Einstein

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PORTADA » XI. UN MARCO MÁS AMPLIO

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De la II Guerra Mundial volvemos a la primera. En 1917, cuando todavía no se habían realizado las expediciones para estudiar el famoso eclipse, Einstein aplicó su naciente teoría de la relatividad al universo en su conjunto. No al universo con todos sus misterios, con sus detalles y su amplia variedad; tampoco a las personas y a sus sueños y frustraciones, ni a los prados floridos de la Tierra, ni a la Tierra misma, ni al insignificante Sol que tanta importancia tiene en nuestras vidas, ni a cada una de las estrellas desparramadas por los cielos. La aplicó a un modelo abstracto, desnudo y pulido de toda aspereza, de la misma manera que representamos con un globo insensible y plácido a nuestra Tierra, que no es esférica y está en continuo conflicto.

Desde el primer momento, Einstein tenía la intención de lograr una teoría que se pudiera aplicar al universo. Pero, de momento, la aplicó al sistema solar. Luego, cuando intentó aplicarla al espacio infinito, tropezó con problemas inesperados. Por más que lo intentaba, no conseguía aplicarla a las distancias infinitas. Matemáticamente, su intento no revestía ningún problema. Pero Einstein era un físico y para él lo que no presentaba problemas matemáticos le inspiraba poca confianza en el terreno físico. Y tardaría bastante en superar esta barrera. En su artículo de 1917, el primero en que aborda la cosmología relativista, hablaba «del camino duro y tortuoso» que había tenido que recorrer para llegar a su solución radical del problema.

Para preparar a sus lectores, comenzaba exponiendo las conocidas dificultades que presenta la teoría de Newton si se considera a las estrellas como distribuidas más o menos uniformemente a través del espacio infinito. Es posible evitar las dificultades imaginando que las estrellas forman una especie de archipiélago difuso en el espacio infinito, y que están más dispersas a medida que aumenta su distancia del centro. Pero esta solución insular del problema newtoniano no agradaba demasiado a Einstein, que exponía algunos argumentos sencillos, aunque penetrantes, en su contra. Por ejemplo, si a escala gigantesca, las estrellas son consideradas como partículas de gas, según la teoría de los gases, sería imposible que existiera semejante archipiélago difuso de estrellas: no podría contener materia. Otro argumento parecido, basado también en la teoría de los gases, insistía en lo siguiente: por un proceso semejante al de la evaporación, las estrellas romperían los lazos gravitatorios que las unen al centro y se escaparían hacia la inmensidad del espacio infinito, para no volver.

Estos argumentos no eran meros ejercicios de precalentamiento. Einstein los aplicaba, con otros muy diferentes, a la teoría general de la relatividad en un intento de llegar hasta el fondo del problema de la cosmología relativista. No es necesario insistir en los detalles. Siguiendo a Mach, Einstein afirmaba que un objeto adquiere inercia únicamente por la presencia del resto de la materia del universo. Llamaba a esto relatividad de la inercia. Todo su enfoque se basaba en ella y en un hecho de observación: las velocidades de unas estrellas en relación con otras eran en conjunto tan pequeñas que se podía decir que el universo es esencialmente estático. Esto último limitaba considerablemente las posibilidades y, tras ímprobos esfuerzos. Einstein se vio obligado a concluir que las distancias infinitas originaban problemas desde el punto de vista de la relatividad y de la doctrina de Mach. ¿Qué se podía hacer?

Evidentemente, si no hubiera distancias infinitas no podrían causar complicaciones. En consecuencia, Einstein decidió suprimirlas. Así de sencillo.

Pero, en realidad, no fue tan fácil. Era un remedio desesperado, utilizado únicamente como último recurso después de que le hubieran fallado todos los demás. Y para conseguir este objetivo ―liberarse de las distancias infinitas sin vaciar el universo estático ni dejarlo con una herida abierta― Einstein comprobó que tenía que introducir un ligero cambio en sus ecuaciones del campo de gravitación, contaminando de esa manera la pureza de su hermosura. Les añadió un término simple multiplicado por una cantidad sumamente pequeña que designó con el símbolo λ, la letra griega lambda.

