El grillo del hogar Primer grito capítulo 1
Charles Dickens (1812-1870)
Capítulo I
Empezó el puchero. No necesito que me contéis lo que la señora Peerybingle dijera; yo me entiendo. Dejad que la señora Peerybingle se pase hasta la consumación de los siglos asegurando la imposibilidad de decidir cuál empezó: yo digo que fue el puchero. Tengo motivos para saberlo. El puchero empezó cinco minutos antes que el grillo, según el relojito holandés de cuadrante barnizado situado en el rincón.
¡Como si el reloj no hubiese cesado de tocar! ¡Como si el segadorcido de movimientos convulsivos y bruscos que lo remata, paseando la hoz de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha ante la fachada de su palacio morisco, no hubiese segado medio acre de césped imaginario antes que el grillo hubiese hecho notar su presencia!
A decir verdad, no fui nunca terco, como todo el mundo sabe. Por nada del mundo opondría mi opinión personal a la opinión de la señora Peerybingle, si no estuviese perfectamente seguro de lo ocurrido. «Nada me induciría a semejante cosa. Pero se trata de una cuestión de hecho, y el hecho es que el puchero empezó por lo menos cinco minutos antes que el grillo hubiese dado señal de vida. Si insistís, apostaré que transcurrieron diez minutos.
Dejarme contar el caso tal como ocurrió. Es lo que hubiera hecho desde la primera frase a no considerar que si cuento una historia debo empezar por el principio, y ¿cómo queréis que empiece por el principio si no empiezo por la vasija?
Parecía que la vasija y el grillo luchaban. Una lucha musical, exclusivamente musical. Vais a saber su origen y sus consecuencias.
La señora Peerybingle había salido al obscurecer de una tarde húmeda y fría, haciendo sonar sus zuecos sobre el empedrado lleno de lodo; por cierto que sus pisadas reproducían groseramente alrededor del patio una porción de figuras circulares de la primera proposición de Euclides. La señora Peerybingle había ido a la fuente a llenar el puchero. De vuelta ya, y quitados los chanclos, que no era poco -por ser los chanclos muy altos y la señora Peerybingle muy pequeña-, puso el puchero al fuego. Entonces perdió su sangre fría, o por lo menos olvidó la paciencia que la caracterizaba; porque estando el agua fría como el hielo y hallándose en forma de granizo líquido y escurridizo que se infiltra hasta lo más interno de toda substancia, incluso los círculos de hierro que sostienen los chanclos, no había respetado los dedos del pie de la señora Peerybingle, llegando a salpicar sus piernas. Y como precisamente, cuando estamos algo orgullosos de nuestras piernas, y con razón, procuramos con empeño usar medias aseadas, claro está que en principio hallaríamos algo durilla semejante prueba.
Además, el puchero mostraba una obstinación creciente. No quería dejarse acomodar sobre la barra superior de la rejilla; no quería prestarse tranquilamente a las desigualdades del carbón; se inclinaba hacia adelante con modales de borracho, y vertía entretanto el agua sobre el hogar, con insufrible sandez. Hay más: la tapadera, resistiendo a los dedos de la señora Peerybingle, empezó por girar de arriba abajo, y luego con ingeniosa testarudez, digna de mejor causa, se hundió de lado hasta el fondo del puchero. El cascarón del Royal-George no hizo para salir del agua la mitad de la resistencia monstruosa que la tapadera opuso a los esfuerzos de la señora Peerybingle, antes que ésta pudiese sacarla y colocarla de nuevo en su sitio.
Y aun entonces el desgraciado puchero se mostró huraño y gruñón, poniendo el asa en aire de desafío, y levantando el pico con burlona impertinencia hacia la señora Peerybingle, como si dijese: «No quiero hervir. Nadie me forzará a hervir».
Pero la señora Peerybingle, cuyo buen humor había vuelto, se frotó las manos regordetas para sacudir el polvo, y se sentó riendo ante el pucherillo. No obstante, la alegre llama se elevaba y caía sucesivamente, derramando espléndida claridad sobre el segadorcito colocado en lo alto del reloj holandés, de modo que parecía que estuviese pegado allí, inmóvil como un tronco ante el palacio morisco, y que sólo la llama estuviese en movimiento.
