Dubai

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Segunda parte » Capítulo XVIII

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El calor parecía aún más agobiante. Tal vez era el día más caluroso del año. Fitz se encontraba en el Aeropuerto Internacional de Dubai, observando el avión de la «Iran Air», que rugía en la pista antes de emprender el vuelo. Los ojos de Fitz no se apartaron del avión; su mente volvía una y otra vez a la noche anterior, que había pasado en compañía de Laylah, la cual se marchaba ahora en aquel vuelo. Los motores a propulsión gemían al tiempo que el aparato se colocaba en posición para salvar el último tramo de carrera y emprender el vuelo. El

jet pareció encogerse, agazaparse, en el momento en que el piloto, apretando los frenos, ponía los motores a plena potencia. Poco después, el aparato, alargado y grácil, libre ya del agarrón de los frenos, empezó a moverse por la pista, lentamente al comienzo y luego a gran velocidad, hacia el extremo de la cinta de cemento. Muy pronto se elevó en ángulo hacia el cielo, para lanzarse, rugiendo, hacia el desierto y las aguas del Golfo.

Tristemente, Fitz se alejó de la terraza. Salió del aeropuerto y se dirigió al «Land Rover», aparcado a poca distancia. Ya eran casi las doce y había poca gente por las calles, a causa del agobiante calor. Fitz puso en marcha el motor y se alejó del aeropuerto.

Cuarenta minutos más tarde, el «Land Rover» entraba en el sendero que conducía hasta su casa, donde, tal como esperaba, se encontraba aparcado el «Sedán» de John Stakes. Fitz detuvo el coche frente a la puerta de su casa y penetró en el cuarto de estar de la misma. Se quedó mirando fijamente las azules aguas del Golfo, sin prestar ninguna atención a Thornwell y Stakes, que estaban sentados, esperándolo.

Poco después entró Peter, y al comprobar que su amo se encontraba en un estado de ánimo poco propicio, permaneció en silencio, a la espera de órdenes. Por fin Fitz, advirtió la presencia de Peter, le hizo un signo afirmativo con la cabeza, y siguió mirando por el gran ventanal. Peter regresó a la cocina, para reaparecer poco después con un

gin-tonic que entregó a su amo.

Fitz se bebió unos sorbos, y entonces, resignado, se apartó de la ventana, y se volvió a sus dos huéspedes. John Stakes rompió el silencio.

—He hecho todos los arreglos para entrevistarnos con el ministro de Finanzas del rey Faisal en Riyad, pasado mañana. Si conseguimos llamar la atención de este jefe, el propio Faisal atenderá personalmente la presentación y hablará con nosotros.

—Tenemos el mejor producto que los árabes puedan pagar con su dinero —declaró Thornwell—. La mente y el corazón del pueblo norteamericano, a través de nuestro sistema de comunicaciones.

—Lo más probable es que hayamos de volar a Riyad mañana, por la tarde o por la noche —dijo Stakes.

Fitz no replicó. Terminó el trago y, a través de un pasillo, se dirigió hacia el fondo de la casa.

—Voy a darme una zambullida. ¿Alguien desea acompañarme?

—Cuenta conmigo, Fitz —aceptó Thornwell.

—En ese caso, vamos todos —dijo Stakes.

No era igual que los últimos ocho días, cuando Laylah y él chapoteaban desnudos en el Golfo. Pero después de unas brazadas vigorosas, cien metros ida y otros cien vuelta, de la playa al mar adentro, Fitz se sentía mejor, tanto física como mentalmente. Todo iba a arreglarse, todo saldría bien. Iría a Teherán a ver a Laylah tan pronto como regresara de la misión que debía realizar en la India. Por primera vez desde que la conocía, Fitz se sentía lleno de confianza y perfectamente a gusto y seguro de sí mismo junto a Laylah. Ahora podía tomar en cuenta seriamente la posibilidad de que la chica aceptara su propuesta de compartir su vida. Pero el primer paso que debía dar en ese camino era salir con éxito de aquel viaje a la India, y luego, meterse en todos los negocios lucrativos que pudiera. Después de eso, podría meterse también en asuntos directamente políticos. Porque, tal como Fitz había alcanzado a comprender durante sus estudios de ciencias políticas en el Estado de Ohio —para luego ver confirmadas cien veces sus presunciones a lo largo y ancho del mundo—, el dinero puede convertirse siempre en poder político, y viceversa. Los objetivos y las ambiciones de Fitz estaban ya claros. Sólo era cuestión, de aquí en adelante, de usar adecuadamente todos los recursos a su alcance, para ver realizadas esas ambiciones.

