El grillo del hogar Primer grito capítulo 3

El grillo del hogar Primer grito capítulo 3


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo III

-¿No hay más paquetes, John? -dijo Dot rompiendo una larga pausa, que el honrado mensajero había consagrado a la demostración práctica de una parte de su frase favorita, probando al menos que comía con placer lo que comía, aunque fuese imposible admitirle que comía poco-. ¿No hay más paquetes?

-No -dijo John-. Pero... no... me... -añadió abandonando el tenedor y el cuchillo y respirando a sus anchas-. Confieso que... ¡me había olvidado por completo del anciano!

-¿Del anciano?

-Está en el coche -añadió John-. Se había dormido sobre la paja la última vez que le vi. Dos veces estuve dispuesto a llamarle desde que he llegado, pero lo olvidé las dos veces... ¡Arriba! ¡Eh! ¡Eh! ¡Levantaos! ¡Ya hemos llegado!

John pronunció estas palabras fuera de la puerta, hacia la cual se había precipitado con la bujía en la mano.

Miss Slowboy, convencida de que el nombre de anciano(3) ocultaba algún misterio, y asociando a esta expresión en su imaginación, sacudida por creencias supersticiosas, ciertas ideas de naturaleza poco tranquilizadora, llegó a tal grado de turbación que se levantó a toda prisa de la silla baja del rincón del hogar para ir a buscar protección tras las faldas de su señora. En el momento preciso en que pasaba delante de la puerta entrevió a un viejo desconocido y le cayó encima instintivamente, golpeándole con la única arma ofensiva que llevaba en la mano. Como este instrumento resultó ser el chiquitín, se produjo una gran agitación, una vivísima alarma, que la sagacidad de Boxer no hizo más que aumentar, porque el valiente perro, que tenía más memoria que su dueño, había indudablemente vigilado al anciano durante su sueño, temiendo que se fugase con algunos plantones de chopo que venían atados a la parte posterior del carruaje, y le apretaba todavía muy de cerca, mordisqueando valientemente sus piernas, y batallando con los botones de sus polainas.

-¡Pardiez! -exclamó John, cuando se hubo restablecido la paz-. Sois un dormilón terrible -mientras tanto el anciano permanecía de pie en medio de la habitación, inmóvil y con la cabeza descubierta-. ¡Un dormilón terrible!

El extranjero, hombre de larga cabellera blanca, bellas facciones, singularmente altaneras y expresivas, a pesar de pertenecer a un viejo, y ojos negros, brillantes y perspicaces, miró a su alrededor sonriendo, y saludó a la mujer del mandadero con una grave inclinación de cabeza.

Su traje, de color moreno, ofrecía rara singularidad por su moda y corte antiguos. Llevaba un sólido bastón de viaje, también moreno; cuando hubo golpeado el suelo con el bastón, éste se abrió, convirtiéndose en una silla, en la que se sentó con gran tranquilidad el desconocido.

-Mira -dijo el mandadero, dirigiéndose a su mujer-. En esta misma postura le he encontrado, sentado al borde del camino, inmóvil como un guardacantón, y casi tan sordo como él.

-¿Sentado al raso, John?

-Al raso -respondió el mandadero-; precisamente al caer la noche. «Asiento pagado», me ha dicho, dándome dieciocho peniques; ¡ha subido en seguida, y hele aquí!

-Me parece que va a marcharse, John.

Nada de esto. Quería solamente hablar.

-Dispensadme -dijo el extranjero con dulzura-. A causa de mi dolencia no puedo ir solo. Esperaré que vengan a buscarme. No hagáis caso de mí.

Sacó luego de uno de sus vastos bolsillos sus anteojos, y de otro bolsillo un libro, y se puso en seguida a leer tranquilamente, sin preocuparse de Boxer, como si el terrible guardián fuese un cordero familiar.

El mandadero y su mujer cambiaron una mirada de duda. El extranjero levantó la cabeza, y pasando de la mujer al marido, preguntó a este último:

-¿Es vuestra hija, amigo mío?

-Mi mujer -respondió John.

-¿Vuestra sobrina?

