronto habrá acabado conmigo. Tienes que irte. Es lo único que me hará sonreír en la agonía que me espera. Quiero saber que uno de nosotros ha escapado de la fealdad de estas vidas arruinadas.

—¿Qué quieres que haga?

Yamal no me ha contestado. Ha mirado alrededor. El espectáculo de las colinas silenciosas parecía volver a llenarlo de paz. Estaba sereno.

—No te he dicho toda la verdad, Soleimán. He venido contigo para acompañarte, pero también por otro motivo. Quería cruzar la frontera. Ahora sé que si se me hubiera ofrecido la posibilidad de tener una vida más larga, lo habría logrado. Sé que he hecho bien. Quería saber si era capaz de cruzar una frontera. Sólo una. Tal vez no debería haberlo hecho. Habrías tenido más dinero si yo no te hubiera acompañado. Pero quería ver esto una vez antes de morir. Cruzar la frontera y saber que, de haber tenido la ocasión de vivir más, nada me habría impedido ser libre.

Apenas me salían las palabras.

—No puedo dejarte. Quiero sostenerte la mano, Yamal, hasta el final. Y luego te prometo que me iré.

—No. No quiero que la enfermedad te robe a tu hermano.

—Pero eres tú el que me roba a mi hermano impidiéndome que permanezca a tu lado.

—Me consumirá. Me desfigurará. El miedo me descompondrá el rostro. La tristeza de la vida que se me niega me volverá violento. Ése no será tu hermano. No quiero que ese hombre agonizante ensucie a tu hermano. Quiero que me recuerdes así, como somos hoy. Estoy delante de ti. Soy fuerte aún, por un tiempo. Hemos caminado el uno junto al otro.

—Yamal...

—Y soy libre. ¿Me oyes, Soleimán? Es por eso. Quiero que ésta sea la última imagen que guardes de mí. La de un hombre en una tierra libre que ha hecho lo que ha querido. Habríamos podido, Soleimán. Nunca lo olvides. Habríamos podido si la vida no me hubiera puesto esta zancadilla.

Ya no he seguido pensando. Yo era como una casa después de un incendio. Vacío y extenuado. La voz de mi hermano resonaba en mi interior. Ya no sentía alegría ni deseo. Él me ha estrechado de nuevo entre sus brazos. Un buen rato. A continuación ha silbado y el guía se ha levantado.

—Hay que reanudar la marcha —ha murmurado mientras me llevaba a su lado, sin soltarme el hombro.

No sé por qué camino. No sé por qué no me pongo a gritar, o por qué no intento convencerlo de que volvamos sobre nuestros pasos. Me anulo detrás de su voluntad. Él está ahí, a mi alrededor. Hago lo que él quiere. ¿Lo hago porque sé que tiene razón? ¿O porque quiero complacerlo? No lo sé. Noto a mi alrededor una fuerza serena que me obliga a caminar. Es la fuerza de mi hermano, que me envuelve. Yo lo sigo. Siempre ha sido así. Lo sigo. Hoy más que nunca.

En este paisaje desconocido el guía nos conduce hasta una carretera. Allí nos espera un coche. Habría preferido que no estuviera. Habría preferido tener que caminar durante horas, días incluso, para llegar hasta él. Pero ahí está.

Nuestro guía ha saludado al conductor. Mi hermano se acerca. Habla con el hombre. No oigo lo que dicen, pero veo que mi hermano saca dinero y se lo entrega. Le está pagando mi pasaje. Ese dinero que está pagando es el que él necesitará luego para comprarse medicamentos. Me gustaría gritarle que vuelva a coger esos billetes, pero no lo hago. Estoy agotado. Lo que entrega a ese hombre es como una parte de su vida. Se condena al dolor por mí.

