Edith

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Surrey, 1875.

—No hay paisaje más hermoso y bucólico que este —declaró en voz alta Edith mientras veía las hojas caer.

Se hallaba en lo alto de la pequeña colina que le servía de atajo hasta Stanbury Manor. No es que ella hubiera viajado demasiado: su límite era Bruselas; sin embargo, no se podía estar más orgullosa de pertenecer a una tierra.

Edith destapó un poco la cesta que colgaba de su brazo sin perder de vista el paisaje otoñal y tomó una deliciosa galleta de nueces que la cocinera había preparado para Margaret, duquesa viuda de Dunham. Se la comió en unos pocos mordiscos sin ningún tipo de remordimientos y pasó la lengua sobre los dientes —un gesto nada propio de una dama— para evitar que le quedaran restos. Aun así, su mente no pudo evitar evocar lo que diría su tía si la viera.

«El dulce no es nuestro aliado», solía decir su querida tía Cecile a todas horas, por lo que no le quedaba más remedio que hacerlo a escondidas. Como si a esas alturas importara si engordaba. A su edad seguía soltera y su rostro era tan endiabladamente feo que nadie se fijaría si su cintura llegaba a asemejarse a la de una vaca de corral.

Todo el mundo de los alrededores la adoraba: era cordial, cariñosa, lista y todo lo misericordiosa que podía. Si no fuera por su aspecto, estaba segura de que a estas alturas estaría casada. Por el contrario, todavía no había encontrado marido y nunca nadie se había interesado en ella lo suficiente o había intentado mantener una relación que fuese más allá de la amistad. Quizás lo correcto sería sentir un pinchazo de desilusión al pensarlo detenidamente; sin embargo, no era algo por lo que debiera afligirse. Ya había decidido que solo contraería matrimonio con un hombre. Solo con él.

«Su boca me recuerda a la de una carpa». La frase resonó en su cabeza provocándole dolor. Por mucho tiempo que pasara nunca lograría olvidarla, no porque le hiciera ser consciente de su físico, sino porque la había dicho él.

Se preguntaba a menudo por qué era tan débil. ¿No había suficientes hombres en Inglaterra como para que terminara enamorada de quien peor la trataba? Una parte de ella quería odiarlo por sus palabras o por su desprecio y otra deseaba con todas sus fuerzas que llegara el momento en que le confesara su amor, aunque fuera un deseo imposible.

Reanudó el paso con vigor y sintió la tentación de tomar otra galleta, aunque sabía que luego seguiría otra y otra y la pobre duquesa encontraría la cesta vacía, así que se concentró en sus zancadas.

Como hacía siempre que iba a la mansión, abandonó el camino a la altura de la granja de los Collins mientras cruzaba los campos para llegar antes, adentrándose en la propiedad de la familia Gibson por la parte sur. Ya a la altura de los jardines se detuvo de repente a contemplar la escena que se desarrollaba a su derecha.

Su corazón tembló de emoción y nerviosismo a la vez.

¡Era él! ¡Había vuelto!

Jeremy Gibson, duque de Dunham, estaba practicando el tiro al arco mientras un par de lacayos permanecían junto a él y le sostenían la chaqueta. Mantenía la vista fija en el horizonte, en la diana y, a pesar de no poder ver sus ojos desde la distancia donde se encontraba, sabía que estos eran de un hermosísimo color ámbar.

Con una ansiedad mal disimulada recorrió cada centímetro del espécimen masculino. Había pasado un mes lejos de Stanbury Manor y Edith fue capaz de apreciar los pequeños cambios, como una delgadez más visible y el pelo rubio… ¡corto!

Edith se lamentó. Ella había adorado desde siempre el movimiento de su melena: esas ondas doradas que bailaban al compás del viento mientras un pequeño mechón caía sobre su frente otorgándole un aspecto juvenil. Ahora, sin eso, mostraba una apariencia más formal y madura, acentuada también por los pantalones y chaleco negro.

