El protector

El protector


Capítulo 13

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Capítulo 13

JAKE

Todavía me late la polla, un efecto secundario de la erección que me ha acompañado más rato del que habría deseado.

No sé en qué estaba pensando para gritarle así, pero la expresión de su cara en ese momento fue superior a mí. Me odié por ser la causa de su disgusto. Me he portado como un capullo con muchas mujeres y nunca he sentido ni una pizca de culpabilidad. Me parecía una manera sencilla y efectiva de mantener las distancias.

Pero con Camille las cosas son distintas. Deseo tenerla cerca, y cuando le hablé de aquella manera me sentí como un cabrón. Y luego me sentí aún peor cuando no la dejé marchar después de haberle dicho que se fuera. Sus ojos me decían que no entendía nada. Se notaba que su cerebro iba a mil por hora. Ya me imagino lo que debía de pensar. Joder, por unos instantes estuve a punto de rendirme. Casi la besé; no podía controlarme.

Menos mal que llamó su madre. Como diría un entrenador de béisbol: «Mantén la atención en la pelota, chaval». Y la pelota no es esa mujer con la cara de una diosa y un cuerpo digno de ser adorado.

Gruño tratando de ignorar los latidos de mi polla, porque tengo que enfrentarme a otro tipo de frustración. La ridícula idea de Camille de salir a la calle sin mí me sacó de quicio. Logan aún no sabe nada. Lucinda controla los e-mails que recibe. ¿Qué demonios querrá esa gente? Lo normal sería pensar que quieren dinero porque Logan está forrado, pero de momento no le han pedido nada. Esconde algo; estoy seguro.

Aparco en una calle lateral después de que Camille me informe, secamente, del lugar de encuentro. Salta y se dirige a la calle principal antes de que me dé tiempo a apagar el motor. Pronto la alcanzo y la sigo en silencio a varios pasos de distancia. Está preciosa, y eso que no parece haberse esforzado mucho con su aspecto. Se ha puesto un vestidito negro, pero acompañado por unos taconazos rojos que me parecen trampas mortales. Además, el negro del vestido hace que sus ojos color topacio destaquen. Sólo me ha mirado durante un segundo antes de salir del apartamento. Desde entonces, no ha vuelto a hacerlo.

Cuando llegamos a la entrada del lujoso hotel donde ha quedado con su madre y su hermano, el portero está ocupado cargando unas ostentosas maletas en un carrito, así que Camille tiene que abrir ella misma la puerta. La observo mientras lucha contra la pesada puerta de metal con su delgado cuerpo.

Alargo el brazo para abrirla yo y le rozo la mano de manera inocente. Ambos nos quedamos paralizados unos instantes antes de que ella se lleve la mano al pecho, conteniendo el aliento. Yo permanezco inmóvil con la mía sobre la puerta, sintiendo un estremecimiento a lo largo de la espalda. Dios, esto es cada vez peor. La tensión, los roces… y, sobre todo, mi reacción al contacto.

Bajo la vista hacia Camille, que está mirando a todas partes, desorientada. Le abro la puerta rápidamente y me aparto, dejándola entrar y eliminando así la posibilidad de volver a rozarla. Ella pasa sin darme las gracias ni mirarme; actúa como si yo no estuviera allí.

Inspiro hondo y la sigo, pero me detengo cuando ella lo hace, poco más allá. Se vuelve hacia mí, aunque no me mira a los ojos.

—Si tienes que vigilarme, hazlo, pero ¿podrías guardar las distancias para que mi madre no me interrogue?

—¿No sabe nada?

—No, y no quiero que se entere. Sólo serviría para que se preocupara y para que criticara aún más a mi padre.

Examino el área tomando nota de todos los rincones, de los posibles escondrijos y de las personas que hay, y archivándolo todo en mi memoria.

—¿Dónde te sentarás?

—En su mesa de siempre, al fondo del restaurante. —Sin mirarme, señala la entrada.

—Parece que tendré que cenar solo. —Le hago un gesto para que pase, cosa que hace sin reaccionar a mi cinismo.

