El grillo del hogar Primer grito capítulo 6

El grillo del hogar Primer grito capítulo 6


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo VI

En un instante se agruparon todos a su alrededor. Caleb, que empezaba a dormirse sobre la caja de la torta de boda, súbitamente despertado, en el primer momento de turbación, había agarrado a miss Slowboy por los cabellos, pero apenas hubo recobrado el sentido, le pidió mil perdones.

-¡Dot! -exclamó John con su mujer entre los brazos-. ¿Estáis enferma? ¿Qué ocurre? ¡Hablad, querida mía!

Pero Dot, por toda respuesta, dio una palmada, y se puso a reír desaforadamente; luego, dejándose caer de los brazos de John al suelo, se cubrió el rostro con el delantal y se echó a llorar. Luego volvió a reír; lloró de nuevo; sintió frío, y se dejó conducir junto al fuego por su marido, sentándose en el mismo lugar de antes. El extranjero permanecía en pie, tranquilo y silencioso.

-Estoy mejor, John -dijo Dot-. Estoy completamente bien.

Pero mientras hablaba con John, miraba al lado opuesto.

¿Por qué se volvía hacia el extranjero como si hubiera de dirigirse a él? ¿Perdía Dot la cabeza?

-Me alegro mucho de que el lance haya concluido bien -murmuró Tackleton paseando la mirada por toda la habitación-. Eh, Caleb, un momento. ¿Quién es este hombre de cabellos grises?

-No lo sé, señor -respondió Caleb en voz baja-. No lo he visto nunca. Una bonita figura de cascanueces; un modelo enteramente nuevo. Atornillándole una quijada que bajase hasta caer encima del chaleco, sería delicioso.

-No está mal -dijo Tackleton.

-O bien para unos avíos de encender, ¡qué modelo! -observó Caleb sumido en profunda contemplación-. Se le vacía la cabeza para colocar los fósforos; se le alzan al aire los talones para la bujía; mirad, mirad: en esta actitud. ¡Qué admirable avío para colocar encima de la chimenea de un prócer!

-Puede decirse que no está mal -afirmó Tackleton-. Pero en fin, el plan es irrealizable. Vámonos. Cargad con la caja... Supongo que ya ha terminado por completo el percance.

-¡Por completo! ¡Por completo! -dijo la mujercita apresurándose a despedirle con una señal expresiva-. Buenas noches, muy buenas noches.

-Buenas noches, señora -añadió Tackleton-; buenas noches, John Peerybingle. Cuidado con la caja, Caleb. ¡Si el paquete cae, os rompo la cabeza! La noche está negra como boca de lobo; el tiempo está peor que nunca. ¡Diablo! Buenas noches.

Tackleton se dirigió a la puerta pronunciando estas palabras, no sin haber paseado por la habitación una segunda mirada escrutadora, y seguido de Caleb, que llevaba la torta de boda sobre la cabeza.

El mandadero había quedado tan ensimismado a causa del accidente que su mujercita había sufrido, tan ocupado en calmarla y cuidarla, que había olvidado casi enteramente la presencia del extranjero, hasta que le divisó, en pie todavía. Era el único extraño que permanecía aún en su casa.

-Se ha quedado -dijo John-. Es preciso que le dé a entender que ya es hora de marcharse.

-Os pido perdón, amigo mío -dijo el anciano, acercándose al mandadero-; con tanto más motivo cuanto temo que vuestra mujer se haya sentido indispuesta; pero la persona que mi dolencia me hace indispensable -y al mismo tiempo condujo la mano al oído y sacudió la cabeza- no ha llegado aún, y temo que haya sufrido algún error. El mal tiempo que esta noche me hizo encontrar tan agradable el abrigo de vuestro carruaje -¡ojalá no lo tenga nunca peor!-, es más crudo que antes. ¿Querríais tener la extremada bondad de cederme una cama por esta noche? Os satisfaré puntualmente su importe.

-¡Sí, sí! -respondió Dot-. Sí; es cosa resuelta.

-Bien, bien -dijo el mandadero sorprendido de aquiescencia tan pronta-. No hubiera sido yo quien... No estoy completamente seguro de que...

-¡Chist, John! -interrumpió Dot.

-¡Bah! Es sordo como una tapia.

-Lo sé, pero... Sí, señor, decididamente. Decididamente. Voy a arreglarle la cama en seguida, John.

Y al salir a toda prisa para preparar cuanto era necesario, la turbación que la invadía era tan extraña, que el mandadero, que la seguía con la mirada, quedó confuso.

-Y sus madrecitas arreglan las camas -gritó miss Slowboy al niño-, y sus cabellos estaban negros y rizados cuando se han quitado los gorros, y ¿qué es lo que ha dado miedo a los chiquitines sentados junto al fuego?

Por efecto de la inexplicable atracción que las más insignificantes bagatelas ejercen frecuentemente en un espíritu devorado por vagarosas dudas, el mandadero, paseándose de arriba abajo de la habitación, sorprendiose repitiendo mentalmente varias veces las absurdas palabras de Tilly. Las repitió con tanta frecuencia que llegó a aprenderlas de memoria y las recitaba como si fuesen una verdadera lección, cuando miss Slowboy, después de haber friccionado con la palma de la mano -según la añeja práctica de las niñeras- la cabecita calva del niño durante todo el tiempo que juzgó conveniente para su salud, le puso de nuevo el gorro y le anudó la cinta debajo de la barbilla.