-¡Mi mujer! -gritó John con todos sus pulmones.

-¿Es cierto? -prosiguió su interlocutor-. ¡Cierto! Es muy joven.

Dicho esto volvió a hojear el libro y continuó la lectura. Pero antes de haber podido leer dos líneas, se interrumpió de nuevo para decir:

-¿Y el niño, es vuestro?

John le hizo con la cabeza una señal gigantesca, tan afirmativa como si hubiese trompeteado su respuesta con el auxilio de una bocina.

-¿Una hija?

-¡Un mucha-a-a-acho! -gritó John.

-Muy joven también, ¿no es verdad?

La señora Peerybingle se resolvió en seguida a tomar parte en la conversación.

-¡Dos meses y tres día-as! ¡Vacunado hace seis sema-a-nas! ¡La vacuna ha ido perfectame-e-nte! ¡Considerado por el doctor como un niño admirablemente hermo-o-so! ¡De una inteligencia verdaderamente maravillo-o-sa! ¡Quién creería que se mantiene ya en pie-e-e!

-Y al llegar a esta exclamación final la diminuta madre, perdiendo el aliento por haber gritado estas cortas frases al oído del anciano, hasta tal punto que su lindo rostro tomaba tintas moradas, levantó al niño ante el viajero, poniéndose en pie como prueba irrefutable y triunfante que apoyaba sus aserciones, mientras que Tilly Slowboy, con el grito armonioso de ¡Ketcher! ¡Ketcher!, palabras misteriosas que resonaban en su oído como un estornudo popular, se puso a dar cabriolas como un becerro alrededor de la inocente criaturilla.

-¡Oíd! Vienen a buscarle, lo juraría -dijo John-. Alguien llama a la puerta. Abrid, Tilly.

Capítulo IV

Pero antes que la muchacha hubiese podido obedecer, la puerta fue abierta desde el exterior, pues era una puerta primitiva, de picaporte, que todo el mundo podía abrir a su antojo, y por cierto que no poca gente se daba semejante gusto; a todos los vecinos les agradaba charlar un poquito con el mandadero, aunque John no pecase ciertamente de hablador. La puerta abierta dejó el paso libre a un hombrecito delgado, con muestras de evidente preocupación, de rostro moreno y que, por las señas, se había confeccionado el sobretodo con una tela de saco que debió envolver alguna caja en tiempo lejano; porque al volverse el hombrecito para cerrar de nuevo la puerta, pudieron leerse claramente las iniciales G. y T. en su espalda, y la palabra cristal con letras grandes.

-Buenas noches, John -dijo el hombrecito-. ¡Buenas noches, señora! ¡Buenas noches, Tilly! ¡Buenas noches, desconocido! ¿Cómo sigue el niño, señora? ¿Boxer sigue bueno, verdad?

-Todo sigue a las mil maravillas, Caleb -respondió Dot-. Para convenceros de mis palabras, no tenéis más que empezar por fijaros en el nene que Dios me ha dado por hijo.

-O fijarme en vos misma -añadió Caleb.

No obstante, no se fijó en su interlocutora; su ojo errante y preocupado parecía siempre estar muy lejos, y era indudable que su alma estaba también ausente.

-O en John -siguió Caleb-, o en Tilly, o en el mismo Boxer.

-¿Estáis atareado, Caleb? -preguntó el mandadero.

-Sí, John, bastante -respondió Caleb, con el aire distraído de un sabio que buscase por lo menos la piedra filosofal-. Las cosas no van tan mal como se cree. La gente corre ansiosa tras las arcas de Noé. Yo hubiera deseado mejorar un poco la especie; pero a ese precio no puede hacerse más. Mucho me agradaría haber logrado que se conociera quiénes eran Shem y Hams y las esposas. Las moscas no pueden hacerse a esa escala como los elefantes. Y a propósito, John, ¿tenéis algún paquete para mí?

El mandadero hundió la mano en uno de los bolsillos del ropón que se había quitado, y sacó de él un tiestecito de flores, cuidadosamente rodeado de papel de musgo.

