Don Juan

Don Juan


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No puedo recordar cuál ha sido el origen de este

Don Juan: algo, seguramente, muy oscuro y remoto, una de esas ideas que permanecen segundos en la conciencia y que se ocultan luego para germinar en el silencio o para morir en él. Lo que sí puedo asegurar es que

Don Juan nació de un empacho de

realismo.

No soy un doctrinario del arte. Lo admito todo, menos el gato por liebre. Por mi temperamento y por mi educación, me siento inclinado al más estrecho realismo y, con idéntica afición, a todo lo contrario. El predominio de una de esas vertientes en el acto de escribir depende exclusivamente de causas ajenas a mi voluntad. Y aunque lo bonito sería valerse de ambas y hacer síntesis de sus contradicciones, es el caso que tal genialidad no me fue dada, y unas veces me siento realista, y otras no. Pero, también por causas ajenas a mi voluntad, me he visto obligado, durante cinco años, a escribir una novela realista de mil trescientas páginas: esa trilogía que, con el título de

Los gozos y las sombras, han leído alrededor de dos millares de españoles. Confieso que, en ese tiempo, muchas veces me vi tentado a escapar a la fantasía por cualquier rendija inesperada, y que, siempre que esto acontecía, en los umbrales me esperaba Don Juan. Otras tantas lo aparté, comprometido como estaba ante mí mismo a terminar una obra sin traicionar el espíritu inicial. Pero Don Juan permanecía detrás, mucho más fantasmal de lo que es hoy, y me daba señales de su presencia y de su esperanza de que algún día le concediera atención.

Me entregué a él una vez terminada

La Pascua triste. Es decir, a comienzos de este año de 1962. Lo primero que advertí fue que, visto de cerca, mi

Don Juan ya no era el mismo que durante varios años me había instado. Sin mi permiso, había cambiado, y hube de tomarlo, más que como era, como estaba. Esta clase de bromas las gasta la imaginación, que trabaja por su cuenta y que nos da lo que produce, ni más ni menos, nos guste o no.

Don Juan es un personaje imaginario, sin el menor contacto con la realidad. Pero, aun siendo imaginario, se me representaba más como figura pensante que activa. Esto no dejó de chocarme. Por lo general, las figuras de esta clase suelen ser productos del pensamiento, no de la imaginación; suelen ser símbolos de ideas, no intuiciones figuradas. Y lo que piensan o dicen, trasunto de lo que piensa el autor y no quiera decir por su cuenta. Ahora bien: mi primera gran sorpresa aconteció al comprobar que ni Don Juan ni ninguno de los restantes personajes de la historia pensaba como yo. Y esto no dejó de alegrarme, porque, aun abandonado el método realista, me permitía permanecer en la actitud objetiva a que mil trescientas páginas de novela realista me habían acostumbrado. Desde el principio me propuse escribir esta historia sin que ninguno de sus personajes —ni siquiera ese

narrador anónimo, al que, sin embargo, he prestado algunas de mis circunstancias personales— se constituyera en mi portavoz. Y creo haberlo conseguido.

Aquí debería terminar este prólogo. Pero, puesto a escribir, pienso que no estaría de más explicar esta ocurrencia de concebir un nuevo

Don Juan. Sobre todo cuando Don Juan no es un tema de moda, cuando no existe una gran firma que avale la ocurrencia. Con los temas literarios, sucede ahora que necesitan el aval de una gran firma para circular. El novelista, el dramaturgo, son seres metidos en la realidad, capaces de abarcarla en su conjunto o en alguna de sus parcelas. Tímidamente remiten al público su novela o su drama. Ellos creen —creemos— que lo que inventan y publican añade algo a lo ya poseído por los hombres. Pero su invención y su añadido pasan sin pena ni gloria cuando ninguna gran firma se ha dignado fijarse en ellos. Lo corriente, entonces, es que el escritor renuncie a su personal visión de la realidad, o de la verdad, y se convierta en secuaz de otro u otros ya acreditados. Es decir, que se acoja a la protección, próxima o remota, de una gran firma, en cuyo ejemplo o en cuyos principios pueda escudarse. El conjunto de estos seguidores constituye una

escuela. Y, escuelas literarias, las ha habido siempre. Lo que pasa es que, antes, dejaban un margen a la independencia, y, hoy, no lo dejan. La

sociología del escritor ha cambiado mucho. Incluso la del escritor

engagé. Yo lo soy, evidentemente, pero no con un grupo o una escuela. Lo soy al modo del guerrillero y no del soldado regular. Lo cual es, sin duda, un modo de

engagement bastante mal visto. Este intento de ejercer la literatura por mi cuenta explica, sin embargo, que un tema pasado de moda me haya interesado, y que haya gastado en él siete u ocho meses —con intermitencias, esta es la verdad— de mi vida sin que ninguna gran firma avale con su luz y autoridad mi empresa.

