El camino

El camino


XVI

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XVI

DON José, el cura, que era un gran santo, utilizaba, desde el púlpito, todo género de recursos persuasivos: crispaba los puños, voceaba, reconvenía, sudaba por la frente y el pescuezo, se mesaba los escasos cabellos blancos, recorría los bancos con su índice acusador e incluso una mañana se rasgó la sotana de arriba abajo en uno de los párrafos más patéticos y violentos que recordaría siempre la historia del valle. Así y todo, la gente, particularmente los hombres, no le hacían demasiado caso. La misa les parecía bien, pero al sermón le ponían mala cara y le fruncían el ceño. La Ley de Dios no ordenaba oír sermón entero todos los domingos y fiestas de guardar. Por lo tanto, don José, el cura, se sobrepasaba en el cumplimiento de la Ley Divina. Decían de él que pretendía ser más papista que el Papa y que eso no estaba bien y menos en un sacerdote; y todavía menos en un sacerdote como don José, tan piadoso y comprensivo, de ordinario, para las flaquezas de los hombres.

Eran un poco torvos y adustos y desagradecidos los hombres del valle. No obstante, un franco espíritu deportivo les infundía un notorio aliento humano. Los detractores de don José, el cura, como orador, decían que no se podía estimar que hablase bien un hombre que a cada dos por tres decía «en realidad». Esto era cierto. Claro que puede hablarse bien diciendo «en realidad» a cada dos por tres. Ambas cosas, a juicio de Daniel, el Mochuelo, resultaban perfectamente compatibles. Mas algunos no lo entendían así y si asistían a un sermón de don José era para jugarse el dinero a pares o nones, sobre las veces que el cura decía, desde el púlpito, «en realidad». La Guindilla mayor aseguraba que don José decía «en realidad» adrede y que ya sabía que los hombres tenían por costumbre jugarse el dinero durante los sermones a pares o nones, pero que lo prefería así, pues siquiera de esta manera le escuchaban y entre «en realidad» y «en realidad» algo de fundamento les quedaría. De otra forma se exponía a que los hombres pensaran en la hierba, la lluvia, el maíz o las vacas, mientras él hablaba, y esto ya sería un mal irremediable.

La gente del valle era obstinadamente individualista. Don Ramón, el alcalde, no mentía cuando afirmaba que cada individuo del pueblo preferiría morirse antes que mover un dedo en beneficio de los demás. La gente vivía aislada y sólo se preocupaba de sí misma. Y a decir verdad, el individualismo feroz del valle sólo se quebraba las tardes de los domingos, al caer el sol. Entonces los jóvenes se emparejaban y escapaban a los prados o a los bosques y los viejos se metían en las tascas a fumar y a beber. Esto era lo malo. Que la gente sólo perdiese su individualismo para satisfacer sus instintos más bajos.

Don José, el cura, que era un gran santo, arremetió una mañana contra las parejas que se marchaban a los prados o a los bosques los domingos, al anochecer; contra las que se apretujaban en el baile cerrado; contra los que se emborrachaban y se jugaban hasta los pelos en la taberna del Chano y, en fin, contra los que durante los días festivos segaban el heno o cavaban las patatas o cuchaban los maizales. Fue aquél el día en que don José, el cura, en un arrebato, se rasgó la sotana de arriba abajo. En definitiva, el cura no dejó títere con cabeza, ya que en el valle podían contarse con los dedos de la mano los que dejaban transcurrir una festividad sin escapar a los prados o a los bosques, apretujarse en el baile cerrado, emborracharse y jugar en la tasca del Chano o segar el heno, cuchar los maizales o cavar las patatas. El señor cura afirmó que, «en realidad, el día del Juicio Final habría muy poca gente del pueblo a la derecha de Nuestro Señor, si las actuales costumbres no se enmendaban radicalmente».

Una comisión, presidida por la Guindilla mayor, visitó al cura en la sacristía al concluir la misa.

—Díganos, señor cura, ¿está en nuestras manos cambiar estas costumbres tan corrompidas? —dijo la Guindilla.

El anciano párroco carraspeó, sorprendido. No esperaba una reacción tan rápida. Escrutó, uno tras otro, aquellos rostros predilectos del Señor y volvió a carraspear. Ganaba tiempo.

—Hijas mías —dijo, al fin—, está en vuestras manos, si estáis bien dispuestas.

En el atrio, Antonio, el Buche, abonaba dos pesetas a Andrés, el zapatero, porque don José había dicho «en realidad» cuarenta y dos veces y él había jugado a nones.

En la sacristía, don José, el cura, agregó:

—Podemos organizar un centro donde la juventud se distraiga sin ofender al Señor. Con buena voluntad eso no sería difícil. Un gran salón con toda clase de entretenimientos. A las seis podríamos hacer cine los domingos y días festivos. Claro que proyectando solamente películas morales, católicas a machamartillo.

La Guindilla mayor hizo palmitas.

