Dubai

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Tercera parte » Capítulo XLVI

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CAPÍTULO XLVI

Fitz había alertado a Sepah respecto a la posibilidad de que tuviera que usar la veloz pinaza contrabandista, que en aquellos momentos estaba anclada en el puerto, de regreso de un viaje y en espera del siguiente. Soltadas las cuerdas que la sostenían al muelle, la nave empezó a alejarse por la ensenada hacia mar abierto.

Issa impulsó los motores a la mayor velocidad y, sin cargamento ninguno, la nave saltó casi literalmente hacia delante y, saliendo de la ensenada, penetró en aguas del Golfo propiamente dicho. Hacía menos de dos horas que habían partido de Dubai cuando divisaron el impresionante convoy de lanchas que venía de Kuwait transportando la plataforma, la torre petrolífera y las máquinas perforadoras. Parecía una flotilla de invasión. Mientras recorría con los ojos la larga fila de barcas, Fitz se sintió impresionado al pensar en las enormes inversiones que suponía una operación de tal envergadura. Indudablemente, habían hecho lo correcto al hacer que la «Hemisphere Petroleum» se hiciera cargo del proyecto en su totalidad. Fitz sabía que estaba observando varios millones de dólares avanzar lentamente hasta un punto donde se empezaría a producir petróleo. La pinaza se colocó a la altura del Marlin, y Fitz saltó a la nave exploradora. Afortunadamente había marea baja y pocas olas. La pinaza permaneció en su puesto por si Fitz necesitaba regresar con urgencia a Dubai.

Fender Browne miraba, alelado, las barcazas, que se colocaban una tras otra en posición en torno a la boya roja mecida por el leve oleaje. El capitán Clayton, patrón del Marlin —que durante mucho tiempo había prestado servicio en la Marina inglesa— dio la bienvenida a Fitz a bordo de su barco. Fender Browne dirigía las operaciones por radio, hablando con los capitanes de las barcazas y haciendo que los diversos elementos fueran colocados cada uno en el lugar correspondiente. Como si acabara de advertirlo, Fender Browne, después de un instante de vacilación, apuntó con un dedo hacia el cielo. Fitz alzó la vista hacia el lugar que señalaba Browne y divisó a un cuatrimotor que volaba en círculos a gran altura. Evidentemente, estaba observando con todo detenimiento las barcazas y el Marlin. Fitz asintió, y Fender Browne siguió dando órdenes al capitán del lanchón grúa, que en esos momentos transportaba la torre, de trescientas sesenta y cinco toneladas de peso. Ya empezaba a oscurecer, y Fender Browne decidió que con la primera luz del día iniciarían las operaciones encaminadas a sacar la torre de la cubierta del lanchón y depositarla en el mar. El Marlin echó el ancla, y la tripulación se preparó para pasar otra noche a bordo del buque.

Aquélla fue una noche interminable para Fitz y para Fender Browne. El capitán Clayton ignoraba felizmente la crisis que se avecinaba. Fitz y Fender Browne, solos en la proa del buque, ya muy entrada la noche, especulaban sobre lo que haría Clayton cuando Falmey se pusiera en contacto con él y apelara a su condición de súbdito británico para que sacara al Marlin de aquella zona conflictiva. Afortunadamente, el convoy de McDermott estaba enteramente en manos de capitanes norteamericanos.

Con las primeras luces del alba, los hombres del lanchón que llevaba la torre extractora, empezaron a hacer los preparativos para depositar el armatoste en el fondo del mar, a ochenta metros de profundidad. Las máquinas chirriaban, y los buceadores que colocarían el aparato en la posición adecuada estaban ya pronto para iniciar la tarea. El resto de la flotilla permanecía aparte. Con el sol iluminando ya plenamente el Golfo, el supervisor del lanchón grúa empezó a hablar por radio con Fender Browne.

Se escuchó un repentino rugir de motores proveniente del aire, y uno de los «Shackelton» voló a muy poca altura, pasando por encima del lanchón y del Marlin.

—¡Malditos bastardos! —murmuró Fender Browne—. Se creen que el mundo les pertenece.

El capitán Clayton se acercó adónde se encontraban Fitz y Fender Browne. Alarmado, miraba hacia el avión.

