Drive

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El coche que hasta entonces había sido de Jodie era un Ford F-150 con menos gracia que una carretilla, pero tan fiable como el óxido y los impuestos. Unos frenos capaces de parar en seco un alud, un motor tan potente como para arrastrar glaciares y devolverlos a su sitio. Si caen las bombas y destruyen la civilización tal como la conocemos, dos cosas emergerán de las cenizas: las cucarachas y los Ford-150. Se conducía como un carro tirado por bueyes, temblaba tanto que se te saltaban los empastes de las muelas y acababas con un dolor en el culo como si hubieras montado a caballo, pero era un superviviente. Hacía su trabajo, fuera el que fuera.

Lo mismo que él.

Driver conducía aquella bestia, negra en su mayor parte, aunque con remiendos de cinta aislante, por la I-10, en dirección a Los Ángeles. Había pillado una emisora universitaria en la que ponían duetos de Eddie Lang y Lonnie Johnson, a George Barnes, a Parker con Dolphy, a Sydney Bechet, a Django. Curioso que una victoria tan pequeña como era el hallazgo de aquella emisora hiciera cambiar tanto el aspecto de todo.

En el barbero de Sunset se hizo rapar la cabeza casi al cero. Se compró ropa que le venía grande y, en la tienda de al lado, gafas de sol de espejo con cinta por detrás.

Nino’s estaba encajado entre una panadería y una carnicería, en un barrio italiano donde las mujeres se sentaban en los porches y las escaleras de entrada, y los hombres jugaban a dominó en mesas de juego plantadas en la acera. Al igual que los supermercados, los hipermercados y esas cosas, Driver creía que las carnicerías ya no existían.

Había dos tipos con trajes negros que, en concreto, pasaban muchas horas en Nino’s. Llegaban a primera hora de la mañana, desayunaban allí y se sentaban un buen rato. Luego se iban. Al cabo de una hora, más o menos, regresaban. A veces aquello se repetía a lo largo de todo el día. Uno bebía café, el otro vino.

Bien mirado, eran el paradigma de los extremos opuestos.

El Hombre del Café era joven. Veintimuchos, tal vez, con el pelo negro corto y peinado con lo que tenía pinta de ser vaselina. Si le tocaba algún rayo ultravioleta, seguro que se ponía fosforescente. Unos zapatos negros de punta redonda que le daban un aspecto torpe se asomaban bajo el dobladillo de los pantalones. Debajo de la chaqueta llevaba un polo azul marino.

El Hombre del Vino tendría unos cincuenta años, llevaba una camisa oscura con gemelos, pero sin corbata, unas Reebok negras, y el pelo gris peinado hacia atrás en una coleta. Si su compañero más joven caminaba con el paso lento y medido, con la «carnosidad» de los que desarrollaban los músculos en los gimnasios, el Hombre del Vino parecía flotar. Como si llevara mocasines, o como si tocara el suelo solo cada tres o cuatro pasos.

* * *

Al segundo día, inmediatamente después de desayunar, el Hombre del Café salió del local a fumar. Dio una calada profunda, aspirando el lento veneno a pleno pulmón. Lo soltó e intentó dar otra igual, sin lograrlo.

Algo en el cuello. ¿Qué coño es? ¿Alambre? Se aferra a él, aunque sabe que no servirá de nada. Alguien detrás aprieta con fuerza. Y ese calor en el pecho será sangre. Forcejea para bajar la vista, un lingote de carne ensangrentada, de su carne, se descuelga sobre su pecho.

«Así que es la hora —piensa—, aquí, en este callejón de mierda, cagándome en los pantalones. Joder».

Driver mete un vale de Nino’s en el bolsillo de la chaqueta del Hombre del Café. Antes, ha dibujado un círculo rojo alrededor de la frase «SERVICIO A DOMICILIO».

* * *

«Joder», dijo también el Hombre del Vino minutos más tarde. El guardaespaldas de Nino le hizo salir después de que uno de los cocineros, que había salido a vaciar un filtro de grasa, tropezara con Júnior.

¿Quién coño le había puesto Júnior a su muchacho?

El chaval estaba muerto, de eso no había duda. Los ojos saltones, los vasos sanguíneos reventados por toda la cara, la lengua fuera, como un pedazo de carne.

Asombroso. El chico todavía la tenía tiesa. A veces pensaba que Júnior no era más que eso.

—¿Señor Rose? —dijo el guardaespaldas. ¿Cómo se llamaba ese? Cambiaban tanto. Keith Nosequé.

Hijo de puta, pensó. Hijo de puta.

No es que el chico le cayera tan bien, a veces podía ser muy pesado, con todo aquello de las pesas, los zumos de zanahoria y los esteroides. Y tanta cafeína en el cuerpo que habría podido matar a una manada de caballos. Pero, joder, quien lo hubiera matado había ido demasiado lejos.

—Parece que el jefe va a tener que apretar un poco más, señor Rose —dijo Keith Nosequé tras él.

Él seguía con la copa de vino en una mano, el vale de la pizza en la otra. El círculo de tinta roja. Servicio a domicilio.

—Diría que ya se está ocupando de ello.

No podía haber sido hacía mucho tiempo. El hijo de puta no podía estar muy lejos. De todos modos, no era el momento de ponerse a buscarlo.

