Dubai

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Segunda parte » Capítulo VII

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CAPÍTULO VII

Fitz había calculado con sumo cuidado el momento de su llegada a la Embajada de los Estados Unidos de América. De antemano, para comprobar tiempos, había efectuado el viaje desde la dependencia del «First Comercial Bank» de Nueva York en Teherán a la Embajada, cronometrando el número exacto de minutos que se necesitaba para hacer el trayecto viajando a través del tránsito. Exactamente a las once y media de la mañana hizo su entrada a la sala de recepción de la oficina del general Fielding, sin haber concertado ninguna cita previa. La secretaria del general lo miró como si Fitz acabara de regresar de entre los muertos. Abrió mucho la boca, dejando caer pesadamente la mandíbula y exclamó, sin aliento:

—Coronel Lodd. ¡Hemos estado tratando de localizarlo por todas partes! ¿Dónde se había metido?

—Anduve dando vueltas por el Golfo. ¿Qué sucede para que haya tanto jaleo?

Por supuesto, Fitz sabía exactamente a qué se debía el jaleo, pero había decidido representar el papel de una persona completamente inocente.

—Le diré al general que se encuentra usted aquí.

Pocos instantes más tarde, Fitz era conducido a la oficina de Fielding.

—¡Por Dios, Lodd! ¿Dónde se había metido?

—Pensé que estaba en situación de retiro, no de disponibilidad —replicó Fitz.

—¡Sus documentos, hombre! Su pasaporte diplomático, sus credenciales de la Embajada, casi todas las tarjetas de inmunidad que usted recibió del Gobierno iraní, firmadas por el Sha en persona. ¿Dónde están? ¡El embajador está a punto de perder la cabeza! No sabe qué hacer, si decir al Sha que nos olvidamos de reclamarle a usted los papeles y quedar como unos tontos, o seguir esperando a ver si, con suerte, conseguimos localizarlo a usted y recuperar esos documentos.

—Los documentos se encuentran en lugar seguro. Abandoné la oficina con los papeles de mi excedencia y, como ustedes estaban tan apremiados por tenerme lejos de aquí antes de la llegada de ese miembro del congreso, pues sí, todos se olvidaron de pedirme los documentos especiales de inmunidad diplomática. Puesto que a la mañana siguiente, muy temprano, debía partir para Dubai, pensé que lo más adecuado era depositar los documentos en mi caja de seguridad del «First Commercial Bank» de Nueva York.

—¿Los tiene aquí con usted, Lodd? —preguntó Fielding, esperando.

—No, señor. Pero se encuentran en lugar seguro. Ya se los entregaré.

—Ahora mismo, Lodd, en este mismo instante. Esos documentos siguen teniendo validez. No quisimos poner en un aprieto al embajador y por eso no le comunicamos al Sha que habíamos perdido de vista esos documentos.

—Yo confiaba en que ustedes darían por descontado de que me haría cargo de esos documentos y los devolvería cuanto antes —respondió Fitz, con aspereza.

—Oh, por supuesto. Le dije al embajador que simplemente era cuestión de días. Tratamos de localizarlo a usted en su residencia, en todas partes. En caso de que esos documentos caigan en malas manos, podemos sufrir daños irreparables. Agentes infiltrados, contrabandistas, cualquiera que posea esos papeles puede moverse libremente de un lado a otro del país y pasar las aduanas sin ser sometido a inspecciones, a entera voluntad.

—Por supuesto que me doy cuenta de eso. Dígale al embajador que no necesita molestarse informando al Sha.

El general Fielding cogió el teléfono.

—Póngame con el embajador —ladró, sujetando el teléfono con los ojos fijos en Fitz, que se hallaba frente a él—. ¿Dónde ha estado?

—En Dubai.

—Eso pensé. Pero no podíamos ponernos en contacto con usted en ese lugar. Supongo que deberíamos tener alguna representación americana en algunos de esos Estados del Golfo —los ojos de Fielding empezaron a girar en sus órbitas.

—Señor embajador, aquí el general Fielding. El coronel Lodd está conmigo en este instante, señor —el general atravesó a Fitz con la mirada—. No, señor, no los trajo consigo. Ha puesto los documentos en lugar seguro. En seguida los va a traer. —Acto seguido, Fielding agitó afirmativamente la cabeza y sonrió—. Sí, señor, yo también me siento mucho más tranquilo ahora. Lo que ocurrió es que todos estábamos demasiado apremiados por terminar con los papeles de excedencia de Lodd de una vez que, claro… Sí, señor.

