El grillo del hogar Tercer grito capítulo 4

El grillo del hogar Tercer grito capítulo 4


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo IV

-No, John, no ha concluido todo. No digáis aún que todo ha concluido. No lo digáis aún. He oído vuestras nobles palabras, y no quiero marcharme sin deciros que me han llenado de hondo reconocimiento. No digáis que todo ha concluido antes que el reloj haya sonado otra vez.

Dot, que entró poco después de Tackleton, había permanecido en la habitación. Ni siquiera miraba a Tackleton; con los ojos fijos en su marido, se mantenía fuera de su alcance, dejando entre ella y él la mayor distancia posible; y aunque hablase con el entusiasmo más apasionado que pueda imaginarse, no se acercó a John ni siquiera en aquellos instantes de vivacidad. ¡Cuán diferente se mostró en este detalle de la Dot de antes!

-No hay reloj que pueda hacer sonar para mí por segunda vez las horas pasadas, desgraciadamente -replicó el mandadero con débil sonrisa-. Pero ya que lo queréis, sea así. Pronto sonará la hora; no tendremos que aguardar largo tiempo. De buen grado realizaría cosas más difíciles por complaceros.

-Muy bien -murmuró Tackleton-. Es preciso que me marche, porque cuando la hora suene, debo estar en camino para la iglesia. Buenos días, John Peerybingle. Siento privarme de vuestra compañía. Tanto por dejaros como por las circunstancias.

-¿He hablado claramente? -preguntó John acompañándole hasta la puerta.

-¡Oh, muy claramente!

-¿Y os acordáis de lo que os he dicho?

-Sí, y si queréis que os lo exprese con claridad -dijo Tackleton, no sin haber tomado previamente la prudente precaución de empezar a subir al coche-, debo deciros que ha sido para mí tan inesperado el lance, que no es probable que lo olvide.

-Tanto mejor para los dos -repuso John-. Adiós. Buena suerte.

-Querría poder deciros lo mismo -dijo Tackleton-; pero ya no es factible, os doy por lo menos las gracias. Y dicho sea entre nosotros -creo que ya os lo he significado-, no creo pasarlo peor en mi matrimonio, aunque May no me haya hecho grandes demostraciones de cariño. Adiós. Cuidaos mucho.

John le siguió con la mirada hasta que la distancia le hizo aparecer lo suficientemente pequeño para quedar oculto entre las flores y las cintas de su caballo. Entonces, exhalando un profundo suspiro, fuese a vagar como alma en pena a la sombra de unos olmos vecinos con el propósito de no entrar en su casa hasta que diese la hora.

Su mujercita, que había quedado sola, sollozaba amargamente; pero se enjugaba los ojos con frecuencia y detenía el curso de sus lágrimas para decirse:

-¡Dios mío! ¡Qué bueno es!¡Qué excelente!

Y luego, una o dos veces se echó a reír con tanta cordialidad, con un aire de triunfo tan raro y de un modo tan incoherente -puesto que no cesaba de llorar al mismo tiempo-, que Tilly se espantó sobremanera.

-¡Oh por Dios, no hagáis tal cosa! -dijo-. ¡Podríais matar al niño, por Dios!

-¿Le traerás alguna vez a su padre, Tilly, cuando yo no pueda vivir aquí y me haya vuelto a mi casa? -le preguntó su señora enjugándose los ojos.

-¡Oh, por Dios! ¡No hagáis tal cosa! -exclamó Tilly desencajada y dando un aullido atroz, exactamente igual a los de Boxer-. ¡Por Dios, no hagáis tal cosa! ¡Por Dios!, ¿qué habrá hecho todo el mundo a todo el mundo para que todo el mundo sea tan desgraciado? ¡Uh, uh, uh, uh!...

La sensible Slowboy iba a lanzar un aullido tan terrible, a causa de los mismos esfuerzos que había hecho para ahogarlo, que el chiquitín se hubiera despertado infaliblemente, experimentando un terror enorme, seguido de lamentables consecuencias -de convulsiones probablemente-, si sus ojos no hubiesen hallado a Caleb Plummer, que entraba con su hija. Llevada por la aparición de la visita al sentimiento de la mutua conveniencia, quedó en silencio durante algunos minutos, abriendo la bocaza; luego corrió al galope hacia la cama en que dormía el chiquitín y se puso a bailar una danza de bruja o baile de San Vito, al mismo tiempo que hundía la cara y la cabeza en las sábanas, hallando gran consuelo sin duda en tan extraordinarios ejercicios.

-¡Cómo! -exclamó Berta-, ¿no habéis asistido a la boda?

-Le dije, señora, que no asistiríais a ella -dijo Caleb en voz baja-. Sabía a qué atenerme en cuanto a vos. Pero os aseguro, señora -dijo el hombrecito tomándole ambas manos con ternura-, que no doy importancia a nada de lo que dicen. No les creo. Nada puedo hacer; pero esta insignificancia de hombre, antes se dejaría hacer pedazos que tolerar una sola palabra contra usted.

