Einstein

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PORTADA » VIII. DE LOS PRINCIPIA A PRÍNCIPE

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Einstein lo reconoció, pero aseguró que el principio debía tener, a pesar de todo, contenido, si se quería llegar a las ecuaciones tensoriales más sencillas y bellas y adaptarse a las circunstancias. Y, de hecho, el golpe maestro consistente en exigir que la gravitación se representara exclusivamente mediante los diez gμν dio al principio de covarianza general ―desde el punto de vista de Einstein― un contenido importante.

Viendo lo frágiles que eran los cimientos visibles en los que Einstein había apoyado su teoría, no podemos dejar de maravillarnos de la intuición que le condujo a la realización de su obra maestra. Esta intuición es lo que le transforma en un genio. ¿No eran también frágiles los fundamentos de la teoría de Newton? ¿Quiere eso decir que el resultado tiene menos importancia? ¿No se había basado Maxwell en un modelo mecánico que él mismo consideraba poco verosímil? Por una especie de adivinación, el genio sabe desde el primer momento, de forma vaga y velada, hacia dónde debe dirigirse. Y en su penosa marcha a través de lo inexplorado, su confianza se nutre de argumentos más o menos plausibles cuya función es más freudiana que lógica.

Estos argumentos no tienen que ser necesariamente sólidos. Lo que hacen es fortalecer el impulso irracional, clarividente y subconsciente, que es el verdadero animador de la búsqueda. En realidad, no debemos exigir que estén plenamente justificados por una lógica estéril, pues el que realiza una revolución científica debe basarse en las mismas ideas que va a reemplazar. Por ejemplo, y por extraño que pueda parecer, no parece posible, en la teoría de la relatividad general, ofrecer definiciones inequívocas de la masa y de la energía.

La teoría de Einstein surgió en medio de una guerra confusa que ambos bandos podían ganar o perder. Pero casi desde el primer momento provocó una oleada de interés que llegó más allá del pequeño círculo científico al que estaba dirigida. En 1916, un editor alemán pidió a Einstein que escribiera una explicación de su teoría dirigida al gran público. El libro apareció en 1917. Utilizando únicamente los recursos de las matemáticas elementales, Einstein consiguió resumir la explicación en setenta páginas lúcidas y encantadoras; si, a pesar de todo, no resultaron demasiado asequibles para el profano, la culpa no fue sólo de Einstein ―a no ser que pueda reprochársele haber creado una teoría de tan formidable dificultad―. En aquellas fechas Alemania estaba en guerra y el papel escaseaba, por lo que la edición fue muy reducida. Pero el libro vino a cubrir un hueco y a satisfacer una necesidad. Ya en mayo de 1918, en una Alemania acosada, bloqueada y hambrienta, el editor pensaba publicar una tercera edición. Sin demasiadas esperanzas, solicitó papel para tres mil ejemplares, y el gobierno alemán accedió a su petición.

La belleza intrínseca de la teoría de la relatividad general y la naturalidad con que se había obtenido el perihelio de Mercurio demostraron a Einstein que su intuición había sido correcta. Al referirse al perihelio en su obra de divulgación, y hablando en concreto de la desviación gravitatoria hacia el rojo y de la curvatura de la luz, decía: «Estoy seguro de que llegarán a confirmarse estas deducciones de la teoría»; y en las conversaciones con sus amigos reconocía su confianza en esta teoría. No esperó a que se produjeran nuevas confirmaciones para seguir avanzando decididamente. En 1916 y en 1917, año de la Revolución rusa y de la toma del poder por los comunistas, realizó dos importantes progresos científicos, el segundo de ellos relacionado con la teoría de la relatividad. Pero de momento los dejaremos de lado, para no interrumpir nuestro relato.

El resultado sobre el perihelio de Mercurio no era propiamente una predicción: la discrepancia newtoniana ya era conocida. Sin embargo, había dos predicciones de la teoría de la relatividad general ―la desviación gravitatoria hacia el rojo y la desviación de la luz― cuya verificación serviría para convencer a otros científicos. Es significativo que la desviación del espectro hacia el rojo, que Einstein había deducido de su primitivo principio de equivalencia, tuviera prácticamente el mismo valor que el que dedujo de su teoría general de la relatividad. Pero todavía es más importante el hecho de que la desviación de la luz, según la nueva teoría, fuera el doble que en el primer cálculo. Efectivamente, para los rayos de luz estelar que rozaban con el Sol, Einstein preveía ahora una desviación de 1,7 segundos de arco.

La guerra había trastornado el carácter internacional de la ciencia. Ya no había libre intercambio de información científica entre los países en guerra. Pero la neutralidad de Holanda había sido respetada, y el astrónomo holandés Willem de Sitter siguió en contacto con su colega inglés Arthur Eddington, de religión cuáquera. En 1916, De Sitter envió a Eddington una copia de un complicado artículo de Einstein en que explicaba la teoría general de la relatividad. A Eddington le entusiasmó. En un detallado informe oficial decía: «Independientemente de que sea correcta o no, debemos examinar atentamente esta teoría, por ser uno de los más bellos ejemplos de la capacidad de razonamiento matemático.»