Sin embargo, después de meditarlo, el resultado no le desagradaba tanto como había pensado en un primer momento. De hecho, quizás le favoreciera más.

Lo vio lanzar la flecha con una calculada precisión. Cuando alcanzó el centro de la diana lo vio esbozar una sonrisa de complacencia. Con semejante imagen presentándose ante ella no pudo más que pensar que parecía un dios pagano en todo su esplendor. ¿Qué mujer en su sano juicio no lo desearía? ¿Quién no querría pasar el resto de su vida contemplándolo?

«Al parecer, más mujeres de las que imaginas».

Su molesta conciencia le recordó cuántas de ellas lo habían abandonado en busca de un candidato más adecuado.

«Peor para ellas».

«Y mejor para mí».

Fue entonces cuando Jeremy se dio cuenta de su presencia. Detuvo el nuevo y preciso movimiento del arco para arrugar la frente y sustituir la sonrisa de satisfacción por un rictus severo. De repente, mientras la miraba, no supo ver en su cuerpo ningún signo que le transmitiera aprecio, amabilidad o simple cortesía.

Ya estaba acostumbrada.

Con resignada valentía se acercó a él sujetando con fuerza la cesta y pensando en algo bonito o agradable que decir; al fin y al cabo quería que tuviera buena opinión de ella. Quizás no pudiera enamorarlo con un seductor pestañeo o una graciosa sonrisa. Por suerte, contaba con una impecable educación y una arrolladora personalidad.

Fue una lástima que esta se esfumara tan pronto lo tuvo enfrente.

—No sabía que le gustaran tanto los pasatiempos femeninos —soltó a bocajarro—. Estoy segura de que próximamente lo veremos bordando.

Todas las pretensiones de Edith se fueron al traste al no poder contener su bocaza. No hubiera podido ser más grosera ni aunque lo hubiera pretendido.

Lo vio tensar la mandíbula. Una nefasta señal. Era imposible que sus palabras hubieran causado una buena opinión.

«¿Por qué siempre me pasa lo mismo con él?», se preguntó en aquel instante. Deseaba ser encantadora y terminaba por no serlo en absoluto.

—Señorita Bell. —A pesar de todo, la saludó con cierta educación y con una inclinación de cabeza, aunque era obvio que su presencia no era deseada y mucho menos apreciada.

—¡Cuánto comedimiento! Esos colegios caros le habrán servido de mucho.

A ambos les quedó claro que pretendía decir lo contrario.

—Así es. Y me enorgullezco de ello —contestó arrastrando las palabras—. Aunque es una lástima que no todo el mundo pueda jactarse de ello.

Como pulla estaba bien. Era directa y efectiva. Si lo acompañabas de un descarado examen y un gesto altanero, no tenía más remedio que sentirse vulgar y fea. Bueno, más fea que de costumbre, y eso que se había esmerado en acicalarse para la ocasión. Esa tarde había escogido un vestido azul oscuro de dos piezas con motivos florales en blanco, de escote cuadrado y manga larga. Además, llevaba un pequeño sombrero de tonos claros anudado bajo la barbilla y un dolman en crudo.

Edith no logró disimular cierto rubor de vergüenza. Suerte que los lacayos se habían retirado con discreción.

—No puede esperar que todos los hombres se comporten como caballeros —prefirió malinterpretar sus palabras de forma deliberada.

—Ni todas las mujeres como damas, al parecer.

—¿Eso es una acusación? —contratacó.

—¿Lo es?

—¿Suele contestar a una pregunta con otra pregunta?

—¿Acaso no es eso propio de un caballero?

Se burlaba de ella y con razón. Era culpa suya, por ser incapaz de comportarse con normalidad con él. No obstante, sintió enojo.

Tuvo que admitir que era incapaz de impresionarlo de una forma positiva por mucho que se esforzara. Al parecer, con él delante, se esfumaba su capacidad para deslumbrar con sus diálogos chispeantes o ingeniosas bromas y, en caso de conseguirlo, el duque se limitaba a mirarla sin parpadear. No por primera vez, se preguntó si no carecería de sentido del humor.

