El grillo del hogar Primer grito capítulo 2

El grillo del hogar Primer grito capítulo 2


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo II

La señora Peerybingle corrió inmediatamente a la puerta. El ruido de las ruedas de una carreta, el paso de un caballo, la voz de un hombre, las idas y venidas de un perro transportado de gozo, y la aparición, tan sorprendente como misteriosa, de un niño de mantillas, causaban una confusión en medio de la cual era difícil entenderse.

De dónde venía el niño y cómo la señora Peerybingle le tomó en brazos en menos de un segundo, lo ignoro por completo; pero lo cierto es que se veía un niño sano y robusto en los brazos de la señora Peerybingle, que parecía estar no poco orgullosa de él, cuando fue suavemente conducida hacia el fuego por un hombre de robusta musculatura, de mucha mayor edad y estatura que ella, y obligado a encorvarse enteramente para besarla. Pero merecía la pena. Ya se podía descender seis pies, y aun padeciendo de lumbago.

-¡Cielo santo, John! -dijo la señora Peerybingle-. ¡En qué estado habéis llegado por causa del tiempo!

Era innegable, en efecto, que el recién llegado había sufrido su acción. La bruma espesa colgaba de sus cejas en forma de gotas congeladas, semejando estalactitas, y la acción simultánea del fuego y de la humedad hacía aparecer verdaderos arcos iris hasta en las puntas de su bigote.

-Claro está -respondió John lentamente, desenvolviendo una manta que le rodeaba el cuello y calentándose las manos-; claro está, Dot(2). Como que no estamos precisamente en verano, nada tiene de extraño, Dot.

-Deseo, John, que os acostumbréis a no llamarme Dot; no me gusta semejante calificativo -dijo mistress Peerybingle, haciendo una linda mueca que demostraba claramente todo lo contrario.

-¿Cómo queréis, pues, que os llame? -prosiguió John, dejando caer sobre ella una mirada acompañada de una sonrisa y rodeando su talle con un abrazo tan suave como podía serlo un abrazo de su enorme mano y su brazo de Hércules-. Mi guapa moza con su... No; no quiero decir su guapo mozo, por temor de echar a perder lo que tenía meditado; pero poco me ha faltado para hacer un chiste; no creo que nunca se me haya acercado tanto a los labios.

Según sus afirmaciones, estaba frecuentemente próximo a decir algo muy ingenioso el alto, lento, macizo y honrado John; pero si tenía el cuerpo pesado, no dejaba de conservar un humor juguetón y ligero; si su superficie era ruda, no era menos suave en el fondo; si estaba embotado exteriormente, no cabe duda que su interior era vivo y ágil; en conjunto era algo torpe, ¡pero tan buen muchacho! ¡Madre naturaleza! Concede a tus hijos la verdadera poesía del corazón que se ocultaba en el pecho del pobre mandadero -porque, dicho sea de paso, no era más que un mandadero-, y no los seguiremos sin placer en sus conversaciones en vil prosa, lo mismo que en los episodios de su existencia también prosaica. ¡Aun tendremos que darte las gracias por el solaz que experimentaremos en su compañía!

Daba gusto ver a Dot tan pequeñita y con el niño en brazos, un muñeco, mirando el fuego con aspecto de coquetería soñadora, e inclinando a un lado su delicada cabecita para hacerla descansar de un modo especial, en parte natural y en parte estudiado, en la curtida caraza del mandadero. Daba gusto verle a él con tierna torpeza, mientras se esforzaba en adaptar su grosero apoyo a las necesidades de la ligera mujercita, convirtiendo su virilidad ya madura en un bastón de juventud para la edad delicada de su gentil compañera. Daba gusto ver a Tilly Slowboy, la niñera bajita que en el fondo de la habitación esperaba que le entregasen el niño y contemplaba aquel grupo con pura mirada de catorce años, cómo permanecía allí con la boca y los ojazos abiertos, y la cabeza inclinada hacia adelante aspirando con avidez el aire sano de la vida de familia.

Y aun faltaba ver a John el mandadero, que, a consecuencia de una señal que Dot le hizo a propósito del niño, retuvo su mano en el momento de tocarle, como si hubiese temido destrozarle entre sus dedos, y con el cuerpo inclinado se contentó con examinarle atentamente a respetuosa distancia, con mezcla de orgullo y cortedad.

-¿Verdad que es hermoso, John? ¿Verdad que es encantador cuando está dormido?

-Encantador, ya lo creo -dijo John-, y no hace más que dormir, ¿no es así?

-¡No, por Dios, John!

