Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 1.

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Acaso exista, en Roma, algún lugar tan atractivo para cierta clase de personas como en París los alrededores de San Sulpicio; pero yo no he estado nunca en Roma.

Sube uno por la calle de Rennes, desde Saint-Germain. Allá abajo, en la esquina, frente a la iglesia, queda la terraza de «Aux deux magots», y, en la terraza, tipos de esos del bulevar, herederos de los que hace más de cien años pintaban Gavarni, Daumier y Benjamín. Los tipos del bulevar son como cierta clase de peces o como los aeroplanos, de reducida autonomía, que puedan pasar, pasear y

flanear dentro de un espacio ampliamente acotado, más allá del cual no se arriesgan, o lo hacen con timidez, quizá con miedo. Es curiosa la cobardía inconsciente de estos tipos —profesionalmente osados— cuando caminan por las calles de los burgueses. Ellos, cuya razón de ser es la extravagancia, se encuentran limitados por ella, constreñidos, prisioneros. Dentro de su barrio pueden hacerlo todo; fuera de él, les está vedado lo que un hombre o una mujer vulgarmente vestidos tienen a su alcance. Cuando, por estas mismas calles, Baudelaire exhibía su cabellera verde, gozaba de mucha más libertad. La cabellera verde de Baudelaire era un insulto dirigido, en general, a los burgueses que hallaba en su camino, y a su padrastro, hombre respetable, en particular; pero, desde aquellos tiempos, los burgueses han cambiado mucho, sobre todo en sus relaciones con la extravagancia. Ya no la sienten como un insulto: la dejan pasar, y quedan pensando entre sí que, después de todo, ciertas clases de atuendo usadas en el barrio de más abajo no dejan de tener sus ventajas en la estación veraniega.

Las proximidades de San Sulpicio son como una especie de pasillo para los extravagantes de Saint-Germain a causa del Teatro

du Vieux-Colombier. Transitan por sus proximidades mezclados a los curas que van y vienen, que entran y salen en las librerías religiosas y en las tiendas de casullas. No es corriente que nadie se acuerde de Manón. En realidad, a Manón solo la recordamos los extranjeros aficionados a la literatura antigua, y alguna que otra solterona, asimismo extranjera, que en su juventud asistía a la ópera. Manón no es una figura moderna ni modernizable. Su modo de entender el amor no ha tenido fortuna filosófica, y el Caballero des Grieux nos parece hoy demasiado llorón, demasiado blando, y le odiamos un poco porque reveló a las mujeres lo que hay de blando y llorón en el amor de todos los varones. Unos centenares de metros más abajo de San Sulpicio, docenas de parejas se besan y acarician de un modo crudo, brutal, pero filosóficamente irreprochable. Interrogados sobre la naturaleza de sus sentimientos, responderían con citas de

L’Être et le Néant.

Lo que importa, sin embargo, de estos alrededores de San Sulpicio, no es el recuerdo de Manón, ni su especial y anticuada manera de amar y ser amada. Personalmente me han atraído siempre las librerías religiosas, los objetos litúrgicos. Todo lo que sobre Dios y sobre Cristo escriben los curas y los frailes alemanes, franceses, belgas, ingleses e italianos, se encuentra aquí, se ordena en anaqueles, se despliega en escaparates, se ofrece como banquete suculento e inalcanzable. El curioso de Dios, el angustiado, y también el inquieto, aquí convergen, aquí se encuentran, aquí se miran y reconocen sin palabras. Son, generalmente, personas de aspecto inocuo. Hay que saber mirarles a los ojos para averiguar lo que pasa por sus almas. Cuando sus manos se alargan, en apariencia tranquilas, hacia este o hacia aquel libro; cuando lo hojean con afectada mezcla de curiosidad intelectual y displicencia; cuando por fin lo compran y se lo llevan, solo quien les conoce y comparte su inquietud adivina el secreto temblor, la impaciencia secreta con que se acogerán al café más próximo, al sosiego y al silencio de un rincón, para leerlo.

