El grillo del hogar Tercer grito capítulo 3

El grillo del hogar Tercer grito capítulo 3


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo III

Cuando resplandeció el día por completo, John se levantó y se vistió. No podía entregarse a sus gozosas ocupaciones cotidianas; le faltaba valor en la ocasión presente, pero no importaba; tratándose del día fijado para la boda de Tackleton, había procurado hacerse reemplazar en sus tareas. Habíase propuesto, sin sospechar lo que iba a ocurrir, ir a la iglesia alegremente con Dot, pero no había que pensar más en ello. Aquel día celebrábase también el aniversario de su matrimonio. ¡Quién le hubiera dicho que tal año había de tener tan lastimoso fin!

El mandadero esperaba una visita de Tackleton a primera hora y no se engañó. Apenas empezó a pasearse de arriba abajo junto a la puerta, vio a lo lejos el cochecito del comerciante de juguetes. A medida que iba aproximándose, John pudo notar con más precisión que Tackleton estaba ya de veinticinco alfileres para la boda, y que había adornado la cabeza de su caballo con flores y cintas.

El caballo se parecía más a un novio que su mismo amo, cuyo ojo semicerrado ofrecía una expresión más desagradable que nunca. Pero el mandadero no reparó en tal cosa; otros pensamientos hurgábanle el cerebro.

-John Peerybingle -dijo Tackleton, como si se condoliera de John-; ¿cómo habéis pasado la noche?

-No muy buena, señor Tackleton -respondió el mandadero, sacudiendo la cabeza-; tenía el espíritu turbado. Pero todo ha concluido. ¿Podéis concederme algo así como un cuarto de hora de audiencia?

-He pasado por aquí expresamente para veros -respondió Tackleton, bajando del coche-. No os molestéis por el caballo. Se mantendrá tranquilo con las riendas sujetas en el poste; si queréis, dadle un puñado de heno.

El mandadero fue a buscar heno al establo y lo puso delante del caballo; luego los dos hombres entraron en la casa.

-¿Supongo que no os casaréis antes del mediodía? -dijo John.

-No -respondió Tackleton-. ¡Tengo tiempo de sobra, tengo tiempo de sobra!

En el mismo instante en que penetraron en la cocina, Tilly Slowboy llamaba a la puerta del extranjero, que sólo se hallaba separada por unos cuantos escalones. Uno de sus congestionados ojos -Tilly había llorado toda la noche porque su señora lloraba- permanecía aplicado al agujero de la cerradura; Tilly redoblaba sus golpes y parecía muy espantada.

-No puedo lograr que me oigan -dijo Tilly, mirando a su alrededor-. Supongo que no habrá partido para el otro mundo.

Formulando este deseo filantrópico, miss Slowboy dio nuevos puñetazos y puntapiés a la puerta, obtener resultado alguno.

-¿Queréis que vaya allí? -preguntó Tackleton-. Es curioso.

El mandadero, que había apartado la mirada de la puerta, le indicó con un gesto que podía ir allí, si gustaba.

Tackleton acudió, pues, en ayuda de Tilly; la emprendió también a puñetazos y a puntapiés con la puerta sin obtener la menor respuesta. Vínole la idea de coger la manecilla, y habiéndola vuelto sin trabajo, metió la cabeza en la estancia por la puerta entreabierta, entró y salió en seguida corriendo.

-John Peerybingle -le dijo al oído-, supongo que aquí no habrá ocurrido nada esta noche..., ninguna violencia.

El mandadero se volvió vivamente hacia él.

-¡Ha partido! -añadió Tackleton-, y la ventana está abierta. No veo rastro alguno... Bien se ve que la habitación está casi al mismo nivel del jardín..., pero he temido algo..., algún incidente, ¿eh?

Y cerró casi por completo su ojo expresivo, que se había detenido sobre John con persistencia singular, ocasionándole tanto en el semblante como en todo el cuerpo una violenta contorsión; hubiérase dicho que quería arrancarle la verdad.

-Tranquilizaos -dijo el mandadero-. Penetró ayer por la noche en esta habitación sin haber recibido de mi parte el menor mal ni la menor injuria, y nadie entró aquí después de él. Se ha marchado por su propio albedrío. Capaz sería de salir por esa puerta y mendigar el pan de casa en casa toda mi vida, con tal de deshacer el pasado y que ese hombre no hubiera venido. Pero vino y se marchó. Asunto concluido.

