Dune

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Libro segundo: Muad’Dib » Capítulo 29

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Para mucha gente es difícil comprender la vida familiar del Harén Real, pero intentaré dar una visión condensada de ella. Mi padre, creo, sólo tenía un auténtico amigo: el Conde Hasimir Fenring, el eunuco genético y uno de los más temibles guerreros del Imperio. El Conde, un hombre pequeño, feo y vivaz, trajo un día una nueva esclava-concubina a mi padre, y yo fui enviada por mi madre a espiar cómo se desarrollarían las cosas. Todas nosotras espiábamos a mi padre, a fin de protegernos. Una esclava-concubina concedida a mi padre en base a un acuerdo Bene Gesserit-Cofradía no podía engendrar, por supuesto, un Sucesor Real, pero las intrigas se sucedían constantes y opresivas en su similitud. Mi madre, mis hermanas y yo nos habíamos habituado a evitar los más sutiles instrumentos de muerte. Puede parecer algo horrible de decir, pero no estoy totalmente segura de que mi padre fuera inocente en todos aquellos atentados. Una Familia Real es distinta de las otras familias. Así pues, allí estaba aquella nueva esclava-concubina, con el cabello rubio como mi padre, esbelta y hermosa. Tenía músculos de bailarina, y obviamente su adiestramiento incluía la neuroseducción. Mi padre la contempló largamente, desnuda de pie frente a él. Finalmente dijo: «Es demasiado hermosa. La reservaremos para un regalo». Uno no puede hacerse una idea de la consternación que esta decisión creó en el Harén Real. La sutileza y el autocontrol, después de todo, ¿no eran acaso una amenaza mortal para todas nosotras?

En la casa de mi padre, por la PRINCESA IRULAN

Paul estaba de pie frente a la destiltienda, en el muriente atardecer. La hendidura en la que habían acampado estaba inmersa en las tinieblas. Miró a través de las arenas abiertas hacia el distante macizo, preguntándose si debía despertar ya a su madre que seguía durmiendo en la tienda.

Pliegue tras pliegue de dunas se extendían ante su refugio, diseñando sombras negras y densas como la noche bajo el declinante sol.

Y todo era tan llano…

Su mente buscó algo en aquel paisaje. Pero no había nada, de uno a otro horizonte, que se elevara convincentemente bajo el sobrecalentado aire… ninguna flor, ninguna planta que se agitara por la brisa… tan sólo dunas y aquel macizo lejano bajo un cielo de plata bruñida.

¿Y si aquello no es una de las estaciones experimentales abandonadas?, pensó. ¿Y si no hubiera Fremen allí, si aquellas plantas no fueran más que un accidente?

En la tienda, Jessica se despertó, se volvió y miró a su hijo a través de la parte transparente. Paul le daba la espalda y algo, en su actitud, le recordó al Duque. En algún lugar muy profundo encontró entonces la vorágine negra de su dolor, y desvió la mirada.

Un poco después se ajustó su destiltraje, bebió un poco del agua del bolsillo de recuperación de la tienda y salió al exterior, distendiendo el sueño de sus músculos.

—Me gusta la calma de este lugar —dijo Paul sin volverse.

Cómo se adapta la mente al entorno, pensó ella. Y recordó un axioma Bene Gesserit: «La mente va en una u otra dirección bajo el efecto de un esfuerzo… positivo o negativo, conectado o desconectado. Pensad en ello como en un espectro cuyos extremos fueran el inconsciente como negativo y el hiperconsciente como positivo. La dirección que tome la mente bajo el efecto de un esfuerzo estará fuertemente influenciada por el adiestramiento».

—Se podría vivir bien aquí —dijo Paul.

Jessica probó a ver el desierto a través de los ojos de él, intentando captar en un conjunto todos los rigores que aquel planeta aceptaba como normales y preguntándose cuáles podían ser los futuros posibles entrevistos por Paul. Aquí uno podría vivir solo, pensó, sin miedo a tener a alguien a tus espaldas, sin miedo a ser cazado.