—¿Qué tratará de hacer? —preguntó.

—Ése es uno de los «Shackelton» de ustedes —dijo Fitz—. De esa forma mantienen la vigilancia en todo el Golfo. Seguro que usted los ha visto antes.

—Claro que los he visto antes, pero nunca volando tan bajo. Parece como si quieran comunicarnos algo.

—Lo que quieren comunicarnos es que el «Hermano Superior» lo está observando todo —dijo Fitz, con aspereza.

Luego se volvió a Fender Browne:

—Me sentiré mejor cuando ese tubo comience a hundirse en el agua y los buceadores lo empiecen a afirmar en su lugar.

—¿Qué demonios quieren ahora? —gritó el capitán Clayton.

Miraba hacia estribor, donde la proa, con los ojos clavados en un dragaminas británico que se acercaba al Marlin a toda velocidad. Cortaba las aguas, levantando enormes olas con la quilla. A unos cuatrocientos metros, el dragaminas empezó a girar y a navegar en círculos en torno al Marlin y al lanchón grúa.

El dragaminas completó un círculo en torno a las dos embarcaciones, y luego redujo la marcha, al tiempo que se acercaba al Marlin. Fitz observó cómo el dragaminas —que, según pudo distinguir, se trataba del HMS Bulware— bajaba una chalupa. Dos oficiales británicos y un marinero descendieron hasta la chalupa por una escala de cuerdas. Los dos oficiales se colocaron de pie a proa de la chalupa, al tiempo que el marinero ponía en marcha el motor y se dirigía al lanchón grúa, que estaba ya a punto de levantar la torre de extracción y deslizaría en las aguas.

Era evidente que los ingleses querían evitar que la grúa empezara a colocar los tubos extractores. De pronto, el mido inconfundible de un helicóptero que sobrevolaba el Marlin atrajo la atención de Fitz, quien miró hacia arriba y comprobó que se trataba de un helicóptero de la RAF. Al mismo tiempo, un segundo avión, un caza, pasó rugiendo entre las barcazas y el Marlin, mientras otro dragaminas se acercaba al lanchón grúa por el otro lado. Fitz y Fender Browne estaban perplejos ante aquel vasto despliegue de fuerza. Mientras observaban, los dos oficiales británicos abordaron el lanchón grúa y se enfrentaron con el patrón del mismo. Fitz y Fender permanecían junto a la radio, esperando el informe del capitán de la barcaza. Tras unos instantes, la radio crujió.

Mr. Browne —dijo la voz, en el aparato—, se nos acaban de entregar las siguientes órdenes escritas. ¿Quiere que se las lea?

Fitz y Fender Browne se observaron mutuamente. Fitz asintió.

—Léalas —ordenó Fender Browne.

—Helo aquí. En letras mayúsculas, dice: ADVERTENCIA, y luego: Ayer, el Gobierno de Su Majestad recomendó al soberano de Kajmira, de acuerdo con los convenios políticos existentes, que no permitiera, durante un período de tres meses, que sus concesionarios petrolíferos operaran en él área reclamada por el soberano de Sharjah. El soberano de Kajmira ha dado instrucciones a la «Hemisphere Petroleum Company», que concuerdan con las recomendaciones británicas.

Se abrió una pausa, y luego la voz del patrón de la barcaza volvió a sonar en la radio.

—Hay un párrafo más. Tengo instrucciones de comunicarle que el movimiento en torno a la zona en cuestión perteneciente a la «Hemisphere Petroleum», o bajo su control, o bajo control de sus agentes, será considerada una contravención a los límites operacionales que acaban de ser impuestos. El documento, señor, va firmado por un tal G. S. Jones, teniente de la Royal Navy al mando de las operaciones, y que ahora se encuentra a mi lado. ¿Qué debo hacer?

Fitz y Fender Browne se miraron.

—El soberano no había firmado nada ayer todavía, cuando estuve con él, y tengo la certeza de que aún no lo ha hecho —dijo Fitz.

El segundo dragaminas se acercó más al Marlin. Fitz oyó que llamaban a través del megáfono.

—¡Oiga, capitán! —dijo una voz estridente.