Y a pesar de todo, el hombrecito se movía; sufría sus espasmos acostumbrados, por segundo, siempre con la misma regularidad. Pero hay que notar con preferencia que era verdaderamente terrible observar los padecimientos de que era víctima apenas iba a sonar el reloj. Cuando el cuclillo sacaba la cabeza fuera de la abertura del castillo y cantaba su nota seis veces, cada uno de aquellos gritos le trastornaba como si fuese la voz de un fantasma o como si le tirasen de un alambre atado a sus piernas.
Sólo después de una violenta sacudida y cuando el alboroto de las cuerdas y las pesas colocadas debajo de él habían cesado enteramente, el pobre segador, lleno de espanto, iba calmándose poco a poco. Y no temblaba sin razón, porque los estrepitosos esqueletos de relojes, con sus algazaras inquietantes, llegan a desconcertar a una persona mayor, y me extraña mucho que hayan existido hombres, pero sobre todo holandeses, que se hayan complacido en inventarlos. En efecto; según la creencia popular, a los holandeses les gustan las vastas envolturas y los amplios vestidos para cubrirse de arriba abajo, de modo que hubieran obrado muy bien, por analogía, no dejando sus relojes desnudos y sin protección en las regiones inferiores de su individualidad.
Ahora bien; en aquel momento, notadlo bien, fue cuando el puchero empezó el concierto de la velada. En aquel momento el puchero, volviéndose tierno y musical, empezó a dejar oír en su garganta murmullos irresistibles y a permitirse breves ronquidos, que detenía en la primera nota, como si no estuviese seguro de que enlazasen bien con los murmullos. En aquel momento, después de haber realizado dos o tres vanas tentativas para ahogar sus sentimientos expansivos, sacudió todo mal humor, toda reserva, y dejó escapar de pronto un torrente de notas tan alegres, tan gozosas, que ni el ruiseñor estúpido tuvo de ellas la menor idea. ¡Y tan sencillas! Habríais podido comprender aquel canto como un libro, mejor quizá que ciertos libros que vosotros y yo podríamos citar. Con su cálido aliento, exhalado en una ligera nube que subía graciosa y coquetona a una altura de algunos pies y luego quedaba suspendida junto al ángulo de la chimenea, como en su cielo familiar, el puchero prosiguió su canción con tanto arranque y energía, que su cuerpo zumbaba y se zarandeaba de placer sobre el fuego, y la misma tapadera, la tapadera poco ha rebelde -tan potente es la influencia del buen ejemplo-, ejecutó una especie de jiga(1) haciendo un ruido semejante al de un címbalo adolescente, sordo y mudo, que nunca conociera el son de su mellizo.
Indudablemente, el canto del puchero era un canto de invitación y de bienvenida dirigido a alguien de fuera, a alguien que se dirigía en aquel momento hacia el grato rincón doméstico, hacia el fuego que chisporroteaba. La señora Peerybingle lo sabía perfectamente, mientras su imaginación se entregaba a dulces ensueños delante del hogar.
-La noche es negra -cantaba el puchero-; las hojas muertas cubren el camino; arriba reinan la bruma y las tinieblas; abajo no hay más que miserable lodo; no se halla en la atmósfera, triste y sombría, un solo punto en que pueda descansar la mirada, y apenas se ve un fulgor rojo-obscuro y siniestro en la dirección en que imperan el Sol y el viento. No es más que un fuego rojo que marca las nubes para castigarlas por el mal tiempo que causan. El vasto llano, en toda su extensión, es tan sólo una larga faja negruzca de lúgubre aspecto. El poste indicador está cubierto de escarcha. La lluvia congelada hace resbaladizo el camino; más abajo el agua no se ha convertido del todo en hielo, pero ya no es libre; nada conserva su forma natural; pero ¡él viene, él viene, él viene!