Dejo que se adelante un poco antes de seguirla. Cuando el maître la saluda, me detengo. Los observo mientras la acompaña a la mesa. La madre de Camille está igual que en todas las fotos que he visto de ella. Es una mujer atractiva de cuarenta y tantos años, pelo rubio parecido al de Camille y ojos azules no tan brillantes como los de su hija. No obstante, creo que el parecido se limita a lo físico. La madre tiene aspecto de ser una persona autoritaria y vanidosa. Una auténtica diva. ¿Mesa reservada en el hotel? ¿Chófer? Sólo le falta el chihuahua con abriguito rosa de volantes y un collar de diamantes.

Mientras se abrazan y se dan dos besos, yo me dirijo a una mesa vacía que no queda muy lejos de la de Camille y su madre. No pienso irme más allá. Me siento en ángulo para tener todo el salón a la vista, lo bastante girado como para que no se fijen en mí pero con la suficiente visibilidad para poder hacer mi trabajo.

—¿Señor?

Alzo la mirada y me encuentro a un elegante camarero que se inclina ante la mesa para dos con una expresión de curiosidad.

—Tomaré un agua, por favor —le digo, resistiéndome a pedir el Jack Daniel’s que necesito desesperadamente.

—Disculpe. —Parece nervioso, y eso que casi no he hablado y que he sido educado. ¿Qué le pasa?—. ¿Tenía reserva?

Ah, es eso. Claro, éste no es uno de esos sitios donde entras, te sientas y te dan de comer.

—Sí —respondo con tranquilidad, quitándole una carta de las manos y dirigiéndole una sonrisa que sugiere que debería aceptar mi respuesta y marcharse cuanto antes.

—¿Su nombre, señor?

Suspiro.

—Consulte la agenda que tiene a la entrada. —Señalo el atril que hay junto a la puerta—. El nombre que tenga apuntado para esta mesa, ése soy yo.

—Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.

Noto que Camille me está observando preocupada, y ésa es la única razón por la que trato de buscar otra solución.

—¿Tiene otra mesa libre? —le pregunto con educación.

—Sí, señor. —Con una sonrisa, me señala un lugar en el extremo opuesto del restaurante—. Si hace el favor de acompañarme…

Sigo con la vista la dirección de su dedo hasta encontrar una mesa libre y frunzo el ceño. Demasiado lejos.

—Me quedaré aquí, gracias.

—Pero, señor, yo… —Se calla en seco cuando lo miro, y adivino lo que debe de estar viendo en mis ojos.

«Pues más le vale no verme enfadado», me digo.

—Señor. —Asiente con la cabeza y se retira—. Le traeré el agua.

—Sí, será lo mejor.

Miro disimuladamente a Camille y veo que me está observando mientras su madre le come la oreja. Murmura algo de tanto en tanto, y el gesto hace que sus labios suaves y apetitosos se muevan con lentitud.

Soy incapaz de dejar de mirarla. Mi mirada asciende desde sus labios hasta sus ojos. Cuando se cruzan con los míos, aparta la vista con rapidez, se revuelve en la silla y da unos sorbos de champán, fijando su atención en su madre en vez de en mí. La pérdida de contacto me provoca un efecto que no puedo entender. Mentalmente me doy una bofetada mientras el camarero deja ante mí una jarra de agua aderezada con rodajas de lima y de limón.

—Señor, ¿ha decidido ya qué va a tomar?

—Lo que me recomiende —contesto sacándome el móvil del bolsillo y comprobando que no tengo ninguna llamada ni ningún mensaje.

—Nuestra langosta a la termidor es muy apreciada, señor.

—Pues tomaré eso.

A continuación, abro la lista de contactos y veo el nombre de Abbie. Frunzo el ceño y espero a que aparezca la habitual reacción, pero no, no se me retuercen las tripas. Miro de nuevo a Camille y las cejas se me unen todavía más. Trato de imaginarme qué le diría a Abbie si la viera. Tal vez: «Hola, ¿me has echado de menos?».

Me echo a reír con disimulo.

Suelto el móvil y me froto la cara con ambas manos antes de quitarme la americana y colgarla en el respaldo de la silla. No sé por qué me torturo haciéndome la misma pregunta cada día. Ella está mejor sin mí. Es más feliz si estoy lejos de ella. Probablemente, a estas alturas, ya me haya olvidado. Hay cosas que es mejor no tocar: nada bueno puede salir de remover esa relación.

Oigo una carcajada y, al volverme hacia Camille, veo que tiene la cabeza echada hacia atrás y está riendo con ganas, igual que su madre. El presente me golpea con tanta fuerza que me olvido del pasado y sonrío. Ninguna mujer había logrado hacerme sonreír desde…

Cojo el teléfono y llamo a Logan. Responde al instante, como siempre.