—El local podría ser la cuadra de Pancho. No tiene ganado ya y quiere venderla. Podríamos tomarla en arriendo, don José —dijo con entusiasmo.

Catalina, la Lepórida, intervino:

—El Sindiós no cederá la cuadra, señor cura. Es un tunante sin fe. Antes morirá que dejarnos la cuadra para un fin tan santo.

Daniel, el Mochuelo, que había ayudado a misa, escuchaba boquiabierto la conversación de don José con las mujeres. Pensó marcharse, pero la idea de que en el pueblo iba a montarse un cine lo contuvo.

Don José, el cura, apaciguó a Catalina, la Lepórida:

—No formes juicios temerarios, hija. Pancho, en el fondo, no es malo.

La Guindilla mayor saltó, como si la pinchasen:

—Padre, ¿es que se puede ser bueno sin creer en Dios? —dijo.

Camila, la otra Lepórida, infló su exuberante pechuga y cortó:

—Pancho por ganar una peseta sería capaz de vender el alma al diablo. Lo sé porque lo sé.

Intervino, toda excitada, Rita, la Tonta, la mujer del zapatero:

—El alma se la ha regalado ya ese tunante. El diablo no necesita darle ni dos reales por ella. Eso lo sabemos todos.

Don José, el cura, impuso, finalmente, su autoridad. Nombró una comisión, presidida por la Guindilla, que llevaría a cabo las gestiones con Pancho, el Sindiós, y se desplazaría a la ciudad para adquirir un proyector cinematográfico. A todos les pareció de perlas la decisión. Al terminar su perorata, don José anunció que las próximas colectas durante dos meses tendrían por finalidad adquirir una sotana nueva para el párroco. Todos elogiaron la idea y la Guindilla, creyéndose obligada, inició la suscripción con un duro.

Tres meses después, la cuadra de Pancho, el Sindiós, bien blanqueada y desinfectada, se inauguró como cine en el valle. La primera sesión fue un gran éxito. Apenas quedó en los montes o en los bosques alguna pareja recalcitrante. Mas a las dos semanas surgió el problema. No había disponibles más películas «católicas a machamartillo». Se abrió un poco la mano y hubo necesidad de proyectar alguna que otra frivolidad. Don José, el cura, tranquilizaba su conciencia, asiéndose, como un náufrago a una tabla, a la teoría del mal menor.

—Siempre estarán mejor recogidos aquí que sobándose en los prados —decía.

Transcurrió otro mes y la frivolidad de las películas que enviaban de la ciudad iba en aumento. Por otro lado, las parejas que antes marchaban a los prados o a los bosques al anochecer aprovechaban la penumbra de la sala para arrullarse descomedidamente.

Una tarde se dio la luz en plena proyección y Pascualón, el del molino, fue sorprendido con la novia sentada en las rodillas. La cosa iba mal, y a finales de octubre, don José, el cura, que era un gran santo, convocó en su casa a la comisión.

—Hay que tomar medidas urgentes. En realidad ni las películas son ya morales, ni los espectadores guardan en la sala la debida compostura. Hemos caído en aquello contra lo que luchábamos —dijo.

—Pongamos luz en la sala y censuremos duramente las películas —arguyó la Guindilla mayor.

A la vuelta de muchas discusiones se aprobó la sugerencia de la Guindilla. La comisión de censura quedó integrada por don José, el cura, la Guindilla mayor y Trino, el sacristán. Los tres se reunían los sábados en la cuadra de Pancho y pasaban la película que se proyectaría al día siguiente.

Una tarde detuvieron la prueba en una escena dudosa.

—A mi entender esa marrana enseña demasiado las piernas, don José —dijo la Guindilla.

—Eso me estaba pareciendo a mí —dijo don José. Y volviendo el rostro hacia Trino, el sacristán, que miraba la imagen de la mujer sin pestañear y boquiabierto, le conminó—: Trino, o dejas de mirar así o te excluyo de la comisión de censura.

Trino era un pobre hombre de escaso criterio y ninguna voluntad. Poseía una mirada blanda y acuosa y carecía de barbilla. Todo ello daba a su rostro una torpe y bobalicona expresión. Cuando andaba se acentuaba su torpeza, como si le costase un esfuerzo desplazar a cada paso el volumen de aire que necesitaba su cuerpo. Una completa calamidad. Claro que hasta el más simple sirve para algo y Trino, el Sacristán, era casi un virtuoso tocando el armonio.

Ante la reprimenda del párroco, Trino humilló los ojos y sonrió bobamente, contristado. Al cura le asistía la razón, pero ¡caramba!, aquella mujer de la película tenía unas pantorrillas admirables, como no se veían frecuentemente por el mundo.

Don José, el cura, veía que cada día crecían las dificultades. Resultaba peliagudo luchar contra las apetencias instintivas de todo el valle. Trino mismo, a pesar de ser censor y sacristán, pecaba de deseo y pensamiento con aquellas mujeronas que mostraban con la mayor desvergüenza las piernas en la pantalla. Era una tarea ímproba y él se encontraba ya muy viejo y cansado.

