El protector

El protector


Capítulo 9

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Capítulo 9

JAKE

Lo hace a propósito. Con toda esta mierda para chicas se me está volviendo el cerebro de color rosa, lo juro. Ahora mismo me siento de lo más femenino.

Estoy detrás de Camille Logan en la sección de belleza de Harvey Nichols, mientras la dependienta no deja de sacar productos para que se los pruebe y de vomitar opiniones positivas sobre todos y cada uno de los pintalabios que se aplica. Personalmente, creo que como mejor se ven sus labios es al natural, pero supongo que nadie necesita mi opinión; por eso no me la piden. He optado por cerrar los ojos cada vez que Camille se inclina ante mí para observar cómo le queda el carmín en un espejito. Sé que eso también lo hace a propósito. En la oscuridad, me obligo a controlar mis pensamientos y a no imaginarme ese culito prieto al alcance de mi mano. Sólo cuando estoy seguro de que he recuperado la compostura, los vuelvo a abrir.

Debería haberlos dejado cerrados. Me está mirando a través del espejo y se frota los labios despacio antes de separarlos sonoramente y volver a fruncirlos. Mi polla se sobresalta y toso para disimular. Aparto la vista y aprovecho para echar un nuevo vistazo a nuestro alrededor. Es evidente que lo hace a propósito.

Pues no pienso entrar en sus absurdos jueguecitos. No sé en qué demonios estaba pensando ayer cuando me asaltó en el sofá de esa manera. Si no hubiera calculado bien mi reacción, podría haberla matado. Y cuando estaba clavada en el suelo, no vi que se asustara como debía. Lo que brillaba en sus ojos no era miedo, era otra cosa. Y no me gustó nada; era demasiado tentador, joder. Estaba a punto de devorarle la boca. Aún no sé cómo logré contenerme.

Y luego, por la noche, me castigó haciéndome soportar sus tonterías y las de su amiga. Fue una de las experiencias más duras de mi vida, y no por las bobadas de chica, sino porque no había manera de mantener la vista en el ordenador, hostia. Era como si mis ojos hubieran cobrado vida propia y no dejaran de buscarla. Su cara, que es preciosa en cualquier circunstancia, es ya una exageración cuando sonríe. En las fotografías profesionales que publican de ella no suele salir sonriendo. Normalmente sale melancólica o sin expresión. Menudo desperdicio.

Miro a Camille y mi corazón se calma. Su presencia, aunque es un reto constante, me tranquiliza, y no logro entender la razón. Es un problema y gordo, porque no debería mirarla como lo hago y, desde luego, no debería estar dándole vueltas a estas tonterías. Pero, por otro lado, ayer no tuve ni un pensamiento negro en todo el día, y anoche, mientras trataba de ponerme cómodo en el jodido sofá, en lo único que pensaba era en ella. Es preocupante, pero, al mismo tiempo, es un alivio.

Observo a mi alrededor, evitando el contacto visual con Camille y el dichoso espejo. El teléfono me echa una mano al sonar en ese mismo instante. Es un mensaje de Lucinda. Tras encontrarnos a TJ, el hermanastro de Camille, le envié un mensaje pidiéndole que lo investigara más a fondo. No me gustó; me pareció muy falso. Tiene una cara de pelota de esas que piden a gritos que las rompas a puñetazos… Me recordó a la de su padre. La verdad es que me costó muchísimo no partirle la boca. El muy capullo tuvo la poca vergüenza de decirme que cuidara de Camille. ¡Será gilipollas…! Ojalá hubiera tenido alguna información que me diera una buena excusa para hacerlo puré.

Abro el sms de Lucinda. Me dice que no ha encontrado nada, que está limpio como una jodida patena. ¡Ya, claro! Suspirando, le respondo:

¿Qué se sabe del mensajero, el que entregó la amenaza?

No hubo ningún mensajero. Ese día, al menos.

