Dune

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Libro segundo: Muad’Dib » Capítulo 24

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24

Mi padre me dijo en una ocasión que el respeto por la verdad es casi el fundamento de toda moral. «Nada puede surgir de la nada», dijo. Y esto es un profundo pensamiento si uno concibe hasta qué punto puede ser inestable «la verdad».

De Conversaciones con Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

—Siempre me he vanagloriado de ver las cosas como realmente son —dijo Thufir Hawat—. Esta es la maldición del Mentat. Uno no puede impedir analizar los datos.

El viejo y curtido rostro parecía calmado en la penumbra que precedía al alba, mientras hablaba. Sus labios manchados de safo eran una línea recta de la que irradiaban arrugas verticales.

El hombre embozado acuclillado en la arena ante él permaneció silencioso, insensible en apariencia a sus palabras.

Ambos se hallaban bajo una cornisa rocosa que dominaba un vasto sink. La luz del alba se difundía sobre las accidentadas rocas, tiñendo de rosa toda la depresión. Hacía frío bajo la cornisa, un frío seco y penetrante dejado tras de sí por la noche. Se habían levantado algunas ráfagas de viento cálido poco antes del amanecer, pero ahora volvía a hacer frío. Los pocos soldados, los últimos residuos de sus fuerzas, castañeteaban los dientes.

El hombre acuclillado ante Hawat era un Fremen que se había reunido con él, atravesando el sink, a las primeras luces del alba, deslizándose literalmente por la arena, ocultándose entre las dunas, apenas visible.

El Fremen tendió un dedo sobre la arena, entre ellos, y dibujó una figura. Parecía un cuenco, con una flecha surgiendo de él.

—Hay muchas patrullas Harkonnen —dijo. Alzó el dedo y señaló hacia lo alto, hacia las rocas de las cuales habían descendido Hawat y sus hombres.

Hawat asintió.

Muchas patrullas. Sí.

Pero no sabía aún lo que quería el Fremen, y esto lo irritaba. El adiestramiento Mentat se suponía que proporcionaba a un hombre el poder de leer las motivaciones.

Aquella noche que terminaba era la peor de toda la vida de Hawat. Se encontraba en Tsimpo, un poblado de guarnición, puesto avanzado de la antigua capital, Carthag, cuando habían llegado los primeros informes del ataque. Al principio, había pensado: No es más que una incursión. Los Harkonnen están poniéndonos a prueba.

Pero los informes se habían ido sucediendo, cada vez más aprisa.

Dos legiones desembarcadas en Carthag.

Cinco legiones —¡cincuenta brigadas!— atacando la base principal del Duque en Arrakeen.

Una legión en Arsunt.

Dos grupos de combate en Roca Astillada.

Después, los informes se hicieron más detallados: había Sardaukar Imperiales entre los atacantes… probablemente dos legiones. Y quedó claro que los invasores sabían con precisión los puntos que debían atacar. ¡Con precisión! Un magnífico servicio de espionaje.

La furia de Hawat creció hasta casi amenazar sus capacidades de Mentat. La magnitud del ataque había golpeado su mente con una violencia casi física.

Ahora, oculto bajo una roca en alguna parte del desierto, inclinó la cabeza y se envolvió en su destrozada túnica para aislarse de las frías sombras.

La magnitud del ataque.

Siempre había esperado que sus enemigos fletarían un transporte de la Cofradía para realizar algunas incursiones de tanteo. Era un proceso muy usual en cualquier guerra entre dos Casas.

Los transportes llegaban y partían regularmente de Arrakis para cargar la especia de la Casa de los Atreides. Hawat había tomado sus precauciones contra las incursiones sorpresa de los falsos transportes de especia. E incluso para un ataque masivo, nunca había esperado más de diez brigadas.

Pero según los últimos cálculos había más de dos mil naves sobre Arrakis… no tan sólo transportes, sino también fragatas, exploradoras, monitoras, cruceros, acorazados, transportes de tropas, cargos…

Más de cien brigadas… ¡diez legiones!

Todos los beneficios de la especia de Arrakis durante cincuenta años apenas bastarían para cubrir los gastos de tal aventura.

Apenas bastarían.

He subestimado lo que el Barón estaba dispuesto a gastar para atacarnos, pensó Hawat. He fallado a mi Duque.

