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IV. AMANECE UNA NUEVA LUZ

El primer artículo era realmente revolucionario. ¿Contenía la teoría de la relatividad? No. Todavía tenemos que esperar un poco para eso. Se trata de parte de lo que Einstein denominó más tarde Gelegenheitsarbeit. Comienza con algo que parece muy simple: si aplicamos calor a un trozo de hierro, éste se calienta. Si le aplicamos más calor se calienta más, y después de cierto tiempo comienza a ponerse de color rojo pálido. Si seguimos calentándolo, el brillo es cada vez mayor y va cambiando de color, poniéndose naranja, luego amarillo y finalmente adquiere un deslumbrante tono blanco azulado. Todo esto parece una vulgaridad. Sin embargo, dentro de todo ello hay algo que resulta muy enigmático.

¿Qué podrían hacer los científicos para obtener una fórmula matemática que describiera el brillo a diversas temperaturas? Una posibilidad sería que los experimentadores midieran el brillo y su color e hicieran un gráfico con los resultados, con la esperanza de obtener una relación matemática que saltara a la vista. Pero aun en ese caso, los teóricos no quedarían satisfechos. Preferirían deducir la fórmula matemática de lo que ya sabían sobre el comportamiento del calor, de la luz y de la materia.

¿Qué era lo que ya sabían? Depende de la época. A finales del siglo XIX sabían muchas reglas y conceptos, bellamente entrelazados, que, en muchos sentidos, funcionaban sorprendentemente bien. No había sido fácil obtenerlos, pero tenemos tantas cosas que decir en tan poco espacio que aquí debemos limitamos a tratar por encima los puntos culminantes de su desarrollo.

Pensemos, por ejemplo, en la luz. En el siglo XVII Newton expuso una teoría de la luz y del color que podía explicar todos los datos ópticos experimentales conocidos en su época. En términos generales, podríamos decir que entendía la luz como un flujo de partículas, cada una con una especie de pulsación cuya velocidad determinaba su color. El físico holandés Christiaan Huygens, contemporáneo suyo, había propuesto una teoría totalmente distinta. Para él, la luz se propagaba no en forma de flujo de partículas, sino como una especie de onda rudimentaria. Como la teoría de las partículas podía explicar más fenómenos, acabó imponiéndose.

Pero con el siglo XIX llegó una gran conmoción. A partir de 1799, un médico, físico y luego egiptólogo, el inglés Thomas Young, encontró pruebas sorprendentes que parecían demostrar la teoría ondulatoria de la luz. Aunque no hace falta entender todos los detalles, su idea general merece ciertamente nuestra atención. Young venía a decir, en esencia, que la luz que incide sobre otra luz puede producir oscuridad. Por ejemplo, si la luz que procede de una fuente diminuta atraviesa dos rendijas hechas en una pantalla, produce bandas de luz y de oscuridad al proyectarse en otra pantalla. ¿Cómo es posible que la luz, al sobreponerse a la luz, produzca bandas oscuras? La teoría de las partículas no podía dar una explicación adecuada. Pero para la teoría de las ondas los lugares oscuros no presentaban ningún problema. Eran lugares donde las ondas superpuestas se anulaban porque iban a contratiempo: una estaría en la cresta mientras la otra estaba en el valle, y viceversa. Young llamó a este fenómeno interferencia: las franjas de luz y oscuridad reciben el nombre de franjas de interferencia.

Es importante señalar que Young proponía una teoría ondulatoria de la luz sin esperar a tener explicaciones ondulatorias para todos los efectos ópticos conocidos. Como suele ocurrir cuando se atacan a fondo las ideas establecidas, su obra fue objeto de amargas críticas. Pero doce años más tarde Young encontró un brillante aliado en el físico francés Augustin Fresnel, a quien se le ocurrió, independientemente, la misma idea de la interferencia y encontró pruebas abrumadoras contra la teoría de las partículas. Las pruebas fueron acumulándose con tal rapidez que al cabo de una década, más o menos, la teoría de las partículas estaba prácticamente muerta. No había demasiada necesidad de aplicar el coup de grace, aunque a los científicos les gusta cerciorarse. Por eso, se realizó el experimento decisivo de medir la velocidad de la luz en el agua. Según Newton, la velocidad sería mayor que en el aire; según la teoría ondulatoria, sería menor. El experimento demostró esto último.