Frunzo el ceño. Eso confirma mis sospechas, pero no sé qué significa. En vez de enviarle otro mensaje, decido llamarla. Me alejo unos pasos de Camille, pero no la pierdo de vista.

—¿Ningún mensajero? —le pregunto a bocajarro.

—No, ninguno.

—Logan me está ocultando algo… —murmuro mirando al suelo.

—Pues pregúntaselo directamente.

—No, prefiero que no sepa que sospecho de él.

—Vale, pues ¿qué propones?

Miro a Camille. Sigue inclinada sobre el dichoso espejito.

—Si me ha contratado es por algo —respondo, llegando a la conclusión de que Logan debe de estar preocupado por la seguridad de su hija. Sé que no soy una simple precaución—. Sigue investigando. —Cuelgo y me meto el móvil en el bolsillo.

Estoy frustrado. Todas las puertas que trato de abrir están cerradas. Además, la furgoneta blanca que había frente a la oficina de la agente de Camille era muy sospechosa. Llevo mucho tiempo en este negocio y sé cuándo algo es sospechoso y cuándo no.

Miro a mi alrededor. Los mostradores están abarrotados de mujeres que queman las tarjetas de crédito. Esto es un infierno.

Tras obligarme a soportar durante una hora el departamento de belleza, Camille se marcha, y no tengo más remedio que seguirla. La mezcla de demasiados perfumes me irrita la nariz; me la froto para evitar un ataque de estornudos.

Al doblar una esquina veo que un guardia de seguridad se dirige a nosotros rápidamente. Una rápida valoración de la situación me indica la causa: Camille camina hacia él sin mirar, con la mirada fija en su teléfono móvil.

—¡Eh! —exclama cuando la agarro por la cintura y tiro de ella hacia atrás.

Su grito sorprendido no me distrae, y la aparto del camino justo en el momento en que un joven pasa corriendo por donde ella estaba, seguido del guardia de seguridad. Creo que el guardia tiene las de perder; el ladronzuelo es ágil, a pesar de que es obvio que lleva varias cosas escondidas dentro de la sudadera.

Sacudo la cabeza y me vuelvo hacia Camille; me había olvidado de que sigo abrazándola por la cintura. Justo cuando me doy cuenta, me invade una oleada de calor. Inmensa. La suelto y doy un paso atrás, dándole espacio. Se nota que está sorprendida. Sus ojos, de color azul topacio, se han convertido en dos enormes discos de… Oh, mierda, ya vuelve a mirarme con la misma expresión que me dirige cada vez que la toco.

Me aclaro la garganta y trato de hacer lo mismo con mi cabeza, apartando la mirada. Ella parece aturdida.

—El teléfono —le digo al darme cuenta de que se le ha caído al suelo. Me agacho para recogerlo y se lo devuelvo. Ella tarda unos cuantos incómodos segundos más en salir del trance antes de levantar el brazo y recuperar su iPhone.

—Gracias —musita, y se da la vuelta. Parece tan inestable como los latidos de mi corazón.

Joder, su regla de evitar el contacto físico es con toda probabilidad la mejor idea que ha tenido en la vida, pero no sirve de nada porque necesito tocarla. Es una necesidad física. Cada vez que miro a esa mujer a los ojos, veo deseo y necesidad, pero eso no es lo más grave; lo realmente preocupante es que yo siento lo mismo.

Necesito una copa. Y un buen polvo. Cualquier cosa para liberarme de esta sensiblería que me ha invadido. Hasta ahora, sólo otra mujer me había provocado este efecto, y ella es la jodida razón por la que soy un exfrancotirador del SAS, la unidad de operaciones especiales de las fuerzas aéreas del Reino Unido. Y si estoy retirado es porque perdí la cabeza, así que ¡no vuelvas a cagarla, Sharp!

Me apresuro para alcanzar a Camille y la sigo, preguntándome qué tortura tendrá pensado infligirme a continuación. Nada puede ser peor que una hora en el mostrador de la sección de maquillaje, estoy seguro.

