Einstein

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VI. TIEMPOS MEJORES

«Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento.» Este título se ha hecho famoso en los anales de la ciencia. Es el del último de los cuatro artículos mencionados por Einstein en su carta a Habicht, y con él llegamos por fin a la relatividad. En su carta, Einstein había dicho que el artículo no era todavía más que un borrador. No seamos demasiado exigentes con él por eso. Terminó el manuscrito en muy poco tiempo. A decir verdad, el ritmo de trabajo resulta pasmoso. El artículo llegó a Annalen der Physik el 30 de junio de 1905, sólo quince semanas después del trabajo «revolucionario» sobre los quanta de luz; durante ese período había realizado también la tesis doctoral y el artículo sobre el movimiento browniano, al mismo tiempo que se ganaba la vida trabajando en la oficina de patentes. No es de extrañar que se sintiera agotado cuando hubo terminado el artículo sobre la relatividad.

¿Dónde estoy? ¿Cómo me muevo? Estas preguntas fundamentales están en la raíz de la relatividad y contienen muchas sorpresas. Imaginemos las emociones que podrían provocar estas preguntas en el hombre primitivo, incluso en sus sueños: pesadillas en las que se vería perdido en la selva huyendo aterrorizado de enemigos invisibles; y el alivio de despertarse sano y salvo en su cueva ―en casa y tranquilo, con las inquietantes preguntas respondidas.

Pero respondidas con demasiada facilidad. ¿Y qué decir de otros hombres más civilizados, los eclesiásticos, protegidos en sus claustros, convencidos de que la Tierra estaba inmóvil y de que todo lo demás, físico o espiritual, giraba a su alrededor? También ellos tuvieron, durante cierto tiempo, respuestas fáciles. Pero Copérnico, a quien siguieron Kepler y Galileo, predicó la «herejía» de una Tierra en movimiento, y los eclesiásticos se aterrorizaron hasta el punto de recurrir a la represión. Si se hablaba de una Tierra móvil, habría que destronar al Hombre del lugar central que ocupaba dentro de su esquema conceptual. Con el tiempo, la herejía se fue abriendo paso. Y con la madre Tierra convertida en una partícula itinerante perdida en los confines de un universo enorme, ¿dónde estaba el claustro? ¿Dónde estaba la cueva? ¿Cómo se movían?

Una imagen característica de Einstein, concentrado en sus pensamientos.

El científico tenía veintitrés años cuando publicó sus primeros y revoluciónanos trabajos sobre la relatividad, en 1905

El hombre había creído desde hacía tiempo, con Platón y Aristóteles, que los cielos estaban sometidos a reglas muy diferentes de las que regían la Tierra; y tenía razones para hacerlo: ¿no era cierto que mientras la Luna daba vueltas, la manzana caía al suelo?

Las leyes de Newton eran breves y pocas: tres leyes del movimiento y una ley de la gravedad. Al formularlas, Newton tuvo que hablar de reposo y movimiento. Pero ¿reposo y movimiento en relación con qué? Desde luego no con una Tierra lanzada en el espacio. Newton estaba proponiendo leyes cósmicas, no sólo terrestres, y, gracias a su genio, comprendió que a las leyes del cosmos había que ponerles un marco cósmico.

En relación con el «qué», concibió audazmente un espacio absoluto ilimitado y sin rasgos distintivos, inmóvil y nacido de la omnipresencia de Dios. Introdujo también la idea de un tiempo absoluto, que fluía uniformemente y que nacería de la duradera existencia de Dios. Con un espacio absoluto inmóvil, podía hablar cósmicamente de reposo absoluto y de movimiento absoluto. Con tiempo absoluto constante, podía hablar de movimiento uniforme o no uniforme. Con ambos, podía hacer frente a las preguntas cósmicas: ¿Dónde estoy? ¿Cómo me muevo?

Si nos paramos a pensar, veremos fácilmente que hay en todo esto una especie de absurdo. ¿Nos parece que un espacio absoluto carente de rasgos especiales es un criterio razonable para determinar la posición y el movimiento? ¿No es cierto que un reloj, por muy irregular que sea, es siempre puntual en relación consigo mismo? ¿Cómo no va a ser uniforme el flujo del tiempo absoluto si él es el único criterio para medir su flujo?

No importa. Los cimientos de la ciencia son siempre confusos. Newton no era un simplón. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Tenía que empezar por algún lado, y su introducción del espacio y del tiempo absolutos fue la obra de un genio consumado. Es cierto que sus ideas fueron inmediatamente atacadas por críticos tan importantes como el filósofo y obispo irlandés George Berkeley y el filósofo, matemático y diplomático alemán Gottfried Leibniz. Pero como nada tiene más éxito que el éxito mismo, las objeciones iniciales se olvidaron casi por completo. El espacio absoluto y el tiempo absoluto siguieron adelante y adquirieron la categoría de dogma científico. En el siglo XIX, dos siglos después de su introducción, Ernst Mach volvió a criticarlos. Pero se mantuvieron en pie. Newton era un perfecto constructor y el sistema de su mecánica tenía todo lo que necesitaba para ser duradero.

Antes de seguir adelante, y por razones de comodidad, vamos a dar por supuesto que siempre que hablemos del movimiento en cuanto «uniforme» queremos decir uniforme en línea recta y sin rotación.

De las numerosas deducciones que Newton extrajo de sus leyes en sus Principia, recordamos (teniendo presente lo dicho en el párrafo anterior) la quinta: Los movimientos relativos de los cuerpos que se encuentran en un [vehículo] dado son los mismos tanto si [el vehículo] está en reposo como si está en movimiento uniforme.