Rodeó a Dot con sus brazos y la estrechó como una niña hubiera acariciado a una de sus muñecas.

-Berta no ha podido quedarse en casa esta mañana. Temía, estoy seguro de ello, el son de las campanas y no podía soportar la proximidad de la boda. De modo, que hemos salido temprano de casa y hemos venido inmediatamente.

-He reflexionado sobre cuanto hice -dijo después de un momento de silencio-. Me reproché, hasta el punto de no saber qué resolución tomar, toda la pena que le he causado, y he resuelto que más vale -si queréis quedaros conmigo por breves instantes, señora- enterarla de toda la verdad. ¿Queréis quedaros conmigo estos instantes? -le preguntó Caleb, temblando de pies a cabeza-. Ignoro el efecto que le voy a producir; ignoro lo que pensará de mí; ignoro si después de la revelación amará aún a su pobre padre. Pero es enteramente necesario para su bien que quede desengañada, y en cuanto a mí, sean cuales fueran las consecuencias, es justo que las sufra.

-María -dijo Berta-, ¿dónde está vuestra mano? ¡Ah! Aquí, aquí está. -La llevó a sus labios con una sonrisa, y pasándola luego bajo su brazo, continuó-: Les oí hablar anoche de cierta acusación contra ustedes. Eran injustos.

La esposa del carretero guardaba silencio. Caleb respondió por ella:

-¡Eran injustos! -dijo.

-¡Estaba segura! -exclamó con orgullo-. Ya se lo dije a ellos. Me negué a oír en absoluto. ¡Acusarla con justicia! -apretaba entre las suyas la mano aprisionada y juntaba su mejilla con la de Dot-. ¡No! No estoy tan ciega como para eso.

Y Caleb estaba a un lado de la cieguecita, mientras que Dot permanecía al otro con su mano cogida.

-Os conozco a todos mejor de lo que os figuráis. Pero a nadie mejor que a ella. Ni a vos, padre mío. Nada percibo a mi alrededor con tanta realidad, con tanta verdad como a ella. ¡Si en este instante recobrara la vista, sin que se me dijera una sola palabra, la reconocería entre una multitud! ¡Hermana mía!

-Berta, hija mía -dijo Caleb-, necesito decirte algo que me pesa sobre la conciencia, ahora que estamos solos los tres. Debo hacerte una confesión. ¡Encanto mío!

-¿Una confesión, padre mío?

-Me alejé de la verdad y me perdí -prosiguió Caleb con expresión desgarradora que le alteraba el semblante por completo-. Me alejé de la verdad por tu amor, y este amor me hizo cruel.

Berta volvió hacia él su rostro, en que se reflejaba profundo asombro, y repitió:

-¡Cruel!

-Se acusa con harta severidad, Berta -añadió Dot-, lo reconoceréis vos misma; vais a reconocerlo en seguida.

-¡Él! ¡Cruel para conmigo! -exclamó Berta con incrédula sonrisa.

-Sin querer, hija mía -dijo Caleb-. Pero lo he sido, aunque hasta ayer no lo notara. Hija mía, óyeme y perdóname. El mundo en que vives no existe tal como te lo he representado. Los ojos de que te fiaste han mentido.

Berta volvió de nuevo hacia él su semblante, que mostraba creciente sorpresa, pero retrocedió y se estrechó contra su amiga.

-El camino de la vida te hubiera sido rudo, hija de mi corazón -continuó Caleb-, y he querido endulzártelo. He alterado los objetos, desnaturalizado el carácter de las personas, inventado muchas cosas que no existieron jamás, para hacerte más dichosa. He guardado secreto con respecto a ti, te he rodeado de ilusiones, ¡perdóneme Dios!, y te he colocado en medio de una existencia llena de ensueños.

-¡Pero las personas vivientes no son ensueños! -exclamó Berta precipitadamente, palideciendo y alejándose más aún de su padre-. ¡No podíais variarlas!

-Así lo hice, no obstante, Berta -confesó Caleb-. Una persona que conoces tiempo ha..., mi paloma...

-¡Oh, padre mío! -respondió Berta con acento de amarga reprensión-; ¿por qué decís que la conozco? ¿Acaso conozco algo? ¡Si no soy más que una miserable ciega sin guía!

Dominada por su desdicha, extendió las manos como si buscase su camino a tientas, y luego las condujo hacia su rostro con un gesto de tristeza y sombría desesperación.

-El que hoy se casa -prosiguió Caleb- es egoísta, avaro, déspota, un amo cruel para ti y para mí, hija mía, hace muchos años; repugnante en la faz como en el corazón, siempre frío, siempre duro; distinto por completo del retrato que te tracé, Berta mía, ¡distinto por completo!