Pero me equivoco.

Porque acabamos de llegar a la sección de lencería.

¿Me está tomando el pelo? Manteniendo la vista al frente, la sigo mientras ella recorre el laberinto de sugerente lencería y elige varios artículos. Me niego a mirar; busco un lugar seguro donde reposar la vista, pero, justo en este preciso instante, el único lugar seguro es la nuca de Camille. Hasta que se da la vuelta. Sus ojos azules brillan traviesos. Y, cuando levanta una mano cargada de bragas y sujetadores de encaje, se me plantea un dilema: ¿qué es mejor, mirarla a la cara o mirar la lencería?

«Será…»

Me dirige una sonrisa muy discreta, casi invisible, y señala los probadores.

—Tengo que probarme esto.

Yo separo un poco más las piernas, cruzo las manos ante mí y asiento.

—Tómese su tiempo —le digo tratando de mantener la voz calmada, pero los ojos me traicionan y se pierden entre las lujosas telas que tiene en las manos.

Trago saliva mientras mentalmente me vuelo la tapa de los sesos de un disparo. Si estuviera guardándole las espaldas a un tío, quizá ahora estaría en la barra de algún pub o, mejor aún, disfrutando a ratos de algún espectáculo deportivo. Pero tener que ir de compras y encima de lencería… Seguro que Lucinda me odia.

—Por aquí —canturrea alejándose en dirección a los probadores.

La sigo obedientemente y la adelanto para echar un vistazo de reconocimiento antes de colocarme en la entrada.

—Use el primer probador. —Está a tres metros; puedo soportar tenerla a esa distancia.

Ella me mira, no muy convencida.

—¿Va a quedarse aquí?

—Sí, pero ni sueñe en que voy a dejarla alejarse más que esto.

Ella alarga el cuello y mira la hilera de cubículos.

—¿El primer probador? —insiste.

—Sí.

—Es que me gustan más los del fondo —me comenta como quien no quiere la cosa.

Trato de contener un suspiro de exasperación, de verdad que lo intento.

—Camille, si cree que no entraré ahí, se equivoca. —Me está infravalorando.

—Si cree que me importa, se equivoca.

Levanto mucho las cejas. ¿No estará sugiriendo que…?

Se me escapa la risa, pero no me hace ninguna gracia.

—Camille, use éste.

Entro en el pasillo y llamo a la puerta para confirmar que está vacío antes de empujarla. Ella camina entonces hasta el final del pasillo y, dirigiéndome una sonrisa taimada por encima del hombro, desaparece en el probador que le da la gana. Me quedo unos segundos con la mirada perdida, como un idiota. Parece que he sido yo quien la ha subestimado. Miro por encima del hombro, veo que las dependientas están ocupadas y acabo por aceptar mi destino.

Voy a matarla. Lentamente.

Cuando llego ante su puerta, oigo ruidos. Camille Logan se está desnudando. Miro al cielo pidiendo ayuda. La puerta se abre un poco y veo un brazo. Frunzo el ceño al ver que unas diminutas braguitas de encaje rojo le cuelgan del dedo índice.

—Éstas, definitivamente, me las quedo —me provoca.

Inspiro hondo, cierro los ojos y, a ciegas, le quito la prenda de la mano. Tras dos minutos más de ruido, la puerta vuelve a abrirse y esta vez aparece el sujetador que va a juego.

—Éste también.

La dejo con la mano en el aire, pensando que ese sujetador me iría genial para amordazarla. Me sorprendo porque no estoy pensando en términos sexuales. Quiero meterle esa pieza tan sexi en su obstinada boca para que no pueda hablar más. Pero entonces entreabre la puerta y me mira. Cuando nuestros ojos se encuentran, esa idea se transforma en una imagen…, una imagen muy sexual de Camille Logan a cuatro patas con el sujetador por la cintura y yo clavándome en ella por detrás.

—¡Sharp!