Pasó ante Paul, tomó sus binoculares, ajustó las lentes de aceite y estudió la escarpadura delante de ellos. Sí, saguaro en los arroyos y otras hierbas espinosas… y matojos de hierba corta de color amarillo verdoso en las zonas de sombra.

—Voy a levantar el campo —dijo Paul.

Jessica asintió, saliendo de la fisura para tener una visión panorámica del desierto y apuntando sus binoculares hacia la izquierda. Una hoya de sal de cegadora blancura se extendía por aquel lado, con los bordes manchados de ocre: una extensión blanca, en la que el blanco significaba muerte. Pero la hoya significaba otra cosa: agua. Hubo un tiempo en que aquel brillante blanco había estado cubierto de agua. Bajó sus binoculares, ajustó su albornoz, escuchó por un momento el sonido de los movimientos de Paul.

El sol descendió un poco más. Las sombras se alargaron sobre la hoya de sal. Líneas de fulgurantes colores se dibujaron en el horizonte. Después, los colores se fundieron en las tinieblas arenosas, y la repentina llegada de la noche hizo desaparecer el desierto.

¡Las estrellas!

Jessica alzó los ojos hacia ellas, oyendo los movimientos de Paul que se acercaba a su lado. La noche tomó posesión de todo el desierto, y las estrellas parecieron surgir de la arena. La opresión del día retrocediendo. Un breve soplo de brisa acarició su rostro.

—La primera luna se levantará muy pronto —dijo Paul—. La mochila está lista. He plantado el martilleador.

Podríamos perdernos en este lugar infernal, pensó Jessica. Y nadie lo sabría.

El viento nocturno levantó hilillos de arena que azotaron su rostro, llevando consigo el olor a canela: una lluvia de olores en la oscuridad.

—Huele eso —dijo Paul.

—Puedo olerlo incluso a través del filtro —dijo ella—. Riqueza. ¿Pero es suficiente para comprar agua? —Señaló al otro lado de la depresión—. No se ven luces artificiales allí.

—Los Fremen se esconderán en un sietch, tras esas rocas —dijo él.

Un disco de plata surgió del horizonte, a su derecha: la primera luna. Apareció lentamente, con el perfil de una mano distinguiéndose claramente en su superficie. Jessica observó el color blanco plateado que adoptaba la arena expuesta a la luz.

—He plantado el martilleador en la parte más profunda de la hendidura —dijo Paul—. Cuando encienda la mecha tendremos alrededor de treinta minutos.

—¿Treinta minutos?

—Antes de que empiece a atraer… a… un gusano.

—Oh. Estoy lista.

Paul se deslizó hacia un lado y ella lo oyó avanzar a lo largo de la fisura.

La noche es un túnel, pensó. Un agujero hacia el mañana… siempre que exista un mañana para nosotros. Agitó la cabeza. ¿Por qué estos morbosos pensamientos? ¡Estoy mejor adiestrada que eso!

Paul regresó, tomó la mochila y abrió camino hacia la primera duna, donde se detuvo para escuchar mientras su madre lo alcanzaba. Oyó su suave avanzar y el gélido caer de los granos de arena… el código del desierto marcando la defensa de sus secretos.

—Debemos avanzar sin ningún ritmo —dijo, y reclamó a su memoria la imagen de hombres andando en la arena… a su memoria real y a su memoria presciente—. Observa cómo lo hago —dijo—. Así caminan los Fremen por la arena.

Avanzó por el lado de la duna expuesto al viento, siguiendo su curva, arrastrando los pies.

Jessica estudió su avance durante diez pasos, y lo siguió, imitándole. Captó el sentido de todo aquello: sus sonidos debían ser iguales que los de la arena en su caída natural… como el viento. Pero los músculos protestaban ante aquel cortado e innatural movimiento: paso… deslizamiento… deslizamiento… paso… paso… pausa… deslizamiento… paso…

El tiempo se dilataba a su alrededor. La roca frente a ellos parecía no acercarse nunca: La que quedaba a sus espaldas seguía viéndose enorme.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

El rítmico pulsar surgió de las rocas, a su espalda.