Stakes y Thornwell siguieron a Fitz a la casa, donde todos cambiaron de ropa, para sentarse a almorzar.

—Todavía no has dicho nada sobre ese viaje a Riyad, desde que te he hablado de él, hace ya más de media hora, Fitz —dijo Stakes—. ¿Todo marcha bien?

—Honestamente, John, no lo sé. Tendré que comprobar varias cosas con mis asociados, esta misma tarde. Como ya te he dicho, tengo ciertas obligaciones que están por encima de todo lo demás. Es muy posible que de aquí a dos días me vea obligado a cumplir con esos compromisos. Como es natural, en ese caso, no me sería posible ir con vosotros a Riyad.

—No podemos ir sin ti, Fitz —se quejó Thornwell—. Tú eres el norteamericano en el que todos ellos confían. Y, además, hablas en su idioma. Yo no puedo ni podré entenderme con ellos.

—No me necesitas como intérprete. John habla el árabe mucho mejor que yo, aunque, por cierto, no lo demostrará, a menos que se vea obligado a ello. —Fitz se volvió hacia John Stakes—. ¿Tengo o no razón, John?

—Tú eres la atracción principal, Fitz. Eso es lo más importante —dijo John Stakes, visiblemente preocupado.

—Lo siento. Sabéis que viajaría con vosotros, de ser posible. Pero si os acompañara a Riyad y no cumpliera con el compromiso contraído no volvería a serle útil a nadie en ninguno de estos países.

—Y, ¿qué podemos hacer? ¿Simplemente quedarnos aquí, esperando que regreses? —preguntó Thornwell, en tono plañidero.

—Lo que de veras venderá el producto será esa presentación que le habéis dado, no mi presencia —respondió Fitz.

—La presentación es sólo una parte —dijo Thornwell—; el asunto verdaderamente importante es que los árabes confían en ti.

Fitz se limitó a señalar:

—Lo siento, pero ya os dije al principio, que tenía obligaciones inaplazables que cumplir, obligaciones que están por encima de todo.

Stakes suspiró.

—De acuerdo, Fitz —advirtió—. Comprendemos tu posición. Tal vez lo mejor que podamos hacer sea viajar a Riyad y ver hasta dónde llegamos. Cuando regresemos de Riyad y Kuwait, tú también habrás vuelto ya, habrás hecho tus cosas (no hago preguntas) y, si necesitamos aún tu ayuda, podrás unirte de nuevo a nosotros más adelante.

—Iba a sugerirte exactamente eso, John. Me parece la mejor solución. Cuando hayamos regresado todos, es posible que se tengan noticias concretas de Zayed. Procuraremos verlo en Abu Dhabi la próxima vez; así no tendremos que viajar hasta Al Ain. Luego podremos entrevistar a los demás gobernantes. Para entonces, yo ya habré cumplido estos compromisos inaplazables.

Se hizo una larga pausa y, finalmente, Thornwell, dando evidentes muestras de disconformidad, señaló:

—Bien, si hay que hacer las cosas así, no nos queda más remedio que hacerlas así.

—Es posible que de aquí a un año se hayan producido algunos cambios. Tengo ciertas ideas al respecto.

—¿De veras piensas montar ese bar-restaurante del que hablamos la otra vez? —preguntó Stakes.

Fitz sonrió.

—Con un socio adecuado, a plena dedicación, es muy posible que sí. Pero que muy posible.

—A mí me encantaría ser tu socio en algo de ese tipo Fitz. De veras —dijo Thornwell—. El club número uno de cualquier ciudad es una base de poder casi tan influyente como el despacho del alcalde. Y, por cierto, mucho más lucrativa. Salvo que el alcalde sea un estafador, por supuesto —agregó, como si de pronto se diera cuenta.

—Aprecio realmente tu interés, Courty —dijo Fitz, con amabilidad—. Pero al hablar de un socio, me refería a alguien con una constitución física muy distinta a la tuya, a la de John y a la mía.

—Bien, pues que tengas mucha suerte —dijo Stakes, con jovialidad—. Espero que las cosas funcionen de ese modo. Es una chica maravillosa, sin duda. Claro que tal vez Dubai no sea un lugar muy interesante para ella, a la larga.

Fitz se mantuvo en silencio durante unos instantes. Luego dijo:

—Sí, es posible que tengas razón, John. Ya había pensado en eso.

Peter entró con una fuente de ternera al horno.

—Que cada uno se sirva lo que desee —dijo Fitz—. Ahora traerán el vino.

A las cuatro de aquella misma tarde, después que se marcharan Stakes y Thornwell, Fitz fue en su «Land Rover» a casa de Sepah, que le aguardaba ansiosamente.