El pueblo acogió con destemplanza las bombillas distribuidas por la sala y encendidas durante la proyección. El primer día las silbaron; el segundo las rompieron a patatazos. La comisión se reunió de nuevo. Las bombillas debían de ser rojas para no perturbar la visibilidad. Mas entonces la gente la tomó con los cortes. Fue Pascualón, el del molino, quien inició el plante.

—Mire, doña Lola, para mí si me quitan las piernas y los besos se acabó el cine —dijo.

Otros mozos le secundaron.

—O dan las películas sin cortar o volvemos a los bosques.

Otra vez se reunió la comisión. Don José, el cura, estaba excitadísimo:

—Se acabó el cine y se acabó todo. Propongo a la comisión que ofrezca el aparato de cine a los Ayuntamientos de los alrededores.

La Guindilla chilló:

—Venderemos una ocasión próxima de pecado, don José.

El párroco inclinó la cabeza abatido. La Guindilla tenía razón, le sobraba razón esta vez. Vender la máquina de cine era comerciar con el pecado.

—Lo quemaremos entonces —dijo, sombrío.

Y al día siguiente, reunidos en el corral del párroco los elementos de la comisión, se quemó el aparato proyector. Junto a sus cenizas, la Guindilla mayor, en plena fiebre inquisidora, proclamó su fidelidad a la moral y su decisión inquebrantable de no descansar hasta que ella reinase sobre el valle.

—Don José —le dijo al cura, al despedirse—, seguiré luchando contra la inmoralidad. No lo dude. Yo sé el modo de hacerlo.

Y al domingo siguiente, al anochecer, tomó una linterna y salió sola a recorrer los prados y los montes. Tras los zarzales y en los lugares más recónditos y espesos encontraba alguna pareja de tórtolos arrullándose. Proyectaba sobre los rostros confundidos el haz luminoso de la linterna.

—Pascualón, Elena, estáis en pecado mortal —decía tan sólo. Y se retiraba.

Así recorrió los alrededores sin fatigarse, repitiendo incansablemente su terrible admonición:

—Fulano, Fulana, estáis en pecado mortal.

«Ya que los mozos y mozas del pueblo tienen la conciencia acorchada, yo sustituiré a la voz de su conciencia», se decía. Era una tarea ardua la que echaba sobre sí, pero al propio tiempo no estaba exenta de atractivos.

Los mozos del pueblo soportaron el entrometimiento de la Guindilla en sus devaneos durante tres domingos consecutivos. Pero al cuarto llegó la insurrección. Entre todos la rodearon en un prado. Unos querían pegarla, otros desnudarla y dejarla al relente, amarrada a un árbol, toda la noche. Al fin se impuso un tercer grupo, que sugirió echarla de cabeza a El Chorro. La Guindilla, abatida, dejó caer la linterna al suelo y se dispuso a entrar en las largas listas del martirologio cristiano; aunque, de vez en cuando, lloriqueaba, y pedía, entre hipo e hipo, un poquitín de clemencia.

Profiriendo gritos e insultos, la condujeron hasta el puente. La corriente de el Chorro vertía el agua con violencia en la Poza del Inglés. Flotaba, sobre la noche del valle, un ambiente tétrico y siniestro. La multitud parecía enloquecida. Todo estaba dispuesto para su fin y la Guindilla, mentalmente, rezó un acto de contrición.

Y, a fin de cuentas, si la Guindilla no compartió aquella noche el lecho del río, a Quino, el Manco, había de agradecérselo, aunque él y la difunta Mariuca hubieran comido, según ella, el cocido antes de las doce. Mas, por lo visto, el Manco aún conservaba en su pecho un asomo de dignidad, un vivo rescoldo de nobleza. Se interpuso con ardor entre la Guindilla y los mozos y la defendió como un hombre. Hasta se enfureció y agitó el muñón en el aire como si fuera el mástil de una bandera arriada. Los mozos, cuyos malos humos se habían desvanecido en el trayecto, consideraron suficiente el susto y se retiraron.

La Guindilla se quedó sola, frente por frente del Manco. No sabía qué hacer. La situación resultaba para ella un poco embarazosa. Soltó una risita de compromiso y luego se puso a mirarse la punta de los pies. Volvió a reír y dijo «bueno», y, al fin, sin darse bien cuenta de lo que hacía, se inclinó y besó con fuerza el muñón de Quino. Inmediatamente echó a correr, asustada, carretera adelante, como una loca.

Al día siguiente, antes de la misa, la Guindilla mayor se acercó al confesionario de don José.

—Ave María Purísima, padre —dijo.

—Sin pecado concebida, hija.

—Padre, me acuso… me acuso de haber besado a un hombre en la oscuridad de la noche —añadió la Guindilla.

Don José, el cura, se santiguó y alzó los ojos al techo del confesionario, resignado.

—Alabado sea el Señor —musitó. Y sintió una pena inmensa por aquel pueblo.

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