Me sobresalto y le arrebato el sujetador de la mano en un acto reflejo. ¡Joder! Tengo que calmarme.

—Estaré fuera. —Salgo a toda prisa, sudando. Siento claustrofobia.

Cuando llego a la entrada de los probadores, apoyo la espalda en la pared y respiro hondo, tratando de librarme de esa imagen con todas mis fuerzas.

—¿Señor? —Una dependienta se me acerca y señala el conjunto rojo que llevo en la mano.

Bajo la vista, pero me arrepiento al momento, ya que la imagen reaparece en mi mente.

—¡Se los queda! —le indico mientras los suelto en sus manos y me froto las mías como si quisiera limpiar mi mente con ese gesto. Esto es una puta tortura. Tomo nota mental de recordarle a Lucinda que no pienso volver a trabajar para una mujer nunca jamás.

La dependienta me dirige una sonrisa insegura.

—Lo envolveré.

—Gracias.

Me deja solo y aprovecho el momento para tratar de destensar los músculos, pero Camille aparece en ese instante y vuelven a tensarse.

—¿Estamos listos? —pregunto al tiempo que rezo para que me responda que sí. Me está dirigiendo esa sonrisa de listilla que desearía borrarle del rostro. ¿Tal vez con mi boca?

Levanta las manos y me planta otro montón de lencería ante la cara.

—Éstos también me gustan.

A continuación, moviendo las caderas, se dirige al mostrador, donde deja los conjuntos antes de volverse hacia mí y de sonreírme por encima del hombro. Aprieto los labios y aparto la mirada. Sí, la odio; con avaricia.

Diez minutos más tarde, puedo oler la libertad cuando veo la salida a lo lejos. Sólo tenemos que volver a cruzar la sección de belleza y rezar para que Camille no se distraiga con algo brillante. Necesito aire. Tengo los ojos entrenados para poder ver dos cosas al mismo tiempo. Sin perderla de vista a ella, miro la puerta que me sacará de este horrible lugar. La mano me cosquillea de las ganas que tengo de empujar a Camille para que se dé prisa.

«No la toques —me recuerdo—. No la toques.»

Entonces veo a una mujer que se acerca a nosotros armada con una botella de perfume que rocía en unos cartoncitos y los entrega a la gente que pasa. La luz del sol que entra por la puerta hace que parezca que está en medio de una neblina formada por perfumadas partículas bailarinas.

—¿Poison, señora? —le ofrece a Camille cuando pasamos por su lado, tomándose la libertad de rociar una tira de cartón para dárselo.

Pero, en vez de alcanzar el cartoncito, el perfume va a parar al brazo de Camille, que se sobresalta. Veo que se lo frota y que le dice que no a la vendedora con una sonrisa:

—No es mi fragancia.

La mujer, avergonzada, también le frota el brazo.

—Lo siento —se disculpa—, el atomizador debe de haberse dado la vuelta.

—No pasa nada, en serio —la tranquiliza Camille—, es que es un poco fuerte para mí.

Olvidándome de la regla de no tocar, empujo a Camille para salir de la nube perfumada. Las partículas se me cuelan por la nariz, haciéndome estornudar. Luego toso, y el aroma me agobia. La suelto y mis pies se niegan a seguir avanzando.

Ese olor…

El corazón me late mucho más despacio y la piel se me enfría.

Ese olor…

Trago saliva y parpadeo. A través de las pestañas entornadas, veo partículas flotantes de tortura que se abalanzan sobre mí.

Ese olor…

Un flashback se apodera de mí, clavándome en el sitio, paralizándome los músculos. No puedo moverme; no puedo escapar. Necesito respirar, pero cuando trato de dar una bocanada de aire, me invade una enorme dosis del intenso perfume que va directa a mi cerebro. Poison. Llevaba cuatro años sin oler ese aroma.