Un rincón del laboratorio de física del Instituto Politécnico de Zurich, centro en el que estudió Einstein y donde más tarde llevó a cabo algunas investigaciones sobre el llamado efecto fotoeléctrico. Fotografía Lessing/Magnum

Einstein tenía en las paredes de su estudio tres retratos de grandes científicos. Se ha perdido el de Newton. Los otros dos, de Faraday y Maxwell, son los que aparecen sobre estas líneas.

Pero eso no fue todo. Desde un lugar inesperado vino una confirmación de la teoría ondulatoria de la luz. En 1819 el físico danés Hans Christian Orsted descubrió una relación específica entre electricidad y magnetismo. Demostró que la corriente eléctrica que atraviesa un cable afecta a una aguja magnética. Poco después, el físico francés André Marie Ampère analizó este efecto desde el punto de vista matemático y experimental, y lo hizo tan brillantemente que fue saludado como el Newton del electromagnetismo.

Mientras tanto, el investigador inglés Michael Faraday estaba realizando importantes descubrimientos experimentales en el campo de la electricidad y del magnetismo. Era un hombre en gran parte autodidacto y sin demasiada preparación matemática, por lo que no podía interpretar sus resultados tal como lo hiciera Ampère. Fue una suerte, pues de esta manera llegó a producir una revolución en la ciencia. Ampère y otros habían concentrado su atención en el equipo visible ―imanes, cables con corriente y cosas semejantes― y en el número de centímetros que separaban a tales objetos. Con ello seguían la tradición de la acción a distancia, que se había desarrollado tras el enorme éxito de la mecánica y de la ley de gravitación de Newton. En cambio, Faraday consideraba que el equipo era secundario. Para él, los hechos físicos importantes se producían en el espacio circundante: el campo. Lo llenó, mentalmente, de tentáculos que con sus tirones y empujones y con sus movimientos daban lugar a los efectos electromagnéticos observados. Aunque podía interpretar de esta manera sus experimentos electromagnéticos, y hacerlo con enorme precisión y sorprendente facilidad, la mayoría de los físicos partidarios de las matemáticas pensaban que sus conceptos eran muy ingenuos.

Entre los pocos que no pensaron así estaba el físico escocés James Clerk Maxwell, de quien ya hemos hablado brevemente en relación con Einstein y con la oficina de patentes. Maxwell comprendió que los aparentemente primitivos conceptos del campo de Faraday tenían un importante contenido matemático e implícitamente dio por válida la intuición del investigador inglés. Su propia intuición fue también muy interesante. Le llevó a aplicar al campo electromagnético un modelo seudomecánico de remolinos y cojinetes, entendido más como apoyo intelectual provisional que como un concepto físico serio —era un modelo tan extraño que al propio Maxwell le parecía poco creíble―. Al menos, permitía evitar la acción a distancia. Pero la intuición de Maxwell fue tan genial que dentro de este modelo increíble estaban los principios esenciales del electromagnetismo. Con ayuda de él, y utilizando un concepto mitigado del campo electromagnético, Maxwell elaboró una serie de ecuaciones del campo electromagnético de gran simetría y belleza. Como consecuencia matemática de esta simetría dedujo que debía haber ondas electromagnéticas, que dichas ondas se desplazaban a la velocidad de la luz y que poseían, entre otras propiedades, todas las que Young y Fresnel habían atribuido a sus ondas de luz para explicar el experimento. Luego, declaró que las ondas de luz y las ondas electromagnéticas debían ser, en esencia, una y la misma cosa.

