El protector

El protector


Capítulo 17

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Capítulo 17

JAKE

Ya es oficial. He perdido la puta chaveta. Debo de haberla perdido; si no, ¿a santo de qué estaría aguantando esta tortura? Me he dejado caer en el sofá de cuero negro en un extremo del estudio y no me he movido de aquí. No pienso levantarme por nada ni por nadie. Ni siquiera para ir al lavabo; me mearé en los pantalones si hace falta. Hablando de pantalones…, nunca había visto una cosa más ridícula en toda mi vida. ¿Un bañador plateado? Tal vez podría competir conmigo en cuanto a músculos, pero perdió toda posibilidad de ganarme la partida en cuanto se puso esas bragas brillantes. ¡Menudo capullo!

Trato de relajarme en el sofá, moviéndome para aflojar la tensión de los músculos; una tensión que no se debe sólo al señor Bragas Brillantes, aunque ciertamente ha añadido una nueva dimensión a mi malhumor. Hoy es el tercer día. La bomba de relojería podría explotar en cualquier momento, y no saber a qué amenaza me enfrento me desquicia. Estoy tenso, salto por cualquier cosa y todo el mundo me parece sospechoso. No debería haberla dejado levantarse de la cama en todo el día.

Camille sale del camerino cubierta con un fino albornoz blanco y una mujer pegada a sus talones, poniéndole laca o algo en el pelo. Me enderezo en el sofá y mi polla sigue mi ejemplo.

Joder… ¡Joder!

Lleva el pelo húmedo, peinado hacia atrás, para dejar bien a la vista su precioso rostro. La melena rubia le cae sobre los hombros. No parece que vaya maquillada, aunque, a juzgar por el tiempo que ha pasado en manos de la maquilladora, y teniendo en cuenta que no se ve ni rastro del moratón en la mejilla, me imagino que debe de llevar una buena capa de chapa y pintura. Parece que tenga los pómulos más marcados, los ojos más azules y los labios más carnosos. Está divina, joder.

Cruzo las piernas adoptando una postura estratégicamente discreta y en ese preciso instante nuestras miradas se cruzan. Ella abre mucho los ojos. El azul topacio de su mirada es el único toque de color en su pálido rostro. Siento que he cometido un gran error al quedarme, y alguien confirma mi teoría al quitarle el albornoz. En cuanto su cuerpo queda al descubierto, la atacan con botes de aerosol por todas partes. Toso y aparto la vista; estoy empezando a sudar. ¡Joder, jodeeer, qué calor hace! Está prácticamente desnuda. Ya lo sabía y pensaba que estaba preparado para soportarlo, pero la realidad es otra. Estoy tan poco preparado hoy como lo estaba el día que entré en la oficina de Trevor Logan.

Esta mujer siempre me tumba como si nada.

Echo un breve vistazo a su cuerpo esbelto y desnudo y me obligo a apartar la mirada, pero su imagen se queda grabada en mi mente y baila ante mis ojos, provocándome. Su piel tiene un aspecto suave y brillante, y el diminuto tanga plateado que lleva apenas le cubre su lugar especial, ese lugar donde podría perderme eternamente. Mi lugar especial. Gruño entre dientes mientras busco desesperadamente algo con lo que distraerme. No veo ninguna de esas estúpidas revistas femeninas, ni siquiera un puto periódico. Debería irme antes de ponerme en evidencia, pero justo cuando acabo de tomar esa sensata decisión y me dispongo a levantarme del sofá, el señor Bragas Plateadas hace su entrada en el set y me quedo inmóvil a medio camino.

«¡Mierda!»

No me voy a ninguna parte. Intento destensar los músculos, vuelvo a dejar caer el culo en el asiento y los observo, reunidos en círculo. El idiota ignorante que saludó a Camille cuando llegamos parece estar bailando ballet de tanto como mueve los brazos. Todo el mundo asiente con la cabeza. Cuando alguien tapa otra vez a Camille con el albornoz, respiro aliviado; no quiero que coja frío.