Todo esto está muy bien. Pero, ¿cómo se libraba Einstein de las distancias infinitas? Como ocurriera anteriormente, los geómetras habían puesto ya a punto los medios teóricos. En su nuevo modelo del universo, Einstein concebía el espacio, con sus tres dimensiones, como una extensión finita, pero sin fronteras. Podemos imaginarnos su contenido esencial pensando en un espacio de dos dimensiones, en vez de tres. Imaginemos primero una superficie plana de extensión infinita. Si queremos desembarazarnos de sus distancias infinitas, podemos delimitar una región y dejar de lado todo lo demás; o podemos eliminar la mayor parte de la misma, dejando una parte con límites concretos ―como esta página, por ejemplo―. Por el contrario, pensemos ahora en la superficie de una esfera. Es finita. No tiene distancias infinitas. Sin embargo, no tiene límites ni fronteras ni zonas marginales. Todos los lugares de la misma son semejantes. No tiene nada que corresponda a un centro.

¿Nada que corresponda a un centro? Tiene que haber un error.

Pero no lo hay. La esfera tiene un centro, eso está claro; pero el centro no está en la superficie. Recordemos que, para entenderlo mejor, estamos hablando de dos dimensiones, no de tres; y debemos ser coherentes. Tenemos que imaginarnos no sólo el espacio sino también las estrellas y a nosotros mismos ―todas las cosas― como si fueran bidimensionales y ocuparan solamente la superficie bidimensional de la esfera. El único espacio existente es la superficie. Lo que consideramos normalmente como su interior y su exterior es como si no existiera ―y la verdad es que no resulta fácil ver las cosas así.

Supongamos, no obstante, que lo logramos. Tendríamos un espacio bidimensional ―la superficie de la esfera― que es de extensión finita y sin embargo no tiene fronteras ni centro ni regiones al margen. El siguiente paso, el salto a las tres dimensiones, no podemos representárnoslo gráficamente. Como los geómetras. Einstein abordó el problema recurriendo a una analogía matemática formal. Se sirvió de un espacio cósmico tridimensional sin centro ni límites, pero de extensión finita, y le injertó una cuarta dimensión, el tiempo, que no es curva y tiene una extensión infinita.

Al eliminar de esta forma las distancias espaciales infinitas. Einstein resolvía brillantemente su problema cosmológico inmediato. Pero, al mismo tiempo, parecía crearse otros nuevos. Su universo liso, considerado como un todo, tenía reposo absoluto, tiempo absoluto y simultaneidad absoluta, pues lo había basado en el supuesto de que las estrellas estaban en una relación mutua de reposo. Así pues, podría desempeñar, en cuanto grupo, el papel de marco de referencia cósmico en reposo absoluto y, por tanto, la simultaneidad de este marco de referencia podría pasar por absoluta.

Es sorprendente ver al propio Einstein introduciendo de esta manera el reposo absoluto y la simultaneidad absoluta. Al resolver su problema cosmológico inmediato, parecía echar por tierra toda su estructura anterior. Pero él sabía lo que hacía. Su innovación no era más catastrófica que su anterior transición de la teoría restringida a la teoría general de la relatividad, que supuso el abandono de la velocidad de la luz como realidad constante. En las aplicaciones no cosmológicas, su obra anterior se mantenía en pie. En cuanto al tiempo cósmico absoluto y al reposo cósmico absoluto, eran el precio que se atrevía a pagar para poder considerar al universo como un todo. Y los que más tarde ampliaron su obra pagaron un precio semejante.