Esto ocurría en los años 1861 a 1864. Pero la mencionada simetría parecía ir contra las probabilidades físicas, por lo que la teoría de Maxwell, a pesar de la admiración que provocó, no fue demasiado aceptada mientras él vivió. Murió en 1879, año de nacimiento de Einstein. Hasta 1888 no se confirmó la teoría de Maxwell. Ese año, el físico alemán Heinrich Hertz produjo y detectó electromagnéticamente lo que ahora llamamos ondas hertzianas, y demostró con todo detalle y de forma incontrovertible que se comportaban tal como había previsto Maxwell. En consecuencia, las ecuaciones de Maxwell recibieron la consideración que se merecían, y uno o dos años más tarde el propio Hertz dijo: «La teoría ondulatoria de la luz es, desde el punto de vista de los seres humanos, una certeza.»

Las ondas luminosas son ondas electromagnéticas cuyas frecuencias, o velocidades de oscilación, están situadas dentro de un margen muy reducido. Los colores dependerían de las frecuencias. Fuera de este estrecho margen de frecuencias, la radiación electromagnética no es visible para el ojo humano. En frecuencias superiores está lo que llamamos rayos ultravioleta; y todavía más arriba están los rayos X y los rayos gamma. En frecuencias más bajas están la radiación infrarroja y la radiación térmica; y en frecuencias aún inferiores, las ondas hertzianas. Esto constituye una notable unificación. Las diversas radiaciones, que aquí aparecen reunidas, se consideran como miembros de una gran familia de fenómenos electromagnéticos, emparentados con el magnetismo de la aguja magnética que tanto llamó la atención de Einstein cuando tenía cinco años.

Dejemos, por el momento, la luz y el electromagnetismo. Veamos ahora qué ocurre con el calor. Alguien dirá que acabamos de hablar de él. Pero hablábamos del calor en forma de radiación. El hierro incandescente tiene también un calor interior, que hoy día se considera como una vibración interna microscópica y, junto con la radiación, como una de las numerosas formas de energía.

La historia del calor y del desarrollo de la ciencia de la termodinámica es larga y complicada, y aquí debemos omitirla casi por completo. Es cierto que así somos injustos con los audaces innovadores que establecieron los cimientos de la termodinámica frente a la decidida oposición de los físicos, pero este es un libro sobre Einstein y durante todo este capítulo le hemos dejado entre bastidores esperando la palabra clave para salir a escena. Sin embargo, todavía no ha llegado el momento. Digamos brevemente que los teóricos, sobre todo Maxwell y Boltzmann, habían desarrollado una teoría de los gases, según la cual éstos consistirían en partículas que entrechocan en un movimiento caótico, y la energía de este movimiento, como la energía de las vibraciones internas de los sólidos, sería calor. Una vez dicho esto, pasemos rápidamente al año 1900 y veamos las repercusiones que tuvo el primero de los famosos artículos de Einstein.

En octubre de 1900, el eminente físico alemán Max Planck oyó en Berlín ciertas noticias inquietantes. Como otros, hacía tiempo que intentaba explicar los detalles del resplandor de un «cuerpo negro» caliente ―idealización del hierro caliente―. En años anteriores había ayudado a deducir, partiendo de principios físicos, una fórmula que indicaba la magnitud de cada color que había en el resplandor; o, dicho en términos más técnicos, qué cantidad de la energía total de la radiación pertenecía a cada frecuencia. Esta fórmula de la radiación del cuerpo negro había sido expuesta por primera vez por el físico alemán Wilhelm Wien, que recibiría el premio Nobel en 1911. Parecía encajar bastante bien con los experimentos, pero de repente los experimentos realizados demostraron que, aunque era válida en las frecuencias superiores, no lo era en las más bajas. ¿Qué se podía hacer? Con un hábil artificio matemático, Planck creó una nueva fórmula de la radiación del cuerpo negro. Esta fórmula ha resistido la confrontación experimental hasta nuestros días.

