Drive

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Driver no era de los que leen mucho. Tampoco le entusiasmaba el cine, en realidad. Le había gustado De profesión: duro, pero de eso hacía mucho tiempo. Nunca iba a ver las películas en las que salía conduciendo, pero, a veces, como se relacionaba con algunos guionistas, que por lo general tampoco tenían nada que hacer durante el rodaje la mayor parte del día, leía los libros en los que se basaban. Aunque no sabía muy bien por qué lo hacía.

Aquella era una de esas novelas irlandesas en que la gente discutía horriblemente con sus padres, montaba mucho en bicicleta y, de vez en cuando, hacía explotar cosas. Su autor se asomaba, con los ojos entrecerrados, desde la fotografía de la solapa interior, como si se tratara de una forma de vida que acabaran de sacar a la luz. Driver había encontrado el ejemplar en la librería de segunda mano de Pico, mientras se preguntaba qué olía más a rancio: si el suéter de la propietaria —una señora mayor— o los libros que vendía. Tal vez fuera la propia señora la que desprendía ese olor. Los viejos a veces huelen parecido. Pagó su dólar con diez centavos y se fue.

El libro no tenía nada que ver con la película.

Driver intervenía en algunas secuencias de acción de aquel largometraje, una vez el protagonista escapaba de Irlanda del Norte y se trasladaba al Nuevo Mundo (ese era el título del libro: El nuevo mundo de Sean) llevándose consigo varios siglos de ira y resentimiento. En la novela, Sean se instalaba en Boston. Pero los de la película lo cambiaron a Los Ángeles. Qué demonios. Mejores calles. Y no hay que preocuparse tanto por si llueve.

Driver dio un sorbo a su horchata para llevar y miró la tele, en la que Jim Rockford hablaba con su vertiginosa verborrea habitual. Bajó la vista de nuevo y leyó algunas líneas más, hasta que tropezó con la palabra «periclitar». ¿Qué palabra era esa? Cerró el libro y lo dejó en la mesilla de noche, donde fue a unirse a otros de Richard Stark, George Pelecanos, John Shannon, Gary Phillips, todos ellos comprados en la misma librería de Pico, en la que a todas horas mujeres de todas las edades llegaban con cargamentos de novelas románticas y de misterio, y cambiaban dos por una.

«Periclitar».

En el Denny’s que quedaba a dos calles, Driver metió unas monedas en el teléfono y marcó el número de Manny Gilden, mientras veía a la gente ir y venir por el restaurante. Se trataba de un local popular al que acudían muchas familias, mucha gente que, si se sentaba a tu lado, te provocaba la reacción de separarte un poco de ella, en un barrio en el que lo más probable era que las inscripciones de las camisetas y de las tarjetas de felicitación que vendían en el Walgreen estuvieran escritas en español.

Tal vez más tarde desayunara, por hacer algo.

Manny y él se habían conocido durante el rodaje de una película de ciencia ficción en la que, en una de las muchas Américas postapocalípticas, Driver debía conducir un Cadillac El Dorado, adaptado de tal manera que parecía un tanque. Para empezar, en su opinión, no había demasiada diferencia entre un tanque y aquel El Dorado. Se conducían más o menos igual.

Manny era uno de los guionistas más solicitados de Hollywood. Se decía que amasaba millones. Tal vez fuera cierto, ¿quién lo sabía?, pero seguía viviendo en un bungalow destartalado cerca de Santa Mónica, seguía llevando camisetas y pantalones anchos con los dobladillos desgastados y, por encima, en ocasiones formales —aquellas reuniones a las que Hollywood era tan aficionado—, se ponía una americana de pana viejísima y casi completamente deshilachada. Y era de la calle. No tenía familia que le avalara, ni títulos universitarios. En una ocasión en que tomaban una copa juntos, el agente de Driver le dijo que Hollywood se nutría casi por completo de los malos estudiantes de las mejores universidades. Manny, a quien contrataban para cualquier cosa, desde la revisión de un guión adaptado de Henry James hasta la redacción rápida de textos para películas de género como Billy’s Tank, debía de ser la excepción a aquella regla.