Lo miró fijamente mientras él aguardaba una respuesta. Se esmeró en resultar dulce y accesible, pero fracasó en el intento de idear una conversación racional y trivial que no los enredara de nuevo en una batalla silenciosa.

—Creo que deberíamos declarar una tregua —dijo al fin. Quizás eso relajaría el ambiente. Por lo menos ese día.

—No sabía que estábamos en guerra —la contradijo él con las manos en la espalda.

—Al parecer sí, dados sus ataques.

—¿Míos? —Abrió los ojos, incrédulo y la miró como si estuviera loca—. Creo, señorita, que lo más seguro para ambos será que siga su camino y me deje entretenerme con eso que llama «pasatiempos femeninos». Tanto por su bien como por el mío fingiré que este encuentro no ha existido. Haga lo mismo —le recomendó. Y le dio la espalda en una actitud grosera.

Edith sintió un ligero pinchazo en el corazón. Como siempre, sus palabras y sus gestos le dolían sobremanera. Quizás en esta ocasión había empezado ella, pero no sería la primera vez que Jeremy se mostrara maleducado en primera instancia.

Sin embargo, y muy a su pesar, eso no parecía motivo suficiente como para dejar de amarlo. Por la noche, en la cama, acabaría repasando una y otra vez la multitud de formas delicadas de abordarlo. También sabía que acabaría reprochándose su actuación de ese momento, pero la pura verdad era que se sentía incapaz de establecer una conversación normal con él.

Aceptando que otra vez más había fracasado en su intento de acercarse a él, prefirió fingir que todo estaba bien y que el encuentro no la había afectado. Mejor una retirada a tiempo que ser vencida en el mismo campo de batalla.

Se excusó lo más aprisa que pudo y se dirigió a la mansión en busca de la duquesa, deseando no haber provocado que la odiara más que de costumbre.

* * *

Después de terminar las prácticas de tiro con arco, Jeremy decidió que sería un buen momento para tomar un baño. En ese instante no sentía deseo alguno de confraternizar con la actual visita de su abuela, aunque esta esperase que estuviera presente.

Edith Bell era la persona más fastidiosa que conocía. Esa mujer tenía la capacidad de sacarlo de sus casillas en cada ocasión en que sus caminos se cruzaban.

Era irritante, impertinente, deslenguada, descarada y todos los sinónimos que existieran para calificar su imperdonable comportamiento. En otras circunstancias la ignoraría por completo, pero su abuela parecía tenerle afecto y eso conseguía disuadirlo de ofenderla hasta el extremo de alejarla de su vista.

A pesar de sus escasos éxitos para llegar al altar, él sabía cómo tratar a una mujer, halagarla, hacerla sentir especial. Tenía experiencia en eso. Pero con Edith Bell se veía incapaz. Simplemente no podía. Una amarga bilis ascendía hasta su garganta cuando la ocasión requería comportarse con educación. En su presencia, sus modales tendían a desaparecer, al igual que el dominio de sí mismo. En alguna ocasión anterior, ella misma se había burlado de su ineptitud para comportarse como un caballero. ¡Burlado! Como si ella fuera un modelo de virtud.

¡Ja!

Definitivamente, era una arpía.

Quiso sacársela de la cabeza y volver al apacible estado en el que se encontraba antes de que la señorita Bell hiciera su aparición. Deseaba disfrutar de su vuelta a casa y nada ni nadie conseguirían alterarlo más.

Además, pocas horas antes había llegado una misiva de su querido amigo Jonathan, el cual le informaba de que tenía intención de pasarse a visitarlo.