Y además había la traición.

¡Viviré para verla estrangulada!, se dijo. Tenía que haber matado a esa bruja Bene Gesserit cuando tuve la oportunidad. No había duda en su mente acerca de dónde había partido la traición… Dama Jessica. Concordaba con todos los datos en su poder.

—Tu hombre Gurney Halleck y parte de sus fuerzas están a salvo entre nuestros amigos contrabandistas —dijo el Fremen.

—Bien.

Así Gurney podrá escapar de este planeta infernal. No habremos caído todos.

Hawat miró hacia lo que quedaba de sus hombres. Eran trescientos al empezar la noche, de entre los mejores. Ahora quedaban apenas una veintena, la mitad de ellos heridos. Algunos dormían, de pie, apoyados contra la roca o echados en la arena al resguardo de la cornisa. Su último tóptero, que habían usado como vehículo terrestre para transportar a los heridos, había dejado de funcionar poco antes del alba. Lo habían cortado a piezas con los láser, ocultando los más pequeños fragmentos, y continuado su camino hasta aquel refugio, al borde de la depresión.

Hawat tenía tan sólo una vaga idea de su posición… unos doscientos kilómetros al sudeste de Arrakeen. Los caminos más transitados entre las comunidades sietch de la Muralla Escudo pasaban por algún lado más al sur.

El Fremen frente a Hawat se echó a los hombros la capucha y el gorro de su destiltraje, revelando un cabello y una barba del color de la arena. Los cabellos, peinados hacia atrás, revelaban una frente alta y estrecha. Sus insondables ojos tenían el característico color azul debido a la especia. A un lado de la boca, su barba y su bigote estaban aplastados por la depresión del tubo que surgía de los tampones de su nariz.

El hombre se quitó los tampones y los ajustó. Se frotó una cicatriz al lado de su nariz.

—Si atraviesas el sink esta noche —dijo el Fremen— no uses los escudos. Hay una brecha en la pared… —giró sobre sus talones y señaló hacia el sur—… allí, y luego una extensión abierta de arena hasta el erg. Los escudos podrían atraer a un… —vaciló—… gusano. No suelen venir por aquí, pero un escudo los atrae siempre.

Ha dicho gusano, pensó Hawat. Pero iba a decir alguna otra cosa. ¿Y qué es lo que espera de nosotros?

Hawat suspiró.

Nunca se había sentido tan cansado. Experimentaba en todos sus músculos un dolor que ninguna píldora energética podría aplacar.

¡Aquellos condenados Sardaukar!

Lleno de amargura, pensó en aquellos fanáticos soldados y en la traición Imperial que representaban. Pero su evaluación Mentat de los hechos le revelaba las escasas posibilidades que tenía de probar aquella traición ante el Alto Consejo del Landsraad, por lo que nunca se haría justicia.

—¿Deseas reunirte con los contrabandistas? —preguntó el Fremen.

—¿Es posible?

—El camino es largo.

«A los Fremen no les gusta decir que no», había dicho Idaho en una ocasión.

—Todavía no me has dicho si tu pueblo puede ayudar a mis heridos —dijo Hawat.

—Están heridos.

¡Cada vez esta maldita respuesta!

—¡Sé que están heridos! —restalló Hawat—. No es esto lo…

—Paz, amigo —amonestó el Fremen—. ¿Qué es lo que dicen tus heridos? ¿Hay alguno entre ellos que esté en condiciones de comprender la necesidad de agua de tu tribu?

—No hemos hablado de agua —dijo Hawat—. Nosotros…

—Puedo comprender tu reluctancia —dijo el Fremen—. Son tus amigos, los hombres de tu tribu. ¿Tenéis agua?

—No la suficiente.

El Fremen hizo un gesto hacia la túnica de Hawat, bajo la cual se veía su piel desnuda.

—Os han sorprendido en vuestro sietch, sin vuestras ropas. Tenéis que tomar una decisión de agua, amigo.

—¿Podemos alquilar vuestra ayuda?

El Fremen se alzó de hombros.

—No tenéis agua —sus ojos recorrieron el grupo de hombres tras Hawat—. ¿De cuántos de tus heridos podrías desprenderte?

Hawat permaneció silencioso, estudiando al hombre. Como Mentat, se daba cuenta de que aquella conversación estaba desfasada. Los sonidos de las palabras no encajaban normalmente.