Clayton se dirigió a la otra parte de su nave y miró hacia el dragaminas, de cincuenta metros de eslora, Fitz y Fender Browne estaban junto al capitán. Los tres contemplaban el dragaminas y sus terribles armas. Había un cañón de tres pulgadas en el puente de proa, y otro, de cuarenta milímetros, más atrás. Cuatro cañones de veinte milímetros estaban colocados estratégicamente en el puente de popa, y una ametralladora de calibre treinta, montada en cada lado del puente de mando. Los artilleros estaban en posición de combate, ocupando sus puestos junto a las armas.

Fitz, que miraba hacia el puente, vio a un hombre, de paisano, salir de la cabina de mando y detenerse junto al comandante del buque. Fitz reconoció inmediatamente a Brian Falmey, el cual miró hacia el Marlin, mucho más pequeño que su propio barco, y distinguió a Fitz apoyado en la borda.

A través del megáfono, el comandante del dragaminas se dirigió al capitán del Marlin, aullando:

—Giren ahora mismo en redondo y aléjense de las aguas jurisdiccionales de la isla de Abu Musa. Serán escoltados fuera del límite de las doce millas. Y no vuelvan a irrumpir en estas aguas.

El capitán Clayton clavó su mirada en el dragaminas y en los artilleros, todos en sus puestos de combate, esperando órdenes.

—¡Salgamos de aquí como si nos persiguiera el diablo! —vociferó.

—Déjeme usar su megáfono —dijo Fitz.

—Está en la cabina de mando. Vaya a buscarlo usted mismo. Ésos hablan en serio.

Fitz corrió hasta la cabina de mando, cogió el megáfono, que colgaba del timón, y regresó a cubierta. Chilló:

—¡Si quieren que nos vayamos, muéstrenme la orden firmada por el soberano de Kajmira! Legalmente, en este momento estamos dentro de sus aguas territoriales.

Una voz le respondió ásperamente desde el dragaminas.

—Enviaremos una chalupa para que lo recoja.

Fitz vio cómo lanzaban al agua una chalupa desde el dragaminas, a la que bajó luego un marinero. La chalupa avanzó hacia el Marlin. Cuando hubo llegado junto al mismo, Fitz se descolgó y se dejó caer en la chalupa. Cinco minutos más tarde trepaba por una escala de cuerdas a la cubierta del dragaminas. Falmey lo esperaba.

Medio divertido y medio asombrado, Falmey dijo:

—Bien, Lodd. Compruebo que es usted el peor camorrista de todos los Estados de la Tregua. ¿Sabe? Tiene suerte de que no haya recomendado al soberano de Dubai que le suspendiera el visado y lo deportara.

—Es posible que pueda usted pasar por encima del viejo Hamed, pero no creo que quiera enfrentarse con el jeque Rashid. Bueno, déjeme ver la orden firmada por el jeque Hamed, ordenando que cesemos en nuestras operaciones.

—La verdad es que la está firmando en estos mismos momentos.

—Pues hasta que no me muestre ese documento firmado, no nos moveremos de aquí y seguiremos adelante con nuestras operaciones. Legalmente no tiene usted ningún derecho a ordenarnos que abandonemos lo que estamos haciendo.

Falmey miró a Fitz con furor y se volvió al comandante del buque:

—¡Ordene al lanchón grúa que se marche inmediatamente! —dijo.

—Sí, señor —respondió el teniente.

De inmediato, el teniente impartió órdenes entre los artilleros, quienes apuntaron directamente a la barcaza.

—¡Apunte a la pinaza con un cañón de veinte milímetros! —ordenó Falmey, mirando fijamente la nave de Sepah, que se mecía con suavidad al lado del Marlin. Luego, el Agente Político se encaró con Fitz—. Veo que aún conserva su cañonera privada, Lodd.

—¡Se ha vuelto loco de remate, Falmey! ¡No se atreverá a disparar contra esa barcaza!

—Me atreva o no me atreva, es algo que no tiene nada que ver con este asunto. Lo que está aquí en juego son los intereses del Gobierno de Su Majestad. Y esos intereses aconsejan que lo mejor es que ese convoy se largue de una vez de estas aguas.