—El martilleador —susurró Paul.

El batir continuó, y encontraron difícil sustraerse a su ritmo mientras avanzaban.

Bum… bum… bum… bum…

Se movían en una hondonada iluminada por la luna, perseguidos por aquel batir. Arriba y abajo, duna tras duna: paso… deslizamiento… pausa… paso… La arena aglomerada rodaba bajo sus pies: deslizamiento… pausa… pausa… paso… Y no dejaban de escuchar ni un solo instante, esperando oír en cualquier momento aquel silbido especial.

El sonido, cuando llegó, fue tan suave que el ruido de sus pasos lo cubrió. Pero creció en intensidad… más y más… desde el oeste.

Bum… bum… bum… bum… repetía el martilleador.

El silbido se aproximó, extendiéndose en la noche a sus espaldas. Giraron sus cabezas, sin dejar de andar, y vieron la ola del gusano avanzando.

—Sigue moviéndote —murmuró Paul—. No mires hacia atrás.

Un ruido terrible, furioso, estalló en las rocas que habían abandonado. Una ensordecedora avalancha de sonido.

—Sigue moviéndote —repitió Paul.

Observó que habían alcanzado el punto teórico desde el cual las dos caras, la de delante y la de atrás, parecían estar a idéntica distancia.

Y, tras ellos, sonó de nuevo el retumbar de rocas despedazadas dominando la noche.

Siguieron avanzando y avanzando… Sus músculos alcanzaron el estado de dolor mecánico que parecía prolongarse hasta el infinito, pero Paul vio que la escarpadura rocosa ante ellos parecía mucho más grande.

Jessica se movía en un vacío de concentración, consciente tan sólo de una voluntad desesperada que la empujaba a seguir caminando. Su boca era una llaga reseca, pero los ruidos a su espalda anulaban cualquier esperanza de poder detenerse, aunque sólo fuera para beber un sorbo de agua de los bolsillos de recuperación de su destiltraje.

Bum… Bum…

Un nuevo paroxismo de furor hizo erupción en la lejana escarpadura, sofocando cualquier martilleo.

¡Silencio!

—¡Aprisa! —susurró Paul.

Asintió, aún sabiendo que él no podía ver su gesto. Pero necesitaba efectuarlo para exigir aún un poco más a sus músculos que habían superado todo límite en aquel movimiento innatural…

La pared rocosa y la seguridad que representaba se erguían ante ellos recortándose contra las estrellas, y Paul vio una llana extensión de arena entre ellos y su base. Penetró en ella, tropezando a causa de la fatiga e irguiéndose en un movimiento instintivo al siguiente paso.

Un ruido resonante se elevó de la arena a todo su alrededor.

Paul dio dos vacilantes pasos.

¡Booom! ¡Booom!

—¡Un tambor de arena! —gimió Jessica.

Paul recuperó su equilibrio. Barrió la arena a su alrededor con una ojeada: la escarpadura no estaría a más de doscientos metros de ellos.

Tras ellos sonó un silbido… como el viento, como la resaca en un lugar donde no había agua.

—¡Corre! —gritó Jessica—. ¡Paul, corre!

Corrieron.

El tambor batía bajo sus pasos. Luego estuvieron fuera de él, y continuaron corriendo sobre arena más gruesa. Por un tiempo, el correr fue un alivio para sus músculos doloridos a causa de la arrítmica y poco familiar marcha. Ahora existía un movimiento al que estaban acostumbrados. Ahora había ritmo. Pero la arena y la grava dificultaban su marcha. Y el silbido del gusano acercándose era como una tempestad a sus espaldas.