—Sharp —dice mientras me echo hacia atrás mirando disimuladamente a Camille, que está distraída charlando.

—¿Alguna novedad?

—Nada.

Aprieto los dientes frustrado.

—Revisamos las entregas de los mensajeros a la torre Logan el día que me dijo que llegó la amenaza. —Hago una pausa, dándole tiempo a hablar o a reaccionar de alguna manera, conteniendo el aliento o algo así, pero no lo hace, así que prosigo—: Esa tarde no fue ningún mensajero.

—Alguno tuvo que ir —protesta—. ¿Han revisado las cámaras del circuito cerrado?

—Sí.

—¿Y los libros de registro?

—Sí.

—Pues lo entregaría alguien que no era mensajero.

Eso me hace dudar.

—Pero usted me aseguró que la había entregado un mensajero —le recuerdo.

—Eso fue… lo que supuse, pero… debía de estar equivocado. —No lo dice muy convencido, lo que refuerza mis sospechas.

—Comprendo —convengo como si no tuviera importancia, aunque por dentro estoy rabiando de frustración y de curiosidad. Pero es que tengo la sensación de que, si insisto, dejará de contar con mis servicios y contratará a otra persona para proteger a su hija, a alguien que no haga preguntas. Y no me fío de nadie más para hacer este trabajo. Por otra parte, desde que empecé no he vuelto a tener pesadillas—. Llamaré cuando tenga alguna novedad.

Cuelgo y me pierdo en mis cavilaciones hasta que el dulce sonido de la risa de Camille me devuelve a la realidad. Se la ve feliz y relajada.

TJ llega poco después y saluda a ambas mujeres con cariño. La madre de Camille, madrastra de TJ, lo abraza como si fuera su propio hijo. La escena hace que vea a la mujer con otros ojos. Puede que sea una estirada, pero es evidente que siente afecto por su hijastro. Antes de sentarse, TJ me mira y me saluda discretamente con una inclinación de la cabeza. Yo hago lo mismo antes de volver a fijar la mirada en su hermana.

Camille juguetea con su triste ensalada sin comer apenas nada, pero no ha parado de reír en todo el rato. La verdad es que me ha encantado verla pasándoselo tan bien con su madre y su hermano. Aparte de eso, durante el rato que llevamos aquí, no ha sucedido nada. No ha aparecido nadie sospechoso ni se ha acercado ningún paparazzi.

Cuando sospecho que Camille está a punto de marcharse, pago la cuenta y espero a que se levante. La vigilo como si fuera un halcón, buscando alguna señal de que haya bebido, pero no encuentro ninguna. Su madre, en cambio, parece un poco inestable mientras se levanta de la mesa apoyada en sus zapatos de tacón de color dorado y apura las últimas gotas del líquido burbujeante del mismo color. TJ la sujeta del codo para estabilizarla, y luego Camille la coge del brazo y sale con ella del restaurante. Yo las sigo de cerca.

Una vez en la acera, me quedo algo apartado mientras se despiden. No me gusta estar tan lejos. Trato de ser discreto, pero no es fácil para alguien tan alto como yo pasar desapercibido.

Un Bentley se aproxima y el chófer sale para abrirle la puerta trasera a la madre.

—Cariño, me ha encantado verte. —Abraza a su hija antes de dirigirse a TJ—. Cuídate —le ordena—. A ver si no tardamos tanto en vernos otro día.

TJ se echa a reír.

—Eres tú la que tiene una agenda imposible.

—Procuro estar al día. —Le guiña el ojo y le da un beso en la mejilla—. Adiós, bomboncitos. —Se acomoda con elegancia en el asiento trasero y el chófer cierra la puerta.

Acto seguido, el deportivo de TJ ocupa el lugar que acaba de quedar libre ante ellos y el aparcacoches le devuelve las llaves.

—Gracias. —Le da un billete de veinte libras—. Pórtate bien esta noche —le dice a su hermana.

Camille pone los ojos en blanco.

—Siempre me porto bien. ¿Por qué no vienes?

Él se echa a reír, como si acabara de contarle un chiste.

—Lo de las fiestas te lo dejo a ti. —Se inclina y besa a su hermana en la mejilla. Me echa un vistazo antes de añadir—: Parece que estás en buenas manos, pero cuídate mucho, ¿me oyes?