-¡Bah! -murmuró John con aire pensativo-, me había parecido que tenía casi siempre los ojos cerrados. ¡Eh, eh!

-¡Dios mío, John! ¡Qué modo de sacudir al pequeñuelo!

-¡No debe de hacerle bien volver los ojos así! -dijo el mandadero asombrado-. ¡Mirad cómo guiña ambos ojos a la vez! Mirad su boca; la abre y cierra como un pez.

-No merecéis ser padre, no lo merecéis -dijo Dot, con toda la dignidad de una matrona llena de experiencia-. Pero ¿cómo podríais conocer los males que afligen a los niños, John? ¡Ni sus nombres sabéis, tontísimo!

Y después de poner otra vez al niño sobre su brazo izquierdo y de darle una ligera palmada en la espalda, para colocarle mejor, pellizcó, riendo, la oreja de su marido.

-No -respondió John quitándose el ropón-, ciertamente, Dot, no tengo grandes conocimientos en asuntos semejantes. Lo que puedo asegurar es que esta tarde he sostenido con el viento una lucha bastante ruda. Soplaba el noroeste, y ha penetrado en mi carreta durante todo el camino, a mi regreso.

-¡Dios mío! ¡Pobre John! -gritó mistress Peerybingle, que desplegó instantáneamente una actividad prodigiosa-. ¡Aquí, Tilly! Tomad mi preciosísimo tesoro, mientras voy a hacer algo útil. ¡Cielo santo! ¡Creo que le ahogaría a fuerza de besarle! ¿Quieres irte, perrazo mío? ¿Quieres irte, Boxer? Dejad que empiece por haceros el té, John; en seguida os ayudaré a arreglar los paquetes.

Como la abeja diligente,

como la abeja pequeñita...

y lo que sigue, como sabéis, John. ¿Aprendisteis en la escuela la canción: Como la abeja diligente?

-No lo suficiente para dominarla por completo -respondió John-. Estuve una vez próximo a aprenderla toda, pero creo que no hubiera hecho más que estropearla.

-¡Ja, ja, ja! -exclamó Dot, riendo a carcajada suelta, y su risa era la más graciosa y alegre que pueda imaginarse-. ¡Sois el más adorable badulaque del mundo!

Sin discutir en manera alguna semejante aseveración, salió John de la estancia para ver si el mozo, que llevaba una linterna, que desde largo rato danzaba ante la puerta y la ventana como un fuego fatuo, había limpiado bien el caballo, mucho más gordo de lo que podríais creer, y tan viejo, que la época de su nacimiento se perdía en la obscura noche de los tiempos. Boxer, comprendiendo que la familia entera tenía derecho a sus atenciones, que debían ser repartidas imparcialmente entre cada uno de sus miembros, entraba y salía con desordenada agitación, ora describiendo un círculo de bruscos ladridos alrededor del caballo, mientras le estregaban a la puerta del establo; ora haciendo como que se lanzaba ferozmente contra su señora, parándose por su propio impulso delante de ella con aire ceremonioso; ora arrancando un grito de espanto a Tilly Slowboy, sentada junto al fuego en su sillita de niñera, aplicándole, cuando menos podía esperarlo, el hocico húmedo a la mejilla; ora demostrando indiscreto interés por el niño; ora volteando sobre sí mismo infinidad de veces delante del hogar antes de tenderse, como si quisiera permanecer allí toda la noche, y volviendo luego a levantarse y yéndose fuera a agitar la punta del rabo al aire libre, como si se acordase de una cita y se alejase a toda prisa para no faltar a la palabra comprometida.

-¡Ea, ya está la tetera lista y al fuego! -exclamó Dot, tan seriamente ocupada como una niña jugando a señora de su casa-. Aquí está el jamoncillo frío. Aquí la manteca; allí el panecillo y todo lo demás. Aquí está la cesta para los paquetes pequeñitos, por si habéis traído algunos. ¿Pero dónde estáis, John? Por Dios, no dejéis caer el chiquitín en el fuego, Tilly.