—Soy Thufir Hawat —dijo—. Puedo hablar en nombre de mi Duque. Firmaré un compromiso a cambio de vuestra ayuda. No pido más que una ayuda limitada, a fin de conservar mis fuerzas para ajustar las cuentas a una traición que se cree más allá de toda venganza.

—¿Pretendes que nos unamos a ti en una vendetta?

—Yo mismo me encargaré de la vendetta. Quiero tan sólo que se me libere de la responsabilidad de mis heridos.

El Fremen frunció el ceño.

—¿Cómo puedes ser tú responsable de tus heridos? Ellos son sus propios responsables. Es el agua lo que importa, Thufir Hawat. ¿Quieres que sea yo quien decida por ti?

El hombre puso su mano en el arma oculta bajo sus ropas.

Thufir se tensó, pensando: ¿Es esta una nueva traición?

—¿Qué es lo que temes? —preguntó el Fremen.

¡Esa gente y su desconcertante franqueza!

—Hay un precio por mi cabeza —pronunció cautelosamente Hawat.

—Ahhh… —el Fremen retiró la mano de su arma—. Nos creéis tan corruptos como los bizantinos. No nos conocéis. Los Harkonnen no tienen bastante agua para corromper al más pequeño de nuestros niños.

Pero han pagado a la Cofradía el pasaje para más de dos mil naves de combate, pensó Hawat. Y la enormidad de tal precio lo anonadó.

—Ambos combatimos a los Harkonnen —dijo Hawat—. ¿No deberíamos compartir los problemas y los medios para triunfar en la batalla?

—Los estamos compartiendo —dijo el Fremen—. Os he visto combatir contra los Harkonnen. Sois buenos. En algunos momentos hubiera apreciado la presencia de vuestros brazos a mi lado.

—Dime tan sólo en qué momento deseas que mi brazo te ayude —dijo Hawat.

—¿Quién sabe? —respondió el Fremen—. Hay fuerzas por todos lados. Pero aún no has tomado tu decisión de agua, ni la has sometido a tus heridos.

Debo ser prudente, se dijo Hawat. Hay algo aquí que no comprendo.

—¿Puedes explicarme tus reglas —dijo—, las reglas arrakenas?

—El modo de pensar de un extranjero —dijo el Fremen, y había desprecio en su tono. Señaló hacia el noroeste, al otro lado de la cresta rocosa—. Os hemos observado esta noche, mientras atravesabais la arena —bajó su brazo—. Has hecho marchar a tus fuerzas por el lado deslizante de las dunas. Malo. No tenéis destiltrajes, no tenéis agua. No duraréis mucho.

—No es fácil habituarse a Arrakis —dijo Hawat.

—Cierto. Pero nosotros hemos matado Harkonnen.

—¿Qué hacéis vosotros con vuestros heridos? —pregunto Hawat.

—¿Acaso un hombre no sabe cuándo vale la pena de ser salvado? —respondió el Fremen—. Tus heridos saben que no tenéis agua. —Inclinó la cabeza y lanzó una oblicua mirada a Hawat—. Está claro que este es el momento de tomar la decisión de agua. Heridos y no heridos deben pensar en el futuro de la tribu.

El futuro de la tribu, pensó Hawat. La tribu de los Atreides. Hay un sentido en esto. Se obligó a sí mismo a hacer la pregunta que había eludido hasta aquel momento.

—¿Sabes algo de mi Duque o de su hijo?

—¿Saber? —los ojos azules miraron insondables a Hawat.

—¡Su suerte! —restalló Hawat.

—La suerte es la misma para todos —dijo el Fremen—. Tu Duque, por lo que se dice, ha encontrado la suya. En cuanto al Lisan al-Gaib, su hijo, está en las manos de Liet. Y Liet no ha dicho nada.

Conocía la respuesta antes de haber formulado la pregunta, pensó Hawat.

Miró a sus hombres. Ahora todos estaban despiertos. Habían oído. Miraban fijamente a través de la arena, y sus pensamientos podían leerse claramente: nunca regresarían a Caladan, y Arrakis estaba ya perdido.

Hawat se volvió de nuevo hacia el Fremen.

—¿Tienes noticias de Duncan Idaho?