Apuró el vaso.

—Vamos a decírselo a Nino.

—No le va a gustar nada —dijo Keith Nosequé.

—¿Y a quién coño puede gustarle?

* * *

A Bernie Rose no le gustó lo más mínimo.

—Así que le has echado los perros a ese tipo y lo primero que me cuentas es que va y aparece en mi propio callejón y se carga a mi compañero… Por suerte para nuestro trabajo no hay sindicatos. Este es mi negocio, Nino, lo sabes muy bien.

Nino, que odiaba todas las clases de pasta, se metió el último pedazo de un cruasán de chocolate en la boca, y lo acompañó de un gran sorbo de té Earl Grey.

—Nos conocemos desde que teníamos… ¿cuántos? ¿Seis años?

Bernie Rose no dijo nada.

—Hazme caso. Esto es otra cosa. No un negocio como los demás. Era lógico encargarlo a otros.

—Esos negocios que no son como los demás son los que acaban con uno, Nino, eso ya lo sabes.

—Los tiempos están cambiando.

—Claro que están cambiando, joder, y más si envías a unos aficionados a matar y ni siquiera te molestas en explicar a tus hombres lo que está pasando.

Bernie Rose se sirvió otra copa de vino. Todavía lo llamaba tintorro. Los ojos de Nino no se despegaban de él.

—Cuéntamelo.

Si hubiera sido actor de cine, le habría preguntado cuál era la subtrama. La gente de las películas tenía su propio vocabulario, subtrama, subtexto, esbozar, ejecutar. A los productores, que no eran capaces de pensar en una frase para salvar su vida, les encantaba hablar de la «estructura» de un guión.

—Es complicado.

—No lo dudo.

Escuchó con atención la historia que Nino desplegaba ante él, el falso robo fallido, el tipo aquel que se lo había tomado como algo personal, el pago.

—La has cagado —dijo.

—Y a lo grande. Créeme, ya lo sé. Debería haberte metido a ti. Somos un equipo.

—Ya no —dijo Bernie Rose.

—Bernie…

—Cállate la boca, joder, Nino.

Bernie Rose se sirvió otra copa de vino, apurando la botella. En los viejos tiempos, les metían velas en la embocadura y las usaban para iluminar las mesas. Qué romántico de mierda.

—Te cuento lo que va a pasar ahora. Me cargo a ese tío, pero es cosa mía, tú no tienes nada que ver en esto. Y, una vez hecho, me largo de aquí. Un mal recuerdo y nada más.

—No es tan fácil largarse, sin más. Ya estás metido.

Los dos seguían sentados, sin moverse, mirándose fijamente a los ojos. Bernie Rose estuvo un buen rato sin hablar.

—No te estoy pidiendo permiso, joder, Izzy —el uso del apodo infantil de Nino, que llevaba años sin pronunciar, tuvo un efecto visible—. Tú recuperas el dinero. Confórmate.

—No es por el dinero…

—Es por principio. Sí, claro. ¿Y qué vas a hacer con él? ¿Escribir cartas al director y enviarlas al New York Times? ¿Enviar a más aficionados de esos tuyos?

—Hoy en día todos lo son. Todos. Fotocopias idénticas de Júnior con sus tatuajes de mierda y sus pendientes. Pero la decisión es tuya, haz lo que tengas que hacer.

—Como siempre.

—Dos cosas.

—Empiezo a contarlas.

—Si envías a alguien por mí, si alguien envía a alguien por mí, ya puedes prepararte.

—¿Y este es el mismo Bernie Rose que decía: «yo nunca amenazo»?

—Esto no es una amenaza. Tampoco lo es esto.

—¿Qué? —Nino le miró a los ojos.

—Ni por los viejos tiempos esto te va a salir gratis. Si miro por el retrovisor y veo a alguien en el asiento de atrás, el siguiente (después de ocuparme de eso) serás tú.

—Bernie, Bernie. Somos amigos.

—No, no somos amigos.

* * *

¿Qué interpretar de eso? Cada vez que creías que entendías algo, el mundo se tapaba la nariz y seguía por su camino, y volvía a hacerse —seguía siendo— ilegible. Driver se descubrió deseando conocer la opinión de Manny Gilden. Manny era de los que entendía en un segundo lo que otros pasaban semanas tratando de descifrar. «Intuición —decía—, es todo cosa de la intuición, un don que tengo. Todo el mundo cree que soy listo, pero no lo soy. Hay algo en mí que se dedica a relacionar las cosas». Driver se preguntaba si habría llegado a Nueva York o si, como de costumbre, seis o siete veces en el mismo número de años, había anulado el viaje.

El Hombre del Vino salió para ver al Hombre del Café, sin ninguna expresión en su rostro, y volvió a entrar. Al cabo de media hora volvía a salir por la puerta y se subía a un coche. Un Lexus azul cielo.

Driver pensó en su manera de mirar hacia abajo, con la copa de vino en la mano, en su aspecto en el momento de montarse en el Lexus, casi etéreo, y entendió por primera vez de lo que hablaba Manny.

El que había entrado allí y el que salió de allí no eran la misma persona. Allí dentro sucedía algo que cambiaba las cosas.

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