Bueno es que se sepa que miss Slowboy, a pesar de la vivacidad con que rechazó esta observación, demostraba un talento raro y asombroso en lo que concernía a colocar al chiquitín en posiciones dificilísimas; muchas veces había expuesto su débil existencia con una sangre fría propia y peculiar suya. La muchacha era alta y flaca, de modo que su traje parecía estar en perpetuo peligro de deslizarse por su espalda, semejante a una percha, de la que pendía negligentemente. Su atavío era notable por las desigualdades que generalmente mostraban sus trajes de franela de hechura singular, así como por enseñar por la espalda, a falta de corsé, dos trozos de corpiño color verde obscuro. Y como Tilly se hallaba en un estado perpetuo de admiración ante todas las cosas, y completamente absorta gracias a la contemplación incesante de las perfecciones de la señora y del niño, puede decirse que los descuidillos de miss Slowboy hacían honor igualmente a su corazón y a su cabeza, aunque no hiciesen tanto honor a la frente del chiquitín, puesta con demasiada frecuencia en tales circunstancias en contacto con las puertas, los aparadores, los escalones, los hierros de la cama y otras cosas heterogéneas. Pero, después de todo, veíase en dichos acontecimientos el halagüeño resultado del asombro que experimentaba sin tregua Tilly Slowboy al verse tan bien tratada e instalada en casa tan cómoda. Porque los Slowboy, de ambas ramas, paterna y materna, eran mitos desconocidos en el decurso de la historia. Tilly había sido educada por la caridad pública; era expósita, y como los expósitos no suelen crecer entre mimos y ternezas, su situación, aunque modesta, le parecía muy dichosa.

Os hubiera gustado casi tanto como al mismo John ver a la señora Peerybingle volviendo con su marido, arrastrando el célebre cesto y haciendo los más enérgicos esfuerzos sin resultado alguno, porque al fin y al cabo era John el que lo arrastraba. No es del todo imposible que semejante escena hubiese divertido al grillo; tengo tentaciones de creerlo. Lo que es probado es que se puso a cantar con nuevo ardor.

-¡Vaya, vaya! -dijo John lentamente según su costumbre-; ¡hoy está más alegre que nunca!

-A buen seguro nos predice alguna ventura, John. Siempre nos ha traído felicidad. No hay nada tan alegre como la presencia de un grillo en el hogar.

John la miró como si estuviese próximo a creer que en este caso ella sería el grillo en jefe, con lo cual participaría por completo de su opinión. Pero probablemente ésta fue una de las ocasiones en que poco hubiera faltado para que hiciese un chiste, porque no despegó los labios.

-La primera vez que escuché su alegre cancioncilla fue la noche en que me condujisteis a esta casa, mi nueva morada, para hacerme señora de ella. Pronto hará un año. ¿Os acordáis, John?

¡Sí, sí! John se acuerda, y no haya miedo que lo olvide.

-Su gorjeo me daba la bienvenida del modo más expresivo que pueda imaginarse. Me pareció henchido de promesas y de consuelos; creí que me aseguraba vuestra amabilidad y vuestra bondad, y que no tardaríais -yo entonces lo dudaba, John- en hallar una vieja cabeza sobre los hombros de la loquilla que era ya vuestra mujer.

John, con aire pensativo, golpeó cariñosamente uno de los hombros y después la cabeza de Dot, como si quisiera decir: «No, no; no lo había pensado, y estoy contento de lo que hallé». Y tenía mucha razón; lo que había encontrado no era tan malo.

-El grillo decía la verdad, John, cuando me hizo la promesa de que os hablo; porque siempre fuisteis para mí el más atento y el más afectuoso de todos los maridos del mundo. Me habéis hecho tan feliz en esta casa, John, que por ello amo al grillo con toda el alma.

-Entonces, también yo le amo, Dot -dijo el mandadero-; también yo le amo.

-Le amo por los buenos pensamientos que su música hizo nacer en mí cada vez que le escuché. Algunas veces, por la tarde, al obscurecer, cuando me sentía algo sola, algo triste, John, antes que el niño hubiera venido al mundo para hacerme compañía y alegrar la casa; cuando pensaba en el desconsuelo que tendríais si yo muriese y en el que yo tendría si pudiese saber que me habíais perdido, su crrri, crrri, crrri, llegado del hogar, me hablaba con una vocecita tan dulce, tan simpática para mi corazón, que a su primer sonido se desvanecía mi pesar como un sueño, y cuando temía -lo temí alguna vez, ¡era yo tan joven!- que nuestro matrimonio fuese una unión desigual, por ser yo una niña y parecer vos más bien mi tutor que mi marido; cuando temía que no pudieseis llegar, a pesar de vuestros esfuerzos, a amarme tanto como deseabais, su crrri, crrri, crrri me devolvía el valor y me llenaba de nueva confianza. He aquí por qué amo tanto al grillo.

-Y yo también -repitió John-. Pero, Dot, ¿afirmáis que deseo y espero poder llegar a amaros? ¿Qué queréis decir? ¿Cómo podéis hablar así? Lo había logrado mucho tiempo antes de conduciros aquí para que fueseis dueña y señora del grillo, Dot.