Pero, ¿por qué había que pagar un precio? Porque sólo tenemos un universo. Los principios generales, por muy válidos que sean, se convierten por necesidad en particulares cuando tienen validez para un solo caso. Lo que los convierte en generales es precisamente su validez para situaciones distintas. Cuando nos atrevemos a tomar como objeto de nuestro estudio el universo en su totalidad, ¿dónde podemos encontrar casos distintos?

No en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos. La variedad de universos posibles era demasiado grande para permitir cierta tranquilidad estética. Einstein no lo sabía por entonces. Tampoco sabía que las estrellas le habían engañado a él y a todos los demás y que lo que parecía un dato confirmado por la observación era una impresión falsa. Utilizando su λ y su idea de universo especialmente finito y ocupado uniformemente por materia en reposo, sus cálculos le llevaron a pensar en un tipo único de modelo de universo. Era una concepción grandiosa. Pero antes de seguir adelante debemos subrayar la importancia del artículo publicado por Einstein en 1917. Como veremos, tenía algún fallo, pero no debemos dejar que los descubrimientos posteriores disminuyan su mérito. Fue un acontecimiento importante y provechoso. Dio un nuevo giro a la cosmología y constituyó un primer paso de gigante que abrió un camino inexplorado. La marcha resultaría luego muy complicada, demasiado complicada para intentar exponerla en unas líneas. Nos limitaremos a señalar algunos de los momentos destacados.

Poco después de que Einstein diera el primer paso. De Sitter descubrió, en Holanda, una solución diferente de las ecuaciones cosmológicas de aquél, creando así una situación embarazosa Resultaba que las ecuaciones de Einstein no llevaban a un modelo único del universo. Además, a diferencia del universo de Einstein, el de De Sitter estaba vacío. Iba contra la creencia de Einstein, desarrollo de las ideas de Mach, de que la materia y el espacio-tiempo están tan íntimamente ligados que ninguno de los dos pueden existir sin el otro.

El universo de De Sitter tenía propiedades desconcertantes. Por ejemplo, se concebía en forma de universo estático ―independientemente de lo que esto pudiera significar, teniendo en cuenta que estaba vacío―, Pero, si se introdujeran furtivamente unas motas de polvo, dejando prácticamente intacto su vacío, podría decirse que estas motas se irían alejando a una velocidad cada vez mayor. En este sentido, era un universo en expansión y por tanto contrario a los datos astronómicos existentes.

En 1922 y en 1924 se produjeron progresos notables. El matemático ruso Alexander Friedmann encontró nuevas soluciones cosmológicas a las ecuaciones de Einstein. A diferencia del universo de De Sitter, los nuevos universos no estaban vacíos: a diferencia del de Einstein, no eran estáticos. Friedmann había descubierto la posibilidad relativista de universos no vacíos, unos en expansión, otros en contracción, y otros que pasarían de la expansión a la contracción Además, aunque cada uno de ellos podía tener una extensión espacial finita, también podían ser espacialmente infinitos, con un espacio plano o uniformemente curvo. Era una solución llena de posibilidades. Sin embargo, los descubrimientos matemáticos de Friedmann tuvieron poco impacto inmediato. Ni siquiera Einstein se dio cuenta de lo que significaban. Su primera impresión fue más bien negativa.

Poco antes, los astrónomos habían comenzado a admitir una nueva imagen del universo Desde hacía tiempo habían llegado a la convicción de que nuestro sistema solar es una parte periférica y relativamente microscópica de una inmensa agrupación de estrellas que forman una nebulosa. Decimos que esta nebulosa es nuestra galaxia porque la vemos a simple vista en los cielos: es la Vía Láctea (la palabra galaxia deriva del término griego γάλαξιας = lácteo). En 1924 el astrónomo americano Edwin Hubble realizó una medición que confirmaba la opinión de que no todas las nebulosas están relativamente cerca de nuestra galaxia, y pronto surgió la imagen de un universo en que las estrellas se agrupan, por miles de millones, en nebulosas aisladas, distribuidas más o menos uniformemente a través del espacio. Si se pensaba en las nebulosas más que en las estrellas, la concepción de Einstein sobre una distribución uniforme de la materia por el espacio seguía siendo aceptable.