Fielding colgó el auricular y volvió a acomodarse en su silla reclinable y giratoria. Por su aspecto, se veía que acababa de quitarse un gran peso de encima.

—Muy bien. ¿Y cómo le marchan a usted las cosas, Fitz?

—Todavía estoy tratando de acostumbrarme a la vida civil, señor.

Fitz había conseguido la mitad de lo que había venido a hacer. Sus documentos seguían teniendo validez. Ahora sólo necesitaba obtener un poco de información y luego partir en busca de los cañones.

—Acabo de llegar de Dubai, de hecho vine anoche. Allí me enteré de un nuevo elemento respecto a la subversión comunista que pensé que a usted podría interesarle.

De golpe, Fielding se puso serio, muy atento. Ésas eran las cosas de las que tenía que estar enterado para después poder elevar un buen informe al embajador. Y Fielding sabía que Fitz era brillante obteniendo información y también evaluándola.

—¿Qué tipo de subversión? —preguntó el general.

—Según parece, se desarrolla en el extremo sur de Muscate y Omán, en el Estado conocido por el nombre de Dhofar. Se trata de los chinos comunistas, que están tratando de provocar el resentimiento, lo mismo de siempre. No necesito señalarle que, si consiguen promover con éxito una rebelión y colocar líderes pro chinos al frente del Gobierno de Omán, podrán ejercer el absoluto control del estrecho de Ormuz y, por lo tanto, de todo el golfo Pérsico. Es posible que terminemos apoyando un refuerzo militar iraní en ayuda del sultán de Omán.

—¿Le parece, Fitz?

—Creo que es probable. Ha pasado algún tiempo con el coronel Buttres, del Cuerpo de Exploradores de Omán, la otra noche, después de cenar en el palacio del jeque de Dubai. El coronel está muy preocupado por el giro que ha tomado la situación. Para su información, le diré que no me sorprendería si empezamos a ver que las armas que les entregamos a los kurdos van a parar a Omán.

—¡Maldita sea! ¿Por qué no hemos tenido noticias de esto antes, aquí?

Fitz se encogió de hombros.

—¿Qué armas les enviamos ahora a los kurdos? ¿Seguimos enviando el «M-24», todavía?

—Al parecer, es el arma más efectiva para emplear en esas montañas —reconoció Fielding.

—¿Ha recibido el coronel Nizzim algún embarque, recientemente? —preguntó Fitz, como si tal cosa.

—De hecho, hace tres días que se hizo un envío —dijo Fielding, y se detuvo abruptamente—. ¡Maldita sea! Fitz, me olvidaba. No puedo hablar más con usted respecto a ese tipo de cosas.

—Un pequeño intercambio de información entre nosotros sólo puede redundar en beneficio de usted, general.

—Aprecio de veras todos los informes que pueda pasarme, Fitz. Usted siempre fue un brillante oficial de inteligencia. Pero las cosas han cambiado. Ahora usted está retirado.

Fitz ya había obtenido todo lo que necesitaba por el momento, y, como no quería seguir irritándose cada vez más, allí sentado en presencia del general Fielding, replicó:

—Sí, señor. Yo también lo había olvidado.

—Es muy difícil la situación de los kurdos —dijo el general Fielding.

Repentinamente miró su reloj de pulsera y exclamó:

—Mire, Fitz, creo que si piensa llegar al Banco antes que cierre lo mejor que puede hacer es empezar a moverse. No le queda mucho tiempo. Enviaré a un ayudante a que lo acompañe en un coche de la Embajada. Puede dejarlo a usted donde le pida después que usted le entregue los documentos. —El general levantó el teléfono y pulsó un botón—. Envíe al capitán Portes. De prisa.

Fielding y Fitz se pusieron de pie.

—Gracias por haber pasado por aquí, Lodd. Entréguele los documentos a Portes. Él se encargará de traerlos y de extenderle un recibo.

Portes entró a la oficina de Fielding, recibió órdenes y condujo a Fitz hasta el patio, donde ya los aguardaba el automóvil de servicio asignado al general Fielding. Los portones de la Embajada se abrieron y el automóvil salió del edificio, abriéndose paso casi a la fuerza entre el apretado tráfico de Teherán.