Dot apoyó un momento la mano en el brazo de John y le contempló con aire conmovido como si hubiese querido decirle algo. Un momento después se arrodillaba ante el cesto, charlando con animación, ocupadísima con los paquetes.

-No hay muchos paquetes esta noche, John; pero he visto algunos fardos detrás del carruaje, y aunque embaracen más, rinden mayor provecho, de modo que no podemos quejarnos, ¿verdad? ¿Sin duda habréis distribuido bastantes a lo largo del camino?

-Ya lo creo -respondió John-, muchos, muchos.

-Pero ¿qué es esta caja redonda? ¡Cielo santo! John, es una torta de boda.

-Sólo las mujeres pueden adivinar estas cosas -dijo John lleno de admiración-; un hombre no lo hubiera acertado nunca. En cambio, apuesto cualquier cosa a que si ponéis una torta de boda en una caja de té, en un catre de tijera, en una banasta de salmón o en cualquier otro continente inverosímil, una mujer sabrá adivinar lo que hay dentro sin la menor vacilación. Sí; es una torta de boda que he tomado en casa del pastelero.

-¡Y pesa horriblemente, algo así como... cien-libras! -exclamó Dot haciendo grandes esfuerzos para levantarla-. ¿A quién está destinada, John? ¿Dónde irá a parar?

-Leed la dirección en el lado opuesto.

-¡John! ¡Dios mío, John!

-¿Verdad que parece imposible? -preguntó éste.

-No puede ser -prosiguió Dot, sentándose en el suelo y sacudiendo la cabeza- que vaya destinada a Gruff y Tackleton, el comerciante de juguetes.

John hizo una señal afirmativa.

Mistress Peerybingle lo repitió unas cincuenta veces, pero no era en ella señal de afirmación, sino de sorpresa muda y llena de compasión. Durante aquel rato apretaba los labios imprimiéndoles una diminuta mueca, para la cual no estaban hechos a buen seguro, y continuó dirigiendo al mandadero una mirada distraída pero penetrante, mientras por su parte miss Slowboy, que tenía aptitud para reproducir fragmentos de conversación corriente para distraer al niño, pero despojándolos de todo sentido y poniendo los sustantivos en plural sin excepción alguna, preguntaba en alta voz al chiquitín si eran en verdad los Gruffs y Tackletons, comerciantes de juguetes; si se iría a las tiendas de los pasteleros para tomar las tortas de las bodas; y si las madres sabían reconocerlas en las cajas cuando los padres las llevaban a las casas.

-¿Y creéis que ese matrimonio se efectuará? -preguntó Dot-. ¡Dios mío! ¡Si May y yo íbamos a la misma escuela cuando éramos pequeñitas! -John iba a pensar en Dot, y a representársela tal cual debió ser cuando pequeñita, cuando iba a la escuela; no faltó mucho para que lo hiciera. La contemplaba ya con aire de satisfacción soñadora; pero se limitó a la contemplación y no dijo ni una palabra.

-¡Y él tan viejo, tan distinto de ella! Decid, John, ¿cuántos años más que vos tiene Gruff y Tackleton?

-¿Cuántas más tazas de té beberé esta noche de una sola vez de las que Gruff y Tackleton haya bebido jamás en cuatro? Ésta es mi pregunta -respondió en tono juguetón el mandadero mientras aproximaba su silla a la mesa y principiaba el asalto al jamón-. En lo que toca a comer, como poco, pero mi poco lo como a gusto.

Era una frase ritual de John, que solía repetir cada vez que comía; una de sus ilusiones inocentes, porque su insaciable apetito no dejaba de desmentirle ni una sola vez. En aquella ocasión la fórmula consabida no hizo brotar la menor sonrisa de los labios de su mujer, que, permaneciendo en pie entre los paquetes, rechazó lentamente la caja de la torta con su piececito, sin mirar ni un instante, aunque bajase los ojos, al lindo zapatito que tanto solía interesarla. Absorta en sus ensueños, se quedó allí sin acordarse del té ni de John, aunque éste la llamase y golpease la mesa con el cuchillo para despertar su atención, hasta que, al fin, se levantó y le tocó el brazo; Dot le contempló entonces un instante, y corrió en seguida a colocarse en su sitio a la mesa, cerca de la tetera, riéndose de su negligencia. Pero no fue aquélla la misma risa de antes; y del tono depende la música, según es bien sabido.

El grillo había callado también. No podría explicaros por qué aquel cuartito no tenía el mismo aspecto gozoso de antes.





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