Don Juan

Don Juan


TERCERA PARTE

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TERCERA PARTE

TODO estaba preparado, el fuego, el hierro y los hombres, para salir de su madriguera. El ejército avanzó, y a las anchas filas de soldados caídas frente a la metralla sustituían otras, igualmente destinadas para la muerte.

La Historia sólo considera las cosas en conjunto. Es tal vez éste su recurso moral para evitarse el pensamiento de que, en cada guerra, con oro y con sangre se paga un poco de lodo. Secar una sola lágrima es gloria más honrosa que derramar mares de sangre…

Tras el terrible duelo de la artillería, avanzaron, unos contra otros, los infantes. Un instante después ya pueden ser contempladas las angustias, siempre renacientes, que son el espectáculo de las batallas. Aquí gime uno, allí se revuelca otro en el polvo y un tercero hace girar en las órbitas sus ojos de lívido color. Esa es la recompensa reservada a la mitad de cada batallón, mientras la otra mitad alcanzará quizá una cinta para el ojal de su casaca… Pero, de todos modos, la lucha tiene su profunda belleza. Mirad los granaderos rusos subiendo acompasadamente, en medio del fuego más nutrido que pueda imaginarse, una loma fortificada. Entre ellos camina nuestro héroe. Sigámosla, abandonando a sus compañeros a la gloria de las gacetas y los partes, a la cual corresponde recordar a los muertos. ¡Feliz mil veces aquel cuyo nombre ha sido bien escrito en el comunicado! Yo he conocido a un oficial muerto en Waterloo, citado con el nombre de Grove, a pesar de llamarse realmente Grosse…

Juan y mi amigo Jhonson combatieron como unos valientes y, aunque fuera aquel el primer lance en que nuestro héroe se encontraba, hay que reconocer que supo quedar a la mejor altura. En un momento de la batalla, separado de los suyos, por uno de esos azares del combate que separan a un guerrero de otro, de modo semejante a como sucede a las castas esposas con sus constantes maridos al ano de matrimonio, Juan se encontró solo, entre las ruinas de un parapeto, y tuvo la sensación clara de su importancia como soldado. Un instante ocupó aquellas ruinas nuestro héroe frente al fuego infernal de los turcos. Después sus compañeros, que habían acaso huido momentáneamente, volvieron a su lado impresionados por el ejemplo, y todos juntos, con Juan a la cabeza, dieron la última embestida y tomaron las murallas. Y ahí está, sobre ellas, nuestro héroe, como toda su vida ha estado junto al hermoso seno de las bellas, del que por cierto no se separó nunca, mientras conservaba sus atractivos, a no verse obligado a ello por el fiero destino, los bárbaros elementos o los parientes próximos, que viene a ser lo mismo.

Pero no acabó aquí el heroísmo de Juan. Viendo al general Lascy, con parte de sus tropas, rodeado y en peligro en otro lugar de la brecha, corrió hacia él con los suyos para auxiliarle. No le conocía, en realidad, ni entendía sus palabras cuando le daba las gracias, puesto que sabía de alemán lo que de sánscrito; pero viendo a un hombre lleno de cintas negras, azules y doradas, escudos, medallas y espada ensangrentada en la mano, que le hablaba en tono cortés, comprendió que se hallaba ante un oficial superior, y también él estuvo muy amable. En tanto se cruzaban estos saludos ininteligibles, la batalla seguía y las tropas rusas y de sus aliados entraban en Ismail. No es posible referir siquiera cuánto fue el esfuerzo necesario para ello, ni cómo los cosacos fueron acribillados a balazos y a cuchilladas por las cimitarras hasta llegar a conseguirlo. Lo cierto es, olvidando las hazañas de los bravos de tanda, que, muchas horas después, en las que fue disputado el terreno palmo a palmo, don Juan y Jonhson y algunos de los suyos tomaron un baluarte que su defensor turco les hizo pagar muy caro. Juan le ofreció cuartel, pero esta palabra debe sonar muy mal a los oídos de un turco que se precie de serlo, y aquél prefirió morir merecedor de todas las lágrimas turcas presentes y futuras. Aquello fue espantoso. Tres mil turcos cayeron y su jefe fue lindamente traspasado por dieciséis bayonetas rusas.

La ciudad fue tomada, pero en cada esquina, en cada trozo de muralla, en cada casa, los turcos no han depuesto todavía las armas, y la lucha no cesa en toda la noche. Don Juan recorre los baluartes sin descanso. En un rincón, donde poco ha han sido degollados unos turcos, una hermosa niña de unos diez años de edad gime inconsolable, asustada del aspecto feroz de dos cosacos que la persiguen. Luchando con los dos fieros soldados rusos, nuestro héroe la salva de sus garras. La niña le mira y en el ánimo de don Juan se mezclan por primera vez las emociones de los más puros sentimientos. Consulta con su amigo Jonhson cómo poder dejar a aquella criatura a salvo del horror de la batalla y acuerdan enviarla al campamento con unos soldados que la guarden. Hecho así, nuestro héroe continúa batallando. Las incidencias de la lucha le conducen con su amigo ante la propia torre donde el Sultán se defiende desesperadamente, no pudiendo creer en la derrota. Ambos le ruegan que se rinda, pero, a despecho de toda la fraseología turca prodigada por ellos, el Sultán no cede y hasta les ataca personalmente con su cimitarra. Caen entonces sobre su feroz sultanería resueltos a acabar con su inhumana resistencia. ¡Nunca sabrá don Juan hasta qué punto el Sultán no veía, olvidando los encantos de sus cuatrocientas jóvenes esposas terrenales, sino los de las huríes de ojos negros que preparan en el paraíso el lecho de los valientes que rechazan el cuartel de los vencedores! El buen turco sonrió mentalmente a los mil deleites que le esperaban, se arrojó sobre sus enemigos y murió dignamente…

* * *

Toda la ciudad fue devastada en un abrir y cerrar de ojos. La Historia canta a menudo proezas semejantes. Leed en vuestros propios corazones, recordando la historia actual de Irlanda. Decidme luego si la gloria de Wellington la consuela del hambre. Hoy existe, para un pueblo patriota que tanto se ama a sí mismo y tanto ama a su rey, un sublime gozo, y es ése de la gloria de los héroes… Aunque de nuevo se nos ocurra meditar en que el dolor y la devastación… Si bien hemos de convenir que Irlanda puede morir de hambre, pero el gran Wellington pesa doscientas libras…