Como siempre, saltó el contestador automático.

«Ya sabes quién soy, si no, no me llamarías. Con algo de suerte estoy trabajando. Si no lo estoy y me llamas porque tienes dinero para mí, o algún encargo, deja tu número, por favor. De no ser así, no me molestes y déjame en paz».

—Manny —dijo Driver—. ¿Estás ahí?

—Sí, sí, estoy aquí… Espera un minuto… que estoy terminando una frase.

—Siempre estás terminando una frase.

—Déjame que guarde… Ya está. Algo radicalmente nuevo, me pide la productora. Piensa en Virginia Woolf con muertos y accidentes de coches, me dice.

—¿Y tú qué respondiste?

—¿Después de ponerme a temblar? Lo que respondo siempre: ¿Hay que revisarlo, rehacerlo o se trata de un guión de rodaje? ¿Para cuándo lo necesitáis? ¿Cuánto pagáis? Mierda. Espera un momento.

—Sí, claro.

—… Esto sí que es una señal de los tiempos que corren. Un vendedor a domicilio de alimentos naturales. Como cuando llamaban a la puerta y era alguien con media ternera congelada, y te la vendía a precio de saldo. Tantos filetes, tantas costillas, tanta carne picada.

—América está hecha de saldos. La semana pasada se presentó en casa una mujer que vendía cantos de ballena grabados en cintas.

—¿Qué aspecto tenía?

—Treinta y bastantes. Vaqueros con la cintura rota, camisa de uniforme azul, descolorida. Latina. Eran algo así como las siete de la mañana.

—Me parece que también pasó por aquí. No le abrí la puerta, pero espié por la mirilla. Valdría para un buen relato, si todavía escribiera relatos. ¿Qué necesitas?

—Periclitar.

—Vuelves a leer, ¿verdad? Podría ser peligroso… Significa decaer, declinar, dejar de estar de actualidad.

—Gracias, tío.

—¿Eso es todo?

—Sí, a ver cuándo nos tomamos algo tú y yo.

—Cuando quieras. Ahora estoy con esto, que está casi terminado, luego tengo que pulir el remake de una película argentina, y uno o dos días de trabajo revisando los diálogos de una mierda polaca con pretensiones artísticas. ¿Qué haces el jueves?

—El jueves me va bien.

—¿En Gustavo’s? ¿Hacia las seis? Llevaré una botella de las buenas.

Aquella era la única concesión al éxito que hacía Manny, le encantaba el buen vino. Se presentaba con un merlot chileno o con una mezcla australiana de merlot y sirah. Las guardaba en un armario que había comprado en la tienda de muebles de segunda mano que le quedaba más cerca y por el que no había pagado más de diez dólares hacía seis años. De él sacaba esos vinos increíbles.

A Driver le vino al paladar el sabor de la yuca y el cerdo asado a fuego lento que servían en Gustavo’s. Y le dio hambre. También recordó el eslogan de otro local de Los Ángeles, mucho más elegante: «Especiamos nuestros ajos con comida». En Gustavo’s, la media docena de sillas y la mitad de mesas habrían costado tal vez cien dólares en total, y los paquetes de carne y de queso estaban a la vista de todo el mundo. A las paredes no les vendría mal una mano de pintura. Pero ese eslogan le venía al pelo: «Especiamos nuestros ajos con comida».

Driver volvió a la barra y se terminó el café, que estaba frío. Se tomó otro, esta vez caliente, aunque no mejor.

En la misma manzana, en Benito’s, pidió un burrito con machaca, montado sobre rodajas de tomate y jalapeños de la mesa de guarniciones. Algo con sabor. La máquina de discos escupía la típica música latina, la guitarra y el bajo sexto en la combinación clásica, con el acordeón abriéndose y cerrándose como los ventrículos del corazón.

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