¿Que se cuide? Sé que no pretende insultar mi capacidad profesional; lo que está haciendo es recordarle los líos en los que se metió en el pasado. Y, a juzgar por su expresión casi suplicante, creo que me lo está recordando a mí también. Pues no tiene por qué preocuparse. Está a salvo; de todo.

Camille mira brevemente por encima del hombro y se muerde el labio.

—Sí —asiente.

Espero a que el coche de TJ desaparezca calle abajo antes de acercarme a ella. En este momento, en lo único que puedo pensar es en lo mucho que me alegro de que Camille no se parezca ni a su padre ni a su madre. Ya sé que es una idea superficial y poco apropiada, pero no puedo evitarlo. Camille se ha convertido en la persona que quería ser, así que, a pesar de los tropiezos que ha sufrido a lo largo del camino, debería sentirse orgullosa de sí misma.

—Tu madre es una mujer interesante —comento al detenerme a su lado.

—Pretenciosa, querrás decir. —Se vuelve y alza la cara para mirarme—. No hace falta que seas educado. Mi madre está bien en pequeñas dosis. —Saca el móvil, teclea un breve texto y lo envía—. El Picturedrome está a unas cuantas calles de aquí; vámonos —ordena con decisión, dirigiéndose hacia mi coche. Mientras la sigo, suelto el aire. La noche no ha acabado, ni mucho menos.

El ruido es ensordecedor, joder. De los altavoces no paran de salir ritmos machacones a todo volumen, y hay cientos de veinteañeros, todos bebiendo champán. No me gusta nada la penumbra que envuelve el local; me dificulta el trabajo. Cuando Camille hace su aparición, varias chicas se acercan a ella gritando entusiasmadas.

Heather le plantifica una copa de champán en la mano y es la primera en abrazarla. Gruño cuando los que se acercan son hombres. Varios invitados me miran —las mujeres, con interés; los hombres, con desconfianza—, mientras yo observo a Camille, que charla cerca de mí. Está relajada; sigue feliz, y eso hace que yo también me relaje un poco. Tomo posiciones en la barra y me preparo para lo que me temo que va a ser una larga noche.

Una hora más tarde, me estoy volviendo loco. He soportado torturas considerables a lo largo de mis treinta y cinco años de vida, pero puedo decir, con la mano en mi negro corazón, que esta última hora se lleva la palma. Ver a Camille contoneándose en la pista de baile me ha puesto tan duro que me duele. Me pregunto si lo estará haciendo a propósito para hacerme la vida más difícil. Da igual, soy un profesional y puedo soportar lo que haga falta. Lo malo es que también soy un hombre; un hombre que hace demasiado tiempo que no moja.

Gruño disimuladamente tratando de no mirarla, lo que no es fácil, ya que es mi clienta. Ella es mi trabajo, pero, hostia, es que es perfecta. Es preciosa de manera natural, sin esforzarse, y no es engreída ni ostentosa. No hay ni un solo hombre en este bar que sea inmune a la atención que exige sin exigirla. El resto de las mujeres, todas guapas, palidecen y se vuelven invisibles a su lado. Sonrío por dentro mientras noto una absurda sensación de orgullo.

Me reprendo a mí mismo y levanto la vista hacia el estante superior del bar. Necesito una copa.

—Hola. —Camille aparece entonces a mi lado, animada y sonriente—. Me estoy meando —me dice cambiando el peso de pie varias veces—. ¿Quieres mirar?

Está borracha, pero no me dejo engañar por su descaro. Y me alegro mucho de que haya venido a avisarme en vez de salir disparada al baño sin decir nada.

—Vamos. —Le apoyo la palma en la parte baja de la espalda, y me niego a reconocer lo agradable que es notar que la abarco con una sola mano.

Ella se mueve con soltura, pero yo estoy a punto de tropezar cuando noto que me aparta. Aun así, no me da tiempo a echarla de menos, porque me coge de la mano con fuerza y pierdo la capacidad de razonar. Mis piernas se mueven por inercia, pero el resto de mi cuerpo ha dejado de funcionar. Sentir su delicada mano en la mía es demasiado agradable; no es seguro. El corazón me da brincos en el pecho mientras trato de razonar conmigo mismo. Su melena rubia se balancea de un lado a otro mientras cimbrea las caderas ante mí, elevando la tortura varios grados más. Tal vez por fuera sigo dando una imagen profesional, pero mi polla y el resto de mis órganos van a su aire. La clave está en resistir. La sensatez es primordial.