-¡Tomad! -dijo, arreglando las hojas con gran cuidado-. ¡Ni una hoja estropeada! ¡Cuánto capullo!

El ojo sombrío de Caleb se iluminó ante la planta. El hombrecito dio las gracias a su amigo.

-Es raro, Caleb -dijo el último-. Resulta muy raro en esta época.

-No importa. Cualquiera que sea el precio, siempre me parecerá módico. ¿Hay algo más, John?

-Una cajita -dijo el mandadero-. Hela aquí.

-Para Caleb Plummer -deletreó el hombrecito-. Con dinero(4), John. No creo que me lo manden a mí.

-Con cuidado -rectificó el mandadero mirando por encima del hombro de Caleb-. ¿Cómo habéis podido leer con dinero?

-¡Oh, tenéis razón! -dijo Caleb-. Esto es, con cuidado. Sí, sí; más arriba trae mi dirección. No quiere decir esto que no hubiese podido recibir cien francos, John, si mi pobre muchacho, que marchó a California, viviese aún. Le amabais como a un hijo, ¿verdad? No hay que asegurármelo; me consta. «A Caleb Plummer. Con cuidado.» Sí, sí, esto es; una caja de ojos de muñecas para las tareas de mi hija. ¡Ojalá sus ojos pudieran encontrarse también en el fondo de esta cajita!

-Lo desearía con todo mi corazón.

-Gracias -repuso el hombrecillo-. Vuestro lenguaje sale verdaderamente del corazón. ¡Cuando pienso que no podrá ver nunca las muñecas que están allí, fijando todo el día los ojos en ellas! ¿No es esto muy cruel? ¿Qué os debo por vuestro trabajo, John?

-Buen trabajo os haré pasar si repetís semejante pregunta. ¡Dot! Estuve a punto de...

-Os reconozco, John -dijo el hombrecillo-. Tal es vuestra bondad acostumbrada. ¡Vaya!, creo que estamos listos.

-No lo creo yo así -añadió el mensajero-. Haced memoria.

-¿Hay algo para el amo? -preguntó Caleb después de haber reflexionado un instante-. Tenéis razón: por orden suya vine, pero mi cabeza está tan fatigada con las arcas de Noé... y además, ¿no ha venido él en persona?

-¡Él! -respondió el mandadero-, no lo creáis; está demasiado atareado con su cortejo.

-No obstante, vendrá -dijo Caleb-, porque me recomendó que saliese por el camino acostumbrado, añadiendo que a buen seguro le encontraría. Y a propósito; bueno será que me vaya. Pero antes, señora, ¿tendríais la bondad de dejarme pellizcar la cola de Boxer por un segundo? ¿Me lo permitís?

-¡Qué pregunta tan ingrata, Caleb!

-Dispensadme y no hagáis caso de lo que ocurra, porque quizá no sea muy de su gusto. Acabo de recibir un pedido regular de perros rabiosos y desearía acercarme, en cuanto fuese posible, a la realidad, aunque la ganancia no exceda de doce sueldos.

Felizmente, Boxer, sin que fuese necesario aplicarle el estimulante propuesto, se puso a ladrar con excepcional ardor. Pero como tales ladridos anunciaban la llegada de una nueva visita, Caleb, aplazando para un momento más favorable su estudio del natural, colocose la cajita redonda sobre el hombro y se despidió a toda prisa. Y seguramente hubiera podido ahorrarse toda su agitación, porque encontró al recién llegado antes de trasponer la puerta.

-¿Estáis aquí todavía? Pues bien; esperad un poco. Os acompañaré hasta vuestra casa. John Peerybingle, estoy a vuestra disposición, y sobre todo a la disposición de vuestra mujer. ¡Cada día más bonita y más buena! ¡Y más joven también! ¡Parece cosa del diablo!

-Me extrañaría de vuestros cumplidos, señor Tackleton -dijo Dot algo fríamente-, si vuestra nueva situación no me los explicase.

-¿Lo sabéis todo?

-He procurado creer lo que me han dicho.

-¿Lo creísteis con dificultad?

-Acertáis.




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