Mi chica escucha con atención mientras el director le da instrucciones, asiente y sonríe. Cuando todo el mundo tiene claro lo que ha de hacer, el grupo se dispersa por el estudio. El caos me inquieta, los sigo a todos con la vista.

Camille entra en una zona con dos paredes y el suelo completamente blancos. Varias luces muy potentes la enfocan desde todas las direcciones. Está resplandeciente. Permanece inmóvil como un cadáver mientras esa gente tira de ella por un lado y la empuja por otro para colocarla como quieren. A su alrededor, se gritan instrucciones. Me preparo mentalmente; sé que pronto voy a tener que soportar de nuevo la tortura de verla desnuda. ¿Soportar? ¿A quién quiero engañar? Nadie me está obligando a estar aquí. Podría levantarme y marcharme, de no ser porque el cavernícola que vive en mí tiene el garrote en la mano y le está enseñando los dientes al imbécil de las bragas brillantes.

Trago saliva cuando vuelven a quitarle el albornoz. Apoyo el codo en el reposabrazos del sofá y la barbilla en la mano. «Disfrútalo —me digo—. Disfruta viéndola hacer algo que la apasiona, disfruta de su mirada.» Esa mirada de pasión que conozco bien porque la he experimentado de primera mano. Ese brillo de sus ojos también estaba ahí cuando me clavé en su interior. Es pasión; es un fuego que consume.

Estoy perdido en mis pensamientos, embobado en mis fantasías, cuando él aparece brillando como un puñetero dios y me arranca de mi lugar feliz a la fuerza. Las ganas de acercarme y apartarlo de Camille crecen cada vez más. Respiro hondo y trato de razonar. Está trabajando. Sólo es un trabajo. Puedo soportarlo. Soy un hombre tranquilo que controla sus emociones.

Entornando mucho los ojos, veo cómo el tipo de las bragas brillantes rodea a Camille y se pone a su espalda. Cerca; demasiado cerca, joder. Se echa a reír y ella lo sigue. Todo el puto estudio está riendo…, menos yo. No le encuentro la gracia. Tengo mucho calor.

Veo aparecer entonces las manos del tipo por detrás de Camille y contengo el aliento. ¿Dónde demonios irán a parar?

«Por favor, no. ¡No te atrevas a tocarla!»

Sin dudarlo, se las planta sobre los pechos.

«¡Joder!»

Me levanto tan deprisa que el pie se me engancha en la mesita del café. Tropiezo y me tambaleo, pero no llego a caerme.

—¡Hijo de puta! —grito mientras sigo avanzando a trompicones.

Miro hacia el grupo y veo que mi actuación no ha pasado desapercibida. Todo el mundo me está mirando; Camille, con los ojos muy abiertos. El señor Bragas Brillantes sigue con las manos encima de mis pechos.

Aparto un momento la vista, me acerco y le quito las manos de encima.

—Si me disculpan —murmuro retrocediendo con el móvil en la mano—, tengo una llamada.

Me vuelvo y choco otra vez contra la mesita baja. Inspiro entre dientes y me trago el dolor de la espinilla. Con esfuerzo, logro no echarme a correr hasta la salida.

«¡Le estaba tocando las tetas!»

Cierro de un portazo y busco la superficie más cercana para apoyar la frente. Eso ha estado totalmente fuera de lugar, y no estoy hablando de mi reacción. ¿Qué coño…? Me dejo caer contra la pared, luchando contra los flashbacks de otro hombre con las manos sobre Cami. Me obligo a tranquilizarme; a razonar.

—Muy elegante, Jake —murmuro. Cuando el móvil suena, me echo a reír—. Llegas un minuto tarde, Lucinda —es mi saludo—. ¿Qué has encontrado?

—Nada —responde, como siempre yendo al grano—. Francamente, no entiendo nada. Acabo de hablar con Logan. Probablemente vaya a prescindir de tus servicios.

—¿Qué? —El aviso luminoso de alarma es lo único que veo ante mis ojos. Hoy es el tercer día. ¿Va a prescindir de mis servicios el tercer día? No me lo puedo creer—. Nos oculta algo, Luce.

