Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 9.

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Le acompañé hasta la puerta del garito, y ya marchaba, cuando Leporello me llamó.

—Usted no tiene nada que hacer a estas horas. Si queda solo, se meterá en un maremágnum de pensamientos que no le dejaran dormir. Le recomendaría que aceptase las cosas como son, sin pretender, además, explicárselas, que es lo que hacen los hombres discretos; pero usted no lo es. Sin embargo, deseo remediarle la situación, y he pensado…

Hizo una pausa.

—¿Tiene usted amigas en París?

—No.

—¡Tremendo error! Si las mujeres no sirven al hombre de descanso y de olvido, ¿de qué diablos le sirven? Usted necesita hoy de una mujer.

Y como yo sonriese, añadió: «Entiéndame. Hay muchos modos de necesitar una mujer, hay incluso modos honestos, aunque sean los menos recomendables. Pero el de usted, esta noche, es un modo especial. Lo que le remediaría es dejar de pensar en usted para penetrar en otra persona, para ayudarla, quizá para socorrerla. Una mujer desgraciada, atractivamente desgraciada… ¿Qué le parece Sonja?»

—No la conozco.

—Mejor. Un desconocido, en determinadas situaciones, despierta la confianza mejor que un amigo. Llévele usted el pañuelo y la pistola. Aquí va la dirección.

Me encontré abandonado en una calle desconocida de París, una calle tétrica, con un paquete en la mano cuyo contenido bastaría para hacerme sospechoso a la policía, y un papelito con una dirección escrita. Si el río estuviese cerca, quizá lo hubiera arrojado todo a su corriente y habría huido luego. Eché a andar. Quería salir cuanto antes de aquellas callejas que me daban miedo, quería librarme de la pistola. Pasó un taxi y me metí en él. Di la dirección de Sonja. La casa estaba lejos, en una calle silenciosa y ancha, de casas elegantes: me pareció pertenecer al distrito XVI. Junto a las aceras, aquí y allá, esperaban, parados, coches de lujo. Frente a la puerta de Sonja había un biplaza rojo, deportivo, de capota negra.

—Sí, es aquí —me dijo el portero—. Sexto izquierda.

Me envió en el ascensor. El piso de Sonja era el último. Tardé en decidirme. Me golpeaba el corazón y me venían ganas de marchar, de dejar la aventura apenas comenzada. Tuve que recordar a don Quijote, tuve que recordar la pistola guardada ya en mi bolsillo. Llamé al timbre.

—¿Es usted de la policía? —me preguntó Sonja con voz lejanamente temblorosa.

Nos habíamos mirado, antes, en silencio.

—No. No soy de la policía.

—¿Entonces?

—Vengo a traerle esto.

Le tendí el paquete. Ella, al cogerlo, reconoció la pistola.

—¿Dónde estaba?

—Debajo del sofá. El pañuelo, dentro del coche.

—¿También el pañuelo?

—Sí.

Se pasó la mano por la frente.

—Gracias.

Hice ademán de despedirme. Ella me detuvo.

—Espere. ¿Y él?

—No está muerto.

—Entre, se lo ruego.

Abrió del todo la puerta. Quizá yo vacilase. Repitió:

—Por favor, entre. ¿No comprende que…?

Entré; cerró la puerta, y quedó apoyada en ella.

—Quiero saber…

Empezó a sollozar. Y yo, durante mucho tiempo, mientras duró el llanto, no supe qué hacer; permanecí inmóvil, sin decir palabra, sin tenderle la mano. La miraba, la examinaba; miraba y examinaba también, de refilón, el lugar en que nos encontrábamos; un vestíbulo chiquito, alfombrado, suavemente alumbrado; había un sofá estrecho, una acuarela, muy hermosa, de Duffy, y un espejo antiguo de marco oscuro. Algo que se movía detrás de mí trazaba en la pared una sombra larga y tenue.