-¿Qué es lo que ha dado miedo a los chiquitines sentados junto al fuego? ¿Qué es lo que ha dado tanto miedo a Dot? Me gustaría saberlo -murmuraba el mandadero, reanudando sus idas y venidas.

Arrancaba de su corazón las pérfidas insinuaciones del comerciante de juguetes, y, no obstante, se sentía lleno de un sentimiento de malestar vago e indefinido; porque Tackleton era listo y vivo, mientras que él estaba tan persuadido de su inferioridad, que cualquiera alusión directa o reticencia le alarmaban súbitamente. No tenía intención alguna de relacionar lo que le había dicho Tackleton con la conducta extraña de su mujer; pero ambos motivos de reflexión se presentaban simultáneamente a su espíritu, sin que John pudiese lograr su separación.

La cama estuvo hecha muy pronto; el extranjero, sin aceptar más refrigerio que una taza de té, se retiró. Entonces Dot, completamente tranquila, según decía, arregló el sillonazo poniéndolo en el rincón de la chimenea para que se sentase su marido: llenó la pipa de John, se la dio y colocó su acostumbrado taburetillo al lado de él junto al fuego.

Nunca había dejado de sentarse en aquel taburetillo; indudablemente que creía con firmeza que aquel taburetillo era delicioso, y muy apropiado para hacer resaltar ante su marido sus seductores hechizos.

Dot era, además, la mujer más hábil que se hubiera podido hallar en todo el orbe -hay que reconocerlo- para llenar una pipa. Nada más delicioso que el espectáculo que ofrecía al introducir en el vientre de la pipa su dedito regordete, luego al soplar en su interior para limpiar el tubo, y después de tan delicadas operaciones, al afectar la creencia de que realmente había quedado algo en el tubo, por cuyo motivo soplaba una docena de veces y la acercaba al ojo a modo de telescopio, mirando hasta el fondo con gestillo de su carita incomparable, era un precioso espectáculo. En cuanto a la colocación del tabaco, nadie hubiera podido enseñarle un grado nuevo de perfeccionamiento. Cuando tomaba un trozo de papel encendido para pegar fuego a la pipa sin chamuscar nunca la nariz del mandadero, en cuya boca permanecía aquélla, traspasaba el acierto e invadía ya el campo del arte, o mejor aún, del genio.

El grillo y el puchero, reanudando su cantata, así lo reconocían. El fuego, reanimando sus llamaradas, así lo reconocía. El segadorcillo del reloj, persistiendo en su labor maquinal, así lo reconocía. Y el carrero, con su tersa frente y complacida fisonomía, era el primero en reconocerlo.

Mientras fumaba su vieja pipa con aire grave y pensativo, mientras el reloj holandés hacía oír sin interrupción su monótono tic tac, el fuego brillaba alegremente, y el grillo cantaba a grito pelado; este benigno genio familiar de la casa -porque tal era el grillo- evocó en el espíritu del venturoso John, bajo formas fantásticas, una multitud de imágenes de su felicidad doméstica. Veía Dots de todas las edades y estaturas posibles que llenaban la habitación; Dots, niñas gozosas que corrían delante de él y que cogían las flores del campo; Dots, modestas, tan pronto rechazándole a medias como cediendo a medias, a las súplicas llenas de ternura que él les dirigía en medio de su rudeza; Dots recién casadas, atravesando el umbral de la casa y tomando posesión, como buenas guardadoras del hogar, de las llaves y de los armarios. Dots, madres, servidas por Slowboys ficticias, llevando niños a la ceremonia del bautismo; Dots, más maduras, aunque jóvenes y frescas todavía, vigilando como matronas venerables a otras Dots, hijas suyas, que se entregaban a danzas campestres; Dots, regordetas y redonditas, acosadas, sitiadas como venerandas abuelas por ejércitos de niños sonrosados; Dots, arrugadas, que se apoyaban en sus bastones y andaban lenta e inseguramente. Vio también desfilar ante sus ojos ancianos mandaderos con Boxers viejos y ciegos, tendidos a sus pies; nuevos carruajes conducidos por nuevos cocheros -«Peerybingle hermanos» se leía en el toldo-, mandaderos ancianos y enfermos, cuidados por las manos más dulces del mundo, y tumbas de mandaderos muertos, muertos tiempo ha, cubiertas de verde musgo en el fondo de los cementerios. Y mientras el grillo le hacía ver todas estas cosas -porque lo cierto es que las veía distintamente aunque sus ojos permaneciesen fijos en las llamas del hogar-, el mandadero se sentía feliz y satisfecho y daba gracias con toda el alma a sus dioses domésticos, sin acordarse más de Gruff y Tackleton.

¿Pero a qué viene esa imagen de joven que el mismo grillo-hada coloca tan cerca del taburete de Dot, y que permanece solo y en pie? ¿Por qué se quedaba junto a ella, con el brazo apoyado en la campana de la chimenea y repitiendo constantemente: «¡Casada y no conmigo!»?

¡Dot, Dot! ¡Sospechar de Dot! No; semejante idea no puede ocupar un lugar entre las visiones de vuestro marido. Pero, en tal caso, ¿por qué la sombra desconocida ha pasado por su hogar?





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