Planck había dado con la fórmula mediante un artificio matemático, por lo que luego tuvo que enfrentarse con la tarea de deducirla de principios físicos. Las semanas siguientes, como dijo en el discurso de la ceremonia del premio Nobel dieciocho años después, fueron las más intensas de su vida. En el mes de diciembre había dado con la solución, pero juzgue el lector mismo si era creíble. Supongamos que Planck hubiera dicho con toda seriedad que un columpio sólo puede oscilar describiendo arcos que midan uno, dos, tres metros, y así sucesivamente, pero no metro y medio, cincuenta centímetros, ni ninguna de las demás medidas intermedias. Lo más probable es que el lector piense que se trataba de una afirmación absurda. Sin embargo, esto era, a escala microscópica, parte de lo que Planck tenía que suponer para deducir su fórmula. Dicho en otras palabras, tenía que suponer que estas oscilaciones microscópicas no cambiaban la energía de forma progresiva sino mediante saltos de cantidades discretas que él denominó quanta. Tuvo que suponer también que la proporción energía/frecuencia oscilatoria debía tener el mismo valor en cada uno de los saltos. Este valor, representado por h, recibe ahora el nombre de constante de Planck, y su teoría de los quanta constituye un momento trascendental en la historia de la ciencia. Transformó la física.

Pero no debemos dejarnos engañar por nuestro conocimiento de lo que ocurrió después. Para Planck, en 1900, la teoría de los quanta resultaba muy incómoda. La había introducido, dijo mucho más tarde, «llevado por la desesperación». A pesar de sus dudas, presentó su trabajo ante la Sociedad Física de Alemania el 14 de diciembre de 1900, en una conferencia que apareció luego publicada en las actas de dicha sociedad. Envió una versión más amplia a Annalen der Physik, donde apareció en 1901. Fue acogida con lo que podríamos llamar un silencio de cortesía. El propio Planck pasó después muchos años intentando deducir su fórmula de la radiación por medios menos radicales. Eso sí, sin tratar de prescindir de h, que, como parte de la fórmula de la radiación, debía mantenerse en todos los casos y que en realidad ya estaba presente en la fórmula incompleta propuesta por Wien.

De finales de 1900 a 1905, el concepto de quantum permaneció en el olvido. Parecía que en todo el mundo sólo había una persona capaz de tomárselo en serio. Ese hombre era Einstein. Vio inmediatamente la importancia de la obra de Planck, y el 17 de marzo de 1905, tres días después de cumplir los veintisiete años, envió a Annalen der Physik el primero de los cuatro artículos que había mencionado a Habicht, precisamente el que era «muy revolucionario».

El artículo de Einstein comenzaba con una observación profundamente sencilla que llegaba hasta el fondo del problema.

Había, señalaba él, un conflicto fundamental entre la forma en que los físicos teóricos consideraban la materia y la forma en que consideraban la radiación. Trataban la materia como si estuviera compuesta de partículas.

Pero las ecuaciones de Maxwell, que eran ecuaciones de campo, trataban la radiación como algo uniforme y continuo, sin el menor rastro de atomicidad. Por eso, cuando se trataba al mismo tiempo la materia y la radiación, las teorías tradicionales entraban en conflicto. No cabía esperar que se mezclaran armónicamente. Einstein pasaba luego a demostrar que el enfrentamiento era, matemáticamente, inevitable.

¿Cuál era el remedio? Einstein era plenamente consciente de los enormes triunfos de la teoría ondulatoria electromagnética aplicada a la luz. Pero sabía también que había situaciones en las cuales fallaba, y propuso audazmente la hipótesis de trabajo de que la luz podía estar formada por partículas.

Al proponerlo, no estaba dando palos de ciego como un aficionado cualquiera. Einstein no se habría atrevido a formular una idea tan escandalosa sin sólidas razones. Intentemos señalarlas, aunque sólo sea para demostrar su visión intuitiva de lo que era esencial. Tuvo que proceder con audacia y al mismo tiempo con cautela, apoyándose siempre en los puntos firmes que divisaba en medio de la confusión. Se basó en la fórmula del cuerpo negro de Wien, incompleta sin duda, pero quizá válida para lo que él se proponía: donde demostraba ser válida, era excelente. De esta manera, evitó comprometerse con ningún mecanismo concreto, como el propuesto por Planck. Así era más seguro.