Estoy abrumado; no soy capaz de adivinar qué tiene de especial esta chica que ha reavivado en mí sentimientos que creía muertos definitivamente. Desde que acepté este caso, he tratado de ser fuerte, he luchado por mantener la cordura por encima de los sentimientos confusos, de mantener la perspectiva. Pero me temo que esos sentimientos están creciendo y ganando la batalla.

Camille se vuelve hacia mí cuando llegamos a un largo pasillo y su cabello parece volar en cámara lenta. Sigue sonriendo. No recuerdo haber llorado desde que soy adulto. Me educaron para ser duro. Hace tiempo que desterré las emociones de mi vida, y estaba satisfecho con mi modo de ser, pero esa chica me está jodiendo la vida. Es peligrosa; me vienen ganas de gritar de frustración.

—¿Vas a pasar? —se burla de mí, flexionando los dedos para que la suelte.

Bajo la vista y me maravillo de lo bien que encajan. Le aprieto un poco los dedos y frunzo el ceño al darme cuenta de lo que hago. ¿Qué coño estoy haciendo? La suelto con rapidez y doy un paso atrás justo cuando Saffron se une a nosotros.

Me repasa de arriba abajo antes de hablar:

—Creo que voy a agenciarme uno de éstos.

—¡Saffron! —Camille riñe a su amiga y le da un codazo en las costillas, pero la otra se parte de risa.

—No lo siento —me dice guiñándome el ojo. A continuación, coge a Camille de la mano y me pregunta—: ¿Vas a entrar ahí?

—Si me dejan —respondo. Camille me mira muy seria y yo me reafirmo poniendo cara de póquer—: Sí, voy a entrar.

No es que sea un paranoico, es que no me quedo tranquilo si la pierdo de vista.

—¡No puedes entrar! —exclama, verdaderamente horrorizada, cosa que no puedo entender—. ¡Te arrestarán!

—Camille, ¿tengo pinta de ser uno de esos tipos que se excitan mirando a las mujeres mear por un agujero en el váter?

—A mí no me lo parece, pero ¡igual las demás no están de acuerdo! —Se vuelve hacia Saffron y empieza a bailar otra vez, aguantándose las ganas—. Vamos.

Doy un paso hacia ella.

—Cam…

Me tapa la boca con la mano y me quedo inmóvil, contemplando cómo sus ojos adquieren un brillo especial. ¿De qué se trata? ¿Deseo? Rápidamente da un paso atrás y baja la vista.

—No hay peligro ahí dentro —murmura.

Me obligo a calmarme.

—No te importará que lo compruebe, ¿no? —le pregunto lo más tranquilo que puedo.

Ella asiente con la cabeza. ¿Cómo? ¿No va a protestar? Y, lo que es más curioso, ¿no va a burlarse de mí?

No puedo más. Estoy hecho un amasijo de frustración sexual. La aparto y abro la puerta del lavabo de señoras. Estoy a punto de entrar cuando comienzan los gritos. No es fácil que algo me sobresalte, pero al parecer un grupo de mujeres gritando lo consigue.

—¡Joder! —Suelto la puerta como si quemara al ver las miradas furiosas que me dirigen varias mujeres a través del espejo—. Entra —le indico a Camille haciéndole un gesto impaciente con el brazo—, pero date prisa.

Las dos amigas desaparecen en el baño y yo me planto frente a la puerta con la espalda apoyada en la pared. Esta noche está acabando conmigo. Estoy agotado, física y mentalmente. Cuando termine con este caso, me voy a beber una caja entera de Jack Daniel’s, me pasaré un año entero durmiendo y dos follando.

La puerta se abre y salen dos damas, que me dirigen miradas en las que se mezclan la atracción y la repugnancia. Nada a lo que no esté acostumbrado.

—Señoras… —digo por decir algo mientras se alejan.

Alargando el cuello, y antes de que la puerta vuelva a cerrarse, veo un instante a Camille frotándose las mejillas. Se la ve sofocada. A mí también me pasa. Cruzo los brazos ante el pecho y empiezo a golpear el suelo con un pie con impaciencia. Poco después salen otras dos chicas. Camille sigue igual, retocándose el pelo. Pongo los ojos en blanco y le concedo un minuto más antes de entrar a buscarla.