—No podemos estar seguros. Y, si quiere prescindir de tus servicios, no podemos hacer nada. —Lucinda suspira y yo miro el teléfono sin dar crédito—. Tengo otro trabajo para ti. No pagan tanto, pero no está nada mal.

Miro la pared que tengo delante mientras el alma se me cae a los pies. ¿En serio va a prescindir de mí? ¿No se puede hacer nada? ¿Otro trabajo?

—¿Quién?

—Un diplomático griego. Se ha metido en un lío por un tema de blanqueo de dinero.

¿Griego? ¿Grecia? ¿Un país extranjero? Mi corazón sigue a mi alma en su descenso en caída libre. Lejos de Camille.

—Tal como está la situación económica en Grecia, no me extraña que haya recibido amenazas de muerte —Lucinda sigue hablando mientras yo miro la pared sin ver nada—. Creo que un año al sol del Mediterráneo te vendrá bien.

¿Un año? Me resisto a aceptarlo, me siento hueco por dentro; me da vueltas la cabeza. Miro hacia la puerta por la que acabo de salir. Los pulmones se me contraen, me cuesta respirar y siento pánico.

—Jake… —me llama Lucinda—. ¿Estás ahí?

El dulce sonido de la risa de Camille llega a mis oídos, intensificando la sensación de pánico. No puedo dejarla, imposible; me niego.

—Paso —contesto en un susurro, a sabiendas de que está a punto de caerme una buena bronca.

Lucinda me sorprende cuando me pregunta en voz baja:

—¿Puede saberse por qué?

—No —digo, y cuelgo antes de que me haga más preguntas. No puedo ni quiero dar explicaciones.

Sólo logro pensar en lo que me acaba de comunicar. Lo esencial es proteger a Camille. Su exnovio es un peligro muy real y todavía no sé qué pensar de su padre. No puedo dejarla sola y vulnerable. No puedo permitir que su malvado ex vuelva a ponerle las zarpas encima. Sólo de imaginarlo, empiezo a sudar. Pensar en alejarme de ella me provoca escalofríos. Este caso es distinto de los demás. Aquí lo que importa no es sumergirme en el trabajo para olvidarme de lo mucho que me odio. No se trata del deber cumplido ni de preservar mi reputación: este caso ha sido distinto desde el primer día, y la razón está ahora mismo desnuda al otro lado de esa puerta, con las manos de otro hombre sobre sus pechos.

¿Mi reputación? Bueno, ha ardido en patéticas llamas cuando he salido del set tambaleándome como un cervatillo recién nacido. Pero me da igual. Lo único que importa ahora es Camille; ella y cómo me hace sentir. Por primera vez en cuatro años tengo un objetivo personal en la vida. No quiero irme al extranjero. Quiero estar aquí para poder verla cada día.

Me siento en una silla cercana y me quedo observando la puerta. No se trata de que ella me necesite; soy yo quien la necesita a ella. Necesito a esa mujer joven, decidida y valiente.

Estoy loco por ella. La necesito en mi vida; necesito protegerla.

Las horas que tardan en acabar son las más largas de mi puta vida. Curiosamente, lo que las ha convertido en una tortura no tiene nada que ver con lo que me hizo salir del set hace unas horas. Mi mente no para de darle vueltas a la situación; no sé cómo afrontarla.

Camille aparece, con el pelo aún húmedo pero recogido en un moño informal. No se ha desmaquillado todavía, pero, gracias a Dios, se ha puesto unos pantalones anchos y una camiseta extragrande. Que siempre lleve ropa varias tallas más grande de lo que necesitaría hace que la admire aún más. Tiene un cuerpo de infarto, pero no va presumiendo por ahí. Me levanto mientras cierra la puerta. Parece pensativa. Tardo unos instantes en darme cuenta de que la última vez que me vio estaba tan ofuscado que tropezaba con mis propios pies.

—¿Ha ido bien? —le pregunto cogiendo su bolso.

Ella me dirige una mirada acusadora.

—¿Qué mosca te ha picado?

—¿Cuándo?