De Wien citó una fórmula sobre la entropía de la radiación. Comparándola con la fórmula del cuerpo negro del propio Wien, Einstein demostró que la entropía de la radiación adquiría entonces una forma matemática característica de la de un gas, y por tanto de partículas. Luego, comparando esto de otra manera con la fórmula probabilística de Boltzmann, Einstein demostró que estas partículas de luz debían ser de tal manera que la proporción energía/frecuencia tuviera precisamente el valor que Planck había utilizado para los saltos de sus quanta.

El físico alemán Max Planck (1858-1947), hacia 1900.

Pensemos en el profundo conocimiento de la física que Einstein debía tener y lo certero de su intuición para ser capaz de fijarse precisamente en los principios fundamentales que iban a dar estos notables resultados. Era plenamente consciente de las numerosas objeciones que los físicos podían presentar a su propuesta. Sin embargo, como si la hipótesis de Planck no fuera ya bastante molesta, Einstein propagó la «infección» del quantum a la misma luz. Pudo explicar la continuidad de Maxwell como un emborronamiento debido al paso del tiempo, de la misma manera que la foto de un corredor sale borrosa cuando el tiempo de exposición no es el adecuado. Pero sabía también que no podía negar la existencia de las ondas de Maxwell, demostradas con toda claridad por Hertz, ni el experimento de la velocidad de la luz en el agua, ni, para referimos a los aspectos básicos, las fuertes pruebas que en favor de la «interferencia» y en contra de la teoría de las partículas presentaron Young y Fresnel, casi un siglo antes de que Planck formulara su idea clave.

Hay un sorprendente paralelismo entre Young y Einstein. Cuando Young utilizó por primera vez sus argumentos sobre la interferencia ―la luz que anulaba a la luz― frente a la teoría dominante, la de las partículas, sabía que no tenía la información suficiente para responder a todas las dificultades con que tropezaba la teoría ondulatoria. Sin embargo, no por ello dio marcha atrás, pues se daba cuenta de que la teoría de las partículas era vulnerable. Los acontecimientos posteriores justificaron plenamente su audacia. Un siglo después, frente a la teoría ondulatoria dominante, Einstein se mantuvo en sus trece. Sabía que, gracias a las nuevas pruebas obtenidas, también Maxwell era vulnerable.

Durante algún tiempo Einstein dejó de lado los enormes problemas suscitados por los quanta de luz y se concentró en las posibles ventajas de su idea. Como él mismo demostró, eran notables, sobre todo porque se daban en lugares donde la luz se entremezclaba con la materia y donde la teoría de Maxwell resultaba inadecuada. Einstein demostró que sus quanta de luz podían explicar un efecto muy conocido relacionado con la fluorescencia. Hizo ver que también podían explicar un fenómeno que se observaba cuando la luz ultravioleta atravesaba los gases. Y, sobre todo, aplicó su idea a lo que se conoció como efecto fotoeléctrico, o liberación de los electrones de los metales gracias a la luz.

Este último aspecto es muy importante. Tres años antes, el físico alemán Philipp Lenard había iniciado los experimentos sobre el efecto fotoeléctrico. Insistió en que los resultados de su experimentación se contradecían claramente con lo que cabría esperar aplicando la teoría de Maxwell. Por ejemplo, al aumentar la frecuencia de la luz, aumentaba la energía de los electrones liberados, hecho que no tenía ningún sentido desde una perspectiva maxwelliana. Einstein demostró que la idea de los quanta de luz podía explicar con suma facilidad los sorprendentes resultados obtenidos por Lenard. Tomemos, por ejemplo, el efecto del cambio de frecuencia. Proyectar la luz sobre el metal equivalía a arrojar sobre él quanta de luz. Como la proporción energía/frecuencia tenía un valor fijo, a mayor frecuencia mayor energía, y por tanto mayor sería el impacto producido por la luz sobre el electrón con el que chocara. No es extraño que los electrones se desprendieran con mayor energía cuando aumentaba la frecuencia de la luz. Los demás efectos extraños podían explicarse con la misma facilidad, y Einstein consiguió deducir una fórmula fotoeléctrica muy sencilla allí donde la complicada teoría de Maxwell resultaba inútil. Los resultados fotoeléctricos superaban con mucho lo que por entonces se sabía de forma experimental.

