Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 2.

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Leporello se dejó caer en un sofá. Le resbalaba el sudor por las sienes, se había puesto un poco pálido. Un mechón oscuro le partía la frente, un mechón enroscado, como el de un niño.

Durante media hora, había recitado, había declamado, había representado. Sus ojos relucían, sus manos se clavaban en el aire, su rostro gesticulaba, su cuerpo entero bailaba. Una vez había echado mano del hongo, y, por virtud de sus palabras, lo había convertido en imagen del Universo. Al mentar a Satán, se había ensombrecido, y su voz se había hecho amarga, quizá rencorosa.

—¿No me da de beber?

Le llené el vaso, añadí hielo a la bebida. Leporello no se movió. Cogí el vaso y se lo llevé.

—Gracias. ¿Qué hora es?

—Poco más de las cinco…

—Tenemos tiempo…

En el salón de don Juan empezaba a oscurecer. Encendí la lámpara del piano. Leporello suspiró.

—Mi amo había escuchado al fraile con atención quieta. A veces, sonreía. Otras, miraba a la paloma donde yo me había encerrado, y no porque sospechase el gatuperio, sino porque era el único objeto de la celda donde la vista podía reposar. Al terminar el fraile su lectura, mi amo le aplaudió.

—Un hermoso poema, aunque no del gusto de este tiempo. Le felicito.

—¿Lo encuentra anticuado?

—No es eso… Más bien anticipado, o quizá las dos cosas a un tiempo.

—Y, ¿le ha servido de algo?

—Me ha venido a decir lo que ya sabía: que todo lo bonito de este mundo lo estropeó el Pecado original.

—Incluso lo que usted ha tomado como pretexto para su enemistad con Dios.

—Incluso eso.

—No es lícito, pues, echar la culpa a Dios de lo que ha hecho el hombre…

—De lo que ha hecho Adán…

—Aunque así sea. Por tanto, si usted obra con lógica…

—Tendría que reprochar a Dios el haber hecho a Adán, y no a otro sujeto más virtuoso. Yo no me hubiera dejado seducir por Eva.

—¿Usted ha amado alguna vez a Dios?

—¡Mi querido dom Pietro! Si hubiera amado a Dios, no habría tenido ocasión de escuchar su interesante poema. Tengo por Él respeto, admiración. Pero, amor, lo que se dice amor, no lo he experimentado nunca. Tendría que haberle visto y haberme deslumbrado. Quizá entonces, si es tan resplandeciente como dicen, si es tan fascinante, hubiera olvidado mis objeciones, esas que usted conoce u otras que pudiera inventar, y me habría engolfado en su amor. Y no piense que soy el único en el mundo a quien sucede esto. Pocos hombres aman a Dios, y Dios lo sabe. Los que creen en Él, le temen y procuran engañarle. Solo yo soy franco y sincero, y le confieso mi desamor cara a cara…

Dom Pietro le miró, y su mirada reconocía que estaba perdiendo el tiempo. No obstante, respondió:

—Podríamos discutir el caso con más calma.

—Sí, pero otro día. Hoy es un poco tarde, y no puedo robar el tiempo a un santo.

—Dios me dio el tiempo para emplearlo en su servicio. Y nada es más grato a Dios que correr tras la oveja perdida.

Don Juan se irguió orgullosamente.

—¿Cree de veras que yo soy una oveja? ¿No ha encontrado un símil más ajustado a la realidad? En cualquier caso, búsquelo fuera del Evangelio, porque en el Evangelio no contaban conmigo.

Salimos del monasterio. Mi amo se vio aquella tarde con doña Ximena, y, por la noche, partimos con ella de viaje para Nápoles, íbamos a caballo, por vericuetos donde no era fácil hallar a los soldados del rey de España. Doña Ximena, repentinamente muda, repentinamente locuaz, se detenía a veces y escuchaba. Un trote lejano, un grito en el silencio, nos obligaban a escondernos. A don Juan le hacían gracia las precauciones, y en sus respuestas a la dama bailaba siempre la ironía. Doña Ximena, en cambio, hablaba con voz caliente, y debajo de cualquier observación se adivinaba un «¡Te amo!»

Pasamos el día escondidos en una hostería del camino. Partimos al atardecer. Doña Ximena, al poco rato, detuvo su caballo y dijo:

—Estoy cansada. Me gustaría pasar la noche en mi casa, que está cerca.