—¿A qué hora cierra el Banco? —preguntó Portes, visiblemente nervioso.

—A las doce del día.

—Así que no tenemos mucho tiempo.

Portes tragó saliva y miró por la ventanilla la apretada masa de vehículos que los precedía.

—No —acordó Fitz.

Por fin el vehículo de servicio de la Embajada llegó ante la representación del «First Commercial Bank» de Nueva York, sólo que diez minutos más tarde de las doce.

—Es posible que todavía nos dejen entrar —sugirió Portes.

—Es posible —dijo Fitz.

Más temprano, aquella misma mañana, había llamado al gerente del Banco, a quien entregó una nota personal de Tim McLaren, en la que se le pedía la más absoluta cooperación, junto a una carta de crédito que cubría hasta diez mil dólares. Fitz había transferido dos mil dólares a su cuenta personal y había apartado en metálico los otros ocho mil. Luego le había pedido al gerente del Banco que no abriera la puerta a nadie aquel día después del cierre oficial de las doce horas, por más que el embajador en persona llamara al Banco a tal efecto.

Fitz saltó a la acera siguiendo al capitán Portes, que había bajado del automóvil al detenerse éste a causa del tráfico, apenas a una manzana del Banco. Cuando Fitz llegó hasta la pesada puerta exterior del Banco que había sido bajada a las doce en punto, el capitán Portes seguía golpeando inútilmente para que le abrieran.

—Eh, Portes, no se canse.

Fitz puso una mano sobre un hombro del desolado capitán.

—Pasaré por aquí mañana por la mañana y le entregaré los papeles, ¿de acuerdo?

—El general y el embajador quieren recibirlos ahora mismo —dijo el capitán Portes, chillando a causa de la excitación—. Tendría que haber visto el jaleo que se armó cuando descubrieron que usted no les había entregado los documentos antes de marcharse.

—Un olvido muy desgraciado, aunque, por fortuna, no se trata de nada serio. Después de todo, yo ya estoy aquí, y un día más o menos no significa diferencia ninguna.

—Tal vez, si el embajador llamara al Banco personalmente… —dijo Portes, pensando en voz alta.

—Tal vez —acordó Fitz—. Le diré lo que haremos. Yo tengo una cita para almorzar. Estoy buscando trabajo, ¿comprende? Déjeme en el restaurante y luego, si el embajador consigue ponerse en contacto con el gerente del Banco y éste nos permite el acceso, pues bien, usted me pasa a buscar.

—¿Por qué no vuelve usted conmigo a la Embajada? —preguntó el capitán Portes, mostrándose insistente, poco dispuesto a soltar la presa.

—Ya le dije, Portes, que necesito un trabajo, ¡maldita sea! Cogeré un taxi y lo veré cuando me dé la gana.

—Está bien. Lo llevaré a donde desea ir, coronel.

El automóvil de servicio dejó a Fitz frente a las puertas de un restaurante que quedaba a una manzana del «Club Francés». Fitz bajó del coche, dio las gracias al capitán y entró al restaurante. Esperó hasta que el automóvil hubiera desaparecido en el tráfico, salió entonces del restaurante y, andando, se dirigió al «Club Francés».

El coronel Nizzim lo estaba esperando en la barra del bar. Se dieron la mano y se dirigieron al comedor principal. El maître francés reconoció inmediatamente a Fitz y lo guió, junto con Nizzim, hasta una de las mesas del rincón. Ambos tomaron asiento y Fitz pidió una botella de vino blanco para beber mientras esperaban el menú.

Tal como Fitz suponía, Nizzim estaba más interesado en hablar de Laylah Smith que en ponerse a hilvanar recuerdos sobre algunas campañas de espionaje que ambos habían realizado juntos. Nizzim lanzaba constantes miradas acusadoras hacia Fitz al tiempo que se extendía en una descripción de las virtudes de aquella belleza mitad iraní mitad americana. Fitz pensó que no había necesidad de que Nizzim le lanzara esas miradas. Después de toda la noche que había pasado junto a Laylah se había caracterizado por su circunspección: Fitz había regresado a su propio piso pasada la una de la mañana, después de darle un beso a Laylah y desearle las buenas noches.

Finalmente, Nizzim le preguntó:

—¿Y qué opinas de la vida como civil, en este lugar?