Lo que se dice aquí ―y es algo que está conforme con nuestra experiencia― es que dentro de un vehículo en movimiento uniforme no se notan las consecuencias de dicho movimiento.

Alguien podría objetar que, en un vehículo abierto, el paisaje y la velocidad del aire revelarían el movimiento del vehículo aun cuando este movimiento fuera uniforme. Podríamos responderle diciendo que el vehículo debería carecer de ventanas y estar herméticamente cerrado. Pero no vale la pena hacer trampas, y además no es necesario. El paisaje que se mueve y la fuerza del aire sólo nos dicen cómo nos movemos en relación con ellos. Newton estaba hablando en el plano cósmico sobre el reposo absoluto y el movimiento uniforme absoluto en relación con un espacio absoluto carente de signos distintivos. Imaginémonos que estamos dentro de un vehículo científicamente equipado y en movimiento absoluto en algún lugar del espacio absoluto. Nuestra misión consiste en responder en sentido absoluto a esta pregunta: ¿Cómo me muevo?

Portada de la edición original de los Principia de Newton. En el tercer volumen de esta obra el físico inglés establece cuatro reglas para el razonamiento científico. La primera dice: «No debemos admitir más causas de las cosas naturales que las que sean a la vez verdaderas y suficientes para explicar sus apariencias.» Newton añade el siguiente comentario: «A este respecto, los filósofos dicen que la naturaleza no hace nada en vano, y todo exceso es vano cuando con menos resulta suficiente; a la naturaleza le agrada la sencillez, y no adopta el boato de las causas superfluas.»

Nuestra primera idea es observar puntos de referencia, como la Luna y Júpiter o las estrellas. Pero, ¿de qué nos serviría? Como la fuerza del aire y el cambio de paisaje en la Tierra, sólo nos pueden decir algo sobre movimientos relativos. Luego, quizá se nos ocurra hacer experimentos mecánicos dentro del vehículo para detectar su movimiento absoluto. Entonces es cuando comenzamos a vislumbrar la importancia de la quinta deducción de Newton. En ella viene a decirnos que estamos perdiendo el tiempo. Los experimentos están condenados al fracaso. Si buscáramos desviaciones del movimiento absoluto y uniforme, podríamos salimos fácilmente con la nuestra. Pero nuestro movimiento absoluto y uniforme es físicamente indetectable.

Así pues, en la teoría de Newton no había compenetración entre la práctica y la teoría. En la práctica, ni el reposo ni el movimiento uniforme podían ser absolutos: las mismas leyes de Newton lo reconocían. Sin embargo. Newton había establecido sus leyes en el espacio y en el tiempo absolutos, que, en principio, lo negaban.

No vamos a detenernos a explicar cómo eludió Newton sus propias leyes para resolver esta dificultad. Cuando Young y Fresnel echaron por tierra su teoría de las partículas de la luz, se dio un cambio en la situación. Si la luz se propaga en forma de onda, todo el universo visible estaría lleno de algo ―llamémoslo éter― que transmite las ondas. Quizá parezca que esto no tiene demasiada importancia para nosotros. Pero, como señaló Young, la experimentación óptica hacía pensar que este éter atravesaba libremente la materia. Si exceptuamos las rizadas ondas luminosas, podría considerarse que estaba en reposo absoluto. Así pues, a pesar de la quinta deducción de Newton ―que se refería a los dispositivos mecánicos― los experimentos ópticos podían lograr detectar el movimiento uniforme de un vehículo a través del éter, y este movimiento podría considerarse como absoluto.

Los experimentadores se dieron cuenta de ello. Ya desde 1818 realizaron ingeniosos experimentos ópticos para medir el movimiento absoluto de la Tierra: su movimiento en relación con el éter en reposo. Pero los resultados no coincidieron con lo que habían esperado. (Si el lector ha leído ya algo sobre la relatividad, le aconsejamos que no saque todavía ninguna conclusión. En este momento no estamos hablando de lo que él debe de estar pensando.) Los primeros experimentos no revelaron ninguna señal de tal movimiento, ninguna señal de un posible viento de éter.

Fresnel pudo explicar todos estos resultados negativos con una brillante suposición. Dijo que parte del éter quedaba atrapado dentro de la materia, aunque el resto la atravesara libremente. Había en ello una flagrante contradicción: cada diferente color de la luz necesitaría una cantidad distinta de éter retenido, lo cual es absurdo. Pero esto no empaña el brillo de la idea de Fresnel. Más bien al contrario, lo resalta, pues, como se comprobó mucho más tarde, estaba acercándose intuitivamente a algo que encajaba perfectamente dentro de la teoría de la relatividad y que desentonaba en el cuadro newtoniano.

Ahora debemos presentar al distinguido teórico holandés Hendrik Antoon Lorentz, que recibiría el premio Nobel en 1902. En los años finales del siglo XIX perfeccionó de forma considerable la teoría electromagnética de Maxwell y, al mismo tiempo, obtuvo la fórmula de Fresnel ―sin su contradicción interna y con el éter totalmente estacionario, exceptuando el caso de las ondas luminosas que lo atravesaban.

Todo parecería ya resuelto de no haber sido porque, en el último año de su vida. Maxwell había propuesto un nuevo método óptico para medir el movimiento de la Tierra a través del éter. Exigía una sensibilidad tan extraordinaria que llegó a convencerse de que no se podría poner en práctica. Sin embargo, en teoría, hacía pasar a segundo plano la fórmula de Fresnel, según la cual todo método óptico menos sensible estaba condenado al fracaso.

