El grillo del hogar Tercer grito capítulo 1
Charles Dickens (1812-1870)
Capítulo I
Daban las diez en el reloj holandés situado en el rincón de la cocina cuando el mandadero se sentó junto al fuego, tan turbado, tan abatido por el pesar, que el cuclillo debió quedar aterrorizado, porque después de apresurarse a dar los diez gritos melodiosos de la hora, se hundió inmediatamente en el palacio morisco, cerrando con estrépito la puertecilla detrás de sí como si no tuviese valor suficiente para resistir por más tiempo tan desusado espectáculo.
El mismo segadorcito, aunque se hubiese armado con la hoz más cortante del mundo entero, no hubiera podido tajar tan cruelmente como Dot el corazón del mandadero.
Porque era el suyo un corazón tan lleno de amor a Dot, unido tan estrechamente, tan sólidamente al de Dot por los dulces y poderosos lazos del recuerdo, tejido precioso, cuyas cualidades tan innumerables como fascinadoras trabajan asiduamente para hacerlo más estrecho aún; un corazón en que Dot se había encajado, por decirlo así, tan suave y profundamente; un corazón tan sencillo y tan sincero, tan firme en su Verdad, tan recio para el bien, tan tolerante para el mal..., que al principio no pudo albergar cólera alguna ni pensamientos de venganza, y no halló en sí mismo más sitio que el destinado a guardar la imagen rota de su ídolo.
Pero poco a poco, insensiblemente, a medida que el mandadero permanecía por más tiempo absorbido por sus reflexiones ante el hogar, ya helado y sombrío, surgieron en su espíritu pensamientos más fieros que el viento furioso que se levanta en la obscuridad de la noche.
Allí estaba el viajero bajo su techo estrujado. Tres escalones, y ya estaba a la puerta de su dormitorio. Un golpe y caería por tierra. «Podríais cometer un asesinato sin daros cuenta de ello», le había dicho Tackleton. Mas, ¿por qué asesinato, dando al villano tiempo de aprestarse a luchar mano a mano? Al fin, era éste el más joven.
Era éste un pensamiento extemporáneo, importuno, para la negrura de su estado moral. Un anhelo rabioso que le indujera a la venganza habría de transformar la alegre mansión en un lugar maldito, al que los caminantes temerían acercarse al pasar de noche, y en el que verían los timoratos, en las noches sin luna, una lucha de sombras y oirían ruidos espantosos durante la tempestad.
El extranjero tenía la ventaja de la juventud. ¡Sí, sí!, era algún enamorado que encontró antes que John el camino de un corazón que él no había conmovido jamás; algún enamorado favorecido por ella, en quien habría pensado y soñado, por quien ella habría suspirado, mientras que él la creía dichosa en su compañía... ¡Cómo se entristecía sólo al imaginarlo!
Dot había subido al piso superior para meter en la cama al chiquitín. Mientras John se abandonaba a sus tristes reflexiones, solo, junto al fuego, Dot se puso a su lado sin que él lo notara -porque las congojas que sufría con incesante tortura le habían hecho perder hasta la percepción de los sentidos- y colocó el taburete a sus pies. John no se fijó en ella hasta que sintió la mano de Dot sobre la suya y vio que su mujer le miraba fijamente.
¿Con extrañeza? No. Es lo que le sorprendió al principio; y en tan alto grado, que tuvo que volver a mirarla para asegurarse de su naturalidad. No con extrañeza, sino con una mirada curiosa y escrutadora, pero no asombrada; una mirada inquieta, seria, seguida de una sonrisa extraña, salvaje, espantosa, como si le adivinara todos sus pensamientos, y nada más; sólo haré constar que cruzó las manos sobre la frente, dejándose caer los cabellos.
Aun cuando John hubiese podido disponer en aquel instante de la omnipotencia de Dios, no había que temer que hiciese caer sobre la cabeza de Dot el peso de una pluma. Tan misericordioso era, que le pesaba muchísimo verla tan agobiada en el taburete en que tantas veces la había contemplado alegre e inocente con amor y orgullo; y cuando Dot se levantó y se alejó de él sollozando, se sintió más calmado al ver su lugar vacío junto al suyo. La presencia de Dot, en aquel momento, era para él la pena más amarga a que pudiese obligársele, porque le recordaba el abismo de desolación en que acababa de caer y de qué modo acaba de romperse el lazo supremo que le unía a la vida.
Cuanto más meditaba sobre este punto, más persuadido estaba de que hubiera preferido verla herida ante sus propios ojos por muerte prematura con el chiquitín en brazos, y más redoblaba su violencia la ira contra su enemigo. Miró a su alrededor buscando un arma. Un fusil estaba suspendido en la pared.