—Es demasiado costosa —contestó Fitz—. Todavía sigo haciendo algunas cosas para mi Gobierno, aunque de manera incidental —agregó.

Nizzim se mostró de acuerdo, moviendo la cabeza en señal de aprobación, y luego empezó a quejarse sobre lo mucho que le costaba conservar su posición actual. Después, como si hubiera sentido que estaba a punto de consumarse algo que podía redundar en su beneficio, preguntó:

—¿Y a qué clase de cosas te dedicas ahora, si se puede saber?

Fitz miró a su alrededor como si fuera un conspirador y dijo, en voz baja:

—No me gustaría que se supiera, pero la verdad es que estamos apoyando un movimiento semejante al de los insurgentes kurdos. Por supuesto, te darás cuenta de que todo este asunto de que se me obligara a pedir el retiro no ha sido nada más que una pantalla.

Nizzim asintió astutamente, sacudiendo la cabeza.

—Siempre supe que era algo por el estilo —luego profirió una carcajada—. Toda esa historia de que los judíos en América influyen en el Ejército era demasiado disparatado como para tomársela en serio.

—En mi nueva misión, tú puedes serme de gran ayuda y ahora me han asignado un capital muy importante para que las cosas en las que estoy puedan realizarse. Mucho dinero para gastar, ya que ni siquiera tengo que rendir cuentas de lo que hago.

Nizzim se inclinó hacia delante.

—Eres el hombre más indicado, tu país no podía elegir uno mejor. Se nota que saben en quien confiar esos importantes fondos.

Nizzim vació su vaso y Fitz se lo volvió a llenar. Calculadoramente, el militar iraní miró a Fitz antes de preguntarle:

—¿Cómo piensas que te puedo ayudar?

—Me gustaría entregarle dos o tres mil dólares, o lo que haga falta, para comprar algunas armas que necesitamos en nuestros planes de apoyo encubierto a las tribus anticomunistas de Dhofar, en el extremo sur de Omán.

—¿Por qué no se las enviáis, sencillamente? —preguntó Nizzim, para agregar, de inmediato—. Esto no quiere decir que no me entusiasme la idea de colaborar contigo, por supuesto.

—Lo que pasa es que no queremos que la pista de estas armas pueda ser descubierta de ningún modo, ni que se relacione su presencia en el lugar con embarques a cargo de mi Gobierno. Necesitamos algunas armas ahora mismo. Sé que has recibido un cargamento de armas que incluye cañones «M-24» de veinte milímetros. De eso hace tres días.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó Nizzim, asombrado. Pero de inmediato respondió a su propia pregunta—. Claro, por un instante me olvidé que sigues perteneciendo a la Embajada, sólo que ahora trabajas sobre una base distinta.

—Exactamente, Nizzim. Ahora bien, ¿cómo hago yo para coger esos «M-24» completos, con sesenta cargas cada uno, montadores gemelos, silenciadores y munición de nitroguanidina que no desprenda humo? También necesito una ametralladora de calibre cincuenta y dos ametralladoras de calibre treinta, así como montadores y munición. Las recogeré donde me digas, en cualquier lugar de Irán que indiques.

—¿Cuánto estás dispuesto a pagar por todo ese equipo? —preguntó Nizzim.

—Lo que haga falta —replicó Fitz, sabiendo que Nizzim entregaba las armas a los kurdos sin cobrar. Luego habló en tono de sugerencia—. Tres mil dólares, ¿te parece?

En el rostro de Nizzim se dibujó una astuta sonrisa.

—Cuatro mil dólares y todo arreglado. Pero sólo por colaborar contigo en tu misión, Fitz, amigo.

—¿Podría recoger esas armas aquí en Teherán, digamos esta noche?

Nizzim lo miró, impresionado.

—Oh no. Debo tener mucho cuidado en manejar esto. Todas las armas que se me asignan pasan directamente por la frontera a manos de los kurdos.

—Dime entonces cómo puedo arreglar esto.

—¿De qué forma me entregarás el dinero? —preguntó Nizzim.

—Dos mil dólares cuando me digas la hora y el lugar de la recepción, dos mil dólares más cuando las armas y las municiones ya estén en el interior de mi camión. —Fitz levantó su vaso de vino y lo vació de un sorbo—. Y la recepción no puede demorarse más de mañana por la noche, como último plazo.

Nizzim sonrió.