Nos metió por un monte, y después de una hora de camino, llegamos a un castillo pequeño. Mi amo había cabalgado algo detrás, y ella algo delante, de modo que no habían cambiado una sola palabra. En el castillo, nos recibieron con sorpresa. Quizá también con miedo. El mayordomo dijo a su señora:

—Estamos desguarnecidos, y los soldados no andan muy lejos.

—No importa. Me creen en Roma…

Mandó apagar las luces y subir el rastrillo. Cenaron ella y mi amo, en un salón interior. Doña Ximena mandó sacar la vajilla de plata, y se vistió de mujer, un bellísimo traje anticuado. Yo servía a la mesa, y gocé con aquella magnificencia. Hablaron poco, de política. Pero un coloquio subterráneo afloraba a las miradas, a las manos, al temblor de los labios. Doña Ximena cantó unas coplas a la guitarra. De pronto, se levantó.

—Mañana hay que madrugar. Retirémonos. Los criados, Don Juan, le llevarán a su cuarto.

Yo me quedé en la puerta, en un largo corredor. Sentía a don Juan pasear por la habitación, de arriba abajo, de abajo arriba, con esa calma segura que tan conocida me era. A media noche, doña Ximena apareció en el corredor, envuelta en una capa y con un candelabro en la mano. Pasó delante de mí sin verme, como una centella. Abrió la puerta de mi amo sin llamar y la cerró tras sí.

Continué mi guardia, una hora, otra. Llegaban hasta mí los ecos ahogados del amor: voces, gemidos. De madrugada, sentí ruido fuera, y me asomé. Un regimiento de soldados españoles rodeaba el castillo. Habían arrimado escalas a las murallas y trepaban ya. Corrí a despertar a mi amo. Llamé a la puerta y entré sin esperar permiso. Don Juan se había levantado. Doña Ximena dormía aún. Expliqué a don Juan, en voz baja, el acontecimiento. Don Juan empezó a vestirse, cogió la espada.

Estaba mudo, el rostro petrificado. Se acercó a la ventana y vio a los soldados, que entraban en el patio con sigilo. Amanecía ya.

—Es como si le hubiera hecho traición —dijo mi amo.

Regresó al lecho y despertó a doña Ximena. Ella le escuchó tranquilamente, le pidió la capa en que había envuelto su cuerpo, y se la puso.

—¿Qué vas a hacer?

Ella no respondió. Se asomó a la ventana y contempló el ir y venir silencioso de los soldados. Unos se habían formado en escuadrón, las picas en el aire. Otros se desparramaban por el castillo. Doña Ximena apretó los dientes y dejó caer una lágrima. Luego, se volvió a don Juan, le dio un abrazo, le besó.

—Gracias, Juan.

Dejó caer la capa, y, de pronto, con un esfuerzo increíble, saltó al repecho, se arrojó al aire, y su cuerpo quedó clavado en las picas. Los soldados gritaron. Mi amo se agarró al ajimez y vio cómo la sangre manchaba la camisa de dormir. Los capitanes recogieron el cuerpo y lo depositaron en las losas del suelo, boca arriba. Conservaba clavadas siete lanzas.

Llamaron a la puerta. Don Juan estaba extrañamente quieto. Había en sus ojos una expresión desconocida, como de sorpresa y hastío.

—Ábreles, Leporello.

Dejé paso a un oficial y a dos soldados, que desarmaron a mi amo y nos llevaron presos. Cuando llegamos al patio, habían arrancado las lanzas, y unos soldados cubrían el cuerpo de doña Ximena. Mi amo pasó ante ella con las manos atadas. Se detuvo, la miró con la misma expresión en los ojos, y siguió adelante. Nos metieron en una mazmorra húmeda y sin luz. Hice un chiste, y Don Juan me mandó callar. Se había arrimado a la pared y permanecía de pie, la cabeza alta, los ojos cerrados.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí. Un soldado nos traía de comer de vez en cuando. Dormíamos en el suelo y orinábamos en un rincón. Don Juan no había pronunciado una sola palabra y yo no me atrevía a chistar. Hasta que, un día, el soldado nos mandó salir y nos condujo al salón del castillo. Había unas cuantas personas. Reconocimos al Embajador de España y al Canciller del Vaticano.

—Le pido mil perdones, don Juan. Mis soldados ignoraban quién fuese usted. Le doy las gracias por su ayuda. Sin usted, esa mujer se nos hubiese escapado. Claro que no deseábamos su muerte, y menos aún de esa manera. Nosotros la hubiéramos mandado degollar por la garganta, como corresponde a su nobleza.