Sé que ahora todo va a suceder muy deprisa. Es lo que ha decidido Yamal. Que el ritmo del viaje me atrape. El conductor me pedirá que suba y arrancará sin esperar. Quiero un poco de tiempo. Vuelvo a pensar en el té que tomamos en el bar de Faisal. Creía que los dos nos despedíamos de la ciudad, pero Yamal sabía que él iba a regresar. Era de mí de quien se despedía. Esa tristeza en sus ojos era la de quien sabe que está a punto de abandonar a su hermano.

Nuestro guía viene a saludarme. Me encomienda a Dios y añade, antes de dar tres pasos atrás: «Si todo sale bien, dentro de dos días estarás en Al Zubarah.» Miro a mi hermano. Estoy perdido.

—Yamal, ¿adónde voy?

Ni siquiera sé hacia dónde me dirijo. Él nota mi inquietud. Entonces, una vez más, se acerca a mí y me arropa con su calma. Me explica que lo ha pagado todo, que ya no tengo que preocuparme de nada, que sólo he de concentrarme en mis energías y llegar hasta el final. El coche me llevará a Al Zubarah, en la costa libia. Me dejará en un apartamento donde vendrán a buscarme los pasadores. Entonces pagaré la segunda mitad del viaje, la travesía. Yamal habla despacio. Lo ha calculado todo. Lo ha previsto todo. Me pregunta si lo he entendido. No consigo hacerme a la idea de que es la última vez que lo veo. La cabeza me da vueltas. Necesito un punto de apoyo. Entonces Yamal se quita un collar del cuello y me lo entrega. Yo no me muevo. No tengo fuerzas. Él me lo pasa despacio por la cabeza. Es un collar de perlas verdes. Siempre se lo he visto puesto. Noto el frío contacto de las perlas sobre mi piel. Él no ha dicho nada. Debe de sentirse como yo, incapaz de pronunciar una sola palabra. De nuevo me estrecha entre sus brazos, con fuerza. Me lleno de energía. Yamal me acompaña a las puertas del viaje. Me gustaría devolverle el collar y sufrir por él su enfermedad. Agonizar por él. Pero sé que no será así. Me impregno de él para no olvidar nunca su rostro en este momento.

Subo a la parte trasera del coche, que arranca de golpe. Yamal y el guía me dicen adiós con la mano; luego me dan la espalda y se ponen en marcha alejándose. Estoy lejos de casa. Este coche polvoriento me arranca de mi vida. A partir de ahora será así. Tendré que confiar en personas a quienes no conozco. Ya no soy más que una sombra. Sólo una sombra que deja atrás un pequeño rastro de polvo.

Avanzamos sin parar. Tanto de día como de noche. Siempre hacia el mar. Me pierdo en unas tierras que no conozco. Imagino a Yamal desandando el camino. Vuelve a cruzar la frontera, esta vez sin alegría, sin abrazos, y se reencuentra con su fea vida de antes. Como un animal que, después de haber escapado, regresa por voluntad propia al establo.

Me he equivocado. Ninguna frontera es fácil de cruzar. Siempre hay que dejar algo atrás. Creíamos que podríamos pasar sin la menor dificultad, pero para abandonar el país de uno hay que arrancarse la piel. Y el hecho de que no haya alambradas ni puesto fronterizo no cambia nada. Yo he dejado atrás a mi hermano, como un zapato que se pierde en la carrera. Ninguna frontera te deja pasar sin más. Todas hieren de un modo u otro.

En el coche, que avanza con todas las ventanillas bajadas, intento imaginar en vano la vida que me espera. Sólo puedo pensar en lo que dejo atrás. He envejecido de golpe. Ya no hay alegría, y el mundo me parece feo. La soledad se apodera de mí. Tendré que aprender a dejar que me invada. Con la yema de los dedos aprieto el collar de perlas verdes de mi hermano. El coche avanza. Pienso en ti. No te olvido, Yamal. Vivo por ti. Sólo por ti, que habrías podido beberte el océano y tienes que volver, desgraciadamente, a tu nicho para morir. Pienso en ti, a quien he visto, al menos una vez, delante de mí, fuerte y contento de ser libre.

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