Sonja vestía falda gris y jersey verde, y llevaba al cuello un collarcito también verde, de menudas cuentas. Era bastante alta, un poco más que yo…

Me resultaba difícil recordar lo que entonces pensé de ella, porque después he vuelto a verla y las primeras imágenes se mezclan a las recientes, y estas alteran las antiguas. Pero no me parece que entonces me haya encantado, al menos a primera vista, y no por falta de atractivos, que mi inspección los había descubierto y ponderado debidamente, sino porque la miraba como la amante frustrada de don Juan, y lo que ella pudiera interesarme era lo que don Juan hubiese dejado en ella, lo que dentro de ella hubiese creado y transformado. Sus sollozos hubieran conmovido a cualquiera, y mucho más a mí, que soy de naturaleza bastante sentimental; pero, en aquel momento, no creía hallarme ante un ser humano, sino en compañía de un personaje literario. Era la amante burlada de un hombre que se hacía pasar por don Juan y que, hasta cierto punto, se portaba como tal: precisamente el matiz determinado por el «hasta cierto punto» era lo que me atraía, lo que hubiera desencadenado un torbellino de preguntas que Sonja no habría, seguramente, contestado. La naturaleza de la burla del Burlador no solo me parecía nueva, sino original, y hacia ella se orientaba mi curiosidad. Sin darme cuenta, desde la conversación con Leporello, el impostor me interesaba, quizás empezaba a obsesionarme. Con independencia de mi voluntad, de mis palabras y de mis actos, algo dentro de mi cabeza daba vueltas, y algo en mi corazón me alegraba de haberme metido en aquel lío.

—¿Quiere tomar una copa conmigo? Deseo preguntarle algo.

Fue Sonja, no yo, quien lo dijo; y me empujó suavemente por el brazo hacia una habitación de buen tamaño que inmediatamente se me hizo familiar y conocida, aunque jamás hubiera estado en ella. Tenía un no sé qué en común con el picadero de don Juan, pero ¿cómo lo diré?, un poco atenuado; como si la persona que allí vivía hubiera dejado huellas más intensas de sí misma en la otra casa.

Por lo demás, la habitación, en su apariencia, era algo así como el estudio y cuarto de estar (quizá también dormitorio) de una estudiante rica y de buen gusto.

Me pareció oportuno alabar algún cuadro, y unas rosas.

—Cada mañana las recibía de España. Él las hacía traer.

Nos sentamos. Sonja ya no lloraba. Se había secado las lágrimas y, mientras yo decía lugares comunes sobre la belleza de las rosas españolas, se remedió, con la brocha de una polverita, la rojez de los párpados.

—Deme un cigarrillo.

Le ofrecí de mis monterreyes.

—Él también fuma tabaco como este.

Esperé sus preguntas. No fueron más que las normales; que si él estaba muy grave, que si le habían atendido a tiempo. No pronunciaba su nombre.

Después me preguntó quién era yo y por qué le había traído la pistola y el pañuelo. La conté muy por encima mis relaciones con Leporello y la circunstancia por que me veía metido en el suceso. Eludí toda información sobre mi persona y el nombre de Don Juan.

—Entonces, ¿no le conoce a él?

—No.

—¿Le interesa saber por qué he querido matarle?

—No tengo ningún derecho a pedírselo, ni sé de ninguna razón que me autorice a meterme en vidas ajenas. Estoy aquí porque un amigo me lo ha rogado, y también porque, viniendo, le hacía un servicio a una mujer desconocida. Pero si el servicio total requiere que la escuche, lo haré.

—¿Sabe usted que, hace unos minutos, cuando usted llegó, yo pensaba seriamente en matarme?

—Lo encuentro excesivo.

—Me sentía culpable, me siento aún, pero empiezo a admitir que pueda estar equivocada. Sin embargo, no me fío de mi juicio.

—Del mío, ¿sí?

—Usted no está apasionado.

—Pero me siento dispuesto a darle la razón.

—Es lo que necesito para seguir viviendo: una medida objetiva de mi culpa. Cuando disparé, creí obrar con justicia. Más tarde, aquí sola, yo misma destruí mis razones y me sentí al mismo tiempo criminal y desventurada. No era capaz de medir mi culpa, ni lo soy todavía, y en mis sentimientos actuales hallo bastantes contradicciones.

Sin quererlo, sonreí.

—La encuentro a usted mucho más razonadora de lo que pudiera esperarse de una mujer en su situación.

Parecieron alegrarle estas palabras.

—La pasión ha sido un paréntesis, no muy largo, y empiezo a recobrarme. Quizá no sea apropiado llamarle pasión, pero todavía no sé de un nombre que le cuadre propiamente. Fascinación acaso, o algo parecido. He sido siempre, y espero volver a ser, una mujer fría. De modo que no fue el horror de mí misma, ni tampoco el sentimiento de abandono, lo que me hizo pensar en el suicidio.

—Sin embargo, no hace media hora, usted lloró.