—Muy bien, amigo. Mañana te trasladarás a Tabriz para comprar una hermosa alfombra con que adornar tu hogar. Te encontraré allí, frente a la Mezquita Azul del Jiaban Pahlavi, a las seis de la tarde, y desde allí te conduciré a una de nuestras estaciones de suministros a los kurdos, ubicada en la frontera con Irak.

—Tabriz queda a seiscientos kilómetros de aquí, y yo todavía tengo que comprar un camión —dijo Fitz, enfatizando la palabra «camión».

La sonrisa en el rostro de Nizzim se hizo más amplia todavía.

—También puedo venderte un camión americano para transporte de armamento, en muy buenas condiciones, a un precio de digamos… —Un par de ojos calculadores se volvieron hacia Fitz—, unos dos mil dólares. ¿De acuerdo? Ya has dicho que los fondos son incalculables.

—Eso dije, Nizzim. Dos mil dólares me parece muy bien. Eso hace un total de seis grandes, como decimos en los Estados Unidos.

Nizzim rió.

—Sí, amigo. Seis grandes.

—¿También te encargarás de facilitarme una matrícula corriente y todo lo necesario para el transporte de armas?

—Por supuesto. Pero no puedo garantizar tu inmunidad personal a través de las aduanas y puestos de vigilancia.

—Tengo los papeles adecuados para ese tipo de inconveniente. Lo único que te pido es que me tengas pronto el vehículo para hoy mismo.

—Te daré una dirección donde podrás encontrarme hoy a las seis. Pasarás una noche placentera en la ciudad y mañana podrás conducir hasta Tabriz.

—Muy bien, coronel —dijo Fitz: hasta el momento, todo marchaba bien y Fitz se sentía complacido—. Habiendo ya solucionado todo lo referente a nuestros negocios, y sin preocupaciones de por medio, ¿qué te parece si pedimos el mejor almuerzo que el «Club Francés» puede ofrecernos?

Durante el almuerzo, que se prolongó por más de dos horas, Fitz cautivó de tal forma a Nizzim contándole historias de las actividades del Servicio de Inteligencia americano, siempre indicándole que se las decía en plan estrictamente confidencial, y refiriéndose en todos los casos a hechos ocurridos en la costa árabe del Golfo que, a la postre, el oficial iraní aceptó, cuando ya abandonaban la mesa, entregarle el camión para transportar las armas esa tarde, a las seis, en el aparcadero situado detrás del «Hotel Durband».

—Me has pedido que te lo deje en el lugar de la ciudad más alejado de la carretera que conduce a Tabriz —señaló Nizzim.

Fitz asintió astutamente, guiñando un ojo, y haciendo que el coronel iraní estallara en risas.

—Vosotros, los americanos, se esfuerzan mucho más en engañarse unos a otros que en engañar al enemigo.

Ya eran casi las tres cuando Fitz vio por fin a Nizzim en el interior del coche asignado a su servicio, dos mil dólares más rico que cuando había empezado a almorzar y con otros dos mil dólares al caer. El oficial de contraespionaje iraní se encontraba, por tanto, muy comprensiblemente jovial.

Ahora Fitz tendría que hacer tiempo hasta las seis para encontrarse con Laylah en el piso de la chica, y luego le quedaban por delante tres días y tres noches agotadoras de las que seguramente nunca se olvidaría, tres noches más terribles y extenuantes que todo lo que había soportado desde hacía muchos años. Ya había decidido coger un taxi para regresar a su piso cuando el portero del «Club Francés» lo llamó para anunciarle que alguien lo requería al teléfono.

—Fitz.

Fitz reconoció la voz de Laylah en el teléfono que había cogido en la garita del portero.

—He salido de la Embajada. Tenía la esperanza de encontrarte allí. He estado en la oficina del embajador. Está realmente trastornado a causa de unos documentos que no le has entregado.

—¿Desde dónde estás hablando? —preguntó Fitz.

—Desde un sitio seguro. Estoy utilizando el teléfono del «Centro de Navegación Iraní», frente a la Embajada.

—Vente aquí a tomar un trago conmigo. Ahora mismo —dijo Fitz, para agregar, claramente—: Y no te preocupes por esos documentos. Los voy a sacar de mi caja de seguridad mañana a las ocho de la mañana, apenas abra el Banco. Espero que el embajador y la Embajada aprecien los esfuerzos personales que haces por recuperar esos documentos, como si yo no pensara devolverlos personalmente.