Jessica cayó sobre sus rodillas. Consiguió pensar tan sólo en su fatiga y en aquel sonido y en el terror.

Paul la levantó, tirando de ella.

Corrieron juntos, mano contra mano.

Una pequeña estaca surgió de la arena ante ellos. La rebasaron, y vieron otra.

La mente de Jessica no se dio cuenta de ello hasta que la hubieron pasado.

Más adelante había otra… una estaca de roca con la superficie corroída por el viento.

Y otra.

¡Roca!

La sintieron bajo sus pies, el impacto de una superficie dura que no frenaba sus movimientos, y aquello les dio un renovado vigor.

Una profunda hendidura se abría ante ellos, proyectando su sombra vertical en el macizo rocoso. Corrieron hacia ella, sumergiéndose en la reconfortante oscuridad.

A sus espaldas, el sonido del avanzar del gusano se detuvo.

Jessica y Paul se volvieron, oteando el desierto.

Donde se iniciaban las dunas, a una cincuentena de metros de distancia, a los pies de una playa rocosa, una cúpula gris plateada se elevó en el desierto, chorreando ríos y cascadas de arena a su alrededor. Se elevó más y más arriba, hasta definirse en una enorme boca anhelante. Era un agujero redondo y negro, cuyos contornos relucían al claro de luna.

La boca se contorsionó hacia la estrecha fisura donde se habían refugiado Paul y Jessica. El olor a canela inundó su olfato. El reflejo de la luna destelló en los dientes de cristal.

La gran boca osciló, avanzando y retrocediendo.

Paul contuvo la respiración.

Jessica se acuclilló, mirando fascinada.

Necesitó toda la concentración de su adiestramiento Bene Gesserit para dominar su terror primordial, para vencer el miedo atávico que amenazaba con destruir su mente.

Paul experimentaba una especie de embriaguez. En un instante muy reciente, había franqueado alguna barrera temporal, penetrando en un territorio que le era desconocido. Sentía las tinieblas ante él, nada se revelaba a su ojo interior. Era como si sus últimos pasos lo hubieran arrastrado hacia un pozo sin fondo… o en el seno de una ola donde el futuro era algo invisible. Todo el paisaje ante él se había visto profundamente sacudido.

Lejos de aterrarlo, aquella sensación de tinieblas temporales desencadenó una hiperaceleración en sus otros sentidos. Se descubrió a sí mismo registrando los más ínfimos detalles de la cosa que, ante ellos, surgía de la arena en su busca. Su boca tendría unos ochenta metros de diámetro… los dientes cristalinos con la forma curvilínea del crys brillando a su alrededor… el rugiente aliento a canela y a sutiles aldehídos… ácidos…

El gusano oscureció la luna mientras escrutaba las rocas sobre sus cabezas. Una lluvia de guijarros y arena se abatió en la hendidura.

Paul arrastró a su madre hacia atrás dentro del refugio.

¡Canela!

El olor lo invadía todo.

¿Qué relación hay entre el gusano y la melange?, se preguntó a sí mismo. Y recordó que Liet-Kynes había hecho una velada insinuación acerca de una asociación entre el gusano y la especia.

¡Barrroooouuuum!

Fue como un violento trueno, en alguna parte a su derecha.

Y luego: ¡Barrroooouuuum!

El gusano se aplastó contra la arena y permaneció unos instantes inmóvil, con la luz destellando en sus dientes cristalinos.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

¡Otro martilleador!, pensó Paul.

El ruido se repitió a su derecha.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del gusano. Se alejó por entre la arena. Sólo su mitad superior surgía de ella, como la cúpula de una campana, la bóveda de un túnel trazando su camino entre las dunas.

La arena crujió. La criatura se hundió más, retrayéndose, girando. Se convirtió tan sólo en una amplia curva entre las dunas, alejándose.

Paul salió de la hendidura y contempló la ola de arena que avanzaba a través del desierto, hacia el reclamo del nuevo martilleador.