—Estaba en la gran casa cuando cayó el escudo —dijo el Fremen—. Esto es lo que he oído decir… nada más.

Ella fue quien desactivó el escudo y dejó entrar a los Harkonnen, pensó. Soy yo quien esta vez daba la espalda a la puerta. ¿Cómo ha podido hacer esto, actuar contra su propio hijo? Pero… ¿quién sabe lo que piensa una bruja Bene Gesserit… si uno puede llamar a eso pensar?

Hawat intentó tragar saliva en su reseca garganta.

—¿Cuándo sabrás algo acerca del muchacho?

—Sabemos poco de lo que ocurre en Arrakeen —dijo el Fremen. Se alzó de hombros—. ¿Quién sabe?

—¿Tienes algún medio de saberlo?

—Quizá. —El Fremen se rascó la cicatriz al lado de su nariz—. Dime, Thufir Hawat, ¿sabes algo de las armas pesadas que han usado los Harkonnen?

La artillería, pensó amargamente Hawat. ¿Quién hubiera pensado en usar la artillería en estos días de escudos?

—Te refieres a la artillería que han usado para atrapar a nuestros hombres en las cavernas —dijo—. Tengo… un conocimiento teórico de esas armas explosivas.

—Todo hombre que se refugia en una caverna con una sola salida merece la muerte —dijo el Fremen.

—¿Por qué me has preguntado acerca de esas armas?

—Liet quiere saber.

¿Es esto entonces lo que espera de nosotros?, se preguntó Hawat.

—¿Has venido a informarte acerca de esos grandes cañones? —dijo.

—Liet quiere examinar por sí mismo una de esas armas.

—En ese caso, no tenéis más que ir y tomar una —se burló Hawat.

—Sí —dijo el Fremen—. Hemos tomado una. La hemos ocultado allí donde Stilgar pueda estudiarla para Liet y donde Liet pueda verla con sus propios ojos si lo desea. Pero dudo que quiera: el arma no es de las mejores. Es mediocre para Arrakis.

—¿Habéis… habéis tomado una? —preguntó Hawat.

—Fue un buen combate —dijo el Fremen—. Sólo perdimos dos hombres, pero derramamos el agua de más de doscientos de ellos.

Había Sardaukars en cada cañón, pensó Hawat. ¡Este loco del desierto dice tranquilamente que sólo han perdido dos hombres contra los Sardaukar!

—No hubiéramos perdido a esos dos de no haber sido por aquellos otros que combatían con los Harkonnen —dijo el Fremen—. Algunos de ellos eran bravos guerreros.

Uno de los hombres de Hawat se acercó cojeando y se inclinó observando al Fremen.

—¿Estás hablando de los Sardaukar?

—Está hablando de los Sardaukar —dijo Hawat.

—¡Sardaukar! —dijo el Fremen, y su voz se llenó de alegría—. ¡Ahhh… eso es lo que eran! Entonces, fue una magnífica noche. Sardaukar. ¿De qué legión? ¿Lo sabes?

—Nosotros… lo ignoramos —dijo Hawat.

—Sardaukar —reflexionó el Fremen—. Pero llevaban uniformes Harkonnen. ¿No es eso extraño?

—El Emperador no quiere que se sepa que combate contra una Gran Casa —dijo Hawat.

—Pero tú sabes que son Sardaukar.

—¿Quién soy yo? —dijo amargamente Hawat.

—Tú eres Thufir Hawat —dijo el hombre flemáticamente—. Bien, de todos modos también hubiéramos terminado sabiéndolo. Hemos enviado tres prisioneros para que sean interrogados por los hombres de Liet.

El ayudante de Hawat habló lentamente, reflejando la incredulidad en cada palabra:

—¿Vosotros… habéis capturado a los Sardaukar?

—Sólo tres —dijo el Fremen—. Luchan bien.

Si al menos hubiésemos tenido tiempo para aliarnos con estos Fremen, pensó Hawat. Fue como un lamento en su interior. Si al menos hubiésemos podido adiestrarlos y armarlos. ¡Gran Madre, qué fuerza hubieran sido!

—Quizá es tu preocupación por el Lisan al-Gaib lo que te hace vacilar —dijo el Fremen—. Si es realmente el Lisan al-Gaib, nada puede tocarle. No pierdas tu tiempo por algo que aún no ha sido probado.