—¡Oh, volveré a llorar! Hay muchas cosas que no olvidaré fácilmente, hay algunos estados que revivirán con el recuerdo. Quizá solo puedan desaparecer cuando me convenza de que no han sucedido.

—¿Sospecha usted que hayan sido irreales?

—Sí.

—¿Con la irrealidad de lo fantástico?

—¡Oh, no! Más bien de lo perfecto.

—¿A pesar del incidente que provocó el disparo?

—¿Es que lo conoce?

No supe negarlo. Vi cómo se ensombrecían los ojos de Sonja, como aparecía en ellos algo semejante a la vergüenza.

—El criado me dio una versión. La tendré por verdadera mientras usted no la desmienta.

—Me gustaría hacerlo, pero no sé mentir.

—¿No se pregunta por qué el criado, que estaba conmigo cuando usted disparó, haya podido saberlo?

—Son tantas las cosas que me gustaría poner en claro, que esa no tiene importancia. Lo que ahora me pregunto, lo que me preguntaba con insistencia antes de llegar usted, lo que me inclinaba a sentirme culpable, es la duda de si me he equivocado o no.

—¿En qué?

—En haberme sentido objeto de una seducción amorosa, o, más bien, de un cortejo; en haber creído que dos meses de vida en común, dos meses extraordinarios, imprevisibles e incomprensibles, conducían al amor, lo eran ya.

—¿Por qué lo duda?

—Porque, durante ese tiempo, la palabra amor no fue pronunciada. Quiero decir en el sentido corriente, amor de hombre y mujer.

—¿Qué otra cosa podía ser?

—No lo sé.

Entonces se me recordó la confusa intuición habida en casa de don Juan, de hallarme metido en algo que era a la vez religioso y blasfemo, y el recuerdo volvió a estremecerme…

—¿Qué le sucede?

—Nada. Pero si todavía considera oportuno que escuche lo que antes pretendía contarme, le confieso que tengo el mayor deseo de conocerlo.

Sonja no me respondió. Se levantó, revolvió entre los papeles de la mesa, y me alargó un cuaderno escrito a máquina. Leí la cubierta. Se titulaba: «Don Juan. Une analyse du mythe».

—Mi tesis doctoral. Fue aprobada en la Sorbona hace dos meses.

Empecé a hojearla. Ella volvió a su asiento y estuvo unos instantes silenciosa. Luego, se levantó, sirvió algo de beber y, sin haberlo pedido, cogió uno de mis cigarrillos. Yo seguía, en silencio, sus movimientos. Durante nuestra conversación, había olvidado su condición femenina. Ahora, al observarla, advertí los encantos a que Leporello se había referido, y algunos otros, inéditos, y me sentí dispuesto a dejarme encantar por ellos.

—No sé quién es usted ni me importa —dijo—. Si fuese mi amigo, o, al menos, un conocido, no le contaría nada. Las razones son fáciles de comprender para usted, que será, quizá católico, y que, cuando se confiesa, prefiere hacerlo con un cura desconocido. También me alegra que sea usted latino. Los latinos estiman todavía, según creo, eso que llaman la pureza de una mujer, y si no la estiman, no desdeñan al menos a la que carece de experiencia sexual. Un hombre de mi país no me preguntaría jamás si soy virgen o no, pero se reiría de mí si le dijese que lo soy. Y se reiría más al saber que lo soy por voluntad deliberada, no como resultado de un prejuicio o de un complejo. Sobre esto estoy tranquila: mi conducta sexual no obedece a nada oscuro, o, al menos, a ninguna de esas tenebrosidades que el psicoanálisis aclara. Fui creyente, de niña, y cuando dejé de creer, la diferencia más importante entre mis compañeras y yo, consistía en que ellas deseaban llegar a los diecisiete años para tener un amigo, y yo no sentía prisa. Debo decir que mi temperamento frío no me apremiaba; recibí la información sexual con indiferencia, y si después se me ocurrió buscar un sentido no biológico de la virginidad, confieso que no se lo hallé. Pude, más tarde, haberme casado como cualquiera, y nunca pensé que haya de quedar soltera, pero jamás el matrimonio ha contado entre mis propósitos inmediatos, como tampoco ningún tipo de relación amorosa o simplemente sexual. Ya le he dicho que temperamentalmente me era innecesario, y profesionalmente me resultó más cómodo. El amor, el ejercicio sexual, roban mucho tiempo a las mujeres dedicadas a la ciencia.

Probablemente me reí, o quizá simplemente sonriera. Ella se interrumpió.