—Ya lo sabes. ¿A qué ha venido el numerito de antes?

—Ya lo he dicho: tenía una llamada —respondo sin mirarla a los ojos.

—El teléfono no estaba sonando —señala, desmontando así mi mentira.

—Estaba en silencio. —Me aplaudo mentalmente por mis rápidos reflejos mentales.

—¿Quién era? —insiste sin acabar de creerme.

Esto es fácil de contestar, porque he recibido una llamada. Un poco más tarde, pero eso da igual.

—Una colega de trabajo. —Éste sería el momento perfecto para hablarle de las novedades, para decirle que probablemente pronto dejará de tenerme pegado a sus talones, pero no lo hago, y no entiendo la razón. ¿Por qué no lo acepto? ¿Por qué no quiero disgustarla? ¿Se disgustará?—. Me ha puesto al día de algunos detalles.

—¿Hay alguna novedad? —me interroga cuando indico con un gesto que nos marchemos. Trata de sonar despreocupada, pero noto la inseguridad en su voz. Supongo que ella también se pregunta qué nos traerá el futuro.

—Ninguna —contesto, desaprovechando una nueva oportunidad de ponerla al día.

—Qué curioso, porque papá acaba de llamarme y me ha dicho que está a punto de averiguar quién está detrás de las amenazas. Dice que probablemente esté todo resuelto antes de que el día acabe —comenta en voz baja, mirándome de soslayo.

Me cuesta no abrir mucho los ojos. ¿Eso le ha dicho?

—No hay nada seguro —replico mecánicamente, y cambio de tema—: ¿Tienes hambre?

Debe de tener hambre. No la he visto desayunar nada por la mañana, y ya ha pasado la hora de comer. Ya de normal no me gustan sus hábitos alimentarios, pero esta costumbre de no comer nada las veinticuatro horas previas a un rodaje me parece una pesadilla. No es sano.

—No, estoy bien —asevera, sumida en sus pensamientos, mientras abre la puerta que lleva a la recepción—. Papá también me ha recordado que esta tarde es la fiesta de cumpleaños de Chloe. —No parece muy contenta—. Tengo que estar en su casa de campo a las siete. La fiesta es en el jardín.

—¿Una fiesta en el jardín? —«¡Qué horror!»—. Suena bien.

Camille me dirige una mirada cansada.

—No seas sarcástico. Tú también vas a tener que ir.

Hago un ruido con los labios apretados. Me gustaría que alguien tratara de impedirlo.

Su padre, por ejemplo. Qué casualidad que Logan quizá vaya a prescindir de mis servicios justo después de comentarle que no hubo ningún mensajero el día en que supuestamente entregaron la amenaza.

—Vamos a tomar un té helado —sugiere entonces sin dejar de caminar.

Cierro los ojos un instante y la sigo mientras trato de contener mi malhumor. Quiero llevarla a casa y encerrarla allí, no ir a tomar ningún puto té helado.

—Siéntate.

Saco una silla para ella mientras examino la zona. Por primera vez desde que empecé a trabajar para Camille, me instalo en la misma mesa que ella, y no me parece raro. Cojo la carta y llamo al camarero.

—Un té helado de ésos, un café solo y una ensalada de atún —le encargo.

Él asiente y se marcha. Me acomodo en la silla y veo que Camille me está mirando con las cejas levantadas.

—¿Qué?

—Pensaba que eras mi guardaespaldas, no mi niñera.

Apoyo los codos en la mesa y me inclino hacia ella.

—Eso cambió en el momento en que me dejaste entrar en tu cuerpo. —Me encanta ver cómo sus pálidas mejillas se ruborizan al oírme y ver el fuego en mis ojos—. ¿Algo que añadir?

Ella niega con la cabeza y se lanza de cabeza hacia el vaso de agua que el camarero acaba de servirle.

—Y ¿tú no comes nada?

Hago un esfuerzo para no decirle que la llamada de Lucinda me quitó el apetito. Aunque tampoco tenía mucho antes de que me llamara.

—No tengo hambre. —Echo azúcar en el café que me acaban de traer.