—Yo sirvo a… al Lisan al-Gaib —dijo Hawat—. Su seguridad es mi preocupación. Me he consagrado a mí mismo a ello.

—¿Te has consagrado a su agua?

Hawat miró a su ayudante, que seguía estudiando fijamente al Fremen, y volvió su atención a la figura acuclillada.

—A su agua, sí.

—¿Deseas volver a Arrakeen, al lugar de su agua?

—A… sí, al lugar de su agua.

—¿Por qué no has dicho al principio que era un asunto de agua? —el Fremen se levantó, ajustando firmemente sus tampones en la nariz.

Hawat hizo una seña con la cabeza hacia su ayudante para que volviera con los demás. Con un cansado encogimiento de hombros, el otro obedeció: Hawat le oyó murmurar algo para sí mismo.

—Siempre hay un camino que conduce al agua —dijo el Fremen.

Un hombre lanzó un juramento a espaldas de Hawat. Su ayudante llamó:

—¡Thufir! Arkie acaba de morir.

El Fremen se llevó el puño al oído.

—¡El vínculo del agua! ¡Es un signo! —Miró a Hawat—. Hay un lugar aquí cerca para aceptar el agua. ¿Debo llamar a mis hombres?

El ayudante regresó al lado de Hawat.

—Thufir —dijo—, un par de hombres han dejado a sus mujeres en Arrakeen. Ellos… ya podéis imaginar lo que representa en estos momentos.

El Fremen seguía apretando su puño contra su oído.

—¿Es el vínculo del agua, Thufir Hawat? —inquirió.

La mente de Hawat trabajaba furiosamente. Ahora comprendía el sentido de las palabras del Fremen, pero temía la reacción de sus extenuados hombres, bajo el saliente rocoso, cuando lo supieran.

—El vínculo del agua —dijo Hawat.

—Deja que nuestras tribus se unan —dijo el Fremen, y bajó el puño.

Como si esto fuera una señal, cuatro hombres surgieron de las rocas encima de ellos. Saltaron bajo la cornisa, envolvieron al hombre muerto en un amplio lienzo, lo levantaron y se fueron corriendo con él, a lo largo de la pared rocosa a su derecha. Sus pasos alejándose alzaron nubecillas de polvo.

Todo hubo terminado antes de que los exhaustos hombres de Hawat se dieran cuenta de lo que ocurría. El grupo con el muerto que oscilaba como un saco dentro del lienzo había desaparecido tras unas rocas.

Uno de los hombres de Hawat gritó:

—¿Dónde llevan a Arkie? Estaba…

—Se lo llevan para… enterrarlo —dijo Hawat.

—¡Los Fremen no entierran a sus muertos! —barbotó el hombre—. No intentéis engañarnos, Thufir. Sabemos lo que hacen con ellos. Arkie era uno de…

—El Paraíso está asegurado para aquellos hombres que mueren al servicio del Lisan al-Gaib —dijo el Fremen—. Si es cierto que servís al Lisan al-Gaib como habéis dicho, ¿por qué lamentaros? El recuerdo de aquél que ha muerto vivirá para siempre.

Pero los hombres de Hawat avanzaron, con coléricas miradas en sus rostros. Uno de ellos había capturado una pistola láser. La blandió.

—¡Quieto dónde estáis! —restalló Hawat. Luchó contra la dolorosa fatiga que se apoderaba de todos sus músculos—. Esa gente respeta a nuestros muertos. Sus costumbres son distintas de las nuestras, pero tienen el mismo significado.

—Van a extraerle a Arkie toda su agua —gruñó el hombre del láser.

—¿Tal vez tus hombres desean asistir a la ceremonia? —preguntó el Fremen.

No comprende el problema, pensó Hawat. La ingenuidad del Fremen era estremecedora.

—Están alterados por la muerte de un respetado camarada —dijo Hawat.

—Trataremos a vuestro camarada con el mismo respeto que si fuera uno de los nuestros —dijo el Fremen—. Este es el vínculo del agua. Conocemos los ritos. La carne de un hombre le pertenece; el agua pertenece a la tribu.

Hawat habló rápidamente, mientras el hombre de la pistola láser avanzaba otro paso:

—¿Ahora ayudaréis a nuestros heridos?