—Oh, Fitz… —empezó a decir la chica.

—Vente aquí. Ahora —dijo Fitz.

Y colgó.

Le dolía haberse mostrado tan duro, pero no quedaba otro remedio. Regresó al club, indicando al portero que una joven preguntaría por él en breve, y luego bebió un gin-tonic en el bar. Apenas había acabado el trago cuando Laylah, con aspecto deprimido y preocupado, penetró por la puerta principal del club. Fitz fue hacia ella, sonriendo dulcemente, le pasó un brazo por los hombros, la besó y la condujo a través de las puertas corredizas al fondo del comedor hacia el jardín que había más allá.

Una vez hubo sentado a la chica, Fitz hizo señas a un camarero, pidiéndole una copa para cada uno, y luego extendió los brazos por encima de la mesa y cogió las manos de la chica.

—Lamento haberme mostrado tan duro al teléfono, pero lo que ocurre es que sé que la Embajada hace ya dos años que tiene intervenida esa línea. Es el teléfono que emplea todo el mundo cuando hay necesidad de una llamada urgente que no se desea que pase a través de la centralita.

Laylah suspiró, aliviada.

—Oh, Fitz. Pensé que estabas enojado conmigo.

Fitz sintió un escalofrío al comprobar lo mucho que podía preocuparse Laylah por lo que él pensaba respecto a ella.

—No tuve más remedio que cortarte. Al menos ahora pensarán que estabas obrando a favor de los intereses de la Embajada. ¿Qué otra cosa querías decirme?

—El embajador ha ordenado que se te tenga bajo vigilancia hasta que le devuelvas esos documentos y papeles de inmunidad.

Llegaron las bebidas y Fitz probó un sorbo de la suya, al tiempo que calibraba la situación.

—Sabrán que tú y yo estamos juntos aquí en el club, gracias a la cinta grabada de la llamada de teléfono.

—Qué tonta fui.

—No se trata de tontería, sino de inexperiencia. ¿Tu padre nunca te dijo a qué se parece una gran Embajada de los Estados Unidos? Todo el mundo espía a todo el mundo.

—Todo eso parece demasiado dramático para ser americano —dijo Laylah.

—Teherán es el centro de todas las intrigas en el Oriente Medio, Laylah. Sabes bien eso. Ahora escúchame. ¿De veras quieres ayudarme? No estoy haciendo nada que sea contrario a los intereses de los Estados Unidos. Pero, para poder llevar a buen término una operación comercial en la que estoy involucrado, necesito conservar esos documentos conmigo al menos durante tres días más.

—Quiero ayudarte, Fitz. Pienso que la Embajada y el Gobierno se han portado increíblemente mal contigo.

—No me quejo del trato recibido. A veces las cosas marchan de esa forma. Pero conservé esos documentos sólo para el caso, improbable, de que los pudiera necesitar una vez más. Y el caso se ha producido. Tengo los papeles en mi piso, están ahí ahora mismo. Lo más probable es que un par de hombres de la Embajada estén de plantón frente al mismo, vigilándolo. Tendré que regresar allí de cualquier modo y después eludir a los que me vigilen.

—Puedes pasar esta noche en mi piso —ofreció Laylah.

—Lo más probable es que también te tengan vigilada, aunque también iba a preguntarte si a ti no te parecería mal.

—No me importa lo que puedan pensar —declaró Laylah.

—El problema, Laylah, es que yo quiero que la Embajada piense que he jugado limpio con ellos todo el tiempo, enviarles de vuelta los documentos tal como les prometí. Pero, de todos modos, necesito conservar los salvoconductos y las credenciales de inmunidad hasta el viernes, es decir, cuatro días a partir de hoy. Porque verás, voy a necesitar de la buena voluntad de la Embajada en los meses y años por venir. Hasta ahora, sólo se pueden echar la culpa ellos mismos por no haberme pedido las credenciales de inmunidad diplomática cuando debieron hacerlo.

—Bien, ahora que conocemos el problema, seguro que podremos resolverlo —dijo Laylah.

A Fitz le encantó el tono positivo con el que Laylah hizo tal observación.

Media hora más tarde, Fitz y Laylah abandonaban la mesa del jardín del «Club Francés». Fitz acompañó a la chica hasta la puerta delantera del edificio.