Pero Maxwell había sido demasiado pesimista. No había previsto la habilidad experimental del físico germano-americano Albert Michelson, que recibiría el premio Nobel en 1907. En un intento previo realizado en 1881, aplicando con gran precisión las franjas de interferencias. Michelson demostró la viabilidad del experimento. Y en 1887, junto con su colega el químico E.W. Morley, lo realizó todavía con mayor precisión.

El experimento de Michelson-Morley es demasiado conocido como para que debamos describirlo una vez más. Buscaba la existencia de un efecto del movimiento de la Tierra sobre la velocidad de la luz, medida en la Tierra. Si ésta se mueve a través del éter inmóvil, correrá por el laboratorio una especie de viento de éter. Entonces se proyecta una luz en la dirección de la corriente hacia un espejo y se la hace volver. Los cálculos indican que el tiempo del trayecto será ligeramente superior al de un recorrido semejante en contra de la corriente. Y al medir las diferencias de los tiempos utilizados por la luz en sus recorridos de ida y vuelta en diferentes direcciones, se puede medir la velocidad del viento de éter y por tanto la velocidad de la Tierra a través del éter. El aparato tenía la precisión necesaria para realizar su cometido, pero Michelson tuvo que aceptar su gran decepción: no se habían detectado diferencias en los tiempos. En adelante, consideró el experimento como un fracaso y hasta 1902 siguió pidiendo disculpas siempre que hablaba de él.

Considerado como un intento de medir el movimiento absoluto de la Tierra, este experimento fue un auténtico fracaso. Pero este mismo fracaso constituyó su éxito. El resultado negativo del experimento de Michelson― Morley resultó desconcertante para las pocas personas que podían entender lo que allí estaba en juego. Michelson había supuesto que el resultado negativo significaba que la Tierra transporta consigo su propio éter. Pero, dado que había pruebas experimentales y razones teóricas que demostraban abrumadoramente lo contrario, los teóricos se encontraban ante un grave problema. Tenía que haber una corriente de éter. Entonces, ¿por qué no se manifestaba?

El físico irlandés G. F. FitzGerald y, más tarde, Lorentz ofrecieron, independientemente, una explicación: los objetos se contraen en la dirección de su movimiento a través del éter, siendo esta contracción de la magnitud necesaria para anular el efecto del viento de éter en el experimento de Michelson―Morley. Cuanto mayor fuera la velocidad con que se atravesaba el éter, mayor debería ser la contracción. A la velocidad orbital de la Tierra, que es de unos treinta kilómetros por segundo, las longitudes se contraerían sólo una cienmillonésima parte. Pero a la velocidad de la luz, que es de unos 300.000 kilómetros por segundo, las longitudes deberían reducirse a cero.

En general, esta suposición ad hoc no suscitó demasiado entusiasmo. El gran matemático, teórico, filósofo de la ciencia y divulgador francés Henri Poincaré expresó su disgusto ante aquella situación. Criticó en primer lugar el planteamiento fragmentario: primero Fresnel, con su éter «retenido», que echaba por tierra los resultados nulos de los experimentos anteriores, menos elaborados, y ahora FitzGerald y Lorentz, con su contracción, que echaba por tierra los resultados nulos de los experimentos más convincentes. ¿Qué ocurriría si los experimentadores alcanzaran todavía mayor precisión y encontraran nuevos resultados inesperados? ¿Habría que buscar a toda prisa otras nuevas suposiciones debidamente acomodadas a la nueva situación? Espoleado por las críticas e incitaciones de Poincaré, Lorentz realizó un intento sistemático de reconciliar las ecuaciones de Maxwell con los resultados negativos del experimento de Michelson-Morley y de otros experimentos ya realizados o que pudieran realizarse en el futuro. En 1904, tras ímprobos esfuerzos, había resuelto en lo esencial el problema matemático. No hace falta entrar en detalles y nos limitaremos a decir unas palabras, aunque quizá todo nos parezca un galimatías. El problema estaba en mantener intacta la forma de las ecuaciones de Maxwell al pasar de un vehículo que se encuentra en reposo en el éter, a otro que se mueve uniformemente en relación con él. Para lograrlo, Lorentz utilizó, entre otras cosas, longitudes contraídas. Pero no consiguió plenamente conservar la forma de las ecuaciones de Maxwell. Se había deslizado un pequeño error.

Mientras tanto, Poincaré había realizado interesantes precisiones. Por ejemplo, en 1895 ―aproximadamente en la misma época en que Einstein, a sus dieciséis años, se preguntaba qué aspecto tendría una onda luminosa para un observador que pudiera ir a la misma velocidad que ella―, Poincaré habló provisionalmente, y a partir de 1899 con mayor confianza, de lo que en 1904 llamó el principio de relatividad. Decía, fundamentalmente, lo que había afirmado la quinta deducción de Newton: que no podemos determinar el reposo absoluto ni el movimiento uniforme. Pero Poincaré, que lo interpretaba teniendo presente la teoría de Maxwell, se dio cuenta, con sorprendente precisión profética, de que era necesario cambiar radicalmente la teoría de Newton. Diseminadas en las obras de Poincaré, encontramos sorprendentes premoniciones de las ideas y resultados de la teoría de la relatividad.

En junio de 1905, casi al mismo tiempo que Einstein, Poincaré envió a diversas revistas científicas dos artículos titulados «Sobre la dinámica del electrón», que se basaban en gran parte en un artículo escrito por Lorentz en 1904. El primero no era más que una breve nota que intentaba eliminar el defecto del artículo de Lorentz, y en él aludía a lo que Poincaré desarrollaba con gran detalle matemático en su segundo artículo.