Jeremy no atinaba a comprender cómo conseguía Jonathan acertar cuándo se encontraba en casa, pero lo cierto era que poquísimas veces erraba. También sabía a ciencia cierta que su llegada no estaba lejos. Allá donde fuera su amigo solía enviar las notas informativas poco antes de ponerse en marcha él mismo. Como también era habitual, la misiva no especificaba si su intención era la quedarse unos días o semanas, pero no importaba, sus visitas siempre eran muy bien recibidas.

Después de tomarse un considerable espacio de tiempo para bañarse y adecentarse descendió a la planta baja y dirigió sus pasos a la salita que su abuela utilizaba para recibir a las visitas informales. Tenía la esperanza de que la señorita Bell ya se hubiera marchado.

En cuanto cruzó la puerta, todos sus anhelos se vieron reducidos a cenizas. Edith Bell seguía acomodada tomando el té.

Maldijo su mala suerte.

Se acercó a la duquesa y le dio un cariñoso beso en la mejilla que ella retornó con una afectuosa caricia en la cara. A su derecha se hallaba sentada su dama de compañía, Leonor. La saludó con una inclinación de cabeza cortés. Cuando llegó el turno de Edith… Uf, no pudo más que fruncir los labios.

—Jeremy, querido, ¿por qué no te sientas a mi lado? —le pidió su abuela, a lo que este aceptó encantado—. Nuestra querida Edith ha traído galletas. ¿No es un detalle bonito?

Le alargó el plato en la que estaban dispuestas.

—Precioso —comentó con cierta ironía—. ¿Las ha hecho usted? —le preguntó al tiempo que mordía una.

Estaban buenas.

—Jeremy, qué ocurrencia la tuya —respondió la duquesa viuda sin dejar contestar a la mujer, que volvía a estar molesta—. ¿Para qué tiene a la cocinera y sus ayudantes de cocina, si no?

—Reconozco que no soy muy hábil en las artes culinarias —admitió—, pero poseo suficiente humildad para reconocer mis faltas —lo remató con una pequeña, recatada y falsa sonrisa.

—¿Acaso lo ha probado nunca?

—¿Y usted? —contraatacó—. Quizás sería capaz de deleitarnos con exquisitas creaciones y por no intentarlo nos estemos perdiendo algo de su talento.

Aquella idea era pura fantasía, insólito más bien, pero la duquesa tenía un gran sentido del humor y asumió las palabras de la joven como una inocente broma.

—No creo que comiera nada de lo que Jeremy hubiera preparado —objetó con una gran sonrisa—. Mi pobre estómago no lo resistiría. Por suerte, mi nieto ya posee suficientes talentos en los que destaca de forma admirable.

Jeremy sonrió con suficiencia ante las palabras de alabanza. No obstante, no concebía que la gente pensara que la señorita Bell era graciosa. Era del firme convencimiento que eso alimentaba su defectuosa personalidad. Y, aunque esta vez había comenzado él, había que recordar que a ella parecían encantarle sus escaramuzas verbales.

—Puedes respirar tranquila, abuela. No es un proyecto que me plantee a corto plazo… ni a largo, tampoco —comentó más serio que de costumbre mirando a las tres mujeres y preguntándose cuándo se marcharía la visita, ya que esta duraba más de lo que se consideraba de buen gusto. ¿Acaso no tenía casa a la que ir o era que allí no le prestaban atención?

Tan pronto lo pensó, supo que no era el caso. Al ser vecinos de toda la vida sabía muchas cosas sobre ella —demasiadas para su gusto—. Había perdido a sus padres de pequeña —era de lo poquísimo que tenían en común— y desde entonces vivía con sus tíos, que la trataban con adoración.

—Será mejor que me marche ya —anunció la señorita Bell de repente.

El inesperado comentario fue recibido con diferentes grados de aceptación por los allí presentes. Consternación proveniente de las dos mujeres y alivio por su parte.

Edith, siempre atenta a todo lo relacionado con él, se sintió herida cuando se percató.

—Jeremy, querido. Sé un caballero y acompaña a la señorita Bell a su casa.