—He estado pensando… —Camille coge la pajita y juguetea con la punta.

Dejo de remover el azúcar y la miro.

—¿Sobre qué? —la animo, preocupado por su indecisión.

—Sobre lo poco que te conozco. —Me mira para no perderse mi reacción.

No la decepciono. Me he quedado rígido en la silla. Hay tantas cosas que no sabe de mí que no sabría por dónde empezar.

—No hay gran cosa que contar —aseguro en voz baja, de manera automática. Mi pasado no es bonito y no me siento cómodo compartiéndolo con nadie.

Dibuja una mueca dolida y me odio por ello, pero antes de poder hacer nada para mejorar la situación, ella insiste:

—La herida de bala.

Aprieto los dientes.

—¿Qué pasa con ella? —Sé que estoy siendo muy borde, pero hoy es el tercer día y, tras la llamada de Lucinda, no estoy precisamente de buen humor. Hablar sobre un pasado que trato de mantener bien enterrado sería la puntilla. Llevo varios días sin sufrir apenas ataques, y me cabrea que Camille juegue tan alegremente con mi estabilidad emocional.

—Me preguntaba…

—No —la interrumpo con brusquedad y ella cierra la boca.

En el silencio que se instala entre nosotros, remuevo el azúcar del café hasta que no queda ni rastro. Mi mano se mueve como si llevara instalado un piloto automático; necesito hacer algo, lo que sea. Estoy incómodo, pero ni de lejos lo incómodo que estaría si tuviera que hablar sobre mi pasado. Hay voces en mi cabeza que me riñen, me gritan que deje de ser tan cobarde, pero no puedo. Tengo miedo de que ella sienta por mí la misma repugnancia que siento yo. Hasta que esté seguro de que eso no es así, mantendré la boca cerrada. Tengo que dejar de odiarme y dejar de odiar lo que pasó antes de poder seguir adelante.

Me río por dentro. Lo más probable es que ese día nunca llegue. Hoy me odio exactamente igual que entonces, y ya han pasado varios años. Soy un cabrón, sin más. No hay nada más que entender. Si se lo contara todo, Camille me odiaría y no podría soportarlo.

—¿La ensalada de atún?

Levanto la vista y veo que el camarero espera con un plato en la mano. Camille está sumida en sus pensamientos, con la mirada perdida en la distancia. Le indico que deje el plato ante ella y luego alargo la mano apoyándola sobre la suya. Sobresaltada, se esfuerza por sonreír, tratando de convencerme de que mi brusquedad no la ha molestado, de que lo entiende. No la merezco. Retiro la mano para dejarla comer y trato de devolverle la sonrisa, aunque me sale igual de forzada que a ella.

Juguetea con las hojas de la ensalada, aún medio perdida en sus pensamientos.

—¿Tienes familia? —me interroga en voz baja.

Pensaba que habíamos acabado con el interrogatorio, pero no, sólo ha rebajado la intensidad de las preguntas.

Me cuesta no encogerme en la silla.

—No. —No quiero sonar tan brusco, pero no puedo evitarlo.

Aunque da igual, a ella no parece importarle mi obvia necesidad de cambiar de tema.

—¿Y tus padres? —Se muerde el labio inferior nerviosa.

Cierro los ojos y suspiro. Decido coger el toro por los cuernos y confesarle algo. No todo, por supuesto, sólo algo para apaciguarla.

—Murieron cuando tenía siete años. Me crió mi abuela, que falleció cuando yo tenía dieciséis. En cuanto alcancé la edad reglamentaria, me alisté en el ejército. —Se lo suelto todo de un tirón y rezo para que no me presione más.

Sin embargo, mis oraciones no son atendidas.

—¿Cómo murieron tus padres? —pregunta en un tono cargado de compasión que no puedo soportar.

—En el desastre de Lockerbie. —Trago saliva y aparto la mirada al oír que ella contiene el aliento.

En 1988, ella ni siquiera había nacido, pero obviamente ha oído hablar del horrible atentado terrorista. ¿Quién no ha oído hablar de él?

—Lo siento mucho.