Era evidente que el patrón de la barcaza no tenía ningún deseo de comprobar hasta qué extremo estaba dispuesta a llegar la Marina británica en su objetivo de defender los intereses de su Gobierno. El barquichuelo que remolcaba la barcaza enfiló hacia el Golfo a toda máquina, tratando de alcanzar cuanto antes el límite de las doce millas, para quedar fuera del alcance de los cañones del dragaminas inglés.

Sintiéndose vencedor, Falmey miró fijamente a Fitz.

—Bien, Lodd, si no se le ocurre nada más, lo mejor será que la chalupa lo lleve de nuevo al Marlin y que éste, a su vez, se aleje del límite de las doce millas. Cuando llegue de nuevo a tierra, el jeque Hamed habrá ya firmado la orden limitando esta concesión y yo mismo se la entregaré.

Derrotado, Fitz se alejó de Falmey y bajó por la escala de mano hasta la chalupa, que, de inmediato, lo devolvió al Marlin, el cual ya había levado anclas y sólo esperaba que Fitz subiera a bordo para alejarse de aquella zona y regresar a sitio seguro, fuera del límite de las doce millas. Las demás barcazas del convoy de McDermott también se alejaban, siguiendo al lanchón grúa. Los helicópteros, el «Shackelton» y el avión de combate seguían volando en círculos, mientras los dragaminas escoltaban a los barcos fuera de la zona y bien lejos del límite de las doce millas náuticas.

Una vez en aguas no jurisdiccionales, Fitz observó que el dragaminas en que viajaba Falmey se alejaba a toda máquina hacia el continente. El otro permanecía aún en la zona, para asegurarse de que ni las barcazas ni el Marlin regresarían. La verdad es que no tendrían que haberse preocupado por el Marlin. El capitán Clayton no tenía ningún interés en desafiar a la Marina de su propio país.

Fitz se volvió a Fender Browne y le dijo:

—Yo voy a regresar en la pinaza. Tal vez quieras venir conmigo.

—De acuerdo —aceptó Fender Browne, y luego, encarándose con el capitán Clayton—. Lleve el Marlin hasta la ensenada y diríjalo al muelle de la empresa de suministros. Nosotros trataremos de averiguar a qué se debe todo este jaleo.

—Muy buena idea, Mr. Browne.

Issa condujo la pinaza hasta colocarla paralela al Marlin, y Fitz y Fender Browne saltaron a bordo del velocísimo barco de Sepah y pusieron rumbo a la ensenada. Fitz y Fender Browne llegaron al muelle de Sepah alrededor de la una de la tarde. Recorrieron el embarcadero a lo largo de la ensenada y entraron en el «Hotel Carlton», donde los informaron de que Mr. Shuster y Mr. Tepper estaban en la suite del primero.

Al abrir la puerta y ver a Fitz y a Fender Browne, Irwin Shuster los miró con asombro, perplejidad y gran preocupación.

—Creía que estabas colocando la torre de extracción —dijo.

Fitz le explicó lo ocurrido, y el abogado de la «Hemisphere Petroleum» lo escuchó con toda su atención.

—Por lo que sabemos, Hamed aún no ha firmado ese documento —dijo Shuster—. Ve ahora mismo a Kajmira y habla con el monarca.

—Estoy seguro de que ahora el Agente Político se encuentra con Hamed, tratando de obligarlo a firmar el documento en el que ordene que respetemos el límite de las doce millas. Estoy seguro de que nuestro amigo Brian Falmey se encuentra ya en el fuerte.

—Entonces date prisa, Fitz. Tienes que hacer lo posible por disuadir al Agente Político e impedir que obligue al monarca a firmar el documento. Para lograrlo, puedes emplear los siguientes argumentos. (El abogado de la compañía se enzarzó en una inútil perorata sobre aspectos legales). Dile a Falmey que: Uno: la «Hemisphere Petroleum» no volverá a intentar ningún traslado de equipos de perforación a la zona hasta que se haya llegado a un acuerdo con el Foreign Office en Londres. Dos: Que se nos debe dar tiempo para preparar un pleito contra el Gobierno de Su Majestad y elevarlo al Tribunal Supremo en Londres. Esto sacaría a colación todos los hechos concretos del caso y ayudaría a llegar a un acuerdo de algún tipo. Tres: Indícale que no va a ganar nada obligando al jeque Hamed a hacer marcha atrás respecto al convenio que ha firmado con nosotros. Tal vez, si le presentas esos argumentos, el Agente Político acceda a no forzar a Hamed a firmar ese papel, que restringe definitivamente el área de concesión.