Como es natural, Einstein no sabía nada de los dos artículos de Poincaré, todavía sin publicar cuando escribió el suyo. Tampoco conocía el artículo de Lorentz de 1904. En realidad, el método de Einstein es muy diferente. Además, consiguió la transposición de las ecuaciones de Maxwell sin el menor fallo.

Prácticamente, todas las fórmulas matemáticas básicas del artículo de Einstein de 1905 sobre la relatividad aparecen en el artículo de 1904 de Lorentz y en los dos de Poincaré, ambos fechados en 1905, aunque el más importante no apareció hasta comienzos de 1906. La presencia de fórmulas casi idénticas era inevitable, pues la relatividad tiene una estrecha conexión matemática con las ecuaciones de Maxwell y con las matemáticas de la propagación ondulatoria. De hecho, la transformación matemática esencial de la relatividad ―una fórmula que Poincaré bautizó en 1905 con el nombre de transformación de Lorentz― había sido descubierta ya por el físico irlandés Joseph Larmor en 1898, tomando como base las ecuaciones de Maxwell; una transformación casi idéntica había sido descubierta por el físico alemán Waldemar Voigt en un estudio del movimiento ondulatorio realizado ya en 1887, año del experimento de Michelson-Morley.

Hendrick Antoon Lorentz (1853-1928), físico neerlandés.

Por desgracia, tenemos que insistir en todo esto, pues las semejanzas matemáticas han llevado a algunas personas a creer erróneamente que la aportación de Einstein fue sólo marginal, cosa que no es verdad. Pero, para ser justos, hemos de añadir que en las obras escritas por Poincaré se encuentran muchas ideas que, vistas retrospectivamente, hacen que nos preguntemos por qué no llegó a dar el paso decisivo que llevaba a la teoría de la relatividad, cuando se encontraba tan cerca.

Tras estos largos preliminares, estamos ya preparados para enfrentarnos con el trabajo de Einstein de 1905 en el que estudiaba la electrodinámica de los cuerpos en movimiento. Si prestamos atención, la recompensa será grande, aunque también el esfuerzo.

Impresionado por la fuerza irresistible de las leyes de la termodinámica que afirman la imposibilidad de que haya máquinas dotadas de movimiento perpetuo, Einstein buscó un principio de imposibilidad comparable. Pero la verdadera clave de la teoría de la relatividad se le presentó de forma inesperada, tras varios años de desconcierto. El hecho se produjo una mañana al despertarse y levantarse de la cama. De repente, las piezas de un gigantesco rompecabezas parecieron encajar con una facilidad y naturalidad que le llenaron de confianza. Pero también tenía confianza en su trabajo, todavía más especulativo, sobre los quanta de luz, con sus imprevistas piezas de lo que parecía ser un complicado rompecabezas extraño y contradictorio.

Einstein debió de darse cuenta de que estaba escribiendo para la posteridad. Pero, como se aprecia en las ilustraciones siguientes, debió de hacer sus cálculos en hojas de papel de distinta procedencia. Suponemos que, al entregarlos a Annalen der Physik, se esmeraría en la presentación, pero, una vez publicados, se deshizo de los manuscritos, quizá tras utilizarlos como borradores para nuevos cálculos. Es decir, que los originales no existen. Así era Einstein.

Pero pasemos ya al contenido de su artículo de 1905 sobre lo que recibió el nombre de teoría especial de la relatividad. Señalemos, en primer lugar, que Einstein no menciona para nada el experimento de Michelson― Morley. Parece que no le hizo mucha falta utilizarlo en su argumentación. Además, pasa por alto la afirmación, hecha en su trabajo de sólo unas semanas antes, de que la luz debe estar formada, de alguna manera, por quanta.

Al igual que en dicho artículo, comienza señalando un conflicto que llega hasta el fondo del problema: la teoría de Maxwell establece distinciones injustificadas entre reposo y movimiento. Einstein pone un ejemplo.

Manuscrito de la conferencia sobre «Geometría y experiencia», pronunciada por Einstein en I92l.

Reverso de la página que aparece en lo imagen anterior.

Cuando se cruzan un imán y una bobina de cable conductor, aparece en el cable una corriente eléctrica. Supongamos que entendemos que el imán se mueve y el cable está en reposo. En este caso, la teoría de Maxwell ofrecería una explicación excelente. Supongamos que hacemos un cambio y pensamos que se mueve la bobina y que el imán está en reposo. La teoría electromagnética de Maxwell sigue constituyendo una explicación, pero muy distinta de la primera, aun cuando las corrientes calculadas fueran iguales.

Tras haber despertado nuestras sospechas sobre el valor de las ideas de reposo y movimiento en Maxwell. Einstein las confirma mencionando «los fallidos intentos de descubrir algún movimiento de la Tierra en relación con el [éter]». Luego formula un «postulado de imposibilidad», según el cual no hay experimento posible que pueda detectar el reposo absoluto ni el movimiento uniforme: la quinta deducción de Newton es válida para toda la física. A la vista de las pruebas, este postulado, que él denomina principio de relatividad, es totalmente plausible. Einstein añade a continuación un segundo principio que parece por lo menos tan plausible como el anterior; y con esta doble y hábil jugada, prepara adecuadamente el terreno para la revolución.