—Yo también. —La miro, y en sus ojos leo que ha llegado a la conclusión correcta.

Me uní al ejército tras la muerte de mis padres, para aportar mi granito de arena. Fue mi misión de paz personal, pero luego lo jodí todo con la ayuda de una mujer.

—Y… ¿esa mujer? —pregunta con cautela, como si pudiera leerme la mente.

Mi grado de incomodidad ya es insoportable.

—No es nadie.

—Y ¿llevas la foto de «nadie» en la maleta?

Aprieto mucho los labios y siento que el viejo rencor quiere salir de su escondite en lo más hondo de mi alma. No sería capaz de explicar por qué razón guardo esa foto. Es un recuerdo morboso, una tortura personal.

—Cómete la ensalada. —Le señalo el tenedor, diciéndole sin palabras que ése es un tema sobre el que no estoy preparado para hablar.

Tendré que hacerlo tarde o temprano. Sé que un día deberé enfrentarme a ese episodio de mi vida. Las burdas excusas que Abbie no querrá escuchar, las que, me repito constantemente, cada día son más endebles. Cada vez que cojo el teléfono, busco su nombre y me lo quedo mirando, preguntándome si ése será al fin el día en que reuniré el valor para hacer lo que debería haber hecho hace años. Soy un cabrón y un cobarde. Necesitaría un estado de ánimo distinto para poder iniciar el camino hacia la redención, pero mi estado de ánimo no ha cambiado desde que me marché.

Respiro hondo.

—Vayamos a casa. Tienes que cambiarte para esa fiesta.

—Me muero de ganas. —Suspira hondo, se mete un trozo de atún en la boca y mastica con la mirada perdida.

Yo también suspiro, sintiendo que soy un caso perdido. La observo mientras mastica lentamente.

De pronto se le abren unos ojos como platos.

—Eh, ¿qué…? —dejo la pregunta a medias al ver que empieza a temblar y que sigue mirando fijamente un punto a mi espalda.

Me vuelvo para comprobar qué ha llamado su atención con el corazón en un puño y la mano preparada para hacerse con la pistola.

Me levanto de un salto de la silla.

—¡Jake! —El grito de Camille me llega amortiguado por la nube de furia que me envuelve.

«¡Hijo de puta!»

Seb se encuentra a pocos metros de distancia, con la cara amoratada, y se acerca a nosotros flanqueado por un pequeño ejército de tipos musculosos. Ajá. Me pregunto cuánto les habrá pagado. Distingo a cinco idiotas hipermusculados a base de esteroides que tratan de parecer amenazadores. ¡Menudo insulto! La rabia que me recorre la columna vertebral podría darme el aspecto de alguien que ha perdido el juicio…, de no ser porque estoy muy cuerdo. Estoy cuerdo. Del todo.

—¿Aún puedes caminar? —le suelto apartando la silla que se interpone entre los dos—. Pues habrá que ponerle remedio a eso.

Doy un paso hacia él, planeando mis movimientos a medida que avanzo. Mi cerebro me indica a qué gorila debo atacar primero y cómo.

—¡Jake, para!

Oigo la voz de Camille a través de la furia controlada. Me grita que pare, pero en mi cerebro sólo hay lugar para una orden: «Elimina al enemigo. Mata al hijo de puta que se atrevió a ponerle la mano encima».

El primero de los matones cae al suelo como un saco de estiércol al primer puñetazo en la cara que le doy. El segundo sigue su ejemplo.

Esquivo un golpe mientras mi cerebro posiciona a los tres esbirros de Sebastian que quedan en pie. Me vuelvo y le rompo la mandíbula a uno de un codazo. Un segundo más tarde, está gritando y revolcándose por el suelo.

—¡Mierda! —exclamo al ver que uno sale huyendo. Un grito a mi espalda me indica que el último viene a por mí. Jodidos aficionados.

Echo un vistazo al escaparate que tengo delante y lo veo cargando contra mí como si fuera un rinoceronte. Tengo tiempo de sobra para pensar qué voy a hacer con él. Unos tres segundos. Incluso me da tiempo a recuperar el aliento.