Ismail sucumbió, y Suvaroff, vencedor, pudo gritar a voces: "¡Viva la emperatriz! ¡Gloria a Dios! ¡Gloria a la gran Catalina!" (¡Eternidad, qué alianza de nombres!…)

He cumplido mi palabra. Habéis tenido escenas de amor, de tempestades, de viajes, de guerra… Podría deciros lo que ha sucedido y sucederá aún al héroe de este gran enigma poético, pero me complazco en detenerme ante la ciudad incendiada y cubierta de sangre, y envío a Juan, con un parte de la batalla victoriosa, a San Petersburgo, donde todos esperan angustiosamente. Tal honra le ha sido concedida en premio a su valor. La huerfanita musulmana que salvó en el fragor del combate partió con él para aquella capital de salvajes civilizados por el Zar Pedro. Ya sé bien que aquel inmenso Imperio se ha granjeado ahora muchas adulaciones y que hasta el viejo Voltaire le elogia; pero yo prefiero ser sincero y decir que considero a los autócratas absolutos, no como bárbaros, sino como algo mucho peor que eso…

Juan rodaba en un maldito coche hacia la capital rusa. Un fiero coche sin colgar, que por los malos caminos no deja hueso sano. Meditaba en los reyes, en las órdenes con que asía condecorado, en la caballería y en la gloría, y si bien deseaba que todo aquello le fuera conocido muy pronto, la verdad es que mejor querría que las sillas de posta tuvieran almohadones.

A cada vaivén y cada salto miraba a su pequeña protegida y se compadecía de ella. Pero yo soy demasiado propenso a la metafísica y ando tan trastornado como el mundo. Cuento, relato, hablo, diserto demasiado. Pongamos a don Juan y su niña turca en San

Petersburgo de una vez y veamos cómo es esa ciudad, envuelta por las nieves, dividida entre el lujo más ostentoso y la más inconcebible miseria que quepa imaginar.

Miremos a don Juan en un salón hermoso del palacio imperial. Viste un lindo uniforme: frac encamado con solapas negras, largo plumero blanco, ceñidos pantalones de casimir amarillo, medias brillantes de excelente seda, sin una sola arruga que estropee la línea de sus admirables piernas. Mirémosle con la espada colgada del costado, el sombrero en la mano, adornado por todos los encantos de la juventud y la gloria, y también por el sastre del regimiento, gran hechicero, cuya varita mágica crea la belleza. Vedle colocado como en un pedestal y pareciéndose al amor convertido en teniente de caballería.

Los cortesanos le miraron con atención, las damas se hablaron al oído unas a otras, la Emperatriz sonrió dulcemente y el favorito reinante se mordió los labios y frunció las cejas. No puedo recordar a quién correspondía aquel día tan íntimo servicio, ya que eran muy numerosos los que alternativamente se sacrificaban por la patria y aceptaban aquel puesto difícil desde que Su Majestad había sido coronada sola, pero sí sé que la mayoría de ellos eran unos compadres de seis pies de estatura, robustos como toros y muy capaces de despertar celos en un patagón… Juan no tenía aquella talla; delicado y esbelto, barbilampiño y de aire risueño, era de otra naturaleza que ellos; pero había, sin embargo, en su talante, y sobre todo en su mirada, algo que demostraba sin necesidad de prueba la existencia del hombre bajo su aire de serafín y sus apariencias de espíritu celeste. Por otra parte, la caprichosa Catalina amaba a veces a los jóvenes así, y acababa precisamente de enterrar a su rubio Lanskoi. No debe, por lo tanto, extrañarnos que Yermoloff, Monotoff, Schermomoff, o cualquier otro "off", temiese por su puesto, sospechando que Su Majestad diese aún cabida a una nueva llama en un corazón acreditado como elástico; pensamiento éste capaz de sobresaltar a aquél que, según el lenguaje de su empleo, desempeñaba entonces "tan elevada misión oficial".

Catalina se embelesó al ver al mozo, al héroe encantador sobre cuyo penacho se había prendido la victoria. Tan atenta estuvo contemplándole cuando él dobló la rodilla y la alargó el pliego, que se olvidó de romper el pliego y permaneció un momento con el parte en la mano. Reaccionó en seguida, rasgó el paquete y leyó con los ojos de la Corte pendientes de ella. Sonrió después, y es preciso convenir que aquella sonrisa era muy agradable. Su imperial rostro, aunque algo ancho, era noble; sus ojos, bellos, y su boca, graciosa. Aquella sonrisa, al fin demostraba tres goces de muy distinta especie. El primero era el goce de saber que había ganado una batalla, tomado una ciudad, hecho morir a treinta y tantos mil enemigos y conquistado una vez más el temor y el respeto del mundo. El segundo goce se lo dio, como siempre, la mala literatura de Suvaroff, su generalísimo comunicante. El tercero, marcadamente femenil, se lo produjo bajar la vista y hallar frente a sus ojos los del joven español. De esta simple manera brotó en ambos el amor. Catalina se sintió prendida por la gracia, por la figura, por no supo qué que halló en don Juan. La copa de Cupido embriagaba al primer trago, pues contiene una quintaesencia que nos hace perder la cabeza sin necesidad de abusar de su bebida… El hecho es que ambos se prendaron mutuamente y que Juan se sintió en brazos del amor o de la lujuria, contemplando a la Emperatriz, Y que no se nos censure por emplear juntas estas dos palabras, pues tan mezcladas andan en la vida con el polvo humano que no es posible separarlas. Y en el caso de nuestro héroe, mucho menos, cuanto que la grande soberana de todas las Rusias obraba al respecto como una mujerzuela.