—No se discute el vínculo —dijo el Fremen—. Haremos por vosotros lo que una tribu hace por sus propios miembros. Ante todo os vestiremos y proveeremos a vuestras necesidades.

El hombre de la pistola láser vaciló.

—¿Estamos comprando vuestra ayuda con… el agua de Arkie? —dijo el ayudante de Hawat.

—No compramos nada —dijo Hawat—. Nos aliamos con esa gente.

—Son otras costumbres —dijo uno de sus hombres.

Hawat empezó a relajarse.

—¿Y nos ayudarán a llegar hasta Arrakeen?

—Mataremos a los Harkonnen —dijo el Fremen. Sonrió—. Y a los Sardaukar —dio un paso atrás, puso sus manos en copa detrás de su oído, volvió la cabeza y escuchó. Después bajó las manos y dijo—: Se acerca una máquina volante.

Ocultáos bajo la roca y permaneced inmóviles.

Hawat hizo un gesto imperativo, y sus hombres obedecieron.

El Fremen sujetó a Hawat por el brazo y lo empujó con los demás.

—Combatiremos cuando llegue el tiempo de combatir —dijo. Metió su mano bajo sus ropas y extrajo una pequeña jaula, sacando una pequeña criatura de ella.

Hawat reconoció un minúsculo murciélago. El animalillo volvió la cabeza, y Hawat vio que tenía los ojos enteramente azules.

El Fremen acarició al murciélago, calmándolo, susurrándole cosas. Se inclinó hacia la cabeza del animal, dejando que una gota de saliva cayera en la boca abierta del murciélago. El murciélago desplegó sus alas, pero permaneció en la mano abierta del Fremen. El hombre tomó un pequeño tubo, lo apoyó en la cabeza del animal, y habló algo en su otro extremo; luego, elevó la mano y lanzó al aire la criatura.

El murciélago aleteó y desapareció tras las rocas.

El Fremen cerró la caja y la metió bajo sus ropas. Inclinó de nuevo la cabeza hacia atrás, escuchando.

—Están rastreando las tierras altas —dijo—. Habría que preguntarse lo que están buscando allí.

—Saben que nos hemos retirado en esa dirección —dijo Hawat.

—Uno no tiene por qué presumir que es el único objetivo de una caza —dijo el Fremen—. Mira al otro lado de la depresión. Verás algo.

Pasó un tiempo.

Algunos de los hombres de Hawat comenzaron a agitarse, murmurando.

—Permaneced silenciosos como animales asustados —susurró el Fremen.

Hawat discernió un movimiento en las rocas al otro lado… manchas confusas del mismo color que la arena.

—Mi pequeño amigo ha llevado el mensaje —dijo el Fremen—. Es un buen mensajero… tanto de día como de noche. Me dolería perderlo.

El movimiento al otro lado del sink cesó. A lo largo de los cuatro o cinco kilómetros de arena no hubo nada, excepto el calor del día cada vez más sofocante… y el estremecimiento del tórrido aire.

—Permaneced silenciosos ahora —susurró el Fremen.

Una hilera de indistintas figuras emergió de una hendidura en las rocas del lado opuesto, avanzando trabajosamente a través del sink. A Hawat le parecieron Fremen, pero andaban de una forma curiosamente torpe. Contó seis hombres moviéndose con paso incierto entre las dunas.

El batir de las alas de un ornitóptero sonó alto, a la izquierda tras el grupo de Hawat. El aparato surgió de la escarpadura encima de ellos… un tóptero Atreides con los colores de batalla. El tóptero entró en picado en dirección a los hombres que estaban atravesando el sink.

El grupo se detuvo en lo alto de una colina, agitando los brazos. El tóptero describió un círculo por encima de ellos en una cerrada curva, posándose después bruscamente ante los Fremen, envuelto en una nube de polvo. Cinco hombres surgieron del tóptero, y Hawat vio el relucir de los escudos rechazando la arena y, en sus movimientos, la despiadada eficiencia de los Sardaukar.

—¡Aiiihh! Están usando sus estúpidos escudos —silbó el Fremen al lado de Hawat. Miró a través de la abertura hacia el sur del sink.

—Son Sardaukar —murmuró Hawat.

—Bien.

Los Sardaukar se aproximaban al pequeño grupo inmóvil de los Fremen, rodeándolos en un semicírculo. El sol destellaba en las hojas de sus armas. Los Fremen aguardaron en un grupo compacto, aparentemente indiferentes.