No ocurriría lo mismo con su hipótesis de un universo estático. Con ayuda del famoso telescopio de Monte Wilson (California), los astrónomos, y Hubble en especial, venían estudiando las distancias y movimientos de las nebulosas. En 1929 Hubble publicó datos que demostraban no sólo que las remotas nebulosas se alejaban, sino que lo hacían de forma ordenada. Cuanto mayor era la distancia, mayor era también la velocidad de recesión, y la proporción entre velocidad y distancia era casi la misma en todas las nebulosas estudiadas. Esta proporción recibió el nombre de constante de Hubble. En las más remotas de las nebulosas estudiadas, las velocidades de recesión eran enormes, llegando a superar los 2.000 km s Considerando la enorme masa de una nebulosa ―miles de millones de veces mayor que la del Sol―, estas velocidades son pasmosas. Sin embargo, datos posteriores indicaban que eran muy inferiores a las velocidades de recesión de otras nebulosas más lejanas.

Si Einstein hubiera sabido esto en 1917, es posible que hubiera buscado un modelo de universo en expansión, y no estático: que hubiera concebido el espacio como el equivalente tridimensional de la superficie de un globo en expansión, y no de una esfera rígida Supongamos que concebimos las nebulosas como puntos que no se expanden y están situados en un globo en expansión uniforme. Lo más probable es que deduzcamos que, dado que la expansión es uniforme, todos los puntos se irán alejando a la misma velocidad sin salir de su superficie. Pero al momento nos daremos cuenta de que no es así. Pensemos en el caso elemental de una sucesión de puntos. A, B, C y D. cada uno de los cuales dista un centímetro del siguiente.

Imaginemos que en un segundo la distancia de un centímetro se convierte en dos. Entonces, aunque AB haya aumentado 1 cm en dicho segundo. AC ha aumentado 2 cm y AD 3 cm.

Por tanto, la velocidad de recesión aumenta en proporción a la distancia inicial, resultado que encaja perfectamente con las observaciones de Hubble sobre las recesiones de las nebulosas.

Pero en 1917 los científicos creían que las estrellas sólo tenían pequeños movimientos relativos, y esto había desorientado a Einstein. Sin embargo, no fue éste quien relacionó las nuevas observaciones de la recesión de las nebulosas con el descubrimiento de Friedmann de los universos en expansión, consecuencia de las ecuaciones de Einstein. Tampoco Friedmann. En 1927, el belga Georges Lemaître, que ignoraba la obra de Friedmann, propuso, basándose en las ecuaciones de Einstein, un universo que en principio era igual que el de Einstein pero que luego se expandía como el de Friedmann hasta convertirse, pasado un tiempo infinito, en un universo como el de De Sitter. También esta obra habría pasado inadvertida ―se publicó en una revista poco conocida― si Eddington no la hubiera comentado en términos elogiosos en 1930 y no hubiera logrado reimprimirla, traducida al inglés, en la principal revista británica de investigación astronómica, donde apareció en 1931. Por fin, la idea de un universo en expansión recibía el trato que se merecía, y de esta manera, aunque tarde, se reconocía el mérito de Friedmann.