Toda la Corte se dedicó al cuchicheo, mientras los ojos de los rivales de nuestro joven se llenaban de lágrimas. Los embajadores extranjeros preguntaron quién era aquel nuevo joven que prometía subir tan alto. Todos los presentes le veían ya sobre un río de rublos sonoros y llameantes, cubierto de honores y condecoraciones. Él, aún inocente, no comprendía la admiración general, pero supo conducirse conforme a su noble cuna. Había recibido, por otra parte, de la naturaleza la apostura más amable y gallarda, y así se comportó maravillosamente: habló poco, pero a propósito y con gracia, y sus modales fueran bellos y puede decirse que insuperables… Una orden de la Emperatriz le confió a los cuidados de todos sus funcionarios. Y hasta recibió muy especialmente las atenciones y sonrisas de la "señorita" Protasoff, un ángel del cielo, llamada, según los secretos de su misterioso empleo, "la probadora", término inexpresable para mi pobre musa de poeta. Abandonó con ella los salones, como parece que era su deber, y nosotros los abandonaremos a ambos, como parece lo correcto. Que mi Pegaso descanse. Descendamos de los altos lugares del mundo, cuya grandeza besa el cielo, evitemos el vértigo de las alturas, y conduzcamos despacito nuestra cabalgadura sobre el verde y humilde tapiz de algún sendero…

Don Juan llegó a ser un ruso muy civilizado, y es natural, porque muy pocos jóvenes saben resistir el choque de las tentaciones que encuentran en su camino y, además, la que se presentó ante él lo hacía ofreciéndole el almohadón de honor de un monarca. Lindas doncellas, por otra parte, banquetes, fiestas, danzas, vinos, dinero contante y sonante, hicieron que creyera un paraíso el hielo, y el invierno, verano. El favor de la Emperatriz le era muy lisonjero, y, aunque un poquito asiduo, le dejaba horas libres, además de que un joven debe y sabe cumplir con mucha gracia semejantes funciones. Mas como soy sincero cantor de su poema, debo también decir que, durante aquel tiempo, don Juan acaso se mostró un tanto disipado, circunstancia o defecto muy sensible, que no sólo marchita la flor de nuestras sensaciones más puras, sino que también suele hacernos egoístas y esconde nuestro fondo bondadoso, a la manera que la ostra, amenazada de acompañar un trago de vino aperitivo, se agazapa en su concha y une sus dos valvas. Por eso no queremos describir esta época de su vida. Baste decir, tan sólo, que su éxito fue tal que, en lugar de cortejar a la Corte, se vio cortejado por ella, acontecimiento diariamente repetido que, aunque se debiese a sus gracias, su juventud y su sastre, tenía su verdadero fundamento en la circulación sanguínea de una vieja mujer y en el empleo que representaba junto a ella.

Escribió a España y, con la distancia sin duda, todos sus deudos se alegraron de saberle en el camino de la fortuna y en la mejor disposición para colocar primos y sobrinos, elogiando, algo imprudentemente, que al fin hubiérase decidido a seguir la buena senda. Algunos de los suyos le hablaron de trasladarse a Rusia y, tomando helados, decían a todo el mundo que el clima de Madrid y el de

Moscú eran casi iguales para el que se cubriera con un buen capote. Su madre se alegró también de su carrera cortesana, puesto que así no había de mandarle dinero en abundancia como antes, y le escribió diciéndole que le felicitaba por verle apartado de los placeres, que siempre representan un cuantioso gasto. Le prevenía contra el culto griego, recomendándole, sin embargo, que no llevara su actitud católica hasta un límite que pudiera ser molesto para otros sentimientos, le informaba de que ya tenía un hermanito, fruto de su segundo matrimonio, y le ensalzaba a cada paso el amor "maternal" de la Emperatriz, cuya regla de conducta, protectora de los jóvenes, nunca sería bastante alabada…

* * *

¡Oh! ¡Así me dieran mis musas la fuerza necesaria para cantar tus loores, vieja hipocresía! ¡Así pudiera entonar un himno tan grandioso como las virtudes de que te alabas con tanta inmodestia y que jamás practicas!

¡Ay! ¡Si me fueran dadas las trompetas de los querubines…! ¡Si me dieran, al menos, aquella trompetilla de mi anciana tía, sabia y buena, que no hubo recurso ni consuelo cuando ya no pudo seguir leyendo su devocionario a través del obscurecido vidrio de sus anteojos…! Ya que ella, cuando menos, no tuvo nunca hipocresía en el alma…

* * *

Pero sigamos nuestra historia. Nuestro héroe enfermó. La Emperatriz se alarmó. Tembló la Corte. El médico imperial habló de posibilidad de muerte. Catalina creyó sucumbir de tristeza. El médico tornó a hablar de clima y de peligro y de necesidad de viaje, tal vez porque un aspirante a determinado cargo le diere suficientes motivos para ello. La Emperatriz se puso algo mohína con la receta del doctor, pero, al fin, accedió, y nuestro héroe, cargado de dineros y de honores; salió para determinada misión oficial fuera de Rusia.

Su destino final era Inglaterra, y partía hacia ella muy feliz. Menos feliz quedaba Catalina, que, aunque de capa caída, no quería comprenderlo, y sufría por la pérdida de su amante en silencio, hasta tal punto que durante algún tiempo nuestro héroe no tuvo sustituto posible. Pero el tiempo es gran consolador, y nuestra querida Emperatriz, a las cuarenta y ocho horas, hubo de consolarse… Dejémosla ocupada en tal consuelo y subamos con Juan a la "barouche" que había de trasladarle fuera de Rusia. La misma barouche" en la que la bella Catalina de antaño, cual nueva Ifigenia. Se encaminó a Tanride, fue dada a su favorito. En las portezuelas llevaba sus armas imperiales: un alano, una alondra y un armiño…

Con Juan iba Leila, la niña salvada en Ismail. Juan la amaba y ella le amaba a él con un extraño amor que no era afecto familiar y de sangre, ni sentimiento inspirado para nada en el sexo. Acaso por eso, por no fundamentarse en razón alguna humana, era más tierno y profundo aquel mutuo cariño… Atravesaron Polonia, el ducado de Varsovia, famoso por sus minas de sal y su yugo de hierro; Curlandia, donde hubo de ocurrir aquella farsa que dio a sus duques el nombre de Byron. Llegaron a la Prusia propiamente nombrada. Visitaron Koenisberg, su capital, cuya gloria se funda sobre Kant; pero, como a Juan no le importaba para nada su filosofía, continuaron su camino por Alemania. Conocieron Berlín, Dresde y otras ciudades del Rhin. Atravesaron Manheim y Bonn, Drachenfeds y Colonia. Llegaron, por fin, a La Haya, Helvoetsluys, patria húmeda de los holandeses y los fosos, donde la ginebra da sus mejores frutos y suple por sí sola todas las riquezas de que se ven privados los pobres. Los sabios y los senados han condenado siempre su uso, pero parece muy cruel prohibir a los hombres un cordial que es todo el vestido, todo alimento, toda la leña y todo el ensueño que puede proporcionarles un buen gobierno… En La Haya se embarcaron en un navío que bogó a toda vela hacia la patria de los hombres libres…