-¡Oh!... Perfectamente -repuso Tackleton-. Se ha marchado sin el menor tropiezo.

La observación no fue oída por el carretero, que se sentó en una silla y se cubrió la cara con la mano antes de proseguir.

-Anoche me mostrasteis a mi mujer, a mi adorada esposa, en secreto...

-Y bien enternecida -insinuó Tackleton.

-Encubriendo la superchería de ese hombre y ofreciéndole ocasiones de hablarla a solas. Cualquier otra cosa hubiera visto mejor que ésa. Nadie más que vos quisiera que le hubiera hecho ver.

-Confieso que siempre he sospechado -dijo Tackleton-, y por eso he venido observando.

-Por lo mismo que usted me lo ha descubierto -prosiguió el carretero, sin hacerle caso-; y así como ha visto a mi esposa, a mi adorada esposa -y el tono de su voz se robustecía al decir esto, y su mano se cerraba con firmeza, como indicando un propósito formado-, en esa situación, es justo y razonable que veáis ahora por mis ojos para que leáis mis intenciones sobre este particular. Porque me he trazado una línea de conducta -añadió el mandadero, contemplándole atentamente-, y por nada del mundo me apartaré de ella.

Tackleton murmuró en términos generales algunas palabras de aprobación sobre la necesidad en que se hallaba John de ejecutar una venganza cualquiera; pero la actitud de su interlocutor le dominó. Por más sencilla y ruda que fuese, tenía cierta nobleza y una dignidad natural que sólo podían derivar de un fondo de honor y de generosidad bien arraigado en su alma.

-Soy un hombre sencillo y rudo -prosiguió John- y no tengo grandes méritos, ¡bien sé a qué atenerme sobre el particular! No soy ingenioso, como sabéis muy bien; no soy joven; amé a Dot porque la vi crecer desde su niñez en casa de su padre; porque conocía todo su valer; porque había llenado mi vida durante años enteros. Con muchos, muchísimos hombres, no podré compararme jamás; ¡pero nadie hubiera amado tanto a Dot como yo la amo!

Detúvose y golpeó suavemente el suelo con el pie durante algunos momentos antes de proseguir su peroración.

-He pensado frecuentemente que, aunque no formase con ella la pareja más proporcionada del mundo, llegaría a ser un buen marido y a apreciar quizá su valía mejor que cualquier otro; y por este motivo creí que nuestro matrimonio no sería disparatado por completo. Y nos casamos.

-¡Ah! -exclamó Tackleton moviendo la cabeza con ademán intencionado.

-Me había estudiado, la había puesto a prueba; sabía cuánto la amaba y cuán feliz sería -añadió el mandadero-. Pero no había reflexionado suficientemente, y hoy lo siento con toda el alma, sobre las consecuencias que resultarían con respecto a ella.

-A buen seguro -dijo Tackleton-. ¡El aturdimiento, la frivolidad, la ligereza! ¡No lo habéis reflexionado! ¡Habéis perdido de vista!... ¡Ah!

-Os agradecería que os abstuvieseis de toda interrupción -repuso John severamente- hasta que me comprendieseis, y estáis lejos de entenderme. Ayer hubiera muerto de un puñetazo al hombre que se hubiese permitido lanzar una sola palabra contra ella; hoy le pisaría el rostro, aunque fuese mi hermano.

El comerciante de juguetes le contempló asombrado. John prosiguió con tono algo más suave:

-¿Había yo reflexionado alguna vez que a su edad la arrebataba, resplandeciente de alegría y de belleza, a sus jóvenes compañeras, a las variadas y brillantes escenas de las cuales era Dot el adorno principal, la más espléndida estrella del firmamento, para encerrarla para siempre en mi triste casa y encadenarla a mi enojosa compañía? ¿Había reflexionado cuán distante estaba de su vivacidad, y cuán penosa había de ser mi condición chabacana para un espíritu tan pronto como el suyo? ¿Había reflexionado que no representaba en mí título ni mérito alguno el amarla, que cuantos la conocían daban en concebir el mismo afecto? ¡Nunca, nunca! Me aproveché de su carácter juguetón confiado en el porvenir, y me casé con ella. No quisiera haberlo hecho jamás; ¡por ella, Dios mío, por ella, y no por mí!

El comerciante de juguetes le contempló sin guiñar el ojo, y aun su ojo semicerrado se abrió completamente por esta vez.