Hace bastantes años empecé a escribir una serie de narraciones con el título general de «historias de humor para eruditos». No es que las destinase exclusivamente a esos admirables varones cuya principal actividad consiste en acumular saberes gratuitos y lujosos (que tal cosa son, en el fondo, los eruditos); pero el título me gustó. La primera de dichas historias, única publicada, se vendió poco y, desde luego, no sé de ningún erudito que la haya leído. Para la segunda no encontré editor. Dejé, pues, de escribirlas, y allá quedan «El hostal de los Dioses amables», «La Princesa Durmiente va a la escuela», y otras que pudiéramos llamar narraciones cultas. Que no eran, como pudiera creerse a simple vista, meras fantasías librescas, sino la realidad, al menos la verdad. O una verdad. Era la suya, como la de este

Don Juan, materia poética fuera de moda, y no me sorprendió en absoluto su falta de difusión. Había

Don Juan de formar parte de la serie, aquel

Don Juan, no este, porque el de entonces hubiera sido distinto. La diferencia principal, ahora lo advierto, consiste en que, hace dos o tres lustros,

Don Juan apuntaba a una verdad, y, ahora, probablemente, no. O quizá sea que entonces estaba yo más seguro de ciertas verdades de lo que lo estoy ahora. Pero da lo mismo. La verdad a que entonces apuntaba era, desde luego, una verdad existencial. Ahora, mi propósito es meramente literario. Sumar, a las muchas existentes, mi particular versión de Don Juan.

Que es, en cierto modo, tradicional, y, en cierto modo, no. El lector advertirá que en esta historia se recogen muchos elementos comunes a casi todas las versiones conocidas (e incluso entre ellas algunas que, si se refieren a un «Don Juan», no le llaman así, como el estudiante salmantino de Espronceda y el protagonista del estupendo cuento de Merimée). Si algún erudito se entretiene alguna vez en analizar mi historia, a sus cuidados encomiendo poner en claro, de acuerdo con su oficio, los muchos préstamos tomados a mis muchos predecesores. Pero creo haber puesto también algo de mi cosecha, algo en virtud de lo cual este Don Juan sea «mi» Don Juan. Es cierto que, en su mayor parte, mis aportaciones personales no son imágenes, sino conceptos. Bueno. Por eso, solo por eso, prefiero llamar «historia» y no «novela» a esta obra mía. La novela, tal y como yo la concibo, es otra cosa.

Sin embargo, esta «historia» tiene estructura novelesca, y a escribirla apliqué mi oficio de novelista. Como tal novela tampoco responde a la moda. Ni siquiera a la moda de las «novelas intelectuales» famosas hace veinticinco años. Me he tomado tremendas libertades, y no es la menos grave esa inclusión en el cuerpo narrativo de dos «bloques» que rompen la unidad planteada: el que llamo «Narración de Leporello», y el que no llamo de ninguna manera, pero que pudiera llamar «Poema del pecado de Adán y Eva». Uno y otro, a poco pesqui que tenga el lector, guardan relación necesaria con la sustancia de la novela. Lo que sucede es que han crecido mucho, quizá desproporcionadamente. Alguna vez he intentado reducirlos, sustituirlos e incluso suprimirlos, pero no lo hice por una razón profesional: están bien escritos, quizás mejor que el resto de la historia. Y, si uno es escritor, ¿por qué no permitir que subsista lo mejor que ha salido de su pluma, aunque ese «mejor» se refiera solamente a la perfección formal? Quizá algún día de este

Don Juan se recuerden solo sus embuchados.

He leído muchas veces que Don Juan fue un individualista, y siempre me resistí a creerlo. Un texto de Tirso de Molina, el que encabeza mi capítulo tercero, me abona. Son dos frases ridículas, las que Don Juan y Don Gonzalo dicen: ridículas en la situación dramática en que fueron pronunciadas; ridícula sobre todo la que la estatua de Don Gonzalo profiere. Y, sin embargo, una y otra dan la pista del no individualismo de Don Juan. Pero, por otra parte, es evidente su soledad social, es decir, su falta absoluta de solidaridad con los hombres. Y no digamos su soledad metafísica, su soledad de profesional del pecado. Pero entiendo que «insolidaridad» y «soledad» no suponen necesariamente «individualismo», aunque puedan coincidir con él en el mismo sujeto. No fue este Don Juan; no lo fue, al menos, en el origen: ese «fils de papá» inventado por Tirso hace lo que hace porque se sabe protegido por el poder de su padre. El personaje de Tirso, como figura poética, es bastante imperfecto, mezcla de mamarracho y de aspirante a superhombre. Yo, que me he inspirado en él, he pretendido quitarle lo que de mamarracho tiene e insistir en sus restantes cualidades. Y una de ellas es el saberse miembro de una casta, como se expresa en su afirmación de ser un Tenorio; es decir, de poseer, al lado de cualidades y obligaciones individuales, las comunes a todos los de su nombre. Tenerse, pues, por hombre ligado y obligado por la fidelidad a un grupo humano (aunque sea tan limitado como el clan familiar) no es, como intenté demostrar en otra parte[1], una manera muy clara de individualismo, sino, quizá, de todo lo contrario. El que mi Don Juan, al final, mande a paseo a sus ascendientes, es, creo, una broma lógica, de la cual sí que resulta un Don Juan individualista, amén de solitario. Condenado al individualismo, a ser él, solo él,

per saecula saeculorum. Como se es, según dicen, en el infierno. En lo cual me aparto de la conocida concepción sartriana de que el infierno son los demás. Para mi Don Juan, el infierno es él mismo. Pero líbreme Dios de hacer de esto una concepción general, una «tesis». No pasa, como todo lo demás, de ocurrencia humorística.

Pido perdón a los teóricos de la literatura por la presente herejía, que no pasa, como antes dije, de escapatoria o descanso. Ando ahora con algo que titulo

Las ínsulas extrañas, novela en cuyo texto volveré a ser, o al menos lo intentaré, realista, objetivo y crítico, si estas tres cosas pueden casarse con fortuna. Ante las herejías, los nuevos modos aconsejan una conducta que antaño hubiera resultado escandalosa: no darse por enterado. Nada más fácil con un nuevo libro. A mí, personalmente, no me cogerá de sorpresa.

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