No tengo demasiados motivos de cariño para la rubia Albión, que contiene en sí misma cuanto hubiera sido necesario para ser la más noble de las naciones; pero, aunque sólo sea porque la debo mi nacimiento, experimento una mezcla de pesar y de respeto ante su moribunda gloria y sus antiguas virtudes en decadencia. Una ausencia de siete años -término ordinario de una deportación— destruye todos los posibles resentimientos de un ciudadano honesto, cuando su patria está dada a los diablos… ¡Ay, si supiera ella cuánto desean todos los otros pueblos vengarse de su falsa amistad, cómo esperan el instante de hundir en su pecho el acero de la venganza, porque les prometió la libertad del género humano, ella, la misma que ahora quiere encadenar a todos los hombres, incluyendo sus almas…! Si pudiera saberlo, ¿se mostraría ella tan altiva y se vanagloriaría de ser libre, siendo la primera de las esclavas? ¿Los pueblos están aprisionados ellos solos, o con ellos lo está también su carcelero? El miserable privilegio de tener encadenado al cautivo, ¿puede considerarse como libertad? No, porque privados del goce de ella están tanto el que lleva la cadena como el que tiene la fatal obligación constante de vigilarla…

Don Juan vio las primeras bellezas de Albión: sus rocas, sus puertos, sus fondas de Douvres, tan queridas; su aduana, cuyas atribuciones son tan delicadas; sus mozos de hostería, corriendo como locos a cada campanillazo; sus paquebotes, cuyos pasajeros son alternativamente presa de los habitantes de la tierra y el mar; sus largas, sus larguísimas cuentas de hotel, sin reducción alguna posible. Aunque indiferente, joven, rico, magnífico, don Juan se asombró, y su mayordomo, diestro y vivo servidor nacido en Grecia, hubo de explicarle que acaso el aire inglés, puesto que era libre, como todo en Inglaterra, se hacía pagar por ser respirado…

* * *

¡Hurra! ¡Caballos, caminos y posadas! ¡Hurra! ¡Vamos a Canterbury, a galope tendido sobre la tierra llana y gentil, salpicando de barro a todo el mundo! ¡Hurra! ¡Con qué rapidez corre la posta! No sucede lo mismo, pesada Germania, en tus caminos fangosos, donde parece que los coches van a un entierro, y no se cansan de parar, para emborracharse, los postillones, para los cuales los juramentos son cosa corriente… ¡Hurra…! Mirad la catedral de Canterbury, el casco de hierro de Eduardo, el príncipe negro, y la piedra sangrienta de Becket, que enseña el bedel con el tono más frío y afectado del mundo. He aquí la gloria, que ha venido a parar en un casco mohoso y en los restos de las pobres sosas y magnesias que forman esa porción amarga que se ha dado en llamar especie humana… El efecto fue, naturalmente, sublime para Juan, que creyó ver mil Crecys mirando aquel casco… En cuanto a Leila, preguntó qué era aquello, y cuando la dijeron que la "casa de Dios", elogió su riqueza, pero se extrañó de que en ella entraran los "infieles" que había visto incendiar en su patria los verdaderos templos de los buenos creyentes… ¡Partamos! ¡Aprisa, aprisa! ¡Crucemos esos prados cultivados como jardines! (Después de tantos años de viaje por otras tierras cálidas, pero menos fecundas, un campo de verdor es, para un poeta, un amable espectáculo que le hace olvidar aquellos paisajes en los que vio una vez viñas, olivos, álamos, ventisqueros, hielos, naranjas y volcanes…! ¿Por qué viene a las mientes del que viaja en esta posta una simple botella de cerveza muy fría? ¡Arre, arre, postillón…! ¡Qué cosa deliciosa es un camino con portazgos, tan suave, llano y liso, donde se roza el suelo, como el águila roza con sus alas poderosas el aire…! ¡Sí, qué gloria! Lo malo es el portazgo. Tomad la vida entera de un hombre razonable; arrebatadle su esposa querida, sus libros, sus recuerdos; quitádselo todo; pero no toquéis su bolsillo, porque sus alaridos llegarán al cielo… Altivos ingleses y humildes habitantes de todo el resto de la tierra: ¡escuchad! ¿Qué importa el portazgo? ¡Estamos ahora sobre una colina insuperable, a ocho millas de Londres…!

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El sol se ocultó, el humo se elevó como de un volcán medio apagado y nuestro héroe hubo de experimentar un sentimiento extraño, diferente al que hubiera experimentado un inglés legítimo: un sentimiento de respeto profundo por este suelo, donde nacieron aquéllos hombres que han degollado a la mitad del género humano y asustado a la otra mitad con sus fanfarronerías… Una enorme masa de ladrillo, de humo de navíos; sucia, sombría, pero que se extendía hasta donde la vista podía alcanzar; una vela que se agitaba de repente y después se perdía en una selva de mástiles: una soledad plantada de campanarios que atravesaban sus doseles negros como el hollín, asesinando el aire; inmensa y obscura cúpula, semejante al casquete de un loco gigantesco: tal parecía y es Londres… Pero Juan no lo vio así. Cada torbellino de humo se le imaginaba el vapor mágico de un hornillo de alquimista, del que brotaba la riqueza del mundo (riqueza de impuestos y de papel moneda), y hasta las tenebrosas nubes que se agrupaban sobre el techo de los edificios y apagaban el sol, que no brilla allí más que lo haga una antorcha, eran para él una atmósfera sana y francamente pura… Contemplando todo esto, se detuvo. También yo me detengo, como hace un navío de guerra antes de soltar su andanada…

* * *

Querida Mrs. Fry, mejoradora de todos los sistemas carcelarios ingleses, dejadme que limpie vuestro cuchitril con una escoba fiel y diligente, porque están llenas de telarañas sus paredes. ¿Por qué vais a Newgate a predicar a los pobres bribones allí presos? ¿Por qué no comenzáis vuestros sermones por el palacio real de Carlton y otros hermosos inmuebles semejantes? Ensayaos contra los pecadores incorregibles y endurecidos de la Corte. No intentéis mejorar, porque sería un absurdo, al pobre pueblo con vuestra vana palabrería filantrópica. ¡Quitad allá! Os creí más religiosa, Mrs. Fry… Enseñad la decencia que conviene al hombre de sesenta años, curadle de vanidosas y egoístas apetencias, de las costumbres húsaras y escocesas; mostradle que sólo una vez pasa la juventud, y que después no vuelve nunca; hacedle ver que el poderoso banquero Curtis es un tonto. Decidle, aunque acaso sea demasiado tarde para su pobre vida gastada y estragada que…

* * *

A la caída del sol llegó don Juan a Sooters-Hill, donde el bien y el mal han sido dominados y fermentan en plena actividad las calles londinenses. Todo era silencio alrededor, salvo ese murmullo, ese susurro de las ciudades, que es su misma espuma inaprehensible. Absorto ante la grandeza de aquel pueblo, bajó de su coche y se puso a seguirlo meditando.