—Ya está hecho. Hemos recibido la última entrega de oro que necesitábamos para completar el gran embarque. Todo está listo en la India, y también se han completado otros varios arreglos muy lucrativos, como podrás comprobar en el curso del viaje. Ya no tenemos por qué seguir esperando. Ve esta misma noche a la pinaza, lista para partir.

—¡Magnífico! —exclamó Fitz—. Estoy ansioso por zarpar. ¿Qué hay de los arreglos con el jeque Hamed?

—Mi abogado se encarga actualmente de planificar el acuerdo. Es un hombre muy enterado de todo lo referente a concesiones petrolíferas, y los documentos preliminares que se utilizarán en las negociaciones serán enviados al jeque Hamed esta misma semana.

—Lo mejor que podemos hacer es verlo de nuevo, al regresar del viaje —dijo Fitz, apremiando—. No me gustaría tener que competir con otras cuatro o cinco empresas.

—Después de partir de Dubai pasaremos por Kajmira, antes de regresar aquí.

Fitz volvió a su casa y reunió los pocos objetos que necesitaría durante aquel viaje, cuya duración estimaba entre seis y ocho días. Luego tomó asiento en el cuarto de estar, mirando hacia el Golfo por el ventanal y tomándose el

gin-tonic, muy frío, que Peter le había servido. Luchó denodadamente contra la tentación de meter en la maleta una caja de

cheroots, esos largos y delgados cigarros negros que había dejado de fumar más o menos por la época en que conoció a Laylah. La primera vez que salió a cenar con él, Laylah le sugirió, con amabilidad y tacto, que no le gustaba el olor de los cigarros.

Fitz se puso de pie, y, al momento, Peter llegó de la cocina.

—Peter, voy a marcharme ahora; estaré fuera tal vez ocho días. Encárgate de cuidarlo todo. Te dejo una botella de ginebra; el resto lo he encerrado bajo llave. Haz que te dure al máximo, no te lo bebas de una vez.

Peter sonrió.

—Yo no beber ginebra. Usted ver. Todo estar aquí cuando usted regresar.

—Bueno, te creo —dijo Fitz, burlón—. Hazte cargo de todo. Si no nos volvemos a ver, mala suerte. Ha sido un placer tenerte aquí trabajando para mí.

—Vernos de nuevo,

sahib, yo ver de nuevo usted, y

sahib Sepah y mensahib Smith muy pronto —opuso Peter, moviendo afirmativamente la cabeza, lleno de entusiasmo y optimismo—. Muy pronto.

Fitz cogió la maleta y abandonó la casa, en la que tanto había disfrutado durante los días que Laylah pasó junto a él. Arrojó la maleta dentro del «Land Rover», puso en marcha el coche y enfiló hacia el desembarcadero de Sepah en la zona de Deira, donde se encontraba la pinaza.

En torno a la pinaza sin nombre se desarrollaba una gran actividad. Según una antigua costumbre, Sepah esperaría que el primer viaje terminara con éxito, antes de ponerle un nombre a la embarcación. Fitz vio a Sepah en el muelle del embarcadero, supervisando las tareas de carga.

—¡Hola, Fitz! —exclamó el patrón del barco, dándole la bienvenida—. Lo mejor es que bajes y compruebes si están a bordo las municiones.

Fitz saludó a Sepah moviendo una mano, y, por una escalerilla, se metió en el barco y descendió hasta el casco. Cogió una linterna que llevaba sujeta al cinto y empezó a examinar las cajas. Poco después, encontró lo que buscaba: cinco cajas, cada una de las cuales contenía cien cargas de granadas para cañones de veinte milímetros. Aunque se trataba de las mismas que había visto cargar personalmente en el camión al norte de Irán, unas cinco semanas atrás, las abrió y las examinó una por una. Todo estaba tal como lo había visto la última vez: quinientas cargas de granadas explosivas sin humo. Otras quinientas estaban almacenadas en los depósitos de Sepah, para su uso en el futuro. Fitz inspeccionó una vez más los cañones gemelos y probó el gatillo. Todo estaba en regla. Colocó un tambor vacío en la recámara del cañón y comprobó que ajustaba perfectamente. Lo primero que tendría que hacer cuando estuvieran en alta mar, sería cargar los tambores con granadas explosivas. Su única preocupación era la de que no habían probado las armas cuando éstas llegaron. Sepah se había negado terminantemente a ello, por temor a llamar la atención. Ni siquiera autorizó a probarlas lejos, en medio del desierto.