Jessica acudió a su lado, escuchando: Bum… bum… bum… bum… bum…

Poco después, el ruido cesó. Paul tomó el tubo de su destiltraje, aspirando una bocanada de agua reciclada. Jessica centró su atención en aquel acto, pero su mente aún inmovilizada por la fatiga y el terror estaba como vacía.

—¿Se ha ido realmente? —jadeó.

—Alguien lo ha llamado —dijo Paul—. Los Fremen.

Ella notó que sus fuerzas iban regresando.

—¡Era tan grande!

—No tan grande como el que devoró nuestro tóptero.

—¿Estás seguro de que eran los Fremen?

—Han usado un martilleador.

—¿Por qué acudirían en nuestra ayuda?

—Quizá no lo han hecho para ayudarnos. Quizá tan sólo han querido llamar al gusano.

—¿Para qué?

Había una respuesta en el umbral de su consciencia, pero rehusaba surgir. En su mente hubo la visión de algo que estaba en relación con aquellas barras telescópicas llenas de garfios que había en su mochila… los «garfios de doma».

—¿Por qué llamarían a un gusano? —insistió Jessica. Un estremecimiento de miedo rozó la mente de Paul, y se obligó a apartar los ojos de su madre y fijarlos en el farallón.

—Será mejor encontrar un paso antes del día. —Señaló con el dedo—. Aquellas estacas que hemos pasado… aquí hay más.

Ella miró, siguiendo la dirección de su mano, y vio las estacas, señales rocosas corroídas por el viento, que se destacaban a la sombra de una estrecha cornisa, curvándose después en el interior de una hendidura muy por encima de ellos.

—Han marcado un camino a lo largo del farallón —dijo Paul. Aseguró la mochila en sus hombros, cruzó hasta la cornisa e inició la ascensión.

Jessica aguardó un instante, relajándose, recuperando fuerzas; luego lo siguió.

Comenzaron a subir, siguiendo las señales indicadoras hasta que la cornisa se redujo a un estrecho borde rocoso en la embocadura de una tenebrosa grieta.

Paul inclinó la cabeza para sondear la oscuridad. Tenía consciencia de lo precario de su situación sobre el delgado borde rocoso, pero se obligó a sí mismo a ser lento y prudente. Dentro de la hendidura sólo vio tinieblas. Se extendía hacia arriba, abriéndose sobre un cielo estrellado. Tendió el oído, oyendo únicamente los sonidos esperados: el susurro de la arena cayendo, el brrr de un insecto, el ruido de las patas de algún animalillo corriendo. Tanteó la oscuridad de la hendidura con un pie, notando la roca bajo la delgada capa de granulada arena. Lentamente, giró el ángulo, haciendo señas a su madre de que lo siguiera. La cogió por un pliegue de su ropa, ayudándola a llegar hasta allí.

Levantaron los ojos hacia la luz de las estrellas enmarcadas por las dos paredes rocosas. Paul distinguió a su madre junto a él como una forma gris y nebulosa.

—Si al menos pudiéramos arriesgarnos a encender una luz —dijo.

Paul avanzó un paso, aseguró su peso y exploró el terreno con el otro pie, encontrando un obstáculo. Alzó el pie, descubriendo un peldaño, y lo subió. Se volvió, tomó el brazo de su madre y la ayudó a avanzar tirando de su ropa.

Otro paso.

—Creo que sube hasta arriba —susurró.

Peldaños bajos y regulares, pensó Jessica. Sin duda tallados por el hombre.

Siguió los imprecisos movimientos del avance de Paul, peldaño a peldaño. Las paredes rocosas se juntaron hasta casi rozarle los hombros. Los peldaños se acabaron en una estrecha garganta de unos veinte metros de ancho y fondo plano, que se abría a su vez sobre una depresión poco profunda bañada por la luz de la luna.

Paul se detuvo al borde de la depresión.

—Qué maravilloso lugar —murmuró.