Su segundo principio afirma que en un espacio vacío la luz se desplaza con una velocidad determinada c que no depende del movimiento de su fuente. Quizá nos sorprenda esta afirmación. Si pensamos que la luz está formada por partículas, deberíamos decir, lógicamente, que las velocidades de éstas dependen de la forma en que se muevan sus fuentes. Pero, desde el punto de vista de la teoría ondulatoria de la luz, el segundo principio de Einstein tiene todas las apariencias de no ser más que una perogrullada. Independientemente de cómo se haya originado una onda luminosa, una vez que ya está en marcha es transportada por el éter a la velocidad normal en que se propagan las ondas en dicho medio. Si el asunto es tan obvio, ¿por qué lo convierte Einstein en un principio? Porque en un párrafo anterior de su artículo dice que la introducción del éter seria «superflua». Su segundo principio, por tanto, extrae de la noción de éter un dato esencial. Con ello, Einstein demuestra una singular audacia. Inmediatamente después de exponer su teoría cuántica de que la luz debe estar formada, en cierta manera, por partículas, propone como segundo principio de su teoría de la relatividad algo específico de la teoría ondulatoria de la luz, a pesar de declarar que la idea del éter es superflua. Es toda una demostración de la seguridad de su intuición física.

Así pues, tenemos dos principios elementales; ambos parecen plausibles, inocentes y de una evidencia que linda con la trivialidad. ¿Dónde está el peligro? ¿Dónde se oculta la amenaza de revolución?

En su artículo, Einstein dice de ellos que son «irreconciliables sólo en apariencia». ¿Irreconciliables? ¿Dónde está el conflicto? ¿Irreconciliables sólo en apariencia? ¿En qué puede estar pensando?

Vamos a fijarnos más atentamente. Valdrá la pena. Antes, unas palabras de advertencia. Al seguir la línea argumental de Einstein, es fácil que comencemos asintiendo con la cabeza para luego, poco a poco, comenzar a dar cabezadas, medio dormidos: nos puede parecer que todo es evidente y sin importancia. Llegará un momento en que a duras penas lograremos dominar los bostezos. ¡Cuidado! Para entonces nos habremos comprometido muy seriamente y será demasiado tarde para evitar la conmoción, pues la belleza de la argumentación de Einstein reside precisamente en su aparente inocencia.

Pensemos en dos vehículos semejantes y bien equipados, con un movimiento uniforme, e imaginemos que están en algún punto remoto del espacio, de tal manera que no se vean afectados por las influencias externas. Los vehículos, llamados A y B en honor de sus capitanes respectivos, tienen un movimiento relativo uniforme de, por ejemplo, 10.000 kilómetros por segundo, como se indica en la figura. En el centro de cada vehículo hay una lámpara. Cuando A y B estén frente a frente, encenderán sus lámparas un instante, enviando así señales luminosas hacia la izquierda y hacia la derecha. En el diagrama se ven estas señales y los vehículos un momento después. Por razones de comodidad, los hemos dibujado como si A estuviera «en reposo».

Ahora debemos sentar las bases para hacer una pregunta. De acuerdo con el segundo principio de Einstein, las velocidades de las señales luminosas no dependen de los movimientos de sus fuentes. Por eso ―y esto es muy importante―, las vibraciones luminosas se mantienen frente a frente, como se indica en la figura. Dentro de su vehículo. A mide sus velocidades a la izquierda y a la derecha y obtiene el valor c en ambos casos. B realiza las medidas correspondientes dentro de su propio vehículo. Se mueve a 10.000 kilómetros por segundo con relación a A, mientras que sus señales luminosas se mantienen al mismo ritmo que las de A. ¿Conforme? Pues bien, la pregunta es ésta: ¿Qué valores obtendrá B para las velocidades de las señales luminosas con relación a sí mismo?

Dado su movimiento con relación a A, cabe esperar que B compruebe que su señal luminosa hacia la izquierda se desplaza, con relación a sí mismo, a una velocidad de c + 10.000, mientras que la otra lo hace a una velocidad muy diferente, a c ‒ 10.000.

Pero, en ese caso, entraríamos en colisión con el primer postulado de Einstein. ¿Por qué? Porque A y B están realizando experimentos internos idénticos dentro de sus respectivos vehículos y, como están en movimiento uniforme, deben obtener resultados idénticos. Por consiguiente B, igual que A, debe comprobar que las velocidades son en ambos casos c. De hecho, por mucha que sea la velocidad con que B pueda desplazarse con relación a A para tratar de alcanzar la luz que retrocede, siempre se alejará de él a la misma velocidad c. No puede alcanzar la luz que retrocede, de la misma manera que no se puede alcanzar el horizonte en la Tierra. Ningún objeto material puede viajar a la velocidad de la luz. En este resultado sorprendente tenemos una respuesta inesperada a la pregunta que se formulaba Einstein a los dieciséis años sobre la posibilidad de avanzar a la misma velocidad que las ondas luminosas.

Ante un resultado tan inesperado, conviene mirar las cosas desde otro ángulo, aunque no sea más que para convencemos de que es consecuencia necesaria de los dos principios de Einstein. Supongamos que A comprobara que la velocidad en ambas direcciones era c, mientras que B comprobaba que era c + 10.000 en una dirección y c ‒ 10.000 en la otra. Entonces, A podría concluir con todo derecho que se desplazaba a una velocidad absoluta de 10.000 kilómetros por segundo, lo cual estaría en contradicción con el principio de la relatividad.

Ante una consecuencia tan catastrófica de dos principios aparentemente inofensivos cualquiera habría optado por abandonar uno u otro. Pero Einstein había elegido estos dos principios precisamente porque iban hasta el fondo del problema, y los mantuvo con decisión. Su misma plausibilidad ―considerados por separado― era la base firme en que se asentaba su teoría. En terrenos tan peligrosos, no podía permitirse el lujo de edificar sobre arenas movedizas.