El hombre honrado es siempre torpe ante una virgen, y es igual que haya tenido trato con otras mujeres o no, que tenga experiencia amorosa o que carezca de ella. ¡Si habrán abierto libros estos angustiados, estos inquietos que en los alrededores de San Sulpicio adquieren textos de Teología! Sus manos pueden rasgar hojas intactas con independencia de su voluntad y de su mente. Da lo mismo que atienda o no a los dedos ágiles; da lo mismo que se distraiga viendo pasar a una muchacha especialmente atractiva, porque las manos cumplen solas su cometido. Sin embargo, el libro de Teología es como la moza virgen y amada. De nada valen la experiencia y la destreza. Los dedos se cuelan torpemente entre las hojas, rasgan por las dobleces el papel, sin esperar a que la camarera traiga el cuchillo solicitado: porque, como la moza amada, el libro puede reconstruir o deshacer para siempre la vida de este hombre. Dirá: «¡Por fin!». O no dirá nada: arrojará el libro lejos de sí, y, con él, la esperanza.

Claro que muchas otras clases de hombres se ven en las librerías de San Sulpicio. Aquel italiano vestido como un criado inglés de buena casa no pertenecía, desde luego, a la categoría de los inquietos, sino más bien a la de los seguros. Tendría como treinta años, y su espabilada, sapientísima manera de mirar y de sonreír, solamente se concibe en los ojos de un golfo sevillano, napolitano o griego. A mí me chocó desde el primer momento, y me interesó, porque en su apariencia confluían y no acababan de mezclarse dos tradiciones contradictorias: no se mezclaban, y, sin embargo, se influían, se limaban, convivían. Por muy prodigiosamente listo que fuese aquel sujeto, si se le dejase a su albedrío, vestiría de modo impropio y llamativo, y, a la menor ocasión, acaso en medio de la calle, cantaría

Torna a Sorrento acompañado de una mandolina. Hongo, chaqué y pantalones sin vueltas constituían algo así como el sistema de normas apretadas que excluyen pañuelos de colorines y canciones sentimentales; pero la nerviosa agilidad del Fulano, metida en el monótono uniforme, le imprimía tal vivacidad y salero, que se esperaba, al verle, el remate bailado de cualquier movimiento. Algunas de las veces en que coincidimos frente al mismo anaquel, pensé si sería gitano.

No es increíble que un verdadero

butler anglosajón, concebido, v. gr., por Huxley, sea aficionado a la Teología; pero el cliente de las librerías de San Sulpicio no era un verdadero

butler. Lo cierto es que llegué a creer que aquel sujeto no era verdadero, ni siquiera un verdadero italiano, sino un tipo disfrazado, una deliberada falsificación. Su aire, al repasar los textos teológicos, manifestaba excesiva curiosidad intelectual y un poco superior, como si la materia estudiada en aquellos libros quedase por debajo de su caletre. Escogía con rapidez y tino, amontonaba volúmenes, preguntaba por otros, y alguna vez cambió palabras de buen juicio con un joven dominico inglés sobre moderna bibliografía trinitaria. Al dominico le sorprendió tan solo que un laico mostrase tan gran conocimiento sobre cuestiones casi esotéricas: la contradicción entre el ser y la apariencia del italiano le había pasado inadvertida.

Un sacerdote español, amigo mío, me llevó cierta vez a la trastienda de una librería protestante donde un teólogo alemán hablaba del Señor. Se habían congregado allí unas cincuentas personas de la más varia catadura. El conferenciante, sentado en un rincón, abrió un texto de Calvino, leyó unos párrafos, y se puso a comentarlos. Hablaba un francés pulido, claro, y sus palabras describían al Señor como Ser caprichoso y terrible.

—Lo que yo no me explico es cómo, pensando así, se puede andar tan tranquilo por el mundo y decir cosas tan bellas de un Señor en cuya Voluntad no puede tener el hombre la menor confianza.

Me pareció al principio que había hablado el cura, mi compañero; pero advertí en seguida que permanecía a mi derecha, evidentemente desasosegado por lo que iba oyendo, y las palabras venían de la izquierda, y su tono había sido tranquilo, casi burlón. El mayordomo italiano ocupaba el asiento vecino al mío, se había vuelto hacia mí, y me miraba sonriente.