Bruscamente, la arena alrededor de los dos grupos vomitó Fremen. Rodearon el ornitóptero, penetraron en su interior. Donde los dos grupos se juntaron, en la cima de la duna, una espesa nube de polvo ocultó lo que estaba ocurriendo.

Poco después, la nube se desvaneció. Sólo los Fremen permanecían en pie.

—Había tan sólo tres hombres en su tóptero —dijo el Fremen detrás de Hawat—. Ha sido una suerte. Lo hemos capturado sin dañarlo.

Detrás de Hawat, uno de sus hombres jadeó:

—¡Eran Sardaukar!

—¿Has observado cómo se batían? —preguntó el Fremen.

Hawat inspiró profundamente. Sintió polvo ardiente a su alrededor, el intenso calor, la sequedad. También había sequedad en su voz cuando dijo:

—Sí, se batían bien, por supuesto.

El tóptero capturado se elevó con un gran batir de alas, giró hacia el sur, tomando altura y velocidad, y replegó sus alas.

Así que esos Fremen también saben conducir los tópteros, pensó Hawat.

En la distante duna, un Fremen agitó un cuadrado de tela verde: una… dos veces.

—¡Llegan más! —exclamó el Fremen junto a Hawat—. Estad preparados. Esperaba que podríamos irnos sin más inconvenientes.

¡Inconvenientes!, pensó Hawat.

Vio a otros dos tópteros aparecer por el oeste, a gran altura, precipitándose hacia la extensión de arena de donde había desaparecido repentinamente toda huella de los Fremen. Sólo ocho manchas azules —los cuerpos de los Sardaukar con uniformes Harkonnen— permanecían en el lugar del combate.

Otro tóptero sobrevoló la cresta por encima de Hawat, que se sobresaltó al verlo: era un gran transporte de tropas. Se desplazaba lentamente, con las alas desplegadas, revelando lo pesado de la carga que acarreaba… como un gigantesco pájaro que volviera a su nido.

En la distancia, el dedo púrpura de un láser surgió de uno de los ornitópteros en picado. Rastreó el suelo, levantando una nube de arena.

—¡Los cobardes! —gruñó el Fremen al lado de Hawat.

El transporte de tropas sobrevoló la arena junto a los cuerpos vestidos de azul. Sus alas batieron enérgicamente el aire, frenándolo con brusquedad.

La atención de Hawat fue atraída por un reflejo del sol en una superficie metálica, un tóptero picando con toda la potencia de sus motores, con las alas replegadas a sus costados, sus chorros, una dorada llama contra el gris plateado del cielo. Picó como una flecha contra el transporte de tropas, cuyo escudo estaba inactivo a causa de los láseres que operaban a su alrededor. Lo embistió de lleno.

Un llameante trueno sacudió toda la depresión. Bloques de roca cayeron de las paredes a su alrededor. Un géiser rojo anaranjado surgió hacia el cielo del lugar donde estaban aterrizando el transporte y los otros tópteros… todo desapareció en aquel horno.

Los Fremen que estaban a bordo del tóptero capturado, pensó Hawat. Se han sacrificado deliberadamente para destruir ese transporte. ¡Gran Madre! ¿Qué son esos Fremen?

—Un intercambio razonable —dijo el Fremen junto a Hawat—. Debía haber trescientos hombres en ese transporte. Ahora debemos ocuparnos de su agua y hacer planes para procurarnos otro aparato. —Salió del abrigo de entre las rocas.

Una lluvia de uniformes azules cayó sobre ellos desde lo alto de la cornisa, flotando con la lentitud de los suspensores graduados al mínimo. Hawat tuvo tiempo de darse cuenta de que eran Sardaukar, rostros despiadados en el frenesí de la batalla, que no llevaban escudos, y que cada uno de ellos empuñaba un cuchillo en una mano y un aturdidor en la otra.

Uno de ellos lanzó un cuchillo que se enterró en la garganta del Fremen compañero de Hawat, arrojándolo hacia atrás, el rostro distorsionado por una mueca. Hawat tuvo apenas tiempo de sacar su cuchillo antes de que el proyectil de un aturdidor lo sumergiera en las más profundas tinieblas.

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