Veo que abre los brazos y me agacho en el último segundo. Sale volando sobre mí y choca contra el escaparate de la tienda. Me sorprende que no se rompa. Se incorpora y sacude la cabeza como si quisiera librarse de los pajaritos que salen en los dibujos animados antes de volver a atacarme.

Permanezco quieto, esperando. Sé lo que va a hacer. No me defrauda. Tras fallar un puñetazo, carga contra mí a la altura de la cintura y me derriba. Le dejo hacer y choco contra el suelo con fuerza. Gruño y le rodeo la cintura con las piernas. Luego le doy la vuelta y me quedo montado sobre él. Tarda unos segundos en reaccionar y darse cuenta de lo que ha pasado. Le dirijo una sonrisa perversa y me encargo de que deje de sufrir dándole un puñetazo en la cara que le rompe la nariz y hace que le salga sangre disparada en todas direcciones.

Misión cumplida.

—¡Eres un puto psicópata, tío!

Flexiono el puño. Al parecer, aún no he acabado el trabajo.

Alzo la cara y veo al ex de Camille retrocediendo y mirando asustado la carnicería que acabo de hacer con tan sólo mis manos. Sonrío mientras me levanto. El muy capullo pensaba que iba a poder ganarme con la ayuda de unos cuantos grandullones idiotas. Eso hace que me entren más ganas de acabar con su vida. Lenta y dolorosamente; hasta que me suplique que lo mate. Avanzo hacia él a grandes zancadas.

Él retrocede con las manos en alto y dice:

—Me voy.

—Vas a ir a donde yo te envíe.

Choca contra un coche, se vuelve y salta dentro. Pone en marcha el Porsche negro y sale a toda velocidad, derrapando de lado a lado de la calle. El coche parece tan asustado como su dueño.

Cuando la nebulosa de mi mente se aclara, hago inventario del daño que he causado. Cuatro de los cinco hombres están revolcándose por el suelo, gruñendo. El quinto gorila —el sensato— ha desaparecido. Si fuera un tipo compasivo, lo sentiría por ellos; alguien debería haberlos avisado contra quién iban a enfrentarse.

Me recoloco la chaqueta del traje y me vuelvo, dispuesto a llevar a Camille al coche para salir de aquí antes de que llegue la policía.

Localizo la mesa donde la había dejado.

Y las rodillas me fallan.

No está.

Nunca he sentido tanto pánico como en este momento. Llevo muerto por dentro tantos años que no estoy acostumbrado a las emociones que me recorren el cuerpo. Tengo ganas de empezar a matar gente y no parar hasta que vuelva a estar a salvo entre mis brazos.

¿Qué demonios he hecho?

Me giro en redondo, examinando el área frenéticamente.

—¡Camille! —bramo.

Es culpa mía. Le he fallado.

—¡Camille! —Voy a la mesa y encuentro su móvil encima y el bolso donde lo había dejado, en la silla de al lado—. ¡Joder!

Recojo ambas cosas y corro hasta el coche. Tiro el bolso y el móvil en el asiento del copiloto y me pongo en marcha como un demente.

Conduzco arriba y abajo, examinando las personas con las que me encuentro, escudriñando cada callejón, examinando cada vehículo.

Nada.

Cojo el teléfono y llamo a Lucinda. Sin darle tiempo a saludar siquiera, empiezo a gritarle órdenes:

—¡Camille ha desaparecido! Llama a Logan; llama a la policía. Tengo su móvil y su bolso. Hay una cámara de vigilancia en el edificio de enfrente de la cafetería de la calle Stretton. Consigue la grabación de la última hora.

—De acuerdo —responde ella con calma—. ¿Dónde estás?

—Buscándola.

Cuelgo y doy un volantazo. Giro a la derecha y entro en la calle principal a toda velocidad. No sé hacia dónde me dirijo; conduzco sin rumbo fijo, recorriendo calle tras calle, buscándola. Me mataré. Juro que, si le pasa algo, acabaré con mi vida. Nunca podría perdonármelo. Sería el clavo que acabaría de cerrar al ataúd donde reposaría mi alma negra.