-¡Oh! -exclamó la cieguecita, visible víctima de una tortura que estaba muy por encima de sus fuerzas-; ¿por qué habéis obrado así? ¿Por qué llenasteis siempre mi corazón hasta el borde para venir luego a arrancarme, como la muerte, los ídolos de mi amor? ¡Cuán ciega soy, Dios mío! ¡Cuán sola y desamparada estoy!

Su padre, desconsolado, bajó la cabeza sin responder más que con su aflicción y su remordimiento.

Berta se entregaba hacía un momento apenas a sus violentos transportes de pesar, cuando el grillo del hogar, que sólo ella pudo oír, empezó su crrri... crrri... crrri, no con alegría por esta vez, sino con acento débil, melancólico, tan triste y tan lúgubre, que Berta se echó a llorar; y cuando la imagen que había permanecido toda la noche al lado de John compareció detrás de ella, mostrándole a su padre con el dedo, Berta derramó lágrimas a torrentes.

En seguida oyó más claramente el canto del grillo, y aunque sus ojos no pudieron ver la imagen misteriosa, su alma la sintió revolotear alrededor de su padre.

-Dot -preguntó la cieguecita-, decidme lo que es mi casa en realidad.

-Es una pobre habitación, Berta, muy pobre y muy desnuda. Difícilmente podrá abrigaros el invierno próximo del viento y la lluvia. Está tan mal protegida contra el mal tiempo, Berta -siguió diciendo Dot en voz baja, pero clara-, como vuestro padre con su sobretodo de tela de saco.

La cieguecita, muy agitada, se levantó, y condujo a un lado a la mujer del mandadero.

-Los presentes de que tanto me cuidaba -dijo temblando-, los presentes que satisfacían mis menores deseos y recibía yo con tanta gratitud, ¿de dónde procedían? ¿Erais vos la que me los enviaba?

-No.

-¿Quién era?

Dot comprendió que Berta lo adivinaba y guardó silencio. La cieguecita se cubrió de nuevo el semblante con las manos, pero esta vez de un modo muy distinto.

-¡Un instante, Dot! ¡Un solo instante! Acercaos un poco. Hablad más bajo. Sois sincera, lo sé. ¿No me engañaréis?

-No, Berta; os lo prometo.

-Estoy segura de que no lo haréis. Harto os apiadáis de mí para engañarme. Dot, mirad el lugar en que estábamos un momento ha, en donde mi padre..., mi padre, tan amante y compasivo, está..., y decidme lo que veis.

-Veo -respondió Dot, que la comprendía perfectamente- un viejo sentado en una silla dejándose caer sobre el respaldo, con la cara apoyada en la mano como si necesitase el consuelo de su hija.

-Sí, sí, su hija le consolará. Continuad.

-Es un viejo gastado por el trabajo y los pesares; un hombre flaco, abatido, pensativo, cuyos cabellos blanquean. Le veo en este instante desesperado, inclinado profundamente, ahogado por el peso de sus penas. Pero, Berta, no temáis; otras veces le he visto luchando con valor y constancia por un fin noble y sagrado. Por ello rindo homenaje a su cabeza gris y la bendigo.

La cieguecita la dejó bruscamente, y arrodillándose ante su padre, tomó su cabeza blanca y la estrechó contra su pecho.

-¡Ya me ha vuelto la vista! ¡Ya tengo vista! -gritó-. He estado ciega, pero ya se han abierto mis ojos a la luz. Hasta ahora no la he conocido. ¡Pensar que podía haber muerto sin haber visto bien al padre que tanto me amaba!

Caleb no hallaba palabras bastantes para expresar su emoción.

-No hay en el mundo una cabeza hermosa y noble -exclamó la cieguecita permaneciendo en la misma actitud- que yo pudiese amar tan tiernamente, querer con afecto tan generoso como ésta; cuanto más blanca y triste sea, más la querré. Que no me digan más que soy ciega. ¡No habrá una arruga en este semblante, ni un cabello en esta cabeza que en el porvenir sea olvidado en los ruegos y en las acciones de gracias que dirija al cielo!

Caleb quiso balbucear:

-¡Berta mía!

-Y en mi ceguera le creía -murmuró la joven, mezclando con sus caricias lágrimas de verdadera ternura-, ¡le creí tan distinto! ¡Tenerle junto a mí día tras día, siempre preocupado por mi causa, y no haber pensado nunca en ello!

-El hombre fuerte y coquetón de blusa azul ha desaparecido -dijo el pobre Caleb.

-Nada se ha marchado -respondía Berta-, queridísimo padre. Todo permanece con vos. El padre a quien tanto amaba, el padre a quien nunca he amado ni conocido bastante, y el bienhechor que empecé a reverenciar y amar porque manifestaba tan tierna simpatía por mí: ¡El alma de cuanto me fue más caro permanece aquí, aquí, con el rostro marchito y la cabeza blanca! Y ya se acabó mi ceguera, padre.





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