—Usted es católico, ¿verdad? —me preguntó.

—Sí, desde luego.

—Es chocante. Casi todos los presentes somos católicos, salvo un par de ateos y un solo calvinista: la esposa del conferenciante, que es aquella señora fea que le escucha entusiasmada.

—¿Les conoce usted a todos?

—¡Oh, sí! Vengo aquí todos los viernes. ¿Usted viene por primera vez? No se pierda estas conferencias mientras pueda. Observará que la teología protestante, la teología seria, quiero decir, no ha logrado salir de la ratonera en que la metieron hace cuatrocientos años Lutero y Calvino. Aunque quizá la imagen de la ratonera no sea muy exacta: más bien le corresponde la de una cerca de altísimas murallas. Los ratones metidos dentro no tienen más remedio que profundizar y hundirse en la tierra, o saltar hacia lo alto, hacia el cielo. ¿Se da cuenta de que saltar al cielo es lo que pretende este?

No esperó mi respuesta. Volvió la cabeza hacia el conferenciante y escuchó. De cuando en cuando tomaba notas en una libreta vulgar de tapas negras. Así, hasta el final, como si no me hubiera dirigido nunca la palabra. Aplaudimos. Mi amigo, el cura, bastante preocupado, tiró de mí hacia la salida.

—Perdóname. No debí traerte a escuchar estas cosas.

—No pase apuro vuesamercé, señor presbítero, que la fe de su amigo no es de las que vacilan por calvinista más o menos.

El italiano estaba a nuestro lado, saludaba con el hongo en la mano, y hablaba correctamente el español. El cura nos miró alternativamente como diciendo, a él: «¿Quién es usted?», y a mí: «¿Quién es este sujeto?».

—¿Les sorprende que hable tan bien el castellano? No tiene nada de extraño. He cursado en Salamanca la Sacra Teología. Hace ya mucho tiempo, pero la lengua de la calle no he podido olvidarla.

—¿En Salamanca? ¿Dice usted que en Salamanca? —el cura lo miraba ya con simpatía—. Cúbrase, por favor: está lloviendo.

—Ya lo creo, gracias —se puso el hongo después de una breve reverencia—. He estudiado con…

Nombró a seis o siete maestros.

—Naturalmente, no comparto todos sus puntos de vista, pero, sin duda, les adeudo la base de mi cultura teológica. Es lo que yo digo a un conocido mío aficionado a estas cuestiones: por muy anticuada que esté la doctrina escolástica, siempre conviene permanecer amarrado a ella aunque solo sea por un cable sutil, como el barco permanece sujeto al áncora sumergida. No importa que el cable, de puro tenso, vibre y amenace romperse: una pequeña marcha atrás permite alejar el peligro.

Mi amigo el cura era escolástico: esbozó una protesta, pero el italiano la cortó cortésmente.

—Le ruego que me perdone, pero, si le respondo, nos meteremos en una discusión de varias horas y yo tengo que acudir a una cita con mi amo. Otro día, si le parece. Porque volveremos a vernos, ¡ya lo creo que nos veremos!

Saludó y se perdió entre la gente.

El cura permaneció unos instantes mirando el hueco que el italiano había dejado, al pasar, entre la multitud.

—¿De qué le conoces? —me preguntó luego.

—Le he visto algunas veces. Compra lo mejor de Teología, lo más caro y lo más raro.

—¿Sabes que esos maestros que ha citado, lo fueron de Salamanca… hace trescientos años? —y, ante mi estupor, agregó—: Si no recuerdo mal, todos ellos explicaron diversas materias teológicas en los primeros años del siglo diecisiete.

—Es un farsante.

—¿Por qué lo sabes?

—No por razones teológicas, desde luego. Vengo observándole desde hace algunos días. Me da la impresión de ser todo él mentira. Al principio creía que iría disfrazado; ahora tengo dudas acerca de su realidad. Si hubiera de definirlo de algún modo, diría que es un fantasma.

El cura rio.

—Esa no es una definición, sino una escapatoria.

—Es que tú no crees en fantasmas, y yo sí.

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