Ella solía usar Poison. El entorno se oscurece y en mi mente sólo hay lugar para una imagen: su rostro. Su cara, seguida por el baño de sangre de Afganistán. Gritos, disparos, mi furia descontrolada. Me echo hacia delante y apoyo las manos en las rodillas porque estoy empezando a hiperventilar. Joder, tengo que salir de aquí.

—¿Jake? —la voz de Camille me llega como un murmullo lejano—. Jake, ¿se encuentra bien?

Inspiro por la nariz, incapaz de controlar mi fuente de oxígeno. Cuando me llega otra dosis de perfume, me asaltan las arcadas. El corazón me golpea con brusquedad en el pecho.

—Necesito salir de aquí —logro decir.

Echo a andar dando tumbos, chocando con la gente que se cruza en mi camino y apartándolos sin ningún cuidado. Las puertas están cerca, pero, al mismo tiempo, tan lejos… Salgo de los grandes almacenes sudando como si acabara de correr un maratón y me apoyo en la pared hecho un manojo de ansiedad.

Con mano temblorosa, busco las pastillas en el bolsillo interior de la americana mientras respiro el aire puro. Es absurdo; sé que no lograré ningún milagro instantáneo tomándome una pastilla, pero psicológicamente lo necesito. Cuando las encuentro, trato de abrir el jodido tapón de rosca, pero el frasco se me resbala y cae al suelo.

—Joder.

Me agacho y trato de enfocar la vista para localizarlo, pero me resulta imposible; no es que vea doble, es que veo las cosas multiplicadas por diez. Y estoy respirando diez veces más deprisa de lo que debería. Palpo el suelo con desesperación, intentando localizar mi objetivo.

—Aquí está. —Una mano borrosa aparece entonces en mi campo de visión. Coge el frasco y me lo da.

La vista se me aclara y veo unos ojos de color topacio observándome.

Trago saliva, cojo las pastillas y me incorporo. Con la espalda apoyada en la pared, intento abrir de nuevo el frasco. Camille se apiada de mí, me lo coge, lo abre con facilidad y saca una pastilla. Cuando me la ofrece en la palma de la mano, me la quedo mirando unos segundos antes de aceptarla y tragármela.

Con los ojos cerrados, inspiro hondo varias veces. Me odio por haber dejado que mi clienta vea mi lado vulnerable. Es la primera vez que me pasa. Por las noches, a solas, sí, pero no en público. Ese perfume ha sido un detonante demasiado intenso, hostia.

—Betabloqueantes —comenta Camille en voz baja—. Controlan la adrenalina; detienen los ataques de ansiedad.

Agacho la cabeza y veo que está enroscando el tapón del frasco mientras se muerde el labio inferior. No puedo mentirle, pero ¿qué coño le voy a decir?

Le quito las pastillas y vuelvo a guardarlas en su sitio antes de comprobar si las piernas me sostienen. La tensión de los muslos me indica que ya están operativas. Me aparto de la pared y veo que ella no me quita ojo.

—¿Adónde vamos ahora? —le pregunto sin mirarla a los ojos.

—Tengo papeleo para hacer en casa —responde con voz calmada.

—Pues vamos a casa.

Con un gesto, le indico que pase delante. Pero, tras varios segundos de silencio incómodo, ella permanece en el mismo sitio y me veo obligado a mirarla a los ojos. Me imagino que me estará observando con curiosidad, pero no es así: la mirada que me dirige es de compasión y, aunque sé que no debería ser así, es un consuelo.

—No sienta compasión de mí —murmuro.

Ninguno de los dos parece capaz de romper la conexión visual.

—¿Por qué?

—Porque no me lo merezco. —Noto que caigo en la intensidad de sus preciosos ojos, que me llaman, me atraen, aumentando un consuelo que no merezco.

—¿Qué le pasó? —susurra.

—La guerra —contesto, y me sorprendo por la facilidad con que me han salido las palabras. Aunque no entro en detalles, veo que me entiende.

Con esfuerzo, rompo el contacto visual antes de que empiece a soltarle toda mi mierda.