Fitz comprobó luego si estaban las dos cajas con municiones para ametralladoras del calibre treinta. Las abrió asimismo e inspeccionó su contenido. Más tarde, cuando se encontraran en alta mar, haría que se las llevaran a la cabina de mando del barco. Las dos ametralladoras de calibre veinte al igual que sus plataformas, estaban abajo, en sitio seguro, donde nadie pudiera descubrirlas. Sería una labor muy simple desmontar la cabina de mando e instalarlas cuando la pinaza se encontrara en alta mar, tras perder de vista la costa. Comprobó también las municiones del calibre 223 para la «M-16 Armalite Colt», y las balas de calibre cuarenta y cinco, que servían tanto para el pequeño cañón como para su propia pistola. Todo estaba en orden. Tranquilizado después de aquellas comprobaciones, Fitz se dedicó a observar cómo iban cargando las cajas con el oro. Cada una de las cajas llevaba claramente estampado el nombre del Banco que embarcaba el oro; pesaba veintitrés kilos y contenía doscientas barras de oro de las llamadas

ten-tola. Eran las que manipulaban los contrabandistas habitualmente: cada una pesaba 3,75 onzas de oro puro en un 99,9%. La cadena humana de descarga que trasladaba las cajas de oro de los camiones al muelle y de éste a la bodega, estaba integrado por indios harapientos, que trataban con absoluta indiferencia lo que pasaba por sus manos, como si en lugar de oro fuera jabón. Fitz no conseguía distinguir ni señales de ningún guardia armado, aunque el valor del cargamento, allí en Dubai, superaba en exceso los doce millones de dólares. Cada una de las cajas que pasaba de mano en mano por la fila de cargadores, valía poco más de veintisiete mil dólares en Dubai, precio que se triplicaría desembarcada en la India. Era asombroso comprobar que una mercancía tan valiosa pudiera ser cargada abiertamente, sin necesidad de un batallón de guardias armados hasta los dientes. Mil años de tradición islámica, con sus leyes de «ojo por ojo y diente por diente», para las cuales la menor infracción era castigada con el cercenamiento de las manos, las piernas e incluso la cabeza, frenaban no poco los robos a cualquier escala.

Fitz saltó de la embarcación al muelle y se dirigió a Sepah.

—¿Cuánto falta para que zarpemos? Me gustaría dejar el «Land Rover» en un sitio seguro.

—Le diré a uno de mis chóferes que se encargue de eso, Fitz.

—Prefiero hacerlo yo mismo. Tardaré sólo diez minutos, ¿de acuerdo?

Sepah sonrió.

—Tan pronto como nos hagamos a la mar, podremos probar las armas.

Fitz se alejó, en el «Land Rover», a lo largo de la costa, en dirección al nuevo «Hotel Carlton». En principio, el edificio había sido proyectado como casa de apartamentos, pero más adelante los propietarios aceptaron las sugerencias del jeque Rashid —propietario tanto del «Carlton» como de todo lo que había en el emirato— de que un hotel sería más lucrativo y más útil para el Estado, de modo que, cuando el edificio estaba ya a medio construir, se decidió convertirlo en hotel. Y, como todo hotel necesita un bar donde se expendan licores, el del «Carlton» fue uno de los primeros bares autorizados en la península arábiga.

El «Carlton» quedaba apenas a cinco minutos en coche. Fitz aparcó frente a la entrada principal del hotel. Penetró en el edificio y se dirigió al bar. Se trataba de un local pequeño, oscuro y más bien sucio: exactamente el tipo de bar al que un hombre iría sólo cuando necesitara imperiosamente beber. Había en él cuatro hombres, todos occidentales, inclinados ante las bebidas que tenían delante. El encargado del bar podía haber sido muy bien un esclavo en cautiverio, a juzgar por la alegría que demostraba al ver entrar a nuevos clientes. Pero, al menos, era un bar. Fitz tuvo que pedir tres veces una ginebra doble con hielo, antes de que aquel triste y lento baluchi, o indio o pakistaní, o lo que fuera, se dignara medir laboriosamente el contenido de la copa, echarle un trozo de hielo y deslizar el vaso sobre el mostrador hacia Fitz.

Mientras Fitz pensaba en lo necesario que era un buen bar y restaurante en aquella parte del mundo. Un local con música, al que pudiera acudir la comunidad occidental en busca de diversión; un bar que fuera una atracción tanto para los simples visitantes como para los que fueran a Dubai en busca de ese dinero que no tardaría en fluir gracias al petróleo, y que haría de aquella ciudad lo que estaba destinada a ser: el nuevo paraíso de los audaces y los aventureros. Fitz construía mentalmente un establecimiento de ese tipo, hasta que se le planteó el problema de cómo pagar el precio de la edificación. Esto hizo que echara una ojeada a su reloj. Comprobó que hacía media hora que estaba allí ante su ginebra y soñando.