John lo descolgó y dio un paso o dos hacia la puerta de la habitación del pérfido extranjero. Sabía que el fusil estaba cargado; una idea vaga de que tenía el derecho de matar a aquel hombre como a una fiera, dominó su espíritu y le invadió por completo como un lúgubre demonio, desterrando toda idea de clemencia y de perdón.
No, no es esto lo que quería decir. Aquella idea no desterró de su corazón toda idea de clemencia y de perdón, sino que las transformó con arte infernal, convirtiéndolas en aguijones que le estimulaban más aún, cambiando el agua en sangre, el amor en odio, la dulzura en ciega ferocidad. La imagen de su mujer desolada, humillada, pero recurriendo todavía a su ternura y a su piedad con poder irresistible no salía de su espíritu; pero la misma contemplación de esta imagen le empujaba hacia la puerta, elevaba el arma a la altura de su hombro, adaptaba y aseguraba su dedo en el gatillo, gritándole:
-¡Mátale!¡Mátale, mientras duerme!
Pero súbitamente el fuego que hasta entonces había dormido en silencio, iluminó la chimenea con un brillante chorro de luz, y el grillo del hogar reanudó su crrri..., crrri..., crrri...
Ningún sonido, ninguna voz humana, ni siquiera la de Dot, hubiera conmovido y calmado al pobre John tan eficazmente. Las palabras llenas de franqueza con que Dot le había hablado de su amor hacia el favorito del hogar resonaban aún vibrantes en su oído; le parecía verla; su tono, de suave franqueza, agitado por el ligero temblor; su dulce voz -¡qué voz!, o por mejor decir, ¡qué música doméstica tan a propósito para seducir a un hombre honrado junto al fuego!- todo acudía a reanimar sus buenos pensamientos, a envalentonarlos, a devolverles el calor y la vida.
Retrocedió ante la puerta, como un sonámbulo despertado en medio de un sueño terrible; dejó el fusil a un lado y cubriéndose el rostro con las manos, volvió a sentarse junto al fuego y halló algún consuelo en las lágrimas.
El grillo del hogar avanzó por la habitación y llegó a colocarse delante de él en forma de hada.
-Le quiero -dijo la voz de hada repitiendo las palabras que John recordaba tan fielmente-; le quiero por los buenos pensamientos que su música inocente hizo nacer en mí cada vez que le escuché.
-¡Son sus mismas palabras! -exclamó el mandadero.
-¡Me habéis hecho feliz en esta casa, y amo al grillo por la dicha que me ha proporcionado!
-Sí, ha sido muy dichosa en esta casa, bien lo sabe Dios -añadió el mandadero-. Ella es la que colmó de felicidad esta casa, siempre... hasta hoy.
-¡Tan graciosa, de tan buen humor, tan ocupada en las tareas domésticas, tan alegre, tan lista, de corazón tan amable!
-Si no lo hubiera comprendido así, ¿la habría amado acaso como la amaba?
-Decid «como la amo» -repuso la voz.
-Como la amaba -repitió el mandadero; pero su acento no era ya tan firme; su lengua insegura resistía a su voluntad, y quería hablar a su modo, en su nombre y aun en nombre de él.
La aparición, con apostura solemne, levantó la mano y dijo:
-¡Por tu hogar!
-¡El hogar se ha entristecido para siempre!
-¡El hogar que con tanta frecuencia ha... bendecido e iluminado -dijo el grillo-; el hogar que, sin ella, no hubiera sido más que una mezcla de piedras y ladrillos con barrotes de hierro mohoso; pero que, gracias a ella, se ha convertido en tu altar doméstico; el altar sobre el cual has sacrificado cada noche alguna mala pasión, algún egoísmo, algún cuidado, para depositar en él la ofrenda de un espíritu tranquilo, de una naturaleza confiada, de un corazón generoso, de suerte que el humo, al elevarse sobre su pobre chimenea, ha subido al cielo con suave perfume, con el del incienso quemado ante las más ricas urnas en los magníficos templos de todo el orbe! Por tu hogar, por su apacible santuario, rodeado de cuantas dulces influencias te recuerda, óyela, óyeme, porque aquí todo te habla el lenguaje de tu hogar y de tu hogar y tu familia.
¿Y creéis que este lenguaje habla en favor de ella? -preguntó John.
-¡Sí; todo lo que diga el lenguaje de tu hogar, debe ser en favor de ella -respondió el grillo-, porque este lenguaje no miente jamás!