Esto era lo que meditaba:

—He aquí la mansión querida de la libertad; aquí resuena la voz del pueblo, al cual los tormentos, los calabozos y la Inquisición no pueden ya sumir en las tumbas; aquí le espera, por el contrario, una resurrección a cada nueva asamblea o a cada nuevas elecciones. Aquí las esposas son castas y la vida pura; aquí no paga el pueblo más que lo que le place, y si todo está caro, es porque gusta a la gente tirar su dinero a la calle para manifestar el bonito volumen de su renta; aquí las leyes son inviolables; nadie acecha a los viajeros, y los caminos son seguros y plácidos; aquí…

Así meditaba, cuando se sintió cogido por detrás, empujado contra un muro, amenazado por una abierta navaja, y escuchó estas increíbles palabras:

—¡Malditos sean vuestros ojos! ¡La bolsa o la vida!

Se trataba de cuatro perillanes, nacidos por error en Inglaterra, que se dedicaban al pintoresco oficio de privar de su dinero, sus calzones y su vida a cualquier viajero de la opulenta isla. Juan al principio sospechó que todo aquella fuera el saludo cortés de los ingleses, el "Dios os guarde" nacional, y es preciso convenir que tal idea no era demasiado loca, cuanto que yo mismo, por mi desgracia, no he oído decir jamás a un inglés '"Dios os guarde" de otro modo que de ése. Pero, al poco, tuvo que comprender que la cosa iba en serio, y, como era impulsivo e iracundo, sacó su pistola y se la descargó a uno de los rufianes en medio del estómago. Cayó éste, aullando de dolor, sobre su natal lodo. Huyeron los demás. Acudieron los de la comitiva de nuestro héroe. Murió por fin, el herido, no sin entregar antes a Juan su pañuelo ensangrentado, encomendándole este dulce encargo de imposible cumplimiento, pero no por ello menos tierno:

—Entregad esto a Sal, respetable milord…

Y murió, como digo, cosa que, tras molestar un tanto a nuestro héroe ante el Juez correspondiente, no dejó de darle tema para muy hondas cavilaciones sobre la pobre vida humana. Aquel desdichado se llamaba Tom… Pero Tom ya no existe. Los héroes deben morir y, por la gracia de Dios, no pasa mucho tiempo sin que la mayor parte de ellos se vayan a la última morada…

¡Salud, Támesis, salud! La carroza de Juan vuela, con alegre estrépito, entre las filas de coches y carretas de los cerveceros, las estacadas obstruidas con escombros, el torbellino de las ruedas, los gritos, la confusión, las puertas abiertas de las tabernas, las malas postas, las tristes cabezas de madera, cubiertas con pelucas apolilladas de los escaparates de las peluquerías; los brillantes faroles, donde un hombre, subido en una escalera, derrama lentamente su porción municipal de aceite (porque aún no teníamos entonces gas).

Habíase puesto el sol cuando nuestros viajeros atravesaron el puente. ¡Hermosa obra, en verdad! El blando rumor del ancho Támesis, que reclama un momento de atención en favor de sus olas, aunque apenas oído entre mil juramentos; la luminosa claridad de los fanales de Westminster; la anchura de las calles y aceras; la silueta de aquel lujoso templo, habitado por la gloria, que hace sagrada esta parte de Albión. Los bosques de druidas ya no existen, y ello nos complace, porque tampoco existe Stone Henge; mas, ¿qué diantres es todo eso? Existen aún, por ventura, las cadenas de Bedlam, para que los locos no muerdan a los visitantes. Existe el banco del rey, el Mansion-House, en el que el monarca hace sentar a la fuerza a sus deudores. Existe, sobre todo, la abadía, y ella vale sola por todas las cosas del mundo… Don Juan y los suyos cruzaron sobre los retumbantes empedrados, camino de Pall-Mall, hacia su fonda. Una de las fondas más hermosas de toda la tierra…

La misión de Juan era secreta y sólo se sabía de él que era extranjero, rico, joven y hermoso y que había merecido el amor de la soberana de todas las Rusias. Él supo presentar sus cartas muy a tiempo, y fue recibido con honores y zalemas por esos buenos políticos de dos caras que, frente a un hombre casi un niño, se las prometieron muy felices, pensando engañarle fácilmente. No fue así, como habrá de verse, mas ello no importa ahora. Porque ahora se trata simplemente de cantar la mentira. Ella es únicamente una verdad rebozada y desafío a todos los seres humanos a que afirmen algo que no tenga alguna levadura de falsedad. ¡Loor a los embusteros y sus embustes!

Fue presentado en palacio. Fue admirado por todos, y gustó especialmente, entre sus prendas personales, un diamante admirable y grandísimo que le había regalado Catalina, sin duda porque tuvo sus motivos íntimos para hacerlo, lo cual, a ciertos ojos, aumentaba el valor de la preciosa piedra. Noble como era, mereció la amistad y consideración de los de su estirpe. Mozo, lo apetecían por igual solteras y casadas: para unas, porque era una esperanza de matrimonio, y para otras, por un sentimiento algo más generoso. Él, bachiller tres veces en artes, en talentos y en corazón, bailaba, cantaba y lucía un aire sentimental como una suave melodía de Mozart, apareciendo triste o alegre, según venía a cuento. No tenía caprichos y demostraba conocer el mundo. Las doncellitas frescas e inocentes se ruborizaban frente a él; las casadas intentaban ruborizarle; las marisabidillas, esas tan sensibles que suspiran por el último soneto y guarnecen su desdichada soledad tras las páginas de la revista de poesía más desconocida, avanzaron hacia él como verdaderos asaltantes; pero Juan era hábil y se libró de servir para que lady Fitz-Friky o miss María Maunisw se sintieran cantadas en el idioma de Cervantes… De todo triunfó Juan. Entregó a la pequeña Leila al cuidado cariñoso y la sabia educación de lady Pinchbeck, conforme le aconsejaron ciertas damas de la "Asociación para la supresión del vicio", y continuó viviendo alegremente. Esta lady Pinchbeck era algo vieja, pero había sido joven; era virtuosa y no lo había sido, conforme aseguraban malas lenguas. En todo caso, era ahora una anciana ingeniosa, que tenía a Juan en gran estima y que abrió a la niña las puertas de su casa y de su corazón. Tranquilo en este punto, Juan tuvo muchos amigos que tenían muchas mujeres, y fue espléndidamente atendido por todos en esa alegre vida que consiste en tener el coche siempre preparado para hacerle correr en cualquier momento en pos de un convite.