Este fue, en resumen, el contenido del artículo de Einstein. Acabaremos el capítulo echando un vistazo más allá de 1905.

Los físicos no recibieron la idea de Einstein con los brazos abiertos. Ocurrió exactamente lo contrario. Planck y otros científicos de gran talla encontraron en seguida graves objeciones al concepto de quanta de luz. Por fortuna, Einstein tenía muchas más ideas sobre el quantum. La teoría del calor interior, en cuanto energía de movimiento de las partículas de los gases que entrechocaban entre sí y de las vibraciones internas de los sólidos, había conseguido importantes éxitos. Pero ya antes de 1900 tropezó con grandes dificultades que ponían en peligro su supervivencia. En 1907 Einstein la salvó. Decía que si, como él pensaba, había que tomarse en serio la idea de Planck, ésta debía tener aplicación en todos los tipos de vibraciones internas, sin ninguna excepción. Demostró de qué manera podían resolverse las principales dificultades mediante el quantum, y en especial eliminó las discrepancias experimentales relacionadas con los calores vibratorios internos de los sólidos, y dedujo la existencia de interrelaciones insospechadas, que luego se verificaron experimentalmente.

Como consecuencia de estas investigaciones de Einstein sobre el quantum, y dado que éste no parecía tan peligroso cuando se le encerraba dentro de los límites de la materia como cuando se dejaba suelto, otros físicos comenzaron a tomarse en serio la idea de Planck y, junto con Einstein, a aplicarla con magníficos resultados. Pero no demostraron ningún entusiasmo por los quanta de luz de Einstein. Intentaron comprobar experimentalmente su fórmula fotoeléctrica, pero los experimentos resultaban difíciles y todavía en 1913 los resultados eran poco concluyentes. En dicho año, Planck y un selecto grupo de científicos tuvieron la oportunidad de expresar la opinión que les merecía Einstein. Aunque hablaban en términos muy elogiosos de su trabajo, manifestaban sus reservas sobre su idea de los quanta de luz, dando a entender con delicadeza que no había que reprochar a tan audaz innovador por haberse excedido.

El investigador americano Robert Millikan, tras medir con precisión la carga eléctrica del electrón, buscaba nuevos terrenos que conquistar. Como correspondía a su personalidad, buscó con toda intención un problema especialmente difícil y decidió investigar el efecto fotoeléctrico. Estuvo trabajando diez años, con el propósito de demostrar de una vez por todas que la increíble teoría de Einstein no encajaba con los resultados experimentales. Con gran sorpresa por su parte, comprobó que había entre ambos una maravillosa concordancia. Sin embargo, cuando publicó sus resultados finales en 1916, no se resignó a aceptar la idea revolucionaria de los quanta de luz. No obstante, cada vez era más claro que, a pesar de los enormes problemas que suscitaban, los quanta de luz debían tomarse muy en serio y que Einstein, ya en 1905, mientras estaba en su oficina de patentes, había sido más lúcido que todos sus contemporáneos. Tanta importancia adquirió el quantum de luz ―la partícula de luz―, que se le reconoció el derecho a tener un nombre propio, el de fotón. Pero para ello tuvieron que pasar veinte años desde su concepción. Millikan obtuvo el premio Nobel en 1928. Y cuando Einstein lo recibió en 1921, lo único que se mencionaba en el documento oficial era su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico.

Lo curioso era que el efecto fotoeléctrico había sido descubierto por Heinrich Hertz, precisamente mientras realizaba los experimentos que confirmaban la predicción de Maxwell y que llevaron a Hertz a reconocer como indudable la teoría ondulatoria de la luz.

 

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