Ya hemos visto por qué utilizó Einstein la palabra «irreconciliables». Sin embargo, también afirmaba que sus dos principios eran irreconciliables sólo «en apariencia», y eso significaba que. a pesar de todo, iba a reconciliarlos. Pero, ¿cómo?

Entramos aquí en la fase crucial de la argumentación. Como es de suponer, el remedio tenía que ser más bien drástico. Lo que vislumbró Einstein al incorporarse de la cama aquella mañana histórica fue que tendría que renunciar a una de nuestras ideas más queridas sobre el tiempo.

Para entender su revolucionaria concepción del tiempo, volvamos a los vehículos A y B y confiemos a sus capitanes una nueva tarea. Tal como se indica en la figura, se colocan en los dos vehículos cuatro relojes de gran precisión: a1, a2, b1 y b2. Para mayor comodidad, supongamos que los vehículos tienen varios millones de kilómetros de longitud. Así podremos hablar de minutos en vez de milmillonésimas de segundo.

A envía un destello luminoso de a1 a a2, de donde vuelve inmediatamente a a1. La luz sale de a1 cuando las agujas de a1 marcan el mediodía, y llega a a2 cuando sus agujas marcan las doce y tres minutos. Esto no nos da la seguridad de que la luz haya tardado tres minutos en desplazarse de a1 a a2: por ejemplo, los operarios que instalaron los relojes han podido mover las agujas sin darse cuenta. ¿Cómo podemos sincronizar a2 con a1? Reflexionemos sobre el doble recorrido. Supongamos que la luz sale de a1 cuando las manecillas de a1 marcan el mediodía, llega a a2 cuando sus manecillas marcan las doce y tres minutos, y vuelve a a1 cuando las agujas de a1 marcan las doce y cuatro minutos. Sospechamos inmediatamente que algo marcha mal. Los relojes darían a entender que la luz había tardado tres minutos en ir de a1 a a2 y sólo un minuto en volver de a2 a a1. Solución lógica: retrasamos un minuto el minutero de a2. Ahora, al realizar el experimento, los relojes indicarán que la luz ha tardado dos minutos en ir de a1 a a2 y otros dos minutos en volver de a2 a a1. Como lo que queremos es que la velocidad de la luz sea c en ambas direcciones, estaríamos de acuerdo con Einstein en que las agujas de los relojes a1 y a2 se encuentran ahora de tal manera que los relojes están sincronizados. Y si, un poco más tarde, ocurre algo en a1 cuando las agujas marcan las 4,30, y en a2 ocurre otra cosa cuando las agujas de a2 marcan también las 4,30, estaríamos de acuerdo con Einstein en que los dos hechos independientes habían ocurrido simultáneamente.

Quizá todo esto nos parezca insustancial, tan evidente, que nos cuesta reprimir el bostezo de que hablábamos antes. Pero, como ya hemos señalado, la belleza de la argumentación de Einstein radica en que se basa en conceptos que nos engañan con su apariencia inofensiva. Mientras contenemos por cortesía un bostezo de aburrimiento, sin darnos cuenta nos vemos obligados a aceptar una consecuencia insospechada y pasmosa.

Mientras A sincroniza sus relojes a1 y a2 en la forma antes indicada por Einstein, B le observa perplejo. Con relación a B, A se desplaza hacia la izquierda a una velocidad de 10.000 kilómetros por segundo. Así, aunque A diga que su luz recorre la misma distancia en ambos recorridos, como se observa en el diagrama siguiente:

B ve las distancias muy desiguales:

¿Qué debe pensar B? ¿Qué es lo que tiene que concluir? Que, dado que las distancias de ida y vuelta son desiguales, el simple hecho de que el avance y retroceso de la luz tarden lo mismo según a1 y a2 demuestra a B que los relojes a1 y a2 no están sincronizados.

Naturalmente, cuando B informa a A de lo ocurrido, A se queda preocupado. Entonces pide a B que sincronice los relojes b1 y b2 según el procedimiento adoptado por Einstein. Así lo hace B, con lo que A puede tomarse la revancha. Con relación a A, B se mueve hacia la derecha a 10.000 kilómetros por hora, y aunque B afirme que su luz recorre la misma distancia en uno y otro sentido

A ve una clara desigualdad entre las distancias:

Entonces A dice que los relojes a1 y a2 están sincronizados y B dice que no. B dice que los relojes b1 y b2 están sincronizados, y A dice que no. Si A dice que dos hechos que ocurren en a1 y en a2 son simultáneos. B lo negará. Y viceversa.

¿Nos inclinamos a favor de A o de B? El primer postulado de Einstein, el principio de relatividad, sitúa a A y B en condiciones de igualdad. Así pues, debemos concluir con Einstein que los dos tienen razón.

El genio de Einstein nos sorprende ahora con un golpe maestro. Considera esta divergencia de puntos de vista no como una pelea intrascendente, sino como un rasgo característico del tiempo. Ante nuestros ojos se desploma la concepción newtoniana, basada en el sentido común, de un tiempo universal que permitiría una simultaneidad universal. El tiempo, según Einstein, es de tal naturaleza que la simultaneidad de los hechos independientes es relativa. Los hechos simultáneos para A no son, por lo general, simultáneos para B; y los hechos simultáneos para B no son, en general, simultáneos para A. Por mucho que nos sorprenda, debemos aceptarlo. Y aceptar nuevos golpes, pues el tiempo es una realidad fundamental, y un cambio drástico en su concepción echa por tierra, como si de un castillo de naipes se tratara, toda la estructura de la física teórica. No se salva prácticamente nada.