—Lo único que lamento es que esta noche no podamos estar juntos, Fitz —dijo Laylah.

Fitz sintió un estremecimiento al escuchar aquellas palabras.

—También yo lo lamento. Lo tenía todo planeado. Pero nos podremos resarcir este fin de semana en Bandar Abbas. Te veré el jueves por la noche. Lo único que tienes que hacer es registrarte en el hotel. Te llamaré no bien llegue. Lo más probable es que llegue tarde.

—Te estaré esperando.

Fitz observó a la chica volverse y salir del club. No se molestó en seguirla con la vista hasta la calle. Sabía que alguien estaría aguardando para seguirla. La Embajada americana en Teherán era un lugar de ese tipo. Tenía que serlo, si quería seguir siendo efectiva. Él hubiera hecho lo mismo, de encontrarse ante una situación semejante.

Quince minutos más tarde, Fitz cogió un taxi que lo condujo hasta su piso en el poco elegante pero conveniente barrio cercano al Bazar. Tanto le daba que lo hubieran seguido o no. Con toda seguridad habría alguien vigilando su piso. El taxi lo dejó frente al pequeño edificio en que vivía, metido entre dos edificios de oficinas, más grandes y más altos. Sin mirar a su alrededor, Fitz subió los tres pisos por la escalera y entró al desordenado departamento en el que vivía desde hacía dos años. En poco tiempo comprobó, satisfecho, que nadie había irrumpido en el lugar para buscar nada. Luego se dirigió a un pequeño agujero que había cavado en la pared de ladrillos. Después de abrirlo, sacó del interior los salvoconductos y los documentos de inmunidad y se los metió en el bolsillo interior de la chaqueta deportiva que llevaba puesta. Luego metió en la maleta sus efectos de aseo, un par de pantalones cortos limpios y un par de chaquetas deportivas, dos camisas, ropa interior y un albornoz. Ya estaba listo para marcharse. En el cinturón especial para dinero, pegado al vientre y colocado en medio del otro cinturón normal, llevaba más de quinientos dólares en moneda iraní y en moneda americana. Otros mil dólares estaban distribuidos en los dos billeteros que llevaba, uno en el bolsillo trasero del pantalón y el otro en el bolsillo interior de la chaqueta, junto a los salvoconductos y documentos de inmunidad. Ahora sólo hacía falta preocuparse de un último detalle y ya estaría a punto para emprender la marcha.

Fitz tomó asiento frente a su escritorio y de un cajón extrajo un sobre marrón manila, con el sello oficial de la Embajada de los Estados Unidos y unas pocas hojas de papel de copia. Dirigió el sobre a Miss Laylah Smith, Embajada de los Estados Unidos, de parte del teniente coronel (retirado) James F. Lodd, y le puso dentro las hojas de papel en blanco. Luego pasó la lengua por el reborde engomado del sobre, lo selló y lo depositó sobre las ropas que llevaba en la maleta, cerrando ésta a su vez. Miró el reloj y comprobó que ya eran casi las cinco.

Salió del piso, cerrándolo con dos vueltas de llave, y bajó la escalera. Una vez en la calle, marchó mirando hacia delante rumbo al Bazar, lo que le supuso diez minutos de caminata. Casi podía sentir al equipo de vigilancia a sus espaldas, aunque procuró no mirar ni una vez hacia atrás. Muy pronto llegó al Bazar, donde dio un giro repentino hacia una de las grandes arcadas con tiendas alineadas a los lados. Las últimas horas de la tarde eran un momento muy concurrido en el Bazar, y Fitz en poco tiempo ya se había perdido en medio de la abigarrada multitud. Pasando de largo por delante de los tenderos inoportunos e insistentes parados ante sus tiendas, Fitz seguía girando en distintas callejas, caminando con las rodillas encogidas para mantener la cabeza un poco por debajo de las de los tenderos y compradores. Durante diez minutos, se dedicó a abrirse paso cada vez más profundamente por el interior del Bazar y luego salió a la calle por el lado contrario al que había utilizado para entrar.

Un taxi con tres personas dentro se detuvo ante una seña de Fitz.

—A cualquier sitio. Sólo quiero dar un paseo —dijo Fitz, en farsí.