—Después de todo lo ocurrido, ¿crees de veras que Falmey va a prestar atención a esos argumentos? —dijo Fitz moviendo, pesimista, la cabeza—. Lo que necesitamos ahora es un Ejército, no un abogado. Si hubieras visto cómo sus cañones apuntaban hacia nuestras barcazas y nuestro buque, comprenderías que están más allá de la lógica. Sin embargo —suspiró—, expondré tus argumentos y te comunicaré el resultado.

—Eso es todo lo que puedes hacer, Fitz —confirmó Shuster—. No nos moveremos de aquí. Permaneceremos atentos al teléfono, esperando que te pongas en contacto con nosotros.

Una vez más, Fitz recorrió el trayecto de Dubai a Kajmira. Mientras conducía el «Land Rover» por las arenas, Fitz decidió que si el jeque Rashid le preguntaba de nuevo, alguna vez, qué quería hacer para ganar dinero y poder vivir tranquilo el resto de sus días, le respondería que construyera cuanto antes una carretera entre Dubai y Kajmira.

Antes de llegar a la frontera de Kajmira, Fitz comprobó que unos helicópteros volaban en círculo sobre su cabeza, al igual que un avión de combate. Luego, al acercarse más, vio varios vehículos blindados en los que flameaba la inconfundible bandera roja y blanca del Cuerpo de Exploradores de Omán. Al entrar en Kajmira se topó con dos escuadras de exploradores de Omán al mando de oficiales británicos, que recorrían el camino, armados con ametralladoras calibre treinta montadas en los «Land Rover». No hicieron nada por impedir que Fitz pasara entre ellos, pero éste advirtió en seguida que Brian Falmey estaba jugando fuerte y que había decidido, por todos los medios, que la «recomendación» británica se cumpliera al pie de la letra. El próximo paso sería un viaje en «Land Rover» hasta el aeropuerto de Sharjah y, de allí, un vuelo a Bahrein en el avión de transporte que la RAF tenía en la zona especialmente para ocasiones como aquélla.

Mientras se acercaba al fuerte, Fitz vio a otro escuadrón de exploradores de Omán en «Land Rover» especiales para el desierto y que, evidentemente, esperaban órdenes del Agente Político Nadie hizo nada por impedir que Fitz detuviera su vehículo ante el fuerte y que un soldado le abriera las puertas.

Fitz se dirigió de inmediato al majlis privado. Hamed estaba sentado en el asiento de costumbre, con su hijo a un lado y Brian Falmey y su representante al otro lado. El jeque, Saqr fue el primero en ver a Fitz. Saqr se puso de pie, se encaminó a Fitz y le dio la mano. Fitz miró a Brian Falmey, y el Agente Político lo saludó con un leve movimiento de cabeza y una gélida sonrisa. Era evidente que se sentía vencedor. En voz muy baja, el jeque Saqr le dijo a Fitz que su padre, el monarca, no había firmado aún la orden limitando la concesión.

Fitz asintió y se volvió hacia Falmey. Con la mayor elocuencia posible, le transmitió los argumentos que el abogado principal de la «Hemisphere Petroleum Company» le había pedido que planteara ante el Agente Político. Falmey escuchó, impávido, el discurso de Fitz y no hizo ningún comentario. Evidentemente, había decidido salir de aquel fuerte llevando consigo todos los documentos con la firma del jeque. Fitz aceptó una taza del sirviente encargado del café, mientras que Falmey rechazó el ofrecimiento. Había un silencio casi total en el majlis, con Falmey aguardando, los documentos sobre la mesa junto al jeque Hamed, y los demás, a la expectativa. Pero el jeque no hizo movimiento alguno y, al poco rato, Falmey consultó su reloj de pulsera, se puso de pie y, volviéndose a su delegado, le ordenó:

—Diga al mayor Farquharson que envíe un «Land Rover» al fuerte y que prepare una escolta de tres escuadrones para que se traslade al aeropuerto de Sharjah. Dígale también que avise al avión estacionado en Sharjah, para que esté a punto de despegar con destino a Bahrein.