Era reconfortante pensar que las ecuaciones de Einstein contenían la posibilidad de un universo en expansión. Pero había ciertos problemas. Friedmann había demostrado que las ecuaciones admitían una inmensa variedad de tipos de universos básicamente distintos. De hecho, en 1931, Lemaître se inclinó por un tipo de universo que tenía su origen en una explosión a partir de un pequeño glóbulo increíblemente denso al que dio el nombre de átomo primitivo. Pero se habían frustrado los sueños einsteinianos de un universo único. No le gustaba oír hablar de tantas posibilidades. Casi desde el principio, él ―y De Sitter― habían considerado la adición del término λ como una mancha estética. Ya en 1919, mediante un método ingenioso. Einstein había intentado liberarse de él, sin renunciar a su universo estático y cerrado, diciendo que el término λ era «un grave inconveniente para la belleza formal de la teoría». En su artículo de 1917 ya había manifestado ciertas reservas al respecto. En su último párrafo decía: «Para llegar a esta visión coherente, hemos tenido que recurrir a una ampliación de las ecuaciones del campo de gravitación que no tiene ninguna justificación en nuestros actuales conocimientos sobre la misma. Sin embargo, conviene subrayar que nuestros resultados admiten una curvatura positiva del espacio aun cuando no se introduzca el término λ. Este término sólo es necesario para posibilitar una distribución casi estática de la materia, como la que exigen las pequeñas velocidades de las estrellas.»

Cuando se comprobó que el último dato no era cierto, el término λ perdió para Einstein su razón de ser. A partir de ese momento, se olvidó por completo de él. Con ello consiguió algo más que recuperar la belleza de las ecuaciones de la gravitación Además, redujo a tres el número de tipos posibles de universos de Friedmann: y sólo uno de ellos sería cerrado y por tanto finito. En 1931 Einstein trató este universo único como si fuera la versión adulta de su idea inicial de 1917. Podemos concebir este universo oscilante como la expansión explosiva de un glóbulo ardiente y compacto cuyos fragmentos, proyectados a gran distancia, van perdiendo velocidad en su vuelo, frenados por la gravitación, y se repliegan para formar una vez más un glóbulo compacto.

Pero si se prescindía del término λ, la edad del universo sería de unos mil millones de años9, mucho tiempo en comparación con la vida de un hombre, e incluso con la vida del hombre, pero muy poco en comparación con la vida atribuida a la Tierra. Y difícilmente podía ser el universo más joven que ésta.

Si se conservaba el término λ ―como hizo Lemaître, por ejemplo―, se podía ampliar la edad teórica del universo, y además contar con cierto margen para adaptarse a los cálculos de los astrónomos sobre su densidad media. Apoyándose en los datos de la observación, los especialistas insistían en la necesidad de λ. Pero Einstein era inflexible. Para él, la belleza y la sencillez lógica pasaban por encima de todo. Confiaba en sus ecuaciones de campo sobre la gravitación más que en los datos astronómicos con los que estaban en conflicto. Y. en consecuencia, volvió a ser considerado como un científico desfasado ―en esta ocasión, por los cosmólogos, que pensaban que su sentido de la belleza le había llevado por un camino erróneo.

En 1945, con ocasión de la segunda edición de su libro The Meaning of Relativity (El significado de la relatividad), Einstein escribió un apéndice en el que resumía sus opiniones sobre la cosmología. Doce años antes había concluido, con De Sitter, que el problema de la finitud espacial era algo que debía decidir la observación. En este apéndice dejaba la pregunta en el aire. En cambio, se mantenía inflexible en la necesidad de prescindir de λ. No dejaba ninguna salida. Decía tajantemente: «La edad del universo... debe superar, sin duda, a la de la corteza sólida de la Tierra, tal como se refleja en los minerales radiactivos. La determinación de la edad a partir de estos minerales es fiable en todos los aspectos, por lo que la teoría cosmológica que aquí presentamos quedaría desacreditada si estuviera en contradicción con dichos resultados. En este caso, no veo ninguna solución razonable.»

Tres años más tarde, en parte como consecuencia del problema de la edad del universo, se propuso una teoría fascinante según la cual el universo no tenía principio ni fin, sino que se encontraría en un estado uniforme; para compensar el desgaste producido por la continua expansión, se daba en el espacio una creación continua de materia.