Un joven soltero que tenga un nombre y sea rico —no me canso de decirlo— se ve precisado a jugar en sociedad un juego que consiste en hallar el perfecto equilibrio entre la aspiración de las solteras por encontrar compañía asegurada y el afán de las casadas de ahorrar a las vírgenes el trabajo del matrimonio. Puede éste parecer un juego fácil, mas si habláis siete veces seguidas con una cualquiera de las primeras, ya podéis preparar el vestido de boda. Quizá recibiréis una carta de la madre, asegurándoos que ha descubierto casualmente los sentimientos de su hija y que no quiere estorbar vuestra mutua felicidad; quizá sea la visita del hermano, que vendrá con su levita y su corsé debajo, sus bigotes y su aire trascendente, a preguntaros por vuestras verdaderas intenciones. Ambos inesperados acontecimientos, tanto por compasión hacia la virgen como por caridad hacia vosotros misinos, pueden muy bien servir para añadir un ejemplo más a la larga lista de curaciones realizadas por el matrimonio. En cuanto a las casadas, son más dulces y generosas, pero, ¿quién garantiza nunca el carácter de sus maridos? Y aún se mezcla en el juego, para no detenernos demasiado sobre él, un tercer elemento que quiero denunciaros: el de esa especie de cortesana anfibia, "color de rosa", es decir, ni carmesí ni blanco, la fría coqueta que no puede decir "no" y no quiere decir "sí", la cual envía todos los años a la tumba una considerable cantidad de Werthers. Y, en fin, para acabar, existe aún un peligro, que es, en verdad, el más grave de todos: el de aquéllas que, sin miramientos a la Iglesia, al Estado, al marido, a la madre o al hermano, se entrega formalmente a enamorarse de vosotros. En la antigua Inglaterra, cuando eso sucede, ¡pobre criatura! el pecado de Eva se considera una bagatela comparado con el suyo.

Si, por ventura, la inglesa llega a entregarse a "una pasión", el negocio se pone muy serio. Por cada diez veces, en nueve no interviene sino la moda o el capricho, la coquetería o el deseo de darse tono, el orgullo de un niño adornado con un cinturón nuevo o el anhelo de desconsolar a una rival; pero tal vez llega la ocasión en que el amor será un huracán, y entonces no puede calcularse de lo que una inglesa es capaz. Juan, aunque no conociera esta verdad, ni fuera casuista, recordaba a su dulce Haida, y entre varios centenares de mujeres no encontraba ninguna que fuera enteramente de su gusto. Por otra parte, se divertía conociendo Londres, visitando sus Cámaras, prodigios de la elocuencia y de la libertad del hombre, siendo recibido en la mejor sociedad, donde, sin embargo, como sucede con frecuencia, se hallaba amenazado de caer ante el peligro que quería evitar. Mas, ¿por quién, cómo, cuándo? He aquí lo que todavía no podemos saber, aunque, sin duda, se preparaba ya en el secreto insondable de los hechos organizados y previstos por el destino.

Milady Adelina Amundeville era de noble origen, rica por el testamento de su padre y muy bella en el país en que más abundan las bellas, según voto de sus fieles y celosos patriotas, que la proclaman, cosa indispensable, la tierra más preciosa en cuerpos y en almas. No soy yo quien les contradice. Unos ojos son siempre unos ojos y, en realidad, no importa que sean azules en lugar de ser negros. El bello sexo debe ser bello siempre, y ningún hombre de menos de sesenta años debe advertir que existe una mujer que no sea linda. Transcurrida esa edad, les resta todavía a los hombres la pasión por la reforma, la paz, la discusión de los impuestos, lo que se llama la nación, en fin; gozan de la esperanza de llegar algún día a regir la nave del Estado, y, por último, de los placeres que encierra el odio, que viene a sustituir al amor. Ello es la última enseñanza, puesto que los hombres que aman de prisa odian con cachaza. Yo ni amo ni odio con exceso, aunque bien es verdad que siempre no me ha sucedido lo mismo. Pero confieso que sería muy feliz si pudiera enderezar entuertos y que preferiría prevenir el crimen a tener que castigarlo, aunque Cervantes, en su demasiado verídica historia del Quijote, haya demostrado lo inútil de semejante designio. Por cierto que ninguna novela es más triste que ésta, tanto más triste cuanto que hace reír. El héroe es en ella un hombre honrado que anda buscando el bien sin fatiga y que corre constantemente tras el mal para combatirlo… La risa de Cervantes concluyó con la caballería española, resultando de ello que su chanza privó a España de su brazo derecho. Desde entonces han sido allí muy raros los héroes. En los días en que las novelas de caballería encontraban a aquel pueblo, el Universo abría ancho campo a sus brillantes falanges. Pero tanto ha sido el mal producido por la genial burla del poeta, que toda su gloria, como ingente creación literaria, ha venido a resultar pagada muy cara con la ruina de España.

Mas me olvido de milady Adelina Amundeville, la hermosura más fatal con que Juan tropezara jamás, aunque ella no fuese mala ni deseara enojarle. El destino y la pasión, sin molestarse en dar explicaciones, extendieron sus redes alrededor de estos dos jóvenes. La dulce Adelina era, en medio de la zumbonería de este mundo, un espejo de belleza, cuyos encantos daban que hablar a todos los hombres y hacían callar a todas las mujeres. Esto último fue tenido por un milagro, que desde aquellos días no ha vuelto a repetirse. Casta, hasta el punto de desesperar a la maledicencia; esposa de un hombre a quien había amado con todo su corazón, hombre muy conocido en los círculos políticos: frío, imperturbable, franco, como buen inglés, bastante inclinado a obrar con calor en determinadas circunstancias y tan orgulloso de sí mismo como de su encantadora mujer. El mundo no tenía nada que decir en contra de ellos, y ambos parecían vivir en la más perfecta tranquilidad: ella en su virtud y él en su altanería.