Se me hace eterno: el minuto más largo de toda mi puta vida. Sé que no le hará ninguna gracia que entre ahí como un energúmeno, pero el corazón se me está empezando a desbocar. «Joder, ya se le pasará», me digo al final. Me aparto de la pared y abro la puerta empujándola con las dos manos. Ésta choca con la pared y no sé si el ruido que oigo es resultado del golpe o de mi cabeza, que acaba de explotar.

Se me cae el alma a los pies, arrastrando el corazón y los pulmones consigo. ¿Cómo coño ha entrado Sebastian Peters ahí sin que me diera cuenta?

Levanta la mano y le da una sonora bofetada a Camille en la mejilla.

—¡Zorra estúpida! —le grita tirándola al suelo. Durante la caída, su mejilla choca contra el mármol del lavamanos haciendo un sonido ensordecedor—. ¿Te crees que no soy lo bastante bueno para ti? ¡Eres mía!

Pierdo el control y lo agarro por el cuello antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo. Lo arrastro sin soltarlo hasta el fondo del lavabo y, cuando choca contra la pared, noto la vibración en los brazos y el pecho. Y también antes de percatarme de lo que estoy haciendo, le he dado dos puñetazos, uno en el ojo y otro en la mejilla. Es agradable; muy agradable, joder. Saco la pistola, le quito el seguro y se la clavo en la sien. Sebastian no sabe de dónde le vienen los golpes, literalmente. Sin éxito, trata de librarse de los dedos que no lo dejan respirar.

—Te acompañaré a la salida —le digo gruñendo mientras le clavo la pistola en la sien—. En este momento tienes una Heckler VP9 apuntándote a la cabeza. Cuando te vuele los sesos, esto va a quedar hecho un desastre y probablemente me meterán en la cárcel el resto de mi puta vida, pero viviré feliz sabiendo que estás muerto. —Le doy un rodillazo en las pelotas que lo hace gritar de dolor—. ¿Duele, Sebastian? —Le propino otro golpe y mi parte sádica disfruta mucho.

—Por favor —lloriquea mientras moquea y le caen babas por la barbilla.

Qué patético. Tiene los ojos saltones, la nariz roja, y no para de sorberse los mocos. Reconozco los síntomas. Seguro que se sentía invencible, puesto de coca hasta el culo. Pues ahora es probable que ya no se sienta tan invencible.

Pestañeo, y no debería haberlo hecho porque, en el breve instante de oscuridad, mi mente revive la bofetada que le ha dado a Camille. La rabia me consume. He matado a muchos hombres cumpliendo con mi deber. Era alguien oculto, indiferente, temido por miles. Era el francotirador; el desconocido. Era alguien sereno, frío, calmado. Alguien peligroso porque hacía bien mi trabajo. Pero todo cambió cuando ella me jodió la vida.

Me aseguré de que todos los que se cruzaban en mi camino sufrieran mi odio. No me importaba que la venganza estuviera dirigida a alguien que no la merecía. Machacar al enemigo fue la única salida que encontré. Necesitaba una escapatoria para tanto odio y dolor; el dolor que ella me había causado.

Por eso salí de mi escondite entre las sombras y me planté en el campo de batalla. Ese día, miré a un hombre a los ojos y vi el miedo en ellos antes de matarlo. Todo me daba igual; me volví un temerario, un imbécil, un jodido imbécil. Mi necesidad egoísta de atacar causó la muerte de dos de mis compañeros. Sus caras me perseguirán siempre. Esos dos hombres dejaron esposa e hijos. Eran dos buenas personas. Yo no fui una buena persona; debería haber sido yo quien muriera. La amargura y la culpabilidad me han estado consumiendo desde ese momento.

Pero hoy las cosas son distintas. Aquel día perdí la cabeza porque una mujer me había vuelto loco. Hoy, en cambio, mi rabia es perfectamente lúcida. Sé exactamente lo que estoy haciendo.

Guardo la pistola y le suelto el cuello a Sebastian. Le doy un último puñetazo en los riñones, que lo hace caer al suelo como un saco de estiércol sin dejar de lloriquear.

—Vas a pasarte una temporada sin trabajar, cara bonita —le anuncio justo antes de darle una patada en las costillas.

Aguantarme las ganas de matar a este cabrón es una de las cosas más duras que he hecho en la vida.

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