El jeque Hamed se volvió hacia Fitz y le hizo señas para que se acercara. Fitz se levantó y se acercó al viejo monarca.

—Mi hijo Saqr me sucederá —dijo Hamed—. Su primer acto oficial como monarca de Kajmira consistirá en firmar la limitación para las concesiones antes otorgadas. Mr. Lodd, dejo en sus manos la decisión. En todos los años que llevo como monarca, y son ya más de cuarenta, nunca he incumplido mi palabra ni me he vuelto atrás de un acuerdo después de haberlo firmado. Y tampoco lo haré ahora, a menos que usted, Mr. Lodd, que fue la primera persona con la que lo firmé, me diga que no me queda más alternativa que transformar en decreto real las recomendaciones del mua’atamad.

Fitz contempló los ojos tristes, pero resueltos, del monarca. Sabía a ciencia cierta que Hamed era un hombre de gran nobleza. Siempre había servido a sus súbditos con todos los medios a su alcance. Indudablemente, Hamed haría revertir en sus súbditos las ganancias obtenidas con el petróleo.

Luego, Fitz miró al jeque Saqr, indeciso, timorato. Fitz sabía que Brian Falmey no fanfarroneaba. Ya se oía el ronroneo del «Land Rover» que acababa de detenerse en las puertas del fuerte.

—Creo, Alteza, que lo más inteligente que se puede hacer en este instante es firmar el documento que el Gobierno de Su Majestad le ha presentado. También apreciaría mucho que me escribiera una carta dejando constancia de que ha firmado ese documento, por el que se limita nuestra concesión, a causa de las enormes presiones ejercidas contra usted por el Gobierno de Su Majestad.

El rostro de Brian Falmey se llenó de perplejidad, pero no podía replicar ni desmentir nada, ya que, en realidad, estaba aplicando las presiones más extremas para lograr su objetivo. Hamed pareció aliviado al comprobar que se había relajado aquella situación insostenible, al menos por el momento. Hizo una seña a uno de sus consejeros, quien le entregó una pluma. Con trazos firmes y rápidos, Hamed estampó su nombre en el original y en las dos copias del documento, sellándolas luego con el anillo real. Una vez firmados los documentos, Hamed se puso de pie. Brian Falmey entregó a Fitz una copia firmada.

—Esto resuelve el impasse, Lodd, ¿no cree? ¿Quiere que le lea lo que dice?

—Gracias. Sé leer —replicó Fitz.

El documento decía:

Carta del monarca de Kajmira al representante local de la «Hemisphere Petroleum Company».

Con esta fecha, el Gobierno del Reino Unido me ha recomendado, de acuerdo con un convenio que he firmado con dicho Gobierno, que no conceda permiso a su empresa para iniciar operaciones de ninguna clase en la zona reclamada por el monarca de Sharjah, en un plazo no inferior a los tres meses.

Tengo él deber de informar de inmediato a usted, como representante local de la Compañía, sobre el alcance de dicha limitación. Para evitar cualquier malentendido, confirmo aquí los nuevos límites operacionales y pido a la Compañía que no los rebase. Detalles más precisos respecto a los límites le serán notificados a la mayor brevedad posible.

Bien, se había consumado —se dijo Fitz—. Laylah siempre había estado en lo cierto desde el principio. La «Hemisphere» perdería lo invertido, Kajmira nunca tendría dividendos procedentes del petróleo, y Gran Bretaña y el Sha habían dividido el Golfo a entera satisfacción de ambas partes antes que los ingleses retiraran todas las fuerzas que aún mantenían al este de Suez.

Fitz estrechó la mano a Hamed.

—Su Alteza ha obrado como debía —le dijo.

Al alejarse, pudo escuchar las obsequiosas palabras de Brian Falmey, ahora que Su Alteza se había inclinado ante el poderío británico.

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