Tomemos como ejemplo la longitud, otro aspecto fundamental de la física teórica. Imaginemos una barra en movimiento, que pasa por delante de A y B. Para medir su longitud mientras pasa, A anota las posiciones de sus extremos en un instante determinado: es decir, simultáneamente. B hace lo mismo. Pero como A y B no están de acuerdo en la simultaneidad. A dirá que B observó las posiciones de los dos extremos en momentos diferentes y por tanto no midió la verdadera longitud. B dirá lo mismo sobre A. Y en general. A y B obtendrán valores diferentes para la longitud medida de esa manera. De donde se deduce que, como la simultaneidad es relativa, la distancia también lo es. Y no hay forma de detener el contagio. La velocidad, la aceleración, la fuerza, la energía... y otras muchas nociones dependen del tiempo y de la distancia: cambia la estructura misma de la física.

¿Qué ocurre con la relación entre las mediciones del tiempo y del espacio efectuadas por A y las efectuadas por B, o por dos observadores cualesquiera situados en vehículos que se encuentren en movimiento relativo uniforme? Como era de esperar en él. Einstein buscó la relación matemática más sencilla que se podía deducir de sus dos principios. De esta manera, extrajo de ellos nada menos que la transformación de Lorentz ―transformación de la que, casi con toda seguridad, no había tenido conocimiento anteriormente.

Utilizando esta transformación, hizo nuevas deducciones. Sus dos principios podían parecer inofensivos en un primer momento, pero sus consecuencias lógicas van con frecuencia contra el sentido común. Por ejemplo, como demostró Einstein, A comprueba que los relojes de B se atrasan en relación con los suyos. Después de recuperamos de nuestra sorpresa ―¿no eran los dos relojes igualmente fiables?―, esperamos que B compruebe que los relojes de A se adelantan en comparación con los suyos. Pero no es así. Tanto A como B descubren que los relojes del otro se retrasan.

Recordemos de nuevo la afirmación de FitzGerald y Lorentz de que los objetos se contraen en la dirección de su movimiento a través del éter. Einstein obtuvo una fórmula idéntica para la dimensión de tal contracción. Pero en la teoría de Einstein es un efecto recíproco y relativo: A comprueba que las medidas longitudinales de B se contraen en comparación con las suyas, mientras que B descubre que las de A son más cortas que las suyas. Nada podría revelar más llamativamente la revolucionaria audacia de las ideas de Einstein, en comparación con las de sus antecesores Lorentz y Poincaré. Los tres admitían la transformación de Lorentz, en la que había implícitas consecuencias asombrosas. Pero, al interpretarla, ni Lorentz ni Poincaré se atrevieron a confiar plenamente en el principio de relatividad. Si A está en reposo, las unidades de longitud de B se contraerían. Pero en la explicación de estos dos científicos no se decía nada de que B observara la misma contracción en A. Tácitamente, se suponía que B comprobaría que las de A eran más largas. En cuanto a la marcha de los relojes, no dijeron nada parecido a las explicaciones de Einstein.

Poincaré, uno de los mayores matemáticos de su época, fue un hombre de aguda intuición filosófica. En su importante artículo de 1905 demostraba un dominio extraordinario del aparato matemático de la teoría de la relatividad. Llevaba muchos años insistiendo en la naturaleza puramente convencional de los conceptos físicos. Había percibido muy pronto la probable validez de un principio de relatividad. Sin embargo, cuando llegaba el momento de dar el paso decisivo, le faltaba el valor y se aferraba a los hábitos tradicionales de pensamiento y a las ideas consagradas sobre el espacio y el tiempo. Aunque el hecho nos causa extrañeza, se debe a que quizá no valoremos lo suficiente la audacia de Einstein al presentar el principio de relatividad como un axioma y, conservando la fe en él, al cambiar nuestras concepciones del tiempo y el espacio.

Einstein y Besso, en una reunión celebrada en Zurich.

Al realizar este cambio revolucionario, Einstein se dejó influenciar en gran parte por las ideas de Mach, cuyo libro de crítica a la mecánica newtoniana había leído en sus días de estudiante, gracias a Besso. Mach aparecerá más adelante en nuestro relato, aunque el inicial entusiasmo de Einstein hacia sus ideas filosóficas no duró mucho tiempo. Mach había manifestado un profundo escepticismo ante conceptos como los de espacio absoluto y tiempo absoluto, y ante los átomos. En términos generales, veía en la ciencia una especie de catálogo ordenado de datos y quería que todos los conceptos se pudieran definir claramente mediante procedimientos específicos. El tratamiento de la simultaneidad desde el punto de vista de unos procedimientos específicos de sincronización demuestra claramente la influencia de Mach en Einstein. Pero otros ―Poincaré entre ellos― conocían también las ideas de Mach, y sin embargo fue Einstein quien dio el paso decisivo.

Las contracciones mutuas de las longitudes, como el retraso mutuo de los relojes, no se contradicen a sí mismos. Son muy semejantes a los efectos de la perspectiva. Por ejemplo, si dos personas de la misma altura se alejan, se detienen y se vuelven para mirarse, cada una pensará que la otra ha disminuido de tamaño; la razón por la que esta contracción mutua no nos parece una contradicción es sencillamente porque nos hemos acostumbrado a ella.