El acaso hizo que determinadas gestiones diplomáticas reunieran muchas veces a don Juan y al esposo de milady. Aunque éste fuera reservado, la juventud, la gracia y el talento de nuestro héroe hicieron mella en su espíritu, inspirándole una estimación que acaba casi siempre por hacer buenos amigos a los hombres, según las reglas de la buena crianza. Como los dos eran iguales en nacimiento, posición social y fortuna, no podían, uno a otro, reclamarse distinción alguna que los diferenciara, aunque milord creyera que le llevaba alguna ventaja por los años y por la patria. El hecho es que su amistad se hizo de día en día más íntima y que don Juan acabó por ser siempre huésped bien venido y aun deseado en casa de lord Enrique.

Es muy cierto que las mujeres se hallan más seguras de su propia virtud entre una muchedumbre de fatuos aspirantes a su desaparición que ante uno solo. El palacio de lord Enrique, repleto de ellos, podía representar en tal sentido la más perfecta de las garantías, pero la verdad es que Adelina no tenía la menor necesidad de semejante escudo, que deja, por cierto, muy poco mérito para la verdadera pureza femenina. Su gran recurso estaba en su elevado espíritu, que sabía juzgar a los hombres según su verdadero valor. En cuanto a la coquetería la desdeñaba la esposa del inglés, porque, segura de la admiración que causaba, había concluido por importarle muy poco los tributos que diariamente recibía. Cortés sin afectación, si bien es verdad que sabía mostrar por algunos de sus admiradores cierta deferencia halagadora, también lo es que ella no dejaba nunca huella alguna indigna de la esposa o de la doncella más casta y que, si era generosa y amable por naturaleza, lo era por cortesía con cuantos pasaban por amigos suyos y, acaso, por tierna solicitud y caridad hacia los que gozaban fama de genios, a fin de consolarlos de la triste gloria de ser gloriosos. Bella hasta lo infinito, venía a ser, por unión de su hermosura corporal con la de su alma, lo más grato que Londres podía ofrecer a viajero alguno.

Mas no crea el lector que milady fuera una mujer fría e indiferente, porque de todos es conocida la repetida imagen del volcán que, alimentando en su seno la ardiente lava, se cubre de por fuera con un manto de nieve, o aquella otra que me viene a las mientes de una botella de champaña, cuyo licor, helado por el frío, no encerrase entre sus témpanos sino unas pocas gotas, que por ello serían las mejores del mundo, ya que nada hay como el vino reducido a su quintaesencia. ¡Oh!, estas gentes que parecen contenidas y frías son sorprendentemente ardorosas, una vez roto el hielo maldito que las rodea.

* * *

El invierno inglés, que termina en julio para volver a empezar en agosto, había terminado ya en el tiempo en que tiene lugar nuestra historia. Tal época era, pues, la que todos los años se transforma en el paraíso de los postillones: vuelan las ruedas, los caminos se cubren de carruajes, las diligencias se cruzan, al Sur o al Este, al Norte o al Oeste, sin que nadie compadezca a los pobres caballos de posta, porque cada cual guarda su piedad para sí y para sus hijos, bien entendido que éstos, que se hallan en los colegios, habrán cumplido su deber contrayendo más deudas que sabiduría… Milord Enrique partió también en su carroza, durmiéndose en ella al lado de milady. Partían para su magnífico castillo en el campo, Babel gótica, que contaba ya más de mil años de antigüedad. Ya todos los periódicos habían dedicado un párrafo al comentario de su viaje. Tal es la gloria moderna. El Morning Post fue el primero en proclamar la gran noticia: "Hoy ha partido—dijo—, para su casa de campo, lord H. Amundeville con su esposa, lady Adelina." Y aún añadía: "Se asegura que este ilustre señor recibirá este otoño, en su castillo, a una espléndida partida de sus nobles amigos, entre los cuales sabemos, por conducto fidedigmo, que se cuenta el duque D., que piensa pasar por allí la estación de la caza con otros muchos personajes de alto rango, entre los cuales se nombra al ilustre extranjero enviado en misión diplomática por la Corte de Rusia."

Así vemos, puesto que no puede dudarse siquiera de lo que dice el Morning Post, a nuestro amable ruso-español brillar, con los reflejos de sus encantos propios, en medio de los encantos de todos los demás.

El castillo de los Amundeville hallábase, desde antiquísimas edades, enclavado en el fondo de un fértil valle, guardado por todos lados por colmas pobladas de frondosos bosques. Ante él se extendía un lago de límpidas aguas, mantenido por la corriente líquida de un bello riachuelo, que trazaba su curso constante a través de la floresta, y cuyas claras aguas escapaban de él por medio de una brillante cascada coronada de espumas, cuyos ecos se iban apagando a lo lejos, como los quejidos de un niño consolado por su nodriza, y que acababa convirtiéndose en un pequeño arroyuelo que se deslizaba suavemente a través de la enramada.

El castillo era un edificio vasto y venerable, que conservaba todavía las raras huellas de su anterior destino monástico, y en el que aún existían los claustros, las antiguas celdas, el refectorio y una pequeña capilla intacta. En todo lo demás había sido reformado, por lo que actualmente recordaba más a los barones que eran sus propietarios que a los monjes que habían sido sus habitantes. Sus anchas salas, sus largas galerías, sus espaciosos aposentos, juntos todos por una ilegítima, pero bella unión de los estilos y las artes, podían chocar a un inteligente, pero producían una muy noble impresión en el ánimo de aquéllos que ven con los ojos del corazón, puesto que mirando así se halla bello a un gigante, sin pensar si está hecho según las regulares leyes de la naturaleza. Insignes barones cubiertos de hierro que en la siguiente generación se veían convertidos en finos condes vestidos de sedas y de cintas, ornaban las paredes del castillo, cada uno en su lienzo correspondiente, en admirables cuadros muy bien conservados y había también, alternando con ellos, lindas ladies Marías de frescos rostros y largos cabellos, condesas de edad más madura, brillantes de perlas y de rasos, y algunas de esas bellezas a lo sir Peter Lely, cuyo escaso vestido nos invita a admirarlas libremente.