Señaló su vaso, pero desistió, al comprender que pedir que se lo llenaran exigiría una larga negociación previa. ¡Cuánto podían hacer en un bar unos buenos camareros!, pensó; y agregó: ¡y cuánto podrían robar si quisieran! Tal vez pudiera enseñar a algunos árabes cómo mezclar bebidas. Por lo menos, los árabes no robarían. No, no robarían el primer año, ni el segundo, pero, a la larga, la llamada de Occidente los alcanzaría, corrompiéndolos.

Fitz terminó la segunda copa y pagó y abandonó el bar. No había entrado ningún cliente más, y los cuatro hombres que estaban ya antes de su llegada, no habían hablado ni se habían movido en todo el rato. Fitz salió a la calle, donde la temperatura, de cuarenta y cinco grados, con su pegajosa humedad fue para él como un puñetazo. Era tan agobiante el calor, que un hombre, con turbante y de aspecto consumido, sentado frente a la puerta del hotel, ni siquiera se movió para abrírsela a Fitz, a pesar de que éste llevaba en la mano el cambio que le habían dado en el bar después de pagar el trago. Fitz puso en marcha el «Land Rover», giró en U en la calle y se dirigió de regreso al muelle, por el mismo camino que había seguido para venir al hotel. Al llegar, aparcó junto al embarcadero de Sepah. Los hombres de Sepah seguían cargando la pinaza. Aparentemente, todo el oro se encontraba ya a bordo. Ahora cargaban las provisiones necesarias para el viaje.

—Coronel Lodd, me estaba preguntando cuándo llegaría usted.

Fitz se volvió en redondo. Allí estaba el reportero David Harnett, que, aparentemente, había observado todo el proceso de embarque. Con cierto esfuerzo, Fitz logró permanecer sereno.

—Bien, Harnett, ¿qué hace usted por aquí? ¿Da un paseo por la costa?

—No, la verdad es que siempre me ha ilusionado ver una embarcación contrabandista de oro, en el momento de zarpar a su destino.

—¿Qué quiere usted decir con eso de contrabando de oro? —respondió Fitz, malhumorado—. En este país no existe nada que se parezca siquiera al contrabando.

—Está bien —aceptó Harnett—. Reexportación. Creo que ésa es la palabra que emplean en esta parte del mundo, ¿verdad?

—Este barco, que pertenece a un capitán del que me he hecho amigo, parte rumbo a Kuwait. Me prometieron llevarme para poder disfrutar de un buen viaje en balandro.

—¿De veras? —exclamó el reportero, en tono burlón—. Bien, yo parto a Kuwait pasado mañana. Es posible que nos veamos allí.

—No, si yo lo veo a usted primero.

Sepah, de pie en el puente más alto de popa, recorría con la vista el embarcadero, preguntándose dónde se había metido Fitz. Al verlo gritó:

—¡Fitz, nos vamos!

—De acuerdo —dijo Fitz, echándose a andar hacia el muelle—. ¡Próxima parada, Kuwait! —añadió a voz en cuello.

Sabía con absoluta certeza que Harnett no había creído una palabra de lo que le había dicho, pero no había nada que el reportero pudiera probar.

Mientras Fitz caminaba junto a la nave, Sepah se acercó y le preguntó:

—¿Todo marcha bien?

—¡Por supuesto! —respondió Fitz—. Todo marcha maravillosamente bien, salvo que ahí hay un reportero, David Harnett, de la «Associated Press». Me parece que está buscando material para escribir un reportaje sobre contrabando de oro.

—Bien, no hay nada que pueda probar. Además, no existe ninguna ley que impida sacar de Dubai oro o cualquier otra cosa.

—¿Cuándo zarpamos por fin?

—Es posible que nos retrasemos una hora más. La tripulación ya está completa, y las provisiones no tardarán en acabar de ser cargadas.

—Y yo estoy listo.

Fitz saltó a bordo y se dirigió, presuroso, al puente de popa, en el cual se elevaba la extraña cabina de mando que él había ordenado levantar.

Ya dentro de ella, se recostó contra el timón, puso un pie en el pedestal donde sería colocada la ametralladora, y esperó que terminara el embarque. Ahora le gustaría haber traído unos cuantos

cheroots para el viaje. Éste era el momento adecuado para fumarse, con deleite, un cigarro. Pero ya que había conseguido escapar al vicio, quizá nueve días de viaje por alta mar, lo harían recaer, sin remisión. Y esto no le habría hecho ninguna gracia a Laylah.

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