Aquí, precisamente en este punto, fue cuando el grillo entró en escena con un crrri, crrri, crrri, de magnífica potencia a coro con el puchero; pero con una voz tan asombradamente desproporcionada a su estatura -¡su estatura!, era casi invisible-, sobre todo comparándole con el puchero, que si por desgracia hubiese reventado como un cañón excesivamente cargado, cayendo, víctima de su celo, su cuerpecito roto en mil fragmentos, no hubiera parecido sino la consecuencia natural y perseguida con su trabajo afanoso.
El puchero había terminado el solo. Perseveró con ardor constante; pero el grillo se erigió en concertino y se mantuvo en su supremacía. ¡Dios mío, qué modo de gritar! Su voz trémula, aguda y penetrante a la vez, resonaba en la casa y parecía fulgurar como una estrella en medio de la obscuridad que reinaba en el exterior. Notábase en sus notas más elevadas un indescriptible temblorcillo que permitía creer que, arrebatado por la intensidad de su entusiasmo, no permanecía en equilibrio sobre sus piernas y se veía obligado a saltar y brincar. No obstante, marchaban muy bien unidos el grillo y el puchero. El estribillo de la canción era siempre el mismo, y, gracias a su mutua emulación, lo repetían con voz cada vez más fuerte.
La linda oyente -hay que saber que la señora Peerybingle era joven y bonita, aunque tenía una figura de las que suelen llamarse regordetillas, lo que no es tacha apreciable, según mi gusto particular-; la linda oyente, pues, encendió una bujía, dirigió una mirada al segador que remataba el reloj y que estaba haciendo una cosecha más que mediana de minutos, y miró por la ventana; pero la obscuridad no le permitió ver más que su cara reflejada en el vidrio. Verdad es -según mi opinión, y según la vuestra también, lo juraría- que en vano habría buscado la señora Peerybingle por algunas leguas a la redonda algo tan agradable como lo que entonces pudo contemplar. Cuando volvió a sentarse en su sitio, el grillo y el puchero se esmeraban todavía en el canto con cierta rivalidad furiosa, siendo indudablemente el lado flaco del puchero la presunción de vencer constantemente.
Notábase entre los dos toda la animación de una carrera. ¡Crrri, crrri, crrri!... El grillo logra una milla de delantera. ¡Hum, hum, hum-m-m!..., el puchero zumba tras él como una gruesa peonza. ¡Crrri, crrri, crrri!..., el grillo dobla la esquina. ¡Hum, hum, hum-mm!..., el puchero se le acerca cada vez más, va sobre sus talones; no hay que temer que suelte su presa. ¡Crrri, crrri, crrri!... El grillo está más floreciente que nunca. ¡Hum, hum, hum-m-m!..., el puchero va poco a poco, pero avanza sobre terreno firme. ¡Crrri, crrri, crrri!... El grillo va a triunfar. ¡Hum, hum, hum-m-m!..., el puchero no le dejará vencer. Hasta que puchero y grillo se mezclaron y se confundieron de tal modo en el desorden y la precipitación de la carrera, que para decidir con algún acierto si el puchero gritaba o el grillo zumbaba, o si, por el contrario, el grillo gritaba y el puchero zumbaba, o si ambos gritaban y zumbaban a la vez, se necesitaba mejor cabeza que la mía y quizá que la vuestra. Pero lo indudable es que el puchero y el grillo, en un solo y único momento y por medio del poder de una combinación que únicamente ellos conocen, enviaron sus consoladoras canciones desde las cercanías del fuego a un rayo de luz que, brillando a través de la ventana, iba a hundirse en el fondo del tenebroso camino, y aquella luz, dando de lleno sobre cierta persona que en el mismo instante avanzaba por aquel lado entre la obscuridad, le explicó toda la cuestión en un abrir y cerrar de ojos -al pie de la letra- y le gritó:
-¡Bien venido seas a tu casa, antiguo compañero! ¡Bien venido seas, muchacho!
Logrado este fin, el puchero, vencido en toda la línea, derramó furioso su contenido hirviente, y fue apartado del fuego.