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Ha llegado el otoño y, con él, los huéspedes que eran esperados para el dulce goce de los placeres del campo inglés. El trigo está ya segado; los montes, llenos de caza; corren los perros de presa, seguidos de los cazadores a caballo, por las praderas verdes y alegres… Inglaterra tiene una felicidad a flor de piel y al alcance de todos: la de que, cuando comienzan su dulce declive los días otoñales, se creería que va a volver la primavera; tiene también una inagotable mina de placeres interiores, a base del amable fuego sostenido con carbón de piedra, y, al fin, posee ese conmovedor panorama de madurez del buen otoño, que lo que pierde en verdes lo gana en amarillos…

Los nobles huéspedes, reunidos en la abadía-castillo, eran, dando la preferencia al sexo femenino, la duquesa Fitz-Fulke, la condesa Grabby, lady Scilly, lady Busey, miss Eclat, miss Bombazeen, miss Mackstay, miss O’Tabby, miss Rabby, esposa del rico banquero, y la honradísima Mrs. Sleep, que parecía una cosa y era otra. Había, además, algunas de esas condesas, de las que es mejor no dar el nombre, sino el rango, que son la flor y nata, y también la hez, de las sociedades, mujeres por las que pasan los pecados como el agua a través de los filtros, que también son como el papel moneda que llega a convertirse en buen oro contante y sonante en los Bancos. El por qué ni el cómo no importan, puesto que el pasaporte cubre lo pasado, ya que la gente de buen tono no tiene menos nombradía por su tolerancia que por su piedad. Advertiré, sin embargo, que son muy difíciles de apreciar las reglas de la justicia que rige entre tales gentes, demasiado parecidas a las de la lotería. Mujeres virtuosas he visto tiradas por tierra sin motivo, en tanto que otras, realmente pecadoras, han sabido intrigar y luchar tan bien, que han podido volver al seno de la sociedad, brillando en ella como estrellas salvadas de la ferocidad ajena, tan sólo mediante algunas ligeras murmuraciones que no dejan cicatriz ninguna.

La partida se compondría de unas treinta y tantas personas de muy noble casta, y entre los hombres estaban: Paroles, el legista espadachín, que, limitando el terreno de sus batallas al foro y al Senado, cuando se ve llamado a otro lugar, se muestra siempre más amigo de las palabras que de los combates; el joven poeta Rackrhyme, recientemente aparecido, y brillante como un astro; lord Pyrrho; el gran librepensador y bebedor sir John Pottledeep; el duque Dash; doce pares, semejantes a los de Carlomagno; cuatro honorables místers, que no tenían otro honor que ése que, por título, colocaban ante sus nombres; estaba también ese valiente caballero anónimo, venido de Francia, que nunca falta y representa la astucia y la fortuna, el metafísico Dick Dubious, que amaba la filosofía y las buenas comidas; Angle, que se llamaba a sí mismo ilustre matemático; Silvercup, famoso por los muchos premios que había obtenido en las carreras de caballos; el reverendo Rodomonte Precisian, que odiaba menos el pecado que el pecador; lord Augusto Fitz-Plantagenet, muy bueno para todo, aunque mejor que para todo, para las apuestas; el gigantesco oficial de la guardia, Jack Jargon; el general Fireface, famoso en los campos de batalla, que en las últimas guerras se comió más yanquis que los que mató; el divertido juez del País de Gales, Jefferis Hardsman, tan experto en su oficio que, cuando un acusado oía su sentencia, escuchaba a la vez, para su consuelo, una chunga del que le había sentenciado. ¡Ah!, y estaban también, se me olvidaba, las cuatro miss Rawbolds, lindas hembras, en las cuales todo era música y sentimiento, y cuyos corazones pensaban menos en un convento que en una corona de conde o barón.

La compañía de buen tono se parece a un juego de ajedrez, pues en ella hay reyes, reinas, obispos, caballeros, rateros, usureros, de tal modo que el mundo no es más que un juego, con la sola diferencia de que las figurillas que en él trabajan se mueven por impulsos o resortes encerrados en ellas mismas y quizá pudieran compararse con los del alegre Polichinela.

Lord Enrique y su bella esposa eran el señor y la señora del castillo, y las personas que hemos nombrado, con alguna que tal vez se nos olvide, eran sus huéspedes. Su mesa hubiera quizá puesto a los manes en la tentación de pasar la laguna Estigia para hacer un banquete más substancioso. No me extenderé describiendo los guisados o asados, aunque la historia atestigua que, en todo, la felicidad del hombre, ese pecador hambriento desde que Eva comió la manzana, depende mucho de la comida. Diré solamente que los hombres salían temprano para cazar: los más jóvenes, porque gustaban de aquel ejercicio, y los de media edad para abreviar el día, en tanto que los viejos se paseaban por la biblioteca, revolviendo libros, criticando cuadros, o iban y venían miserablemente por el jardín, disertando sobre el invernadero. Algunos muy valientes montaban todavía un viejo caballo de apacible trote. Y todos, en fin, leían por la mañana las gacetas, fijando una lánguida mirada en los relojes en la disimulada, pero impaciente espera, propia de los setenta años, de que dieran las seis de la tarde. Nadie se sentía incómodo; la hora de las citas generales era anunciada por la campana de la comida, y hasta aquel momento todos eran dueños de su tiempo y libres de entretener sus ocios, reunidos o en soledad, conforme quisieran emplear su día, circunstancia amable de muy pocos mortales conocida.

Las señoras, unas con afeites y otras pálidas, disponían también como les parecía de las mañanas; si hacía buen tiempo, salían a caballo o a pie; si lo hacía malo, leían o referían una historia, cantaban o repetían la última contradanza llegada del Continente, discutían sobre la moda del porvenir, arreglaban la futura forma de los sombreros o borroneaban media docena de hojas de papel, aglomeradas en una cartita, con la que entretenían su correspondencia. Pues preciso es saber que, si algunas tenían sus maridos ausentes, todas ellas poseían amigos a quienes escribir. Nada hay en la tierra y en el cielo que se parezca a una epístola femenina, que, lo primero que es, es interminable y que jamás dice lo que tiene intención de decir, ni mucho menos lo que decir debiera… También había partidas de billar y diversos juegos de cartas. Barquichuelos, para los días en que el agua del lago estaba tranquila; patines, para cuando helaba y el frío dificultaba las pistas de la caza; pesca de caña, viejo y triste vicio solitario, diga lo que diga Isaac Wartol, ese viejo loco, ese cruel fatuo, que debería tener un anzuelo en la garganta y una trucha tirando del sedal para sacárselo.

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