El conductor sonrió y le abrió la puerta para que subiera al asiento trasero, donde ya había dos ancianas sentadas. Fitz cerró la puerta de un golpe y se deslizó en su asiento, al tiempo que el taxi arrancaba metiéndose en el tráfico. Fitz echó una ojeada a su reloj. Siguió dando vueltas en el taxi durante quince minutos, se bajó con uno de los pasajeros y pagó la tarifa. Estaba casi seguro de haber despistado a sus seguidores, pero, por si acaso, anduvo unas cuantas manzanas para confirmar su certidumbre. Ahora nadie parecía seguirlo. Tras andar cinco manzanas, paró otro taxi, en esta ocasión con sólo dos personas en el asiento de atrás, y pidió ser trasladado al «Hotel Darband». El conductor hizo un movimiento afirmativo de cabeza y Fitz saltó hacia el asiento delantero. Quince minutos más tarde, exactamente a las seis, el taxi dejaba a Fitz frente a las puertas del «Hotel Darband». Fitz pagó al taxista y penetró al edificio. Había pocos transeúntes a estas horas, sólo aquellos que se dirigían a excursiones a la montaña o a los night clubs, y nadie lo seguía. Fitz atravesó el vestíbulo, pasó de largo por el bar y salió por la puerta trasera del hotel hacia el aparcamiento que había al fondo. En el extremo más alejado del aparcamiento, bajo un árbol, se encontraba el sólido camión para transportar armamento que estaba buscando.

Era un camión de aspecto muy compacto, a medio camino entre un camión de dos toneladas y media y una camioneta pickup, pequeña. Sobre la caja del camión había un armazón cubierto de lona. Se trataba de uno de los medios de transporte más utilitarios que podía ofrecer actualmente el Ejército de los Estados Unidos y, sin duda, era exactamente lo que Fitz necesitaba.

Fitz se acercó al vehículo e inspeccionó sus llantas. Todas estaban en buenas condiciones, incluyendo la rueda de repuesto. Fitz levantó la cubierta en la parte de atrás del camión, comprobando que había una segunda rueda de repuesto fijada a un lado del vehículo. Nizzim se estaba mostrando muy servicial, se dijo Fitz. Mentalmente resolvió agregar otros quinientos dólares al «obsequio» que recibiría Nizzim. Sin duda necesitaría la colaboración del coronel iraní en el futuro.

Fitz sintió una mano en su espalda y se volvió velozmente, alarmado.

—¡Ajá! Pareces satisfecho, amigo, ¿verdad? —dijo Nizzim.

Fitz tomó aliento dos veces antes de responder.

—Muy satisfecho —dijo, mirando las matrículas, oficiales y militares—. Lo has hecho todo según lo prometido.

—Bien. Te veré mañana a las seis en Tabriz. Queda a más de setecientos kilómetros, así que debes ponerte en marcha cuanto antes. Bien sabes que no conducirás ninguno de vuestros «Cadillac».

Fitz le devolvió la sonrisa.

—No conozco ningún «Cadillac» que pueda transportar dos cañones «M-24», cien cargas de munición y una ametralladora de calibre cincuenta, sin contar las dos ametralladoras de calibre treinta —dijo, metiendo la mano en uno de los billeteros—. Toma, aquí tienes otros quinientos dólares por los servicios prestados.

Los ojos de Nizzim se elevaron y su boca se distendió en una sonrisa de satisfacción.

—Gracias, muchas gracias. Es un placer trabajar para el Gobierno de los Estados Unidos.

—Ya haremos más cosas juntos. ¿Qué te parece un trago, ahora?

Nizzim echó una ojeada a su reloj pulsera.

—Lo siento, pero no me queda tiempo. Estoy comprometido a asistir a una recepción a las siete. —Nizzim sonrió—. He llegado a saber que Miss Smith, la chica de vuestra Embajada, asistirá también.

—Mándale mis saludos, Nizzim —dijo Fitz, sintiendo un pinchazo de celos en las tripas.

Nizzim tendría otra oportunidad de ver a Laylah mientras él esperaba escondido hasta la mañana siguiente.

—Hasta mañana.

Nizzim se volvió y se marchó. Fitz anduvo en torno al camión, hasta el asiento del conductor, quitó la llave de encendido, la dejó caer en un bolsillo y volvió a dirigirse al hotel. No tenía nada que hacer hasta el otro día por la mañana.

Muy bien podía pedir algo de vodka y registrarse allí mismo con un nombre falso.

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