El grillo del hogar Tercer grito capítulo 6

El grillo del hogar Tercer grito capítulo 6


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo VI

Y que no habían de permanecer ociosos ni un solo instante, porque debían pensar seriamente en celebrar aquel día de modo que dejase una estela eterna en el calendario de fiestas y regocijos de la casa Peerybingle. De modo que Dot se puso a la obra para preparar un festín que cubriese de honor inmortal a su hogar y a los interesados. En un abrir y cerrar de ojos hundió sus brazos en la harina hasta el codo, incluyendo los deliciosos hoyuelos y procurándose el maligno placer de blanquear el vestido de John cada vez que éste se acercaba demasiado, deteniéndola para darle un beso. John lavó las legumbres, mondó los nabos, rompió los platos, derribó las marmitas de hierro llenas de agua fría sobre el fuego, y en resumen, se hizo útil por todos los medios imaginables, mientras que una pareja de ayudantas, llamadas a toda prisa de algunos lugares del vecindario, daban contra todas las puertas y chocaban en todos los rincones. En cuanto a Tilly Slowboy, con el niño en brazos, todo el mundo podía estar seguro de encontrarla donde quiera que fuese. Tilly no había dado nunca hasta entonces tales muestras de actividad; se multiplicaba prodigiosamente y su ubicuidad era objeto de la admiración general. Se la hallaba en el corredor a las dos veinticinco minutos, como escollo para los que entraban; en la cocina a las dos cincuenta minutos, a modo de trampa; en el granero, como un armadijo, a las tres menos veinticinco minutos. La cabeza del chiquitín ejerció de piedra de toque respecto de toda materia animal, vegetal o mineral que tuviese a su alcance, o, por mejor decir, no estuvieron aquel día en movimiento personas, muebles ni utensilios que no trabasen en un momento dado íntima amistad con la cabeza del niño.

Luego se formó una gran expedición destinada a ir a buscar a la señora Fielding para darle conmovedoras muestras de pesar por su ausencia, y conducirla, de grado o por fuerza, a sentirse feliz y a perdonarlo todo. Y cuando la expedición exploradora hizo su primer reconocimiento, la señora Fielding no quiso oír ni una palabra al principio; repitió un número incalculable de veces que había vivido hasta entonces con el único fin de llegar hasta aquel día; que no se le pidiese nada más; que sólo debían conducirla a la tumba, cosa que parecía absurda porque estaba viva, y muy viva; y al cabo de algún tiempo cayó en un estado de tranquilidad de mal augurio, y observó que en la época de la famosa catástrofe ocurrida en el comercio de índigo, había previsto ya que durante toda su vida quedaría expuesta a toda clase de insultos y ultrajes; que, por lo tanto, no se extrañaba de lo ocurrido, y que suplicaba que nadie se ocupase de ella en lo más mínimo -¿qué era ella en realidad? ¡Dios mío, nada! ¡Un cero a la izquierda!-. Y, por fin, que procurasen olvidar que una criatura tan mísera hubiese existido, y que todo el mundo siguiese su camino como si ella no hubiese vivido jamás.

Pasando de este tono amargo y sarcástico a un lenguaje inspirado por la cólera, hizo escuchar la notable frase siguiente: «Que el vil gusanillo se yergue cuando le pisan»; después de lo cual expresó un tiernísimo pesar. Si siquiera hubiesen depositado su confianza en ella, ¡qué ideas tan distintas le hubieran sugerido!

Aprovechándose de esta crisis operada en sus sentimientos, la expedición la abrazó; entonces la señora Fielding se puso los guantes y se dirigió a casa de John Peerybingle con actitud irreprochable, como mujer de mundo, llevando en la cintura, envuelto en un papel, un gorro de ceremonia, casi tan alto y seguramente tan rígido como una mitra.