El Canciller se acercaba también sonriente. Traía en las manos un rollo de pergamino que tendió a mi amo.

—Tome. Por esta Bula se le perdonan sus pecados y se le levantan todas las excomuniones en que esté incurso, a condición de confesarse, claro, y de cumplir la penitencia.

—Y yo le traigo el perdón del Rey de España. Puede volver a su patria cuando quiera —dijo el Embajador.

Don Juan levantó las manos atadas, y el mismo Embajador le cortó con su puñal las ligaduras. Seguía pidiéndole mil perdones, explicando… El Canciller se había retirado, y, en voz alta, elogiaba a otro sujeto la conducta de mi amo.

—Quiero mis caballos —pidió Don Juan—. En seguida.

—Pero ¿no se queda con nosotros? ¿No descansa de los días pasados en ese calabozo? Véngase a Nápoles. Allí puede pasar una temporada tranquila hasta que se embarque para España.

—Mis caballos.

Se los trajeron. Bajamos al patio sin despedirnos y montamos en silencio. Hasta llegar a Roma, Don Juan no dijo nada. Y se pasó unos días encerrado y mudo. Recorría la habitación, arriba y abajo, arriba y abajo, muchas noches, sin dormir.

Por fin, una mañana me llamó.

—Dios me ha vuelto la espalda —dijo; y, como yo me riese, añadió—: Me ha abandonado, se ha olvidado de mí.

—Dicho de esta manera escueta, mi amo, no entiendo, de la misa, la media.

—Pues está claro. Esta vez me ha faltado su gracia. No me he arrepentido de la seducción de esa mujer, no he sentido dolor de su muerte. Ni siquiera dolor humano, vergüenza de haberla traicionado. Lo que me sorprendió al verla caer sobre las lanzas de los soldados, fue que mi corazón no saltase, que no se encogiese de contrición. ¿Me comprendes ahora? El Señor nunca me había fallado. Yo pecaba, y él me enviaba el arrepentimiento, señal de su presencia y de nuestra batalla. Entonces, yo peleaba en mi interior hasta ahogar la voz de Dios, hasta quedar victorioso. Pero esta vez, aunque la busqué en la prisión, aunque la busco en soledad, la voz de Dios no llega. Mi corazón permanece tranquilo, y es solo mi cabeza la que da vueltas… Quiero entender y no entiendo. Tengo ante mí la evidencia, y la rechazo. Porque es evidente que el Señor abandona la pelea antes de que termine, que me desprecia o me olvida… Y a eso no hay derecho. Los tratos son los tratos, Leporello. La batalla no puede terminar hasta mi muerte, y hasta mi muerte el Señor no puede cantar victoria. ¿Está claro?

—Sí.

—¡Pues no lo acepto! —gritó—. ¡Aunque tenga que llamar a las puertas del cielo, no lo acepto!

—Deje en paz a los cielos, mi amo, y, sobre todo, no los traiga a colación para explicar lo que se puede entender sin ellos. Sucede, simplemente, que está usted cansado.

Me miró con un punto de ira.

—Tú, ¿qué sabes? No estoy cansado, puesto que me siento capaz del mayor esfuerzo. El vigor levanta mi corazón, ¿comprendes? y me empuja…

Me agarró por la ropilla y me sacudió.

—Escúchame. Vamos a ir a Sevilla.

—¿A qué, mi amo?

—No lo sé, pero presiento que, allí, donde empezó todo, habrá ocasión de hacer algo que rompa el silencio del cielo.

—¡Ya será alguna barrabasada!

—No sé todavía lo que será, pero me siento humillado otra vez, como si, con su silencio, el cielo volviera a burlarse.

—¿Por qué no visita a dom Pietro? Quizás él, que es tan sabio…

—A dom Pietro supongo que lo habrán puesto en prisión. Y aunque estuviera libre… Es un santo, tiene respuesta para todas las cuestiones, pero, las mías, solo el Señor puede responderlas. Y quizá sea eso lo que vaya a hacer en Sevilla: pedirle a Dios una respuesta.

—¿Cómo, señor?

—No lo sé. Pero mi corazón, que nunca me ha engañado, me está diciendo ahora que volvamos a Sevilla…

Me encogí de hombros e incliné la cabeza.

—Como quiera, señor.

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