-¡Dios la bendiga -dijo John- por la generosa constancia con que ha procurado apartar de mí este doloroso descubrimiento! Y perdóneme el cielo si mi pesada inteligencia no comprendió más pronto lo que ocurría. ¡Pobre niña! ¡Pobre Dot! ¡Y no la he adivinado yo, que he visto sus ojos llenos de lágrimas cuando se hablaba de matrimonios semejantes al nuestro! ¡Pobre muchacha! ¡Haber podido esperar que me amaría, haber podido creer que me amaba realmente!

-Es lo que ha procurado fingir, y tan bien lo ha fingido, que, a decir verdad, esto ha sido lo primero que me hizo entrar en sospechas.

E hizo valer la superioridad de May Fielding, a quien a buen seguro no podía acusarse de fingirle amor.

-Lo intentaba -dijo el pobre John con emoción mayor de la que hasta entonces había demostrado-, y sólo ahora empiezo a comprender cuánto le habrá costado. ¡Cuán buena ha sido! ¡Cuánto hizo por mí! ¡Qué corazón tan valiente y enérgico el suyo! Prueba de ello es la felicidad que he alcanzado bajo este techo, y que será siempre mi consuelo cuando quede solo aquí.

-¿Solo? -preguntó Tackleton-. ¿Piensas darte por enterado acaso?

-Tengo la intención -respondió el mandadero- de darle la mayor muestra posible de ternura y de ofrecerle la reparación más completa que he llegado a imaginar. Puedo librarla de un diario sufrimiento; del que resulta de un matrimonio desigual, y de los esfuerzos que ella hace para ocultarme su pena. Dot tendrá toda la libertad que yo pueda darle.

-¡Ofrecerle una reparación! ¡A ella! -exclamó Tackleton llevándose las manos a las orejas y poniéndolas gachas-. ¿Estaré equivocado? ¿Lo habré oído mal?

John cogió por el cuello al comerciante de juguetes y le sacudió como si fuese una caña.

-Oídme -dijo- y procurad comprenderme bien. Oídme. ¿Acaso no hablo con claridad?

-Con gran claridad -respondió Tackleton.

-¿Como hombre resuelto?

-A buen seguro, como hombre muy resuelto.

-Toda la noche pasada, toda la noche estuve sentado ante este hogar -exclamó el mandadero-, en el sitio en que frecuentemente podía contemplarla a mi lado, mientras ella me miraba con su lindo semblante. Pasé revista a su vida entera, día por día; he visto de nuevo su querida imagen presentándose ante mis ojos en todas las situaciones de su vida. Juro que es inocente, si es que hay alguien capaz de juzgar sobre inocencias y culpas.

¡Noble grillo! ¡Leales hadas domésticas!

-Ya estoy libre de cólera y desconfianza -prosiguió el carretero- y sólo me queda el dolor. En un instante malhadado volvió algún antiguo adorador, más en armonía que yo con los gustos y la edad de ella; un amante desdeñado tal vez por mí y a pesar de ella. En un instante desventurado, sorprendida y sin tiempo para decidir, se hizo cómplice de la traición, encubriéndola. Anoche le vio, en aquella ocasión en que los observamos. Mal hecho. Pero si hay verdad en la tierra, de nada más puede acusársela.

-Si opináis así... -empezó a balbucear Tackleton.

-Que parta, pues -prosiguió el mandadero-. Que parta con mi bendición por todas las horas de felicidad que me ha proporcionado, y mi perdón por las congojas de que ha sido para mí la causa. Que parta con la paz del corazón que le deseo. No me odiará jamás; por el contrario, aprenderá a amarme mejor, cuando no la arrastre a remolque de mi destino. Entonces llevará más ligeramente la cadena a que la até tan desgraciadamente para ella. Hoy hará un año que la arrebaté a su hogar, sin preocuparme de si sería o no feliz. Hoy volverá a él y no la importunaré más. Su padre y su madre llegarán en seguida; habíamos formado cierto plan para celebrar juntos este día; sus padres se la llevarán a su casa. Puedo confiar en ella, allí y en todas partes. Me deja después de haber vivido pura, y así vivirá siempre. Si me muriese -puedo morir quizá mientras ella sea joven; en pocas horas conozco que he perdido mis fuerzas-, Dot comprenderá que me he acordado de ella y que la he amado hasta el último día. He aquí la conclusión de lo que me hicisteis ver. Ahora todo ha terminado.





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