El grillo del hogar Primer grito capítulo 4

El grillo del hogar Primer grito capítulo 4


Charles Dickens (1812-1870)


Capítulo IV

Pero antes que la muchacha hubiese podido obedecer, la puerta fue abierta desde el exterior, pues era una puerta primitiva, de picaporte, que todo el mundo podía abrir a su antojo, y por cierto que no poca gente se daba semejante gusto; a todos los vecinos les agradaba charlar un poquito con el mandadero, aunque John no pecase ciertamente de hablador. La puerta abierta dejó el paso libre a un hombrecito delgado, con muestras de evidente preocupación, de rostro moreno y que, por las señas, se había confeccionado el sobretodo con una tela de saco que debió envolver alguna caja en tiempo lejano; porque al volverse el hombrecito para cerrar de nuevo la puerta, pudieron leerse claramente las iniciales G. y T. en su espalda, y la palabra cristal con letras grandes.

-Buenas noches, John -dijo el hombrecito-. ¡Buenas noches, señora! ¡Buenas noches, Tilly! ¡Buenas noches, desconocido! ¿Cómo sigue el niño, señora? ¿Boxer sigue bueno, verdad?

-Todo sigue a las mil maravillas, Caleb -respondió Dot-. Para convenceros de mis palabras, no tenéis más que empezar por fijaros en el nene que Dios me ha dado por hijo.

-O fijarme en vos misma -añadió Caleb.

No obstante, no se fijó en su interlocutora; su ojo errante y preocupado parecía siempre estar muy lejos, y era indudable que su alma estaba también ausente.

-O en John -siguió Caleb-, o en Tilly, o en el mismo Boxer.

-¿Estáis atareado, Caleb? -preguntó el mandadero.

-Sí, John, bastante -respondió Caleb, con el aire distraído de un sabio que buscase por lo menos la piedra filosofal-. Las cosas no van tan mal como se cree. La gente corre ansiosa tras las arcas de Noé. Yo hubiera deseado mejorar un poco la especie; pero a ese precio no puede hacerse más. Mucho me agradaría haber logrado que se conociera quiénes eran Shem y Hams y las esposas. Las moscas no pueden hacerse a esa escala como los elefantes. Y a propósito, John, ¿tenéis algún paquete para mí?

El mandadero hundió la mano en uno de los bolsillos del ropón que se había quitado, y sacó de él un tiestecito de flores, cuidadosamente rodeado de papel de musgo.

-¡Tomad! -dijo, arreglando las hojas con gran cuidado-. ¡Ni una hoja estropeada! ¡Cuánto capullo!

El ojo sombrío de Caleb se iluminó ante la planta. El hombrecito dio las gracias a su amigo.

-Es raro, Caleb -dijo el último-. Resulta muy raro en esta época.

-No importa. Cualquiera que sea el precio, siempre me parecerá módico. ¿Hay algo más, John?

-Una cajita -dijo el mandadero-. Hela aquí.

-Para Caleb Plummer -deletreó el hombrecito-. Con dinero(4), John. No creo que me lo manden a mí.

-Con cuidado -rectificó el mandadero mirando por encima del hombro de Caleb-. ¿Cómo habéis podido leer con dinero?

-¡Oh, tenéis razón! -dijo Caleb-. Esto es, con cuidado. Sí, sí; más arriba trae mi dirección. No quiere decir esto que no hubiese podido recibir cien francos, John, si mi pobre muchacho, que marchó a California, viviese aún. Le amabais como a un hijo, ¿verdad? No hay que asegurármelo; me consta. «A Caleb Plummer. Con cuidado.» Sí, sí, esto es; una caja de ojos de muñecas para las tareas de mi hija. ¡Ojalá sus ojos pudieran encontrarse también en el fondo de esta cajita!

-Lo desearía con todo mi corazón.

-Gracias -repuso el hombrecillo-. Vuestro lenguaje sale verdaderamente del corazón. ¡Cuando pienso que no podrá ver nunca las muñecas que están allí, fijando todo el día los ojos en ellas! ¿No es esto muy cruel? ¿Qué os debo por vuestro trabajo, John?

-Buen trabajo os haré pasar si repetís semejante pregunta. ¡Dot! Estuve a punto de...

-Os reconozco, John -dijo el hombrecillo-. Tal es vuestra bondad acostumbrada. ¡Vaya!, creo que estamos listos.

-No lo creo yo así -añadió el mensajero-. Haced memoria.

-¿Hay algo para el amo? -preguntó Caleb después de haber reflexionado un instante-. Tenéis razón: por orden suya vine, pero mi cabeza está tan fatigada con las arcas de Noé... y además, ¿no ha venido él en persona?

-¡Él! -respondió el mandadero-, no lo creáis; está demasiado atareado con su cortejo.

-No obstante, vendrá -dijo Caleb-, porque me recomendó que saliese por el camino acostumbrado, añadiendo que a buen seguro le encontraría. Y a propósito; bueno será que me vaya. Pero antes, señora, ¿tendríais la bondad de dejarme pellizcar la cola de Boxer por un segundo? ¿Me lo permitís?

-¡Qué pregunta tan ingrata, Caleb!

-Dispensadme y no hagáis caso de lo que ocurra, porque quizá no sea muy de su gusto. Acabo de recibir un pedido regular de perros rabiosos y desearía acercarme, en cuanto fuese posible, a la realidad, aunque la ganancia no exceda de doce sueldos.

Felizmente, Boxer, sin que fuese necesario aplicarle el estimulante propuesto, se puso a ladrar con excepcional ardor. Pero como tales ladridos anunciaban la llegada de una nueva visita, Caleb, aplazando para un momento más favorable su estudio del natural, colocose la cajita redonda sobre el hombro y se despidió a toda prisa. Y seguramente hubiera podido ahorrarse toda su agitación, porque encontró al recién llegado antes de trasponer la puerta.

-¿Estáis aquí todavía? Pues bien; esperad un poco. Os acompañaré hasta vuestra casa. John Peerybingle, estoy a vuestra disposición, y sobre todo a la disposición de vuestra mujer. ¡Cada día más bonita y más buena! ¡Y más joven también! ¡Parece cosa del diablo!

-Me extrañaría de vuestros cumplidos, señor Tackleton -dijo Dot algo fríamente-, si vuestra nueva situación no me los explicase.

-¿Lo sabéis todo?

-He procurado creer lo que me han dicho.

-¿Lo creísteis con dificultad?

-Acertáis.



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