En plena guerra, Eddington y Frank Dyson, astrónomo oficial inglés, planificaron con ayuda del gobierno dos expediciones, una a Sobral (Brasil) y otra a la isla portuguesa de Príncipe, junto a la costa occidental africana. El 29 de mayo de 1919, tal como había indicado Dyson, iba a producirse en dicho lugar un eclipse total de Sol especialmente favorable. El objetivo de las expediciones era verificar la teoría de Einstein, desarrollada en la capital del bando enemigo.

A pesar del mal tiempo dominante en Príncipe ―en su informe oficial Eddington escribió: «desde el 10 de mayo sólo llovió la mañana del eclipse»―, en algunas de las fotografías realizadas por Eddington y su ayudante a través del telescopio se veían estrellas en medio de las nubes. Impaciente, Eddington realizó mediciones micrométricas en las fotografías más claras y con gran satisfacción descubrió que confirmaban la nueva teoría. Más tarde dijo que aquél había sido el momento más importante de su vida.

Tuvo que pasar algún tiempo antes de llegar a una evaluación completa de los datos obtenidos en Príncipe y Sobral. Aunque habían cesado los combates, la guerra no había terminado oficialmente. La comunicación directa entre Inglaterra y Alemania era prácticamente imposible, y la comunicación indirecta experimentaba grandes retrasos. A comienzos de septiembre, llegaron hasta Einstein rumores de que los resultados del eclipse habían sido favorables, y el 22 de septiembre de 1919 Lorentz le envió un telegrama en que le confirmaba tales rumores. Einstein respondió con otro telegrama: «Muchísimas gracias a ti y a Eddington. Saludos.» Así, el 27 de septiembre Einstein tuvo la enorme satisfacción de enviar a su madre, enferma en Suiza, una tarjeta postal en la que decía: «Querida madre: Hoy tengo buenas noticias. H. A. Lorentz me ha comunicado que las expediciones inglesas han confirmado la desviación de la luz en las proximidades del Sol...»

Postal enviada por Einstein a su madre contándole los resultados del eclipse (1919).

Pero la noticia no era todavía oficial. El 6 de noviembre de 1919 se celebró en Londres una histórica reunión conjunta de la Royal Society y de la Royal Astronomical Society. En 1703, hacía más de dos siglos, Newton había sido elegido presidente de la Royal Society, y posteriormente fue reelegido todos los años hasta su muerte, acaecida más de veinte años después. Ahora, en 1919, estaba presente en las mentes de todos los científicos reunidos. Su retrato dominaba la escena desde un lugar de honor en la pared. Sin embargo, aunque estaba de cara al público, tenía la vista desviada hacia la derecha, como si estuviera sumido en la contemplación de misterios recónditos, mientras Joseph Thomson, descubridor del electrón, galardonado con el premio Nobel y presidente de la Royal Society, aclamaba la obra de Einstein como «uno de los mayores logros de la historia del pensamiento humano, por no decir el mayor de todos ellos», y el astrónomo real informaba oficialmente de que los resultados de las expediciones organizadas con ocasión del eclipse confirmaban la concepción de Einstein, no la de Newton.

La espectacularidad de aquel acontecimiento se vio subrayada por la guerra que acababa de terminar. Supongamos que no se hubiera producido la guerra y que Finlay-Freundlich hubiera logrado observar el eclipse de 1914, obteniendo una desviación de 1,7 segundos de arco en una fecha en que Einstein preveía una desviación de sólo 0,83 segundos de arco. O que, en América, Hale y sus amigos astrónomos hubieran llegado a descubrir, sin esperar al eclipse, que la desviación era el doble del valor previsto. En ese caso, el cálculo de 1,7 presentado por Einstein en 1915 habría parecido un resultado puramente conformista. No habría sido otra cosa que el reconocimiento de que sus cálculos iniciales habían sido erróneos y ahora reconocía los hechos. Casi todos habrían pensado que Einstein había hecho una maniobra hábil, y la desviación de la luz habría perdido el tremendo impacto que tuvo en cuanto predicción.

Pero se había producido la I Guerra Mundial, y la predicción de la desviación de la luz se había visto confirmada en circunstancias muy especiales, en un momento en que las naciones estaban cansadas de guerra y descorazonadas. Los rayos curvos de la luz estelar habían iluminado un mundo sumergido en la sombra, revelando una unidad entre los hombres que se imponía por encima de los conflictos bélicos. Los periódicos ingleses no hicieron demasiado por relacionar a Einstein con Alemania y comunicaron con gran entusiasmo la trascendental noticia, que rápidamente se difundió por otros países. En diciembre de 1919 Eddington escribía a Einstein diciendo: «...Toda Inglaterra está hablando de su teoría. Ha causado un impacto sensacional... Es lo mejor que podría haber ocurrido para mejorar las relaciones científicas entre Inglaterra y Alemania.»

El destino daba un giro imprevisto a los acontecimientos. La luz estelar, con su ligera desviación, había deslumbrado al gran público, y de repente Einstein se convirtió en una celebridad mundial. Este hombre esencialmente sencillo, buscador solitario de la belleza cósmica, era ahora un símbolo mundial, objeto de veneración... y de odios profundamente arraigados.

 

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