Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 6.

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6.

Sí. Lo había perdido. Cuando me metí en el metro, me insultaba a mí mismo por haberme dejado conducir, por la vanidad sentida cuando Leporello me mostró mi artículo, y, sobre todo, por aquella creciente, irracional creencia, de que podían ser Leporello y don Juan Tenorio, al modo como creo también que puede haber fantasmas, que los muertos regresan con recados del otro mundo, y otras muchas cosas de las que no he logrado nunca limpiar del todo los almacenes más oscuros de mi alma.

Estaba citado con mi amigo el cura en el restaurante, y allí lo encontré, irritado contra un libro del P. Congar que tenía entre manos. Según él, toda la teología francesa moderna, así como la belga, la alemana y la inglesa, le olían a heréticas, y acabó diciéndome que estaba harto, que se marcharía en seguida, y que pensaba escribir un libro terrible, denuncia implacable del modernismo en sus formas actuales.

—Aquí tienes un libro de cierto P. Teillhard no sé de cuántos. ¿Piensas seriamente que el dogma puede ser conciliado con el evolucionismo?

Me encogí de hombros.

—Nunca me preocupó gran cosa la cuestión, aunque esté convencido de que, antes o después del antropoide, el barro ha tenido que ver con mi cuerpo. Si alguna vez me muerdo el labio, no me sabe a sangre, sino a tierra.

Nos despedimos. Marché a mi hotel y eché una siesta que me pareció larga y de la que me arrancó el timbre del teléfono.

Hablaba Leporello.

—Tengo que verle.

—¿Para qué?

—¡Oh, no pregunte! Después de lo pasado, es necesaria una explicación.

Yo no lo creía así, pero Leporello me convenció con intachable y enrevesada dialéctica. Quedamos citados en el café de Marianne.

Cuando llegué, el café estaba vacío. Marianne vino del interior, al oír mis pasos.

—Leporello acaba de telefonear. Dice que haga el favor de esperarle.

Llegó en seguida. Se sentó a mi lado, y empezó a decirme que, desde luego, ni él era Leporello ni su amo don Juan, sino un par de guasones que se divertían así, y que lo hecho conmigo no llevaba mala intención, porque habían esperado que les siguiese el aire hasta el final de la aventura. Tanto él como su amo me pedían perdón, y estaban dispuestos a desagraviarme. Parecía sinceramente avergonzado, y con ganas de templar mi enojo con humildades.

Se acercó Marianne.

—Al teléfono.

—¿Quién?

—Una mujer.

Leporello me miró con angustia súbita, con algo como terror —un cómico terror expresado con una mueca.

—¡Todo se ha ido al diablo! —exclamó.

Corrió al teléfono.

—¿Quién es? ¿Quién es usted? ¿Es usted Sonja?

Colgó. Marianne, al nombre de Sonja, había vuelto la cabeza y miraba con inquietud. Detuvo a Leporello.

—¿Sucede algo?

Leporello la apartó suavemente.

—Le han pegado un tiro —me dijo—. Venga conmigo.

—¿Un tiro? ¿A Sonja? —preguntó Marianne.

—No. A don Juan.

Marianne dio un grito.

Se quitó el mandil, se puso un abrigo. Leporello me ayudaba a poner el mío.

—No, Marianne. No venga usted.

Discutieron. Marianne quería ver a don Juan, quería estar a su lado, quería…

Leporello le dio una llave.

—Vaya usted a casa y espere allí.

—Pero ¿y el médico?

—Le avisaré también. Recíbale si llega antes que nosotros. Y, entretanto, prepare lo que se le ocurra. Ya sabe dónde están las cosas.

Salió, casi arrastrándome. En el coche, me explicó:

—Marianne ha sido nuestra sirvienta. El café se lo puso mi amo para librarse de ella.

—¿A dónde me lleva?

—Al pied-à-terre de don Juan. Eso que ustedes llaman un picadero o un pisito. Pero ¡qué picadero el de mi amo! Cargado de historia. Es el piso en que vivió cierto poeta, amigo suyo.

Hizo una pausa, mientras arrancaba el coche, y añadió:

—Creo que se llamaba Baudelaire.

No pude responderle, porque el coche corría ya endemoniadamente; cruzaba calles desconocidas para mí, lugares cuyo desconocimiento me desazonaba. Una vez, se volvió hacia mí, me miró con sorna, y dijo:

—No crea que pienso raptarle. ¿Para qué?

Se detuvo en una calle antigua, frente a unas casas de estilo y facha dieciochescos. Justo delante de nosotros había un Rolls negro, de gran empaque, vacío. Leporello abrió la portezuela y husmeó en el interior. Alumbró luego con una linterna eléctrica, se agachó, recogió algo y me lo alargó. En husmear, en alumbrar, en agacharse, había tardado un tiempo infinito, el tiempo de un profesional miope que necesita verlo, hurgarlo todo, dar vueltas a las cosas para enterarse de que, en un rincón del coche, entre el asiento y el respaldo, hay algo blando.

—El pañuelo de Sonja. Después se quejan si la policía descubre los asesinatos. ¡Qué buen perfume usa!

Le recordé que su amo, estaba, quizá, desangrándose.

—No pase cuidado, no morirá.

Se llevó el pañuelo a las narices y aspiró. Dilató también la operación, y si no me mirase con una chispa de zumba en sus ojuelos verdes, creería que había hallado en el perfume la felicidad y que quería demorarse en ella lo que le quedaba de vida, para morirse luego.

—Huela, huela usted. Todo el secreto de Francia para un español, todo lo que ustedes envidian a Francia porque no lo tendrán jamás, se expresa en este perfume, aunque usted quizá prefiera sorprenderlo en la poesía. Da lo mismo. La poesía y la perfumería francesas son dos triunfos de la alquimia.

Sonrió, como disculpándose de haberse deslizado.

—Quiero decir de la Química.

—Su amo ya habrá muerto.

—No. No morirá por un tiro más. ¡Y sin embargo, cómo lo hubiera agradecido!

Sin esperar mi respuesta, entró en el portal de la casa, y yo le seguí irritado, y, al mismo tiempo, sonámbulo, como si aquella puerta fuese la entrada de un sueño en el que todos los elementos fuesen reales, aunque no lógicos; porque lo que verdaderamente se alteraba en mí, lo que perdía pie y se colocaba en off side, era mi afición a entender y a explicarlo todo por rigurosos sistemas casuales. La inspección del coche, el comentario al hallazgo del pañuelo, y, sobre todo, el tiempo consumido en aspirar su perfume y en ponderarlo, me parecían algo así como una diversión lírica, o la interpolación de una demora discursiva en un proceso dramático urgente.

—¿Por qué está preocupado? Mi amo no se muere. ¡Si lo sabré yo!

Y, en seguida:

—En usted, querido amigo, interfieren ahora mismo dos órdenes de la realidad, pero no intente entender más que aquella a la que todavía pertenece.

Buscó las llaves con parsimonia, introdujo una en la cerradura, tardó en abrir.

—La otra, acéptela si quiere.

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