—A casa. —Extiendo el brazo y espero que esta vez me obedezca.

Lo hace. Lentamente, pensativa, pasa delante de mí.

A Camille Logan se le han quitado las ganas de hacerse la descarada por hoy. Y yo no podría estar más agradecido.

Mientras sigo a Camille por el vestíbulo de su edificio, mi nariz continúa llena de perfume y mi mente de recuerdos. Pulso el botón del ascensor y me vuelvo al oír pasos que se acercan. Es el conserje, con un sobre en la mano.

—Señorita Logan —la saluda con una sonrisa—, su correo.

Camille coge el sobre justo cuando la señal anuncia la llegada del ascensor y las puertas se abren.

—Gracias —responde abriéndolo mientras entra en el cubículo.

Se tambalea un poco, lo que me hace fruncir el ceño.

—¿Qué pasa? —le pregunto al darme cuenta de que se le ha puesto la carne de gallina.

Me mira, pero parece ausente, lo que me obliga a arrebatarle la carta de la mano para ver de qué se trata.

Entonces, una imagen me impacta entre los ojos como si fuera una bala.

—¡Joder! —exclamo mientras observo una fotografía de Camille paseando por la calle con las manos llenas de bolsas.

Detrás hay otra en la que se la ve subiendo al Mercedes rojo. Al pie de esa foto hay algo escrito, y me tenso a medida que lo leo:

TU PADRE TIENE TRES DÍAS PARA CUMPLIR.

Las puertas del ascensor comienzan a cerrarse, y alargo el brazo para impedirlo.

—¡Eh! —le grito al conserje, que se aleja. Él se vuelve, aún sonriente—. ¿Quién ha traído esto? —Le muestro el sobre.

—El cartero.

Le doy la vuelta al sobre para examinar el matasellos, pero no hay nada, sólo el nombre y la dirección de Camille impresos en una etiqueta. Esta vez dejo que las puertas se cierren y me saco el teléfono del bolsillo. Logan responde al instante.

—Le han enviado unas fotos a su hija —digo yendo al grano—. Quien sea que está detrás de esto la ha hecho seguir. Vi una furgoneta blanca ante la oficina de su agente ayer por la mañana. Cuando me acerqué, salieron disparados.

Logan contiene una exclamación con tanta fuerza que se oye al otro lado de la línea.

—¿De qué son las fotografías?

—De Camille —respondo con brusquedad. ¿De qué piensa que son?—. Las acompaña una nota. Dice que tiene usted tres días para cumplir. Cumplir ¿con qué?

—No lo sé. ¿Cómo puedo cumplir si no sé lo que quieren?

Lucho contra el impulso de darle un puñetazo a la pared del ascensor. Miro a Camille, que continúa ausente.

—¿No ha recibido más amenazas?

—¡No, maldita sea! ¡Sharp, no la deje a solas ni un momento!

—No pensaba hacerlo —aseguro molesto antes de colgar y llamar a Lucinda.

Ella descuelga y me escucha en silencio.

—Voy a enviarte algo por mensajero —le anuncio—. Que lo examinen de inmediato. Quiero las huellas dactilares.

Las puertas del ascensor se abren y hago salir a Camille.

—De acuerdo.

Guardo el teléfono y me detengo frente a su puerta.

—¿Las llaves? —le pido, sacándola del trance.

Ella me mira sin buscarlas.

—Es grave, ¿no? —me pregunta con un hilo de voz—. ¿Cómo de grave? —insiste, pero no me está mirando con miedo; la expresión que muestra su cara sigue siendo de compasión.

—Las amenazas suelen quedarse justo en eso, en amenazas —contesto de forma mecánica—. Se usan para alarmar. Además, no puede pasarle nada mientras yo esté aquí. Abra la puerta.

Aparto la vista, aunque no me resulta fácil, porque me está mirando como si quisiera hacerme un millón de preguntas.

Pero no son preguntas sobre las amenazas, sino sobre mí.

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