Don Juan

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CAPÍTULO II » 4.

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4.

Ejercitarse en sus prerrogativas de arcángel satisfizo, de momento, al Garbanzo, y así se entretuvo en garbearse un rato por las alturas. Pero no fue larga la demora, porque el aire le llevó hacia el barrio aledaño donde tenía su burdel la Celestina, y nada más olfatearlo, se lanzó en picado sobre la casa.

Era tarde, y los fletes se habían retirado, salvo un par de estudiantes agraciados con el amor de otras tantas mancebas que se entretenían con ellos en los últimos deleites. Las demás, congregadas por la voz y la orden de Celestina, rezaban el rosario en la planta baja, abiertas las ventanas como era la costumbre, para que, si alguna ronda o chivato pasaban por la calle, pudieran atestiguar que en aquella casa se honraba a Dios debidamente. Rezaban con voz adormilada, arrastraban Avemarías entre bostezo y bostezo, y alguna se quedaba dormida antes de empezar las letanías, con gran irritación de Celestina, que exigía los mayores respetos para las cosas de Iglesia.

Estaban en el cuarto Paternóster, cuando sonó un estruendo en la cocina. El ama, molesta, envió a una chica a inquirir lo que pasaba.

—Algo ha caído sobre el fogón —dijo la moza, de vuelta—. Está la olla derribada, los leños esparcidos, y la cocina huele a todos los demonios.

—Alguna burla de estudiantes.

Las que estaban ocupadas asomaron las narices por las puertas; Celestina las despachó con malos modos, les dijo que en acabado el rezo, cada mochuelo se marcharía a su olivo, y cada estudiante a su posada, sin abono del tiempo que perdieran en aquellas curiosidades.

—Y vosotras, a rezar. Cuarto misterio…

Entonces, sucedió que los contornos de las cosas empezaron a doblarse. Las palabras del rezo parecían también de goma y salían lentas y dobladas; los asientos de las sillas se ablandaban y hundían, y el entarimado, como si también fuese de elástica materia, comenzó a parecer que se sumía, pero muy poco a poco; así también el tiempo vacilaba en sus contornos y pasaba más lento. Y después el aire dejó de ser sonoro, y la habitación entera se vaciaba de él, para llenarse de una especie de aire sordo dentro del cual las palabras tenían que arrastrarse, y aún así, solo salía de ellas un susurro.

Hizo, pues, Garbanzo su aparición solemne. Venía embadurnado de hollín hasta los ojos y traía chamuscadas las faldas del hábito. Consistió la solemnidad en filtrarse por la mesa que congregaba a las orantes, surgiendo de abajo arriba; pero como un Bautista: primero, la cabeza, con la que miró alrededor mientras las chicas interrumpían la oración espantadas, con patatuses, gritos y derribo de sillas; luego, el torso y los brazos que hacían aspavientos; por último, lo que quedaba del cuerpo. Quedó sentado sobre la mesa en actitud poco compuesta. Todas se habían desmayado, menos el ama.

—Buenas noches.

Aquella manera de aparecer, aunque nueva para Celestina, si le causaba sorpresa, no le causaba miedo. Se puso en jarras, con el fraile.

—Bueno. ¿Qué se le pierde a Vuestra Paternidad a estas horas en esta casa? ¿Y a qué viene esa manera de llegar, como una aparición, y no llamando a la puerta, como persona civilizada y cristiana?

—No soy cristiano ni civilizado. Soy brujo y he venido a esta casa a gozarme en tu mercancía. En cuanto a la manera de llegar, me ha apetecido así, y me parece explicación suficiente.

—¿Y esos hábitos?

—Al mismo tiempo que brujo, soy el padre Welcek, agustino, profesor de la Universidad. Algunas veces habrás oído hablar de mí.

Celestina le echó un vistazo de reconocimiento.

—Mire, padre; si es brujo, allá usted, que en eso no tengo por qué meterme; pero si es fraile, y le apetecen las muchachas, tengo para estos casos apercibida una casa discreta, a donde acuden personas de muchos miramientos sin que haya lugar a escándalo. Salga Vuestra Paternidad inmediatamente, yo le daré la dirección, y con un poco de paciencia, antes de media hora podrá escoger la muchacha que le guste y holgarse con ella todo el tiempo que quiera, previo pago, como es uso. Pero vestido de fraile, y en casa que conoce todo el mundo, no quiero verle un minuto más.

Las chicas iban volviendo en sí, y, con temor, se retiraban de la mesa, pero no de la sala, por curiosidad de lo que el fraile decía y pretendía.

