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Tercera parte » Capítulo XXXII

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Almorzar con su hijo Bill, al día siguiente, fue algo placentero y emocionante para Fitz. Aunque habían estado muy poco tiempo juntos, padre e hijo no tuvieron ningún problema en comunicarse. Bill ya había decidido que seguiría la carrera de las armas, y se mostraba visiblemente orgulloso de las aventuras que, según los periódicos, había vivido su padre en el mar de Arabia. Fitz intentó quitarle importancia a las historias aparecidas en la Prensa, pero no insistió demasiado, puesto que Bill, por reflejo se había convertido en una especie de héroe en la escuela militar, gracias a las hazañas de su padre.

Fitz se mostró especialmente complacido al ver el interés que demostraba Bill por la Geografía y por los grandes deseos del muchacho de visitar a su padre en Oriente Medio, pese a las objeciones de su madre. Fitz prometió nacer todo cuanto estuviera en su mano para convencer a Marie de que autorizara a su hijo a pasar una temporada en el golfo de Arabia.

Al acompañar a Bill a la escuela después del almuerzo, Fitz no pudo oponerse a ser exhibido ante algunos amigos de su hijo, que estaban ansiosos por escuchar de labios del héroe cómo se las había arreglado para cargarse a todos aquellos

gooks. Una vez más, le dolió verse admirado por razones equivocadas.

Aquella noche, después de la comida, Fitz y Cameron Davidson —el presidente estatal del partido republicano— se apartaron a un lado del salón, alejándose de los demás invitados a la cena, y se pusieron a discutir el problema de la contribución para la campaña y cuál sería la mejor forma en que Fitz pudiere hacer su donativo. El hecho de que Fitz estuviera ansioso de contribuir con una suma muy importante al comité financiero del Partido Republicano, era una confirmación suficiente —en lo tocante a Cameron Davidson— de la veracidad de las historias que había leído respecto a Fitz. Sea como fuere, el dinero es lo bastante poderoso como para hacer olvidar cualquier aversión.

—La gran puja se producirá para las elecciones del Congreso —decía Cameron Davidson—. El presidente está muy preocupado y no quiere que el partido pierda más escaños en el Senado ni en la Cámara de Representantes. Mil novecientos setenta va a ser un año muy importante para el comité republicano. ¿Con qué cantidad ha pensado usted contribuir?

—Pues con unos cien mil dólares.

—Se trata de una cantidad muy importante, sin duda —respondió el presidente del comité estatal—. Muy importante, sí señor. Desde luego, hay ciertos inconvenientes, y yo no puedo aportar una cifra tan considerable a través del comité estatal republicano de Pensilvania, máxime si esa contribución proviene de alguien que ni siquiera reside en este Estado.

—Hoving opina que, de todos los presidentes de comités estatales a los que conoce o frecuenta, usted es, probablemente, el único que puede ayudarme a lograr mi objetivo.

—Desde luego, Pensilvania siempre ha recibido una cuota justa en el momento del reparto de cargos y puestos, y a veces, incluso más de la cuenta. Sí, yo también pienso que si hay alguien que puede ayudarle, ese alguien somos nosotros.

—Detesto pensar el que se me pueda incluir en un mero reparto de cargos. Pero supongo que es la única forma de verlo. Tengo la certeza de que soy la persona más cualificada para ese trabajo.

—Estoy absolutamente convencido de su capacidad para el cargo, pero eso es algo que tiene muy poco que ver con el asunto. Algo es algo, desde luego, pero de allí no vendrá la respuesta final. Lo que puedo sugerirle es que haga una contribución de cincuenta mil dólares a principios de 1970. Esta cantidad será empleada por el comité nacional, junto con todos los demás fondos que se recojan, en su esfuerzo por colocar más republicanos en el Congreso de los Estados Unidos. Luego, más o menos a fines de 1971 o de 1972, puede usted entregar una segunda contribución de otros cincuenta mil dólares para la campaña presidencial. Ahora bien, en el momento mismo en que recibamos los primeros cincuenta mil dólares, empezaré a ejercer presión para que se le tenga en cuenta a la hora de la verdad. A propósito, ¿podría decirme qué interés tiene en convertirse en embajador en un país que ni siquiera se ha formado todavía y que ni Dios sabe en qué se convertirá? Por cien mil dólares podría usted probablemente obtener Jamaica, Trinidad, cualquier país latino, Ceilán. Y si agrega otros cincuenta mil, digamos si llega a los ciento cincuenta mil, quizá podría conseguir un país europeo e incluso México.

—En primer lugar, no sé hablar español.

—Eso no es ningún problema. Siempre existen intérpretes. Por otra parte, podría usted seguir un curso rápido en la Academia Berlitz, en caso que quisiera ir a un país en el que se hable el español. Tengo entendido que los embajadores lo pasan muy bien en esos países.

Durante veinte largos minutos, Fitz estuvo tratando de convencer a Cameron Davidson de que, honestamente, creía ser el hombre indicado para prestar el mejor servicio a los Estados Unidos en un país árabe. Afirmó también que estaba convencido de que en un país árabe podría hacer mejor papel que cualquier otro embajador designado por el Departamento de Estado. Luego discutieron el sistema por el que se había de efectuar la contribución. Por supuesto, el comité se mostraba siempre encantado cuando recibía dinero contante y sonante. A veces, los cheques podían convertirse en instrumentos incómodos. Medio en broma, medio en serio, Fitz preguntó:

—¿Qué le parece si contribuyo con lingotes de oro? Unas doscientas libras corresponderían más o menos a cien mil dólares en metálico, según los precios actuales.

—Fitz —replicó Davidson, con dureza—, lo mejor que puede hacer es no hablar con nadie de lingotes de oro. Eso recuerda a la gente las historias aparecidas en los periódicos.

—Acepto la reprimenda y prometo enmendarme —admitió Fitz, de buen humor.

El domingo, Fitz se despidió de los padres de Laylah.

—Hemos estado encantados con su visita —dijo Hoving al estrechar la mano a Fitz—. Transmítale a Laylah nuestros más cariñosos recuerdos.

—Supongo que la veré de aquí a una semana —manifestó Fitz—. Volaré directamente a Teherán y, de allí, a Dubai.

Maluk puso las manos en los hombros de Fitz y lo miró inquisitivamente.

—Espero que consiga todo lo que desea. Todo, absolutamente todo, Fitz. Pero recuerde el viejo dicho: «Cuídate de desear demasiado una cosa, pues cabe la posibilidad de que la obtengas».

Fitz comprendió que Maluk sabía que estaba enamorado de Laylah. Se preguntó si Maluk habría comunicado a Hoving sus sospechas al respecto. «Probablemente no —se dijo—. En ese caso —pensó—, Hoving no se habría mostrado tan agradable hasta el último momento». Después de dar nuevamente las gracias al matrimonio, Fitz se metió en el coche y se alejó rumbo al aeropuerto. Si había algo que detestara, era conducir en Nueva York. Ni siquiera le agradaba la idea de acercarse en coche a dicha ciudad.

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