—Mucho me temo que no voy a poder, abuela. —Sus palabras estaban exentas de sinceridad—. Recuerda que estoy esperando una visita que puede llegar en cualquier momento. Seguro que la señorita Bell lo comprenderá. —Aunque desconocía si la joven tenía esa capacidad.

La duquesa viuda frunció el entrecejo ante tamaña grosería por parte de su nieto. Era un simple pretexto y se sintió avergonzada de que tanto Edith como Leonor lo notaran.

—No hace falta que se preocupen por mí —intervino Edith. Intentaba no sentirse afectada por el agravio y la desilusión que suponía verse rechazada de forma tan poco elegante y descarada—. He venido andando y puedo hacer lo mismo de vuelta.

—¿Lo ves, abuela? A la señorita Bell no le importa.

Tres pares de ojos lo miraron con el ceño fruncido y Jeremy optó por un prudente silencio.

—Gracias por la visita, y vuelve pronto —indicó la duquesa mientras recibía unos besos en la mejilla.

Edith se despidió también de Leonor y se limitó a inclinar con ligereza la cabeza cuando pasó delante de él. Jeremy no merecía nada más de su parte. Con dolor en el corazón —algo ya habitual estando cerca de él— salió de la casa y se marchó, dejando a su paso un silencio que no tardó en romperse.

—Leonor, querida, creo que deberías dar un paseo —sugirió la mujer viuda—. Hace un día demasiado bello como para que lo pases sentada a mi lado.

—Oh, no me importa —aseguró la joven rubia.

—Lo sé, pero ahora que está aquí mi nieto aprovecharé para charlar un poco con él.

La dama de compañía, siempre discreta, asintió y cogió el chal. Tras una reverencia al duque salió por las puertas entreabiertas que daban al extenso jardín de la mansión, cerrándolas tras ella.

—¿Cómo has podido mostrarte tan grosero con mi invitada? —atacó la viuda mostrando su enfado.

—¿Y tú cómo puedes invitar a Stanbury Manor a una mujer… a una mujer… cómo ella?

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Acaso tengo que deletrearlo?

—Lo único que sé es que has sido maleducado con total deliberación y eso no te lo voy a consentir en mi casa.

—¿Tu casa? —Alzó las cejas, pues él, al ser duque, era el amo absoluto de todo lo que iba ligado a título.

—No te hagas el pomposo conmigo —lo riñó decepcionada—. Esta casa ha sido mi hogar desde que nací. Incluso antes de eso pertenecía a mi familia. Yo no tengo la culpa de que el mundo esté tan mal hecho que las propiedades recaigan en el hombre aun siendo de la mujer. Esta casa es solo tuya por pura casualidad.

—Tienes razón, abuela, no quería decir lo contrario. Esta es tu casa y puedes hacer en ella lo que te plazca, pero al menos acepta que puedo estar en desacuerdo con las amistades que elijes.

—Lo acepto, créeme, lo hago. No obstante, si la memoria no me falla, se te ha dotado de una educación que muchos desearían para sí. Si tanto te disgusta, lo mínimo que espero es que sepas disimularlo. Te has excedido; y sin razón.

—No será para tanto. —No quería pensar que su abuela estuviera en lo cierto.

—¿Ves? —Alzó una ceja con majestuosidad—. A eso me refiero. No entiendo qué ha podido hacer Edith para que te muestres así.

Jeremy lo pensó con detenimiento y no encontró ningún motivo que explicase esa animadversión. Simplemente existía. Cuando iba a abrir la boca para tratar de explicárselo, un lacayo llamó a la puerta.

—Su Gracia, el carruaje del señor Wells acaba de llegar —anunció con voz grave y refinada.

—Jonathan acaba de llegar —se excusó con algo parecido al alivio—. He de ir a recibirle.

—Ve, pero recuerda lo inaceptable de tu comportamiento y que esta conversación no termina aquí.

—¿Es una amenaza?

—Es una promesa.

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