El grillo del hogar Tercer grito capítulo 5

El grillo del hogar Tercer grito capítulo 5


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo V

Toda la atención de Dot, durante este discurso, se había concentrado en el padre y la hija; pero al dirigir la mirada al segadorcito que permanecía en la pradera morisca, vio que iba a dar la hora dentro de algunos minutos y cayó inmediatamente en un estado pronunciadísimo de agitación nerviosa.

-Padre mío -dijo Berta, vacilando-; María...

-Sí, hija mía -respondió Caleb-; aquí está.

-No habrá variado. ¿No me habéis dicho nada de ella que no sea cierto, verdad?

-Temo que lo hubiera hecho, hija mía -respondió Caleb-, si hubiese podido figurármela mejor de lo que realmente es. Pero, por poco que la hubiese cambiado, la hubiera hecho disfavor. No era posible mejorarla.

Aunque la cieguecita preguntase a su padre por Dot con la mayor confianza, era delicioso ver la alegría y el orgullo que manifestó al oír la respuesta de Caleb y las nuevas caricias que prodigó a Dot.

-No obstante, amiga mía -insinuó ésta-, pueden ocurrir más variaciones de las que os imagináis. Variaciones para mayor bien de todos; variaciones que causarán gran alegría a algunos de nosotros. Si alguna variación debe conmoveros, ha de ser la que ocurrirá; y es necesario que no os dejéis arrastrar por una emoción demasiado viva. ¿No es un rumor de ruedas lo que se oye en el camino? Vos, que tenéis tanta delicadeza de oído, Berta, decidme si son ruedas.

-Sí, y avanzan con gran rapidez.

-Bien..., bien..., bien sé que tenéis gran finura de oído -dijo Dot con la mano sobre el corazón y hablando evidentemente tan aprisa como podía para disimular mejor sus latidos-, y lo sé porque lo he notado con frecuencia, sobre todo ayer por la noche, al veros reconocer con tanta prontitud aquel paso extraño, aunque no sepa por qué dijisteis, y me acuerdo bien de ello: «¿De quién es este paso?» y por qué lo notasteis con más atención que otro paso cualquiera. Sí; como os decía ahora mismo, ocurren grandes variaciones en el mundo, grandes variaciones, y lo mejor que podemos hacer es disponernos a no asombrarnos de nada.

Caleb se preguntaba qué querría decir Dot, al notar que se dirigía tanto a él como a su hija. Viola con extrañeza tan turbada, tan agitada, que apenas podía respirar y le era preciso apoyarse en una silla para no caer.

-Son ruedas -exclamó jadeante-; son ruedas y se acercan. Están próximas; más próximas ya. Dentro de un instante habrán llegado aquí. ¿Oís cómo se detienen a la puerta del jardín? ¿Y este paso que se acerca a la puerta de entrada? El mismo paso de ayer, Berta, ¿no es verdad?... Y ahora...

Dot lanzó un grito de alegría, uno de esos gritos que ningún obstáculo puede detener, y, dirigiéndose hacia Caleb, le puso la mano ante los ojos en el mismo momento en que un joven entraba precipitadamente en la habitación, y arrojando el sombrero al aire, se acercaba al grupo.

-¿Ha terminado? -preguntó Dot.

-Sí.

-¿Felizmente?

-Sí.

-¿Os acordáis de esta voz, Caleb? ¿Habéis oído alguna vez una voz semejante a ésta?

-¡Si mi hijo, que marchó a las Américas del oro, viviese aún! -dijo Caleb, temblando.

-¡Vive! -exclamó Dot, apartando sus manos de los ojos de Caleb y palmoteando -¡Miradle! ¡Vedle en vuestra presencia, fuerte y sano! ¡Es vuestro querido hijo! ¡Vuestro querido hermano, Berta, que vive y os ama!

¡Ensalcemos a la criaturilla por sus transportes de júbilo, por sus lágrimas y por sus risas, mientras el padre y los dos hijos se abrazan apasionadamente! ¡Ensalcemos la efusión con que marchó al encuentro del atezado marinero, de hirsuta y negra cabellera, y la santa confianza con que, lejos de apartar sus rojos labios, permitiole besarlos libremente y estrecharla contra su corazón. ¡Pero ensalcemos también el cuclillo -¿y por qué no?- por haberse precipitado fuera de la trampa del palacio morisco y por haber saludado dos veces a la simpática reunión con su estribillo intermitente, como si también él estuviese borracho de alegría!

El mandadero, que entró entonces, retrocedió un poco; no esperaba por cierto hallar tan buena compañía.

-Mirad, John -dijo Caleb fuera de sí-; miradle. ¡Es mi hijo que ha vuelto de las Américas! ¡Mi hijo, mi propio hijo! ¡El que equipasteis y embarcasteis vos mismo; aquel de quien fuisteis siempre tan buen amigo!

El mandadero se le acercó para tenderle la mano y se detuvo bruscamente al parecerle reconocer en él las facciones del sordo que había traído en el coche.

-¡Eduardo! -exclamó-. ¿Erais vos?

-¡Contádselo todo ahora -dijo Dot-, y no me compadezcáis, porque estoy resuelta a no ser indulgente conmigo misma!

-Soy el anciano del coche -dijo Eduardo.

-¿Y cómo habéis tenido el valor necesario para entrar clandestinamente y gracias a un disfraz en casa de vuestro antiguo amigo? -repuso el mandadero-. Había hallado en vos, en otro tiempo, un muchacho leal... -¿cuántos años pasaron, Caleb, desde que creímos haber oído decir que había muerto y juzgamos tener la prueba de su defunción?-, un muchacho leal, que nunca hubiera obrado así.

-También yo conocí en otro tiempo a un amigo generoso, que fue para mí un padre más que un amigo -dijo Eduardo- y que nunca hubiera querido juzgar a un hombre, sobre todo a mí, sin oírle antes. Este hombre erais vos. Espero que me escucharéis ahora.

El mandadero, dirigiendo una mirada llena de turbación a Dot, que se mantenía alejada de él, respondió:

-Sea. Nada más justo; os escucho.

-Es preciso que sepáis que cuando partí de Inglaterra, muy joven aún -dijo Eduardo-, estaba enamorado y mi amor era correspondido. Se trataba de una jovencita muy niña aún, que quizá -es lo que me objetaréis- no conocía su propio corazón. Pero yo conocía al mío, y sentía vivísima pasión por ella.

-¡Vos! -exclamó John-. ¡Vos!

-Sí -respondió su interlocutor-; y ella me correspondía. Siempre lo he creído así, y ahora estoy seguro de ello.

-¡Cielo santo! -dijo el mandadero-. ¡Sólo esto faltaba!

-Permaneciéndole fiel -añadió Eduardo-, y volviendo a Inglaterra lleno de esperanzas, después de gran número de peligros y sufrimientos para realizar cuanto estaba de mi parte con relación a nuestro compromiso, supe, a veinte millas de aquí, que mi amada había sido perjura, que me había olvidado y que se entregaba a otro, a un hombre más rico que yo. No intenté dirigirle reprimenda alguna; sólo deseé verla y convencerme por mis propios ojos de la verdad de la acusación. Confiaba en que podían haberla obligado a tomar esta resolución a pesar de sus ruegos y sus recuerdos. Será un consuelo muy ligero -pensé-, pero al menos me consolaría un poco. Por esto vine. A fin de conocer la verdadera verdad, de observar libremente por mí mismo, de juzgar sin obstáculo alguno por parte suya y sin usar mi influencia personal sobre ella -suponiendo que la tuviese- me disfracé..., ya sabéis cómo, y me detuve en el camino..., ya sabéis dónde. Vos no sospechasteis de mí, ni... ella tampoco -señalando a Dot-; hasta que allí, junto al hogar, le dije una cosa al oído, y a poco me descubre.

-Pero cuando tu mujercita supo que Eduardo vivía y que estaba de regreso -añadió Dot, dirigiéndose a John, con la voz interrumpida por los sollozos, hablando por su propia cuenta como había ansiado hacerlo durante toda la narración del marinero-, y cuando hubo conocido su proyecto, le recomendó expresamente que mantuviese el secreto, porque su viejo amigo John Peerybingle era demasiado francote y demasiado torpe para ocultar el más mínimo detalle; sí, torpe, torpísimo para todo, incapaz de ayudarle en su proyecto, y cuando ella, es decir, yo misma, John, se lo hube contado todo, explicándole que su amada le creía muerto, que al fin se había dejado inclinar por su madre a un matrimonio que la pobre anciana llamaba ventajoso, y cuando ella, es decir, yo misma, John, le hube dicho que no estaban casados aún, aunque muy próximos a serlo, y que si se realizaba este matrimonio no consistiría más que en un sacrificio, porque la futura no sentía amor alguno, como él se puso casi loco de alegría al oír esta noticia, entonces ella, es decir, yo misma aún, dije que intervendría como antes había hecho tantas veces, que sondearía el ánimo de su amada, y podría asegurarse de que no se engañaría en cuanto yo dijese. Y así es; ¡no se ha engañado, John! ¡Y se han reunido, John! ¡Y se han casado, John, hace una hora! ¡Y aquí está la recién casada! ¡Y Gruff y Tackleton en buen peligro queda de morir soltero! ¡Y soy una mujer enteramente feliz, May, y que Dios os bendiga!

Ya sabéis, y abramos un paréntesis, que Dot era seductora hasta lo irresistible; pero nunca estuvo tan irresistible como en los transportes de gozo a que se entregó en aquel instante. Nunca se vieron felicitaciones tan tiernas, tan deliciosas como las que se prodigaba a sí misma y a la recién casada.

En medio del tumulto de emociones que se levantaban en su pecho, el honrado mandadero experimentaba honda confusión. De pronto corrió hacia Dot; pero Dot extendió la mano para detenerle y retrocedió, conservando la misma distancia de antes.

-No, John, no; oídlo todo. No me améis, John, hasta que hayáis escuchado todo lo que tengo que deciros. Obré mal no confiándoos mi secreto y lo siento. No creí haber obrado tan mal hasta el instante en que vine a sentarme junto a vos en el taburete ayer por la noche; pero cuando pude leer en vuestro semblante que me habíais visto paseando con Eduardo por la galería y comprendí lo que habíais llegado a pensar, me hice cargo de lo atolondrada que estuve y la gravedad de mi error.

¡Pobre mujercita! ¡Cómo sollozaba aún! John quería estrecharla entre sus brazos; pero ella no lo permitió.

-¡No me améis aún, John! Cuando el próximo matrimonio me entristecía, era porque me acordaba de May y de Eduardo, que se habían amado tanto durante su juventud, y porque sabía que el corazón de May estaba a cien leguas de sentir amor por Tackleton. ¿Lo comprendéis ahora, verdad?

John iba a precipitarse hacia su mujer; pero Dot le detuvo aún.

-No; esperad un poco. Cuando bromeo, como lo suelo hacer algunas veces, John, llamándoos torpe, ganso y dándoos otros nombres semejantes, es por el mismo amor que os tengo, John, y no querría cambiaros en un átomo, aunque fuese para convertiros en el monarca más grande de la tierra.

-¡Bravo, bravísimo! -exclamó Caleb con desusado vigor-. Ésta es mi opinión.

-Y cuando hablo de personas de mediana edad, de personas maduras, John, y cuando pretendo que los dos hacemos mala pareja, lo digo porque soy una criaturilla y por la misma razón que me hace jugar a damas; sólo en broma y para reír un poco, creedme.

Bien conocía Dot que John iba a aproximarse de nuevo y le detuvo por tercera vez; pero bien próxima estuvo a parar el golpe demasiado tarde.

-¡No, no me améis aún; dejadme un momento, John! Lo que deseo deciros sobre todo, lo he guardado para el fin. Querido, bueno, generoso John, cuando hablábamos cierto día del grillo del hogar, sentí mariposear junto a mis labios una confesión, que bien cerca estuvo de escaparse, y era que al principio no os había amado tan entera y tiernamente como os amo ahora; que cuando vine por primera vez a esta casa temí no llegar a amaros tanto como deseaba y como rogaba a Dios que me hiciese amaros; ¡era tan jovencita, John! Pero, John, cada día, cada hora os he amado con más entusiasmo. Y si hubiera podido amaros más de lo que os amo, las nobles palabras que os oí pronunciar esta mañana hubieran bastado para ello. Pero ya no puedo amaros más. Toda la afección que en mí conservaba -y tenía mucha afección, John- os la he dado, como merecéis, hace tiempo, mucho tiempo, y no puedo daros más. ¡Ahora, abrazadme, John mío! ¡Ésta es mi casa, John, y no penséis jamás, jamás, en hacérmela abandonar para enviarme a otra!

Jamás sentiréis, al ver una mujer en brazos de su marido, el placer que hubierais experimentado al contemplar a Dot corriendo hacia los brazos del mandadero. Fue la más completa, la más ingenua, la más franca escena de ternura y emoción de que podáis ser testigos durante toda vuestra vida.

Podéis estar seguros de que John se hallaba en un estado de éxtasis indecible, así como también de que a Dot le sucedía lo mismo, y de que todo el mundo se sentía felicísimo, incluso miss Slowboy, que lloraba de alegría, y que, deseando hacer partícipe del cambio general de felicitaciones al chiquitín, le presentaba sucesivamente, por riguroso turno, a cada uno de los asistentes, exactamente igual que si se hubiese tratado de una bandeja de refrescos.

Pero un nuevo rumor de ruedas se oyó al exterior, y alguien gritó que Gruff y Tackleton volvía. Y en seguida, el digno caballero apareció con el rostro inflamado y lleno de emoción.

-Veamos: ¿qué diablos ocurre, John Peerybingle? -preguntó al entrar-. Es preciso que haya algún error en todo este asunto. He citado para la iglesia a la señora Tackleton, y juraría que nos hemos cruzado por el camino, cuando ella venía hacia aquí. ¡Pero si está con vosotros! Os suplico que me dispenséis, caballero, no tengo el honor de conoceros; pero por si queréis hacerme el favor de dejar en paz a esta señorita, os advierto que tiene un compromiso formal para esta mañana.

-Pues no señor, no tengo el menor deseo de dejárosla -respondió Eduardo-. No pienso tal cosa.

-¿Qué queréis decir, vagabundo? -repuso Tackleton.

-Quiero decir -respondió sonriendo su interlocutor-, que os perdono vuestro mal humor, porque conozco que estáis exasperado; por esta mañana permaneceré sordo a vuestras frases groseras, del mismo modo que ayer por la noche lo estaba para todas las frases que se pronunciasen, fuesen las que fuesen.

¡Qué mirada le lanzó Tackleton, y cómo tembló!

-Siento en el alma, caballero -prosiguió aquél reteniendo la mano izquierda de May, y sobre todo su dedo del corazón-, y con particularísimo sentimiento, que esta señorita no pueda acompañaros a la iglesia; pero como ya ha estado en ella una vez esta mañana, supongo que la excusaréis.

Tackleton miró con fijeza el dedo del corazón de May y sacó del bolsillo de su chaleco un pedacito de papel de estaño, que, a juzgar por las apariencias, contenía un anillo.

-Miss Slowboy -dijo-, ¿tendréis la bondad de echar esto al fuego? Gracias.

-Notadlo -prosiguió Eduardo-, se trata de un compromiso anterior al vuestro, un compromiso muy antiguo que ha impedido a mi mujer su asistencia a la cita que le habéis dado.

-El señor Tackleton me hará la justicia de reconocer que le había confiado mi situación con toda fidelidad, y que más de una vez -añadió May ruborizándose- le he dicho que me sería imposible olvidar nunca a Eduardo.

-Ciertamente -asintió Tackleton-, ciertamente. Es justísimo; nada hay que añadir. ¿Sois el señor Eduardo Plummer, no es así?

-Éste es mi nombre -respondió el recién casado.

-No os hubiera reconocido, caballero -dijo Tackleton examinándole con mirada inquisitorial y saludándole profundamente-; os doy la enhorabuena, caballero.

-Gracias.

-Señora Peerybingle -añadió Tackleton volviéndose súbitamente hacia el lado en que permanecían Dot y su marido-; nunca me habéis tratado con benevolencia, pero he de confesar valéis más de lo que creía. John Peerybingle, dispensadme. Me comprendéis; esto me basta. No hay nada más que decir, caballeros y señoras. Todo está perfectamente. Adiós.

Después de haber pronunciado estas palabras, partió sin más ceremonia; sólo se detuvo un instante junto a la puerta para despojar la cabeza de su caballo de las cintas y flores que la adornaban, y darle al pobre animal un violento puntapié, sin duda con el fin de anunciarle que había surgido algún obstáculo en el curso de los acontecimientos.





Report Page