El rayo de luz que había empezado a abrirse camino en mi oscuridad se está apagando por momentos.

No sé si ha pasado una hora, dos, tres o un día entero. Cuando me percaté de que ella había desaparecido perdí la noción del tiempo. Me meto en el garaje subterráneo de su casa y me detengo derrapando junto a su coche. Algo me llama inmediatamente la atención: un sobre en el parabrisas de su Mercedes. Rodeo el brillante coche rojo en un santiamén y dentro del sobre encuentro más fotografías de Camille. Sobre una de ellas han escrito cuatro palabras:

SE ACABA EL TIEMPO.

—¡Joder, no! —El miedo y la preocupación se multiplican por un millón, igual que la rabia. Aprieto las fotos con tanta fuerza que las arrugo, y no me extrañaría que se me rompieran los dientes de tanto que los aprieto. Cruzo el vestíbulo a grandes zancadas camino del ascensor y llamo de nuevo a Lucinda—. He encontrado una nota en el parabrisas del coche de Camille. Dice que se acaba el tiempo.

—¡Mierda! La cámara de seguridad de delante de la cafetería lleva fuera de servicio más de un mes.

—¡Hostia! —Cuando las puertas del ascensor se abren, salgo y avanzo por el pasillo con ganas de destruirlo todo—. ¿Y Logan? ¿Y la policía?

—Van de camino hacia el apartamento.

—Bien. —Doblo la esquina y, cuando al fin veo la puerta de Camille, me detengo en seco.

Porque en el suelo, con la espalda apoyada en la madera, está mi ángel.

Me apoyo en la pared más cercana para no caerme del alivio que siento.

Ella levanta la cara, que tiene muy roja y bañada en lágrimas, pero, aun así, sigue siendo lo más hermoso que he visto en mi vida.

—No he podido entrar —dice sollozando desesperadamente—, tengo las llaves en el bolso. Y el móvil —vuelve a sollozar—. Iba a pedirle al vecino si podía usar su teléfono —señala la puerta de enfrente—, pero no está en casa. Además, no me sé tu número.

Aliviado, suelto el aire, me apoyo en la pared frente a ella y me dejo resbalar hasta el suelo. Oigo que Lucinda me llama y me llevo el teléfono a la oreja.

—La he encontrado. Llama a la policía y a Logan. Diles que no hace falta que vengan.

—¿Qué?

—Haz lo que te digo, Luce. Está a salvo. Te llamo luego.

Cuelgo y suelto el teléfono en el suelo, a la altura de mi muslo, junto con el bolso de Camille y el sobre. No puedo ocultar la emoción que siento. Tampoco quiero hacerlo. Dejo que una lágrima de alivio ruede por mi mejilla y me caiga en el traje. Es demasiado. Tantos sentimientos, tanta necesidad, tanto miedo han de salir por algún lado.

—Pensaba que te habían secuestrado. —Trago saliva con dificultad porque se me ha formado un nudo en la garganta—. Pensaba que te había perdido, Camille…

—No podía verte así. —Solloza y se atraganta—. No me gusta verte así. Me das miedo.

Sacudo la cabeza y siento remordimiento, pero sólo por hacerla sentir así y por haberla puesto en peligro. Estaba tan concentrado en borrar a su exnovio y a su grupo de gorilas de la faz de la Tierra que perdí de vista mi auténtica misión. Me levanto y me acerco a ella, arrodillándome frente a su cuerpo encorvado. Le cojo las manos y la miro a los ojos. Espero que vea el arrepentimiento y la culpabilidad que me están cegando.

—Lo siento; he perdido la cabeza, Cami. Es que lo que ese hombre te hizo… no puedo… —cierro los ojos con fuerza y me obligo a acabar la frase—, no puedo soportarlo.

Ella usa mis manos como ancla para acercarse a mí. La agarro y la abrazo con fuerza. Ojalá pudiera fundir nuestros cuerpos en uno solo. Le susurro disculpas al oído y me juro no volver a perderla de vista nunca más.

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