El padre y la madre de Dot, que debían acudir en otro carruaje, tardaban más de lo regular; hubo alguna inquietud y se miró con frecuencia la calle por si se les veía. May Fielding miraba siempre desde un punto de vista opuesto al de todos y en dirección moralmente imposible; y cuando se lo hacían notar, decía creer que podía tomarse la libertad de mirar donde mejor le pareciera. Por fin llegaron los dos; formaban una parejita gordinflona que andaba a buen paso, menudo y firme, verdadera señal peculiar de la familia Dot. Dot se parecía muchísimo a su madre.

Entonces la madre de Dot tuvo que entablar nueva amistad con la madre de May; ésta se daba continuamente aires de soberana, mientras que la madre de Dot no hacía más que mover sus ligeros piececitos. Y el viejo Dot -quiero decir, el padre de Dot; he olvidado su verdadero nombre, pero no importa- se tomaba ciertas libertades con respecto a la señora Fielding; estrechole la mano inmediatamente, sin gran reverencia hacia el gorro de ceremonia, en el cual no pareció hallar más que una mezcla de engrudo y muselina, y no manifestó la menor sensibilidad hacia la catástrofe del índigo, en vista de que no podía remediarse ya; en resumen: según la definición de la señora Fielding, era un hombre bonachón, ¡pero tan grosero!...

Por nada del mundo quisiera olvidar a Dot, que hacía los honores de la casa con su traje de boda. ¡Bendito sea su lindo semblante! Tampoco me olvidaré del mandadero, que tan jovial y tan rubicundo se sentó a la cabecera de la mesa, ni del moreno y audaz piloto, ni de su graciosa mujer, ni de ningún otro convidado. En cuanto a la comida, sentiría mucho no poder hablar de su esplendidez. Nunca se ha saboreado comida tan substanciosa y apetitosa, y no dejaré de mencionar los rebosantes vasos que se hicieron chocar en honor de las bodas; olvido que sería indudablemente el peor de todos.

Después de la comida, Caleb entonó su canción báquica en honor del vino espumoso. Y la cantó durante todo el resto del año, creedme.

Y casualmente ocurrió, en el mismo instante en que Caleb terminaba la canción, un incidente imprevisto.

Llamaron ligeramente a la puerta; un hombre entró vacilando sin decir «con vuestro permiso», o «¿se puede?» Llevaba algo muy pesado en la cabeza y dejó su fardo en el centro de la mesa, sin desordenar su simetría, en medio de las manzanas y las nueces.

-El señor Tackleton -dijo- os saluda, y como no necesita para él la torta de boda, supone que le haréis el honor de comérosla.

Después de haber pronunciado estas palabras se fue.

Todo el mundo quedó algo sorprendido, como podéis suponer. La señora Fielding, que era persona de infinito discernimiento, insinuó que la torta estaba envenenada y contó la historia de cierta torta que había amoratado a todo un colegio de señoritas; pero unánimes reclamaciones decidieron el sitio de la plaza. May hundió el cuchillo en la torta, muy ceremoniosamente y entre la alegría general.

No creo que nadie la hubiese probado aún, cuando alguien golpeó de nuevo la puerta; abrieron, y compareció el mismo hombre, que traía bajo el brazo un enorme paquete envuelto en papel de estraza.

-El señor Tackleton os saluda y os envía estos juguetes para el chiquitín. No son mezquinos.

Y dicho esto, se retiró como la primera vez.

Gran dificultad hubieran experimentado los concurrentes para hallar palabras apropiadas con que expresar su asombro, aunque hubiesen tenido más tiempo para buscarlas. Pero no pudieron tomárselo, porque apenas el enviado cerró la puerta, sonó un tercer golpe, y el mismo Tackleton penetró en la casa.

-Señora Peerybingle -dijo el comerciante de juguetes con el sombrero en la mano-: siento mucho lo ocurrido, mucho más de lo que lo he sentido esta mañana. He pensado largamente en ello, John Peerybingle; mi carácter es bastante malo por naturaleza; pero no puede menos de mejorarse un tanto al lado de un hombre como vos. Caleb, la niñera me dio inconscientemente ayer por la noche cierto consejo enigmático, cuya clave he podido hallar. Me sonrojo al pensar cuán fácil me hubiera sido asegurarme vuestro cariño y el de vuestra hija, y cuán idiota he sido al creerla idiota. Amigos míos -permitidme que os llame así-; mi casa está muy solitaria esta tarde. No tengo ni un solo grillo en mi hogar. Apiadaos de mi soledad y permitidme que permanezca en vuestra feliz compañía.