—¿Lo encuentra raro?

—Sí.

—¿También monstruoso?

—Simplemente raro.

—¿Quizá patológico? —insistió ella.

—Raro es la palabra, o, si lo prefiere, desacostumbrado. No el resultado, entiéndame, sino los motivos. Para mí, que soy católico, la castidad tiene sentido como sacrificio ofrecido a Dios, y, acaso por eso mismo, la entiendo también cuando es homenaje a la persona amada. Fuera de estos dos casos, me parece una estupidez.

—¿Y quién le dice que la mía no sea también homenaje… no homenaje, sino ofrenda? A la ciencia, desde luego.

Me encogí de hombros.

—No concibo las entidades abstractas. Toda ofrenda es amor a persona viva… Es posible que no me entienda.

—¡Oh, sí, ya lo creo! Ahora, sí; hace dos meses, quizá no le hubiera entendido.

—Y todo eso que acaba de explicarme con tanta precisión, sin un solo temblor de voz…

—¿Por qué había de temblarme?

—A una mujer de mi país, sin duda, la voz le hubiera temblado.

—Yo no soy de su país.

Bajó los ojos, quedó callada un poco tiempo, y, mientras callaba, se obró un cambio en su rostro, trasmudado por una sonrisa que parecía venir de algún recuerdo.

—Sé cómo son y cómo aman las mujeres latinas. Sé cómo piensan y cómo sienten, pero lo sé a través de libros, porque hube de leerlos a causa de mis tesis, para familiarizarme con la mentalidad que había creado el mito. Le confieso que, al principio, no solo no compartía la absurda moralidad sexual de ustedes, sino que la despreciaba. Más tarde dejé de despreciarla, aunque siga sin compartirla, pero sospecho ya que, a pesar de sus aberraciones, están ustedes más cerca que nosotros del misterio encerrado en la vida sexual. Y, ya ve, tengo que reírme de mí misma, porque soy materialista, y razonablemente no puedo creer en el misterio, sino todo lo más en zonas de la realidad todavía inexploradas. Pero, evidentemente, hoy he experimentado

ese misterio en mi persona.

Pregunté con la mayor objetividad:

—¿El misterio sexual?

—Un misterio del que lo sexual no es más que parte, o quizá solo expresión. Y esto es lo que tiene que ver con él.

—Hay algo que no me ha dicho todavía. ¿De dónde le vino el interés por «Don Juan» como objeto de su investigación?

—Kierkegaard, Mozart. Más tarde, Molière y algún poeta. Curiosidad intelectual.

—No creo que ninguna mujer pueda sentir, ante Don Juan, una curiosidad meramente intelectual.

—Si en la mía hubo algo que no lo fuese, permaneció en el inconsciente y permanece todavía. Le aseguro que jamás he tenido ninguna intuición especial sobre el ser de Don Juan o sobre su significado. Mi tesis no añade nada: recopila, sistematiza, allega materiales antes nunca juntados; los organiza, y establece conexiones. Es un trabajo científico moderno.

Señaló el cuaderno con gesto burlón.

—Él me dijo que es una tesis equivocada.

Por primera vez en toda la noche, sus palabras se acentuaron de amor, como si cualquier muchacha hubiera dicho, entornando los ojos: «Él confesó que me quería»; y, del mismo modo que las muchachas vulgares, quedó en silencio, como si sus párpados cerrados quisieran retener un recuerdo huidizo.

—Me lo dijo la misma tarde en que mi tesis fue aprobada en la Sorbona. Había muy poca gente, pero él estaba allí, con ese aire aburrido del que se ha equivocado de diversión. Me miraba, y yo no podía dejar de preguntarme quién era, si un amigo, si un conocido al que hubiera hablado alguna vez y no lograse recordar. No había en la sala quien me felicitase, ni me esperaba un enamorado que quisiera festejar conmigo aquella noche mi pequeño triunfo. Me encontré sola en el claustro, y entonces se me acercó y, como la cosa más natural del mundo, habló conmigo durante no sé cuánto tiempo sin que me pareciese extraño, y tampoco me sorprendió que me invitase a cenar para seguir charlando. Hasta entonces me había parecido un extranjero bien informado sobre «Don Juan», quizá un profesor de Literatura que supiese más que yo de aquello que yo creía conocer tan bien. Pero, desde que nos sentamos en un rincón del restaurante, me sentí con él tan a gusto como con el amigo más antