El camino

El camino


XIII

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XIII

HAY cosas que la voluntad humana no es capaz de controlar. Daniel, el Mochuelo, acababa de averiguar esto. Hasta entonces creyó que el hombre puede elegir libremente entre lo que quiere y lo que no quiere; incluso él mismo podía ir, si éste era su deseo, al dentista que actuaba en la galería de Quino, el Manco, los jueves por la mañana, mediante un módico alquiler, y sacarse el diente que le estorbase. Había algunos hombres, como Lucas, el Mutilado, que hasta les cercenaban un miembro si ese miembro llegaba a ser para ellos un estorbo. Es decir, que hasta la tarde aquella que saltaron la tapia del Indiano para robarle las manzanas y les sorprendió la Mica, Daniel, el Mochuelo, creyó que los hombres podían desentenderse a su antojo de cuanto supusiese para ellos una rémora, lo mismo en lo relativo al cuerpo que en lo concerniente al espíritu.

Pero nada más abandonar la finca del Indiano con una manzana en cada mano y las orejas gachas, Daniel, el Mochuelo, comprendió que la voluntad del hombre no lo es todo en la vida. Existían cosas que se le imponen al hombre, y lo sojuzgan, y lo someten a su imperio con cruel despotismo. Tal —ahora se daba cuenta— la deslumbradora belleza de la Mica. Tal, el escepticismo de Pancho, el Sindiós. Tal, el encendido fervor de don José, el cura, que era un gran santo. Tal, en fin, la antipatía sorda de la Sara hacia su hermano Roque, el Moñigo.

Desde el frustrado robo de las manzanas, Daniel, el Mochuelo, comprendió que la Mica era muy hermosa, pero, además, que la hermosura de la Mica había encendido en su pecho una viva llama desconocida. Una llama que le abrasaba materialmente el rostro cuando alguien mentaba a la Mica en su presencia. Eso constituía, en él, algo insólito, algo que rompía el hasta ahora despreocupado e independiente curso de su vida.

Daniel, el Mochuelo, aceptó este fenómeno con la resignación con que se aceptan las cosas ineluctables. Él no podía evitar acordarse de la Mica todas las noches al acostarse, o los domingos y días festivos si comía boruga. Esto le llevó a deducir que la Mica significaría para el feliz mortal que la conquistase un muy dulce remanso de paz.

Al principio, Daniel, el Mochuelo, intentó zafarse de esta presión interior que enervaba su insobornable autonomía, pero acabó admitiendo el constante pensamiento de la Mica como algo consustancial a él mismo, algo que formaba parte muy íntima de su ser.

Si la Mica se ausentaba del pueblo, el valle se ensombrecía a los ojos de Daniel, el Mochuelo, y parecía que el cielo y la tierra se tornasen yermos, amedrentadores y grises. Pero cuando ella regresaba, todo tomaba otro aspecto y otro color, se hacían más dulces y cadenciosos los mugidos de las vacas, más incitante el verde de los prados y hasta el canto de los mirlos adquiría, entre los bardales, una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía, entonces, como un portentoso renacimiento del valle, una acentuación exhaustiva de sus posibilidades, aromas, tonalidades y rumores peculiares. En una palabra, como si para el valle no hubiera ya en el mundo otro sol que los ojos de la Mica y otra brisa que el viento de sus palabras.

Daniel, el Mochuelo, guardaba su ferviente admiración por la Mica como el único secreto no compartido. No obstante, algo en sus ojos, quizá en su voz, revelaba una excitación interior muy difícil de acallar.

También sus amigos admiraban a la Mica. La admiraban en su belleza, lo mismo que admiraban al herrero en su vigor físico, o a don José, el cura, que era un gran santo, en su piedad, o a Quino, el Manco —antes de enterarse el Moñigo de que había llorado a la muerte de su mujer— en su muñón. La admiraban, sí, pero como se admira a las cosas bonitas o poderosas que luego no dejan huella. Sentían, sin duda, en su presencia, a la manera de una nueva emoción estética que inmediatamente se disipaba ante un tordo abatido con el tirachinas o un regletazo de don Moisés, el maestro. Su arrobo no perduraba; era efímero y decadente como una explosión.

En ello advirtió Daniel, el Mochuelo, que su estado de ánimo ante la Mica era una cosa especial, diferente del estado de ánimo de sus amigos. Y si no, ¿por qué Roque, el Moñigo, o Germán, el Tiñoso, no adelgazaban tres kilos si la Mica marchaba a América, o un par de ellos si sólo se desplazaba a la ciudad, o engordaban lo perdido y un kilo más cuando la Mica retornaba al valle por una larga temporada? Ahí estaba la demostración de que sus sentimientos hacia la Mica eran singulares, muy distintos de los que embargaban a sus compañeros. Aunque al hablar de ella se hicieran cruces, o Roque, el Moñigo, cerrase los ojos y emitiese un breve y agudo silbido, como veía hacer a su padre ante una moza bien puesta. Esto era pura ostentación, estridencias superficiales y no, en modo alguno, un ininterrumpido y violento movimiento de fondo.

Una tarde, en el prado de la Encina, hablaron de la Mica. Salió la conversación a propósito del muerto que según la gente había enterrado desde la guerra en medio del prado, bajo el añoso árbol.

—Será ya ceniza —dijo el Tiñoso—. No quedarán ni los huesos. ¿Creéis que cuando se muera la Mica olerá mal, como los demás, y se deshará en polvo?

Experimentó el Mochuelo un latigazo de sangre en la cara.

—No puede ser —saltó, ofendido, como si hubieran afrentado a su madre—. La Mica no puede oler nunca mal. Ni cuando se muera.

El Moñigo soltó al aire una risita seca.

—Éste es lila —dijo—. La Mica cuando se muera olerá a demonios como todo hijo de vecino.

Daniel, el Mochuelo, no se entregó.

—La Mica puede morir en olor de santidad; es muy buena —añadió.

—¿Y qué es eso? —rezongó Roque.

—El olor de los santos.

Roque, el Moñigo, se sulfuró:

—Eso es un decir. No creas que los santos huelen a colonia. Para Dios, sí, pero para los que olemos con las narices, no. Mira don José. Creo que no puede haber hombre más santo, ¿eh? ¿Y no le apesta la boca? Don José será todo lo santo que quieras, pero cuando se muera olerá mal, como la Mica, como tú, como yo y como todo el mundo.

Germán, el Tiñoso, desvió la conversación. Hacía tan sólo dos semanas del asalto a la finca del Indiano. Entornó los ojos para hablar. Le costaba grandes esfuerzos expresarse. Su padre, el zapatero, aseguraba que se le escapaban las ideas por las calvas.

—¿Os fijasteis… os fijasteis —preguntó de pronto— en la piel de la Mica? Parece como que la tiene de seda.

—Eso se llama cutis… tener cutis —aclaró Roque, el Moñigo, y añadió—: De todo el pueblo es la Mica la única que tiene cutis.

Daniel, el Mochuelo, experimentó un gran gozo al saber que la Mica era la única persona del pueblo que tenía cutis.

—Tiene la piel como una manzana con lustre —aventuró tímidamente.

Roque, el Moñigo, siguió con lo suyo:

—La Josefa, la que se suicidó por el Manco, era gorda, pero por lo que dicen mi padre y la Sara también tenía cutis. En las capitales hay muchas mujeres que lo tienen. En los pueblos, no, porque el sol les quema el pellejo o el agua se lo arruga.

Germán, el Tiñoso, sabía algo de eso, porque tenía un hermano en la ciudad y algunos años venía por las Navidades y le contaba muchísimas cosas de allá.

—No es por eso —atajó, con aire de suficiencia absoluta—. Yo sé por lo que es. Las señoritillas se dan cremas y potingues por las noches, que borran las arrugas.

Le miraron los otros dos, embobados.

—Y aún sé más. —Se suavizó la voz y Roque y Daniel se aproximaron a él invitados por su misterioso aire de confidencia—. ¿Sabéis por qué a la Mica no se le arruga el pellejo y lo conserva suave y fresco como si fuera una niña? —dijo.

Las dos interrogaciones se confundieron en una sola voz:

—¿Por qué?

—Pues porque se pone una lavativa todas las noches, al acostarse. Eso hacen todas las del cine. Lo dice mi padre, y don Ricardo ha dicho a mi padre que eso puede ser verdad, porque la vejez sale del vientre. Y la cara se arruga por tener sucio el intestino.

Para Daniel, el Mochuelo, fue esta manifestación un rudo golpe. En su mente se confundían la Mica y la lavativa en una irritante promiscuidad. Eran dos polos opuestos e irreconciliables. Pero, de improviso, recordaba lo que decía a veces don Moisés, el maestro, de que los extremos se tocan y sentía una desfondada depresión, como si algo se le fuese del cuerpo a chorros. La afirmación del Tiñoso era, pues, concienzuda, enteramente posible y verosímil. Mas cuando dos días después volvió a ver a la Mica, se desvanecieron sus bajos recelos y comprendió que don Ricardo y el zapatero y Germán, el Tiñoso, y todo el pueblo decían lo de la lavativa, porque ni sus madres, ni sus mujeres, ni sus hermanas, ni sus hijas tenían cutis y la Mica sí que lo tenía.

La sombra de la Mica acompañaba a Daniel, el Mochuelo, en todos sus quehaceres y devaneos. La idea de la muchacha se encajonó en su cerebro como una obsesión. Entonces no reparaba en que la chica le llevaba diez años y sólo le preocupaba el hecho de que cada uno perteneciera a una diferente casta social. No se reprochaba más que el que él hubiera nacido pobre y ella rica y que su padre, el quesero, no se largase, en su día, a las Américas, con Gerardo, el hijo menor de la señora Micaela. En tal caso, podría él disponer, a estas alturas, de dos restaurantes de lujo, un establecimiento de receptores de radio y tres barcos de cabotaje o siquiera, siquiera, de un comercio de aparatos eléctricos como el que poseían en la ciudad los «Ecos del Indiano». Con el comercio de aparatos eléctricos sólo le separarían de la Mica los dos restaurantes de lujo y los tres barcos de cabotaje. Ahora, a más de los restaurantes de lujo y los barcos de cabotaje, había por medio un establecimiento de receptores de radio que tampoco era moco de pavo.

Sin embargo, a pesar de la admiración y el arrobo de Daniel, el Mochuelo, pasaron años antes de poder cambiar la palabra con la Mica, aparte de la amable reprimenda del día de las manzanas. Daniel, el Mochuelo, se conformaba con despedirla y darle la bienvenida con una mirada triste o radiante, según las circunstancias. Eso sólo, hasta que una mañana de verano le llevó hasta la iglesia en su coche, aquel coche negro y alargado y reluciente que casi no metía ruido al andar. Por entonces, el Mochuelo había cumplido ya los diez años y sólo le restaba uno para marcharse al colegio a empezar a progresar. La Mica ya tenía diecinueve para veinte y los tres años transcurridos desde la noche de las manzanas, no sólo no lastimaron su piel, ni su rostro, ni su cuerpo, sino, al contrario, sirvieron para que su piel, su cuerpo y su rostro entrasen en una fase de mayor armonía y plenitud.

Él subía la varga agobiado por el sol de agosto, mientras flotaban en la mañana del valle los tañidos apresurados del último toque de la misa. Aún le restaba casi un kilómetro, y Daniel, el Mochuelo, desesperaba de alcanzar a don José antes de que éste comenzase el Evangelio. De repente, oyó a su lado el claxon del coche negro de la Mica y volvió la cabeza asustado y se topó, de buenas a primeras, con la franca e inesperada sonrisa de la muchacha. Daniel, el Mochuelo, se sintió envarado, preguntándose si la Mica recordaría el frustrado hurto de las manzanas. Pero ella no aludió al enojoso episodio.

—Pequeño —dijo—. ¿Vas a misa?

Se le atarantó la lengua al Mochuelo y no acertó a responder más que con un movimiento de cabeza.

Ella misma abrió la portezuela y le invitó:

—Es tarde y hace calor. ¿Quieres subir?

Cuando reparó en sus movimientos, Daniel, el Mochuelo, ya estaba acomodado junto a la Mica, viendo desfilar aceleradamente los árboles tras los cristales del coche. Notaba él la vecindad de la muchacha en el flujo de la sangre, en la tensión incómoda de los nervios. Era todo como un sueño, doloroso y punzante en su misma saciedad. «Dios mío —pensaba el Mochuelo—, esto es más de lo que yo había imaginado», y se puso rígido y como acartonado e insensible cuando ella le acarició con su fina mano el cogote y le preguntó suavemente:

—¿Tú de quién eres?

Tartamudeó el Mochuelo, en un forcejeo desmedido con los nervios:

—De… del quesero.

—¿De Salvador?

Bajó la cabeza, asintiendo. Intuyó que ella sonreía. El fino contacto de su piel en la nuca le hizo sospechar que la Mica tenía también cutis en las palmas de las manos.

Se divisaba ya el campanario de la iglesia entre la fronda.

—¿Querrás subirme un par de quesos de nata luego, a la tarde? —dijo la Mica.

Daniel, el Mochuelo, tornó a asentir mecánicamente con la cabeza, incapaz de articular palabra. Durante la misa no supo de qué lado le daba el aire y por dos veces se santiguó extemporáneamente, mientras Ángel, el cabo de la Guardia Civil, se reía convulsivamente a su lado, cubriéndose el rostro con el tricornio, de su desorientación.

Al anochecer se puso el traje nuevo, se peinó con cuidado, se lavó las rodillas y se marchó a casa del Indiano a llevar los quesos. Daniel, el Mochuelo, se maravilló ante el lujo inusitado de la vivienda de la Mica. Todos los muebles brillaban y su superficie era lisa y suave, como si también ellos tuvieran cutis.

Al aparecer la Mica, el Mochuelo perdió el poco aplomo almacenado durante el camino. La Mica, mientras observaba y pagaba los quesos, le hizo muchas preguntas. Desde luego era una muchacha sencilla y simpática y no se acordaba en absoluto del desagradable episodio de las manzanas.

—¿Cómo te llamas? —dijo.

—Da… Daniel.

—¿Vas a la escuela?

—Ssssí.

—¿Tienes amigos?

—Sí.

—¿Cómo se llaman tus amigos?

—El Mo… Moñigo y el Ti… Tiñoso.

Ella hizo un mohín de desagrado.

—¡Uf, qué nombres tan feos! ¿Por qué llamas a tus amigos por unos nombres tan feos? —dijo.

Daniel, el Mochuelo, se azoró. Comprendía ahora que había contestado estúpidamente, sin reflexionar. A ella debió decirle que sus amigos se llamaban Roquito y Germanín. La Mica era una muchacha muy fina y delicada y con aquellos vocablos había herido su sensibilidad. En lo hondo de su ser lamentó su ligereza. Fue en ese momento, ante el sonriente y atractivo rostro de la Mica, cuando se dio cuenta de que le agradaba la idea de marchar al colegio y progresar. Estudiaría denodadamente y quizá ganase luego mucho dinero. Entonces la Mica y él estarían ya en un mismo plano social y podrían casarse y, a lo mejor, la Uca-uca, al saberlo, se tiraría desnuda al río desde el puente, como la Josefa el día de la boda de Quino. Era agradable y estimulante pensar en la ciudad y pensar que algún día podría ser él un honorable caballero y pensar que, con ello, la Mica perdía su inasequibilidad y se colocaba al alcance de su mano. Dejaría, entonces, de decir motes y palabras feas y de agredirse con sus amigos con boñigas resecas y hasta olería a perfumes caros en lugar de a requesón. La Mica, en tal caso, cesaría de tratarle como a un rapaz maleducado y pueblerino.

Cuando abandonó la casa del Indiano era ya de noche. Daniel, el Mochuelo, pensó que era grato pensar en la oscuridad. Casi se asustó al sentir la presión de unos dedos en la carne de su brazo. Era la Uca-uca.

—¿Por qué has tardado tanto en dejarle los quesos a la Mica, Mochuelo? —inquirió la niña.

Le dolió que la Uca-uca vulnerase con este desparpajo su intimidad, que no le dejase tranquilo ni para madurar y reflexionar sobre su porvenir.

Adoptó un gracioso aire de superioridad.

—¿Vas a dejarme en paz de una vez, mocosa?

Andaba de prisa y la Mariuca-uca casi corría, a su lado, bajando la varga.

—¿Por qué te pusiste el traje nuevo para subirle los quesos, Mochuelo? Di —insistió ella.

Él se detuvo en medio de la carretera, exasperado. Dudó, por un momento, si abofetear a la niña.

—A ti no te importa nada de lo mío, ¿entiendes? —dijo, finalmente.

Le tembló la voz a la Uca-uca al indagar:

—¿Es que te gusta más la Mica que yo?

El Mochuelo soltó una carcajada. Se aproximó mucho a la niña para gritarle:

—¡Óyeme! La Mica es la chica más guapa del valle y tiene cutis y tú eres fea como un coco de luz y tienes la cara llena de pecas. ¿No ves la diferencia?

Reanudó la marcha hacia su casa. La Mariuca-uca ya no le seguía. Se había sentado en la cuneta derecha del camino y, ocultando la pecosa carita entre las manos, lloraba con un hipo atroz.

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