—Justamente —respondió Welcek—, es el escándalo lo que me trae.

—Entonces, váyase con viento fresco. Aquí no le servimos.

Welcek rio con una gran carcajada, cuyas últimas resonancias, por lo que tenían de sobrehumanas, de impías, pusieron a Celestina sobre la pista de que aquel fraile tenía que ver con el diablo.

—No seas imbécil, Celestina.

—Imbécil o espabilada, antes de seguir adelante, quiero unas palabras secretas. Venga conmigo.

—No me da la gana.

—Entonces, muchachas —dijo ella, dirigiéndose a las pupilas—, pasar a la habitación de al lado y seguir con el rosario, hasta que yo os avise.

Ellas obedecieron rápidamente.

—Quiero decirle que si Vuestra Paternidad se relaciona con el diablo, según acabo de barruntar por indudables indicios, también yo tengo amistad con él, y me ha dado palabra de no molestarme nunca, a cambio de mi alma, que bien ganada y merecida la tiene el pobre por lo mucho que me lleva servido. Comprenda, pues, Vuestra Paternidad, que somos cofrades, y que entre gente del gremio está feo hacerse daño. Si insiste en escandalizar, mañana me veré envuelta en papeles de justicia, y acaso en líos con la Inquisición; y el diablo puede librarme de cualquier apuro, menos de garras de inquisidores. Ya soy vieja, y la perspectiva del potro no me conforta. Arreglemos las cosas como amigos.

—No tengo amigos.

Saltó el fraile de la mesa y quedó frente a Celestina. Ella miraba desafiando, pero él la agarró por los brazos y le hizo sentarse.

—Mira, vieja: me importa un bledo tu conveniencia. Yo vengo aquí a lo mío, y tus escrúpulos no van a detenerme. Llevo cuarenta años de vida virtuosa, y esta noche, que me voy a morir, quiero catar el vino y las mujeres, y matar a un cristiano con recochineo.

—Si Vuestra Paternidad es brujo, me asombra ese deseo de pecar bajamente, como cualquier estudiante. Solemos condenarnos por pecados de mayor entidad, y no por la fornicación y la embriaguez, que están al alcance de cualquiera, ni por asesinato con agravantes, como un matón. Permítame Vuestra Paternidad que le desprecie.

—Tú no me entiendes, vieja. Te dije que llevo cuarenta años de vida virtuosa, y ahora quiero saber si he renunciado a algo que valga la pena.

—Si es así, hágalo en buenhora, pero con recato y sin comprometerme.

—Es que guardo rencor al hábito que llevo, y deshonrarlo es parte principal de mi programa.

………………………………………………

En los archivos de la Santa Inquisición, proceso por la muerte de Welcek, constan escritas, y firmadas de su mano, las siguientes palabras de Celestina:

«Entonces empezó a dar señales de poder diabólico y a hacer prodigios. Me obligó a traer a las chicas, sacándolas de sus rezos; y a las que se holgaban con los estudiantes rezagados, y a los mismos estudiantes los hizo comparecer ante él, en paños menores y mostrando sus vergüenzas. Hizo venir, con sus artes de magia, varias cántaras de vino, y bebió de ellas, y dio de beber a todos los presentes hasta emborracharse y emborracharlos, si no es a mí, que con industria arrojaba el vino por encima del hombro. Cuando estuvo embriagado, después de hacer unas cuantas indecencias, pareció sosegarse, e interrogó a los estudiantes sobre sus conocimientos, y en la conversación manifestó varias veces que el vino era cosa buena, pero que todavía no podía saber si mejor que los pechos de mujer, porque desconocía el segundo término de la comparación; esto, citando a las Sagradas Escrituras en latín, según pude colegir por lo que de esa lengua se me alcanza de lo mucho que llevo oído a los estudiantes hablarme y burlarme en ella. Discutieron después si el Cantar de los Cantares lo había escrito o no Salomón, y él decía que no, y aún añadió que las Escrituras eran paparruchas, y preguntó a uno de los estudiantes si creía verdaderamente que la burra de Balaam hubiese hablado. Y como el estudiante le dijera que sí, se enfureció de nuevo, le llamó necio, y volvió a lo del vino y los pechos de mujer, y obligó a las muchachas a desnudarse y mostrar los suyos; pero cuando las pobres criaturas estuvieron despechugadas, y él las hubo palpado todo el tiempo que quiso, no como hombre que sabe hacerlo, sino como inexperto, se volvió hacia mí y dijo que eso de la carne era una estupidez, y que el vino valía más. Por si fuera remedio para él y podía amansar su furia, cada vez más temible, le sugerí que escogiese la más linda de las muchachas y se metiese en la cama con ella, a ver si le parecía la carne cosa de despreciar, y él habló entonces largamente sobre la carne, y citó a varios Santos Padres con gran escándalo de todos, y, por último, examinó a las muchachas y eligió una; pero cuando le indiqué que marchasen a la alcoba, dijo que no, que había de ser allí mismo y delante de todos. Pero sucedió que por mucho que lo intentó y por mucho que las mozas le ayudaron, la naturaleza no respondió a las necesidades del momento, y el propósito no pudo cumplirse. Entonces empezó a gritar, y a maldecir, y a increparse de esta manera: “Padre Welcek, ¿qué cuerpo inútil es el tuyo, que no sirve para lo que cualquier perro de la calle? ¿En qué has gastado tus fuerzas, pedazo de alcornoque, que ahora me haces morir sin haber catado hembra?” y otras cosas por el estilo de lo más indecorosas. Quiso uno de los estudiantes convencerle de que iba viejo para aquellos menesteres, y que lo mejor que podía hacer era volverse al convento, visto que el horno no estaba para bollos, quiso decir el cuerpo para hazañas, y con este conque se metieron de nuevo en disputa acalorada sobre el cuerpo humano, y repitieron conceptos anteriores y algunos nuevos; y el dicho fraile, como si las pobres muchachas que allí estaban fuesen de escarnecer, cada vez que necesitaba de una prueba para sus argumentos, cogía a una, la arrastraba hacia sí, y golpeándola, o hurgando en ella como médico, respondía al contrincante. Hasta que me cansé de aquella mofa y le dije que las muchachas se vendían para el placer, pero que fuera de eso eran tan respetables como cualquiera; y entonces se desentendió del estudiante y me increpaba a mí e insultaba a las mozas con insultos feroces, y llenos de desprecio, que parecía un pagano. Y a todo esto bebía y paladeaba el vino, y chascaba la lengua; y a veces arrojaba las sobras sobre una de las muchachas, y repetía que el vino valía más que unos pechos de mujer, y que Salomón había sido un tal y un cual. Finalmente, dijo que ya no le faltaba más que asesinar a alguien para tener completa la lista de pecados, trajo del aire una baraja, nos la ofreció para que sacáramos cartas, y anunció que mataría al que la sacase más alta. Pero antes de hacerlo, comenzó a explicar la muerte que le daría, tirando del meollo del espinazo hasta arrancar todos los nervios del cuerpo, que es la muerte más horrible. Todos comenzamos a gritar con espanto y a pedirle que muriese de una vez y nos dejase; y a los gritos pareció volverse atrás, y después de considerar no sé qué cosas sobre el destino humano, y sobre la libertad, nos dio a elegir entre sacar la carta o blasfemar, y al mismo tiempo seguía describiendo la muerte que esperaba al designado por el naipe, con lo cual, explicado tan vivamente, todos temblábamos de pavor. Yo entonces, viendo que las cosas amenazaban con el peor de los fines, decidí valerme de una artimaña, y le dije que preferíamos blasfemar, pensando que todos lo harían con reservas mentales y sin ánimo de ofender al Señor, solo por librarnos de aquel demonio. Y él aceptó, y se puso a dirigirnos como maestro de coro, para que blasfemásemos cantando, como así fue; pero en esto del canto y de la blasfemia se repitió el prodigio, porque todos lo hacíamos en latín, como los clérigos, aunque, según declaró luego uno de los estudiantes, los conceptos eran de lo más deshonestos; cantábamos en latín siguiendo una voz que desde dentro nos dictaba lo que habíamos de cantar, y el cómo; con lo cual comprendí que el Señor había aceptado mis reservas mentales, y escuchado mis oraciones, y había hecho que no blasfemásemos nosotros, sino el mal espíritu que se valía de nuestro cuerpo y labios para hacerlo. Y así estuvimos un gran espacio, cada vez con mayor baraúnda de gritos, hasta que el cantar se convirtió en una especie de baile, y todos corríamos alrededor de la mesa, que también bailaba al compás, con los demás objetos del aposento: el padre Welcek al frente y sus víctimas detrás, y así hasta que vino el día, que el padre Welcek, después de dar las últimas voces y maldecir en romance claro del cielo y de todo lo celeste, cayó redondo como fue hallado, espumeándole la boca de sangre y vino. Entonces me presenté a la Santa Inquisición.»

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