Al cabo de cinco minutos estuvo como en su propia casa. ¡Había que verle! ¡Cómo se las había arreglado toda su vida para disimular en tanto tiempo aquella inmensa jovialidad! ¡Oh, qué no habrían hecho las hadas para cambiarle de aquella manera!

-¡John! ¿Queréis mandarme, o no, esta noche, a casa de mis padres? -murmuró Dot en voz baja.

-¡Bien cerca había estado de disponerlo!

Sólo faltaba un ser viviente para completar el cuadro; pero llegó en un abrir y cerrar de ojos, sediento, muy alterado por la carrera que había hecho y procurando con inútiles esfuerzos meter la cabeza en el gollete demasiado estrecho de un cántaro. Había seguido el coche hasta el término del viaje, muy contrariado por la ausencia de su amo y prodigiosamente rebelde hacia el sustituto. Después de haber dado alguna vuelta por los alrededores del establo, había procurado inútilmente excitar al caballo a que volviese solo y por un acto positivo de rebelión se había tendido delante del fuego en la sala común del figón vecino. Pero cediendo súbitamente a la convicción de que el sustituto del honrado John no valía la pena de que se le tomase en serio, se levantó, le volvió la espalda y prosiguió el camino de su casa.

Luego empezó el baile. Me hubiera contentado con mencionar de un modo general esta diversión, sin decir ni una palabra más, si no tuviese algún motivo para suponer que fue un baile muy original y de carácter poco común. He aquí cómo se pusieron a la obra los concurrentes:

Eduardo, que era un muchacho bondadoso y francote, les había contado mil maravillas de los loros, las minas, los mejicanos, el oro en polvo, etc., cuando de pronto se le ocurrió la idea de saltar de la silla y proponer un baile, ya que el arpa de Berta estaba allí, y Berta la tocaba primorosamente. Dot -¡buena pieza!, ¡bastante hipocritona algunas veces!- pretendió que el tiempo del bailoteo había pasado para ella; pero yo presumo que la causa verdadera de su reserva fue que el mandadero fumaba su pipa, y ella prefería permanecer a su lado. Con este precedente, la señora Fielding no podía aceptar bailarín alguno, y quedó obligada a decir que el tiempo de la danza también había pasado para ella, y todos dijeron lo mismo, excepto May; May estaba pronta a bailar.

De modo que Eduardo y May se levantaron, entre el aplauso general, para bailar solos, y Berta tocó la pieza más arrebatadora de su repertorio.

Pues bien; creedme o no, apenas hubieron bailado cinco minutos, súbitamente el mandadero tira la pipa, coge a Dot por la cintura, se lanza en medio de la habitación y voltea rápidamente con ella haciendo piruetas, ora sobre los talones, ora sobre la punta del pie. Apenas les vio Tackleton, se deslizó suavemente hacia la señora Fielding, la cogió por la cintura y siguió el vaivén. Al notarlo el viejo Dot, se puso en pie y arrebató a la señora Dot en medio del grupo, poniéndose a su cabeza; Caleb, al verlos, tomó a miss Slowboy por ambas manos y partió en seguida con ella, y miss Slowboy, convencida por completo de que las únicas reglas de danza consisten en penetrar vivamente entre las demás parejas y ejecutar a su costa cierto número de choques más o menos violentos, se entregó a estos ejercicios con entusiasmo.

¡Escuchad! El grillo acompaña la música con su crrri... crrri... crrri... y el puchero zumba con todas sus fuerzas.

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Pero ¿qué es esto? Mientras les escucho con vivísimo sentimiento de felicidad y me vuelvo hacia el lado de Dot para contemplar otra vez aquel semblante que tanto me gusta, Dot y los demás se han desvanecido en el aire y me han dejado solo. Un grillo canta en el hogar; un juguete, roto, yace en el suelo. No veo nada más.





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