Hemos dicho sólo lo más elemental para ofrecer una pista de la naturaleza revolucionaria del artículo de 1905 sobre la relatividad. Una vez puestos los cimientos, el artículo se centra sobre todo en las matemáticas. Einstein demuestra cómo, con las nuevas ideas del tiempo y del espacio, las ecuaciones de Maxwell son conformes al principio de la relatividad, aun cuando estas ideas exijan una revisión de la mecánica newtoniana. Por ejemplo, cuanto mayor sea la velocidad con que se mueve un objeto en relación con un experimentador, mayor será su masa con relación a él. Como es habitual, Einstein llega a hacer una predicción que se puede comprobar experimentalmente. Presenta fórmulas sobre el movimiento de los electrones en un campo electromagnético, teniendo en cuenta los aumentos relativistas de sus masas al aumentar sus velocidades con relación al observador. Siguiendo un camino distinto, Lorentz había hecho una predicción esencialmente idéntica en 1904, y la había comparado favorablemente con los resultados ya obtenidos por un experimentador. No debemos sorprendernos por la equivalencia de las fórmulas, ya que, como hemos dicho, Lorentz y Einstein tenían antecedentes maxwellianos comunes. Pero entre estos dos hombres hay una diferencia que conviene señalar. En 1906, el mismo experimentador, al publicar sus nuevas mediciones, las declaraba categóricamente incompatibles con la predicción de Lorentz y Einstein, y compatibles con algunas teorías rivales. Lorentz se desanimó, mientras que Einstein siguió impertérrito. Este contemplaba las teorías opuestas con cierta desaprobación estética, y sugirió la posibilidad de que el experimentador se hubiera equivocado. Posteriores mediciones realizadas por otros científicos demostraron que Einstein tenía razón.

No podemos cerrar estas páginas en torno al artículo de 1905 sobre la relatividad sin citar sus palabras finales; «En conclusión, quiero decir que, mientras he trabajado en el problema aquí tratado, he contado con la fiel colaboración de mi amigo y colega M. Besso, y que estoy en deuda con él por las sugerencias tan valiosas que me ha hecho.»

Ya hemos mencionado los cuatro artículos que Einstein ofreció a Habicht a cambio de la tesis de éste. Las copias del famoso volumen 17 de Annalen der Physik, que contienen los tres artículos principales de los cuatro citados, son ahora verdaderas joyas, guardadas muchas veces con doble llave por los bibliotecarios que tienen la suerte de custodiarlos. Tal profusión de genio en un periodo tan corto ―tres temas diferentes, transformados por el toque de la magia― hace de 1905 un año memorable.

Pero no podemos cerrar aquí este capítulo. Para Einstein no había terminado el año 1905. A finales de septiembre, tres meses después del artículo sobre la relatividad, envió a Armalen der Physik otro artículo que se publicó en noviembre. Sólo ocupa tres páginas. Utilizando ecuaciones electromagnéticas tomadas de su trabajo anterior. Einstein demuestra mediante cálculos que si un cuerpo libera una cantidad E de energía en forma de luz3, su masa disminuye la cantidad E/c2.

Con su sentido innato de la unidad cósmica. Einstein realiza ahora una observación penetrante y de importancia fundamental: el hecho de que la energía esté en forma de luz «no supone, evidentemente, ninguna diferencia.» Luego, enuncia una ley general en el sentido de que si un cuerpo libera o recibe una cantidad E de energía de cualquier clase, pierde o gana una cantidad de masa E/c2.

Según esta fórmula, dada la inmensidad de c. si una bombilla eléctrica emitiera 100 vatios de luz durante cien años, despediría en ese tiempo una energía cuya masa total sería menos de la centésima parte de un miligramo. Pero el radio, por su radiactividad, desprende cantidades de energía relativamente elevadas, y Einstein insinuó la posibilidad de comprobar su teoría a través del mismo.

En este artículo de 1905. Einstein decía que toda la energía, de cualquier clase que sea, tiene masa. Hasta un hombre como él tardó otros dos años en llegar a la formidable conclusión de que lo recíproco tenía que ser también cierto: que toda masa, de cualquier clase, debe tener energía. Lo que le impulsó a ello fueron razones estéticas. ¿Por qué establecer una distinción tan clara entre la masa que tiene ya un objeto y la masa que pierde al despedir energía? Eso equivale a imaginar dos tipos de masa, sin ninguna razón seria, cuando con una podría bastar. La distinción iba contra todo sentido artístico y no tenía defensa lógica posible. Por consiguiente, toda masa debe tener energía.

Tras establecer esta equivalencia entre masa y energía, Einstein, en un artículo largo y de carácter principalmente expositivo, publicado en 1907 en el Jahrbuch der Radioaktivitát, pudo escribir su famosa ecuación E = mc2. Imaginemos la audacia de este paso: cada grano de tierra, cada pluma, cada mota de polvo se convertía en un prodigioso depósito de energía. En aquella época no había forma de verificarlo. Sin embargo, al presentar su ecuación en 1907, Einstein la consideraba como la consecuencia más importante de su teoría de la relatividad. Su prodigiosa capacidad de adelantarse a los acontecimientos se demuestra en el hecho de que su ecuación no llegó a verificarse cuantitativamente hasta unos veinticinco años más tarde, y entonces sólo pudo hacerse mediante complicados experimentos de laboratorio. Lo que no pudo prever fueron los trágicos acontecimientos que tendrían como raíz aquella fórmula de inspiración artística: E = mc2.

En los tres últimos capítulos hemos hablado del florecimiento del genio de Einstein en el fabuloso año 1905. El 1 de abril de 1906, en la oficina de patentes de Berna, fue ascendido a la categoría de ingeniero técnico de segunda clase.

 

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