Sin embargo, poco antes de que Einstein escribiera el apéndice de 1945, las observaciones habían iniciado un importante progreso, y en los veinticinco años siguientes la edad del universo pasó a calcularse en miles de millones de años. Más en concreto, los cálculos de los astrónomos pasaron de unos mil millones de años a unos diez mil millones o más. De esta manera se eliminaba en parte el problema de la edad. Pero los cosmólogos preferían determinar el valor numérico de λ a través de la observación, más que guiarse por una opinión caprichosa. Al principio, los datos indicaban que λ no era cero. Pero en los primeros años setenta los datos eran más favorables a la posibilidad de que fuera cero y de que, en un sentido muy esquemático, el universo fuera del tipo oscilante preferido por Einstein en 1931. Muchos cosmólogos coinciden ahora con Einstein en su rechazo de λ. Pero otros siguen hablando con desdén de esta opinión.

Si Einstein viviera, se mantendría a la expectativa, firme en su rechazo de λ. y esperando el momento oportuno, convencido de que su sentido estético acabaría por encontrar justificación. Tengamos también nosotros paciencia.

En 1916, antes de su aventura cosmológica, Einstein había comenzado a examinar las ondas gravitatorias. No es extraño que la teoría general de la relatividad ―una teoría de campo― implicara la existencia de tales ondas. Pero por la misma naturaleza de la teoría, debían ser ondas del mismo espacio ―rizos de curvatura que se desplazarían a la velocidad de la luz― O, en términos cuatridimensionales, arrugas congeladas de espacio-tiempo que adquirirían para nosotros una apariencia de movimiento debido a nuestro paso por el tiempo.

Es posible que el físico americano Joseph Weber haya detectado realmente ondas gravitatorias. Si sus resultados se confirman, habrá que calificar sus investigaciones de verdadero acontecimiento. Entre otras cosas, constituiría una de las verificaciones más importantes de la teoría de la relatividad, verificación que se distinguiría claramente de todas las conocidas hasta ahora.

Pero, ocurra lo que ocurra, no podemos dejar de acordarnos de Maxwell, cuya predicción de las ondas electromagnéticas no se confirmó hasta después de su muerte. Las ondas de Maxwell iban a desempeñar un inesperado papel en el campo de la relatividad. Aunque muy tarde, suscitaron una nueva generación de observadores del cielo, los radioastrónomos, que utilizan radiotelescopios en vez de telescopios ópticos. Y sus observaciones han conseguido despertar el interés de los partidarios de la relatividad. Tendríamos que prolongar demasiado estas páginas para hablar aquí del quasar, del pulsar y de otros descubrimientos debidos a sus observaciones; o para reflejar de qué manera, gracias al perfeccionamiento de sus técnicas de medición, los experimentadores están invadiendo el campo de la teoría general de la relatividad y sometiéndola a pruebas cada vez más sofisticadas y precisas, y demasiado numerosas para enumerarlas.

No sabemos lo que deparará el futuro. Pero el descubrimiento de los pulsars ha confirmado la predicción teórica sobre la existencia de estrellas agotadas que explotarían en colapsos gravitatorios, dando origen a las estrellas neutrónicas ―con una masa semejante a la del Sol. a pesar de tener un diámetro de sólo unos veinte kilómetros―, Y sigue en pie la predicción teórica de colapsos gravitatorios todavía más catastróficos que darían lugar a los «agujeros negros», cuya gravitación sería tan grande que hasta la luz que tratara de salir hacia afuera se vería obligada a caer adentro. ¿Existen los agujeros negros o sólo son ficciones derivadas de las ecuaciones relativistas? El tiempo lo dirá. La búsqueda no ha terminado.

Lo que se puede decir es lo siguiente: desde los primeros años setenta, más de cincuenta años después de su aparición, la teoría general de la relatividad ha resistido todas las comprobaciones experimentales y, tras varias décadas de ir por delante de su época, está comenzando a recibir el trato que se merece en medio del interés y del zafarrancho de la actual investigación cósmica.

 

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