Jessica, desde su posición detrás de él, sólo pudo asentir en silencio mientras miraba.

Pese a su fatiga, la irritación causada por los tubos y los tampones de la nariz y el confinamiento en el destiltraje, pese al miedo y al deseo casi doloroso de descansar, la belleza de aquella depresión cautivó sus sentidos obligándola a detenerse y admirarlo.

—Parece el país de las hadas —murmuró Paul.

Jessica asintió.

Ante ellos se extendía la vegetación del desierto: arbustos, cactus, matojos de hojas coriáceas… todo ello vibrando a la luz de la luna. Las paredes que circundaban la depresión eran oscuras a su izquierda, pero resplandecían como plata a su derecha.

—Debe ser un lugar Fremen —dijo Paul.

—Tiene que haber hombres aquí para que estas plantas sobrevivan —asintió ella. Abrió el tubo del bolsillo de recuperación de su destiltraje y sorbió. Un líquido caliente y ligeramente ácido penetró en su garganta, pero la refrescó. Colocó nuevamente el obturador del tubo, sintiendo el chirrido de los granos de arena.

Un movimiento atrajo la atención de Paul: a su derecha y al fondo de la depresión, entre los arbustos y la hierba, había una superficie arenosa, parcialmente iluminada por la luna, donde se agitaba algo con un arriba-hop, salta, hey-hop.

¡Ratones! —exclamó Paul.

¡Hey-hop-hop!, salían y entraban en las sombras.

Algo se abatió fulmínea y silenciosamente sobre los ratones. Se oyó un leve chillido, un batir de alas, y un pájaro gris y fantasmagórico atravesó volando la depresión con una sombra pequeña y oscura entre sus garras.

Tenemos que tener en cuenta esto, pensó Jessica.

Paul seguía observando la depresión. Inhaló, sintiendo el intenso perfume de la salvia por encima de todos los demás olores de la noche. El pájaro… era un componente normal de aquel desierto. Ahora el silencio era tan profundo que casi era posible sentir el fluir de la lechosa luz de la luna sobre los saguaro centinelas y los espinosos matojos. La luz allí era una especie de silencioso murmullo, una armonía más profunda que ninguna otra en todo aquel universo.

—Será mejor que busquemos un lugar donde montar la tienda —dijo Paul—. Mañana buscaremos a los Fremen que…

—¡La mayor parte de los intrusos lamentan encontrar a los Fremen!

Era una voz de hombre, dura e imperiosa, cuyas palabras rompieron el encanto. Venía de su derecha, por encima de ellos.

—Os ruego que no corráis, intrusos —dijo la voz, cuando Paul se volvió hacia la garganta—. Si corréis no haréis más que malgastar el agua de vuestros cuerpos.

¡Esto es lo que quieren, el agua de nuestros cuerpos!, pensó Jessica. Sus músculos olvidaron toda fatiga, tensándose al máximo, sin traicionar aquel cambio en su actitud externa. Localizó el punto de donde venía la voz, pensando: ¡Tan sigilosos! No los he oído llegar. Y se dio cuenta de que el propietario de aquella voz se había acercado produciendo tan sólo los ruidos naturales del desierto.

Otra voz llamó desde el borde de la depresión, a su izquierda:

—Apresúrate, Stil. Toma su agua y sigamos nuestro camino. Tenemos poco tiempo hasta el alba.

Paul, menos condicionado que su madre a reaccionar, lamentó haberse asustado e intentado escapar, puesto que aquel instante de pánico había ofuscado sus facultades. Se obligó a obedecer sus enseñanzas: relajarse, luego fingir que estaba relajado y tensar todos sus músculos, dispuestos a saltar como un muelle en cualquier dirección.

Sin embargo, se sentía aún al borde del miedo, y reconoció su origen. Aquel era un tiempo ciego, un futuro que no había visto… y estaban a merced de dos Fremen salvajes cuyo único interés era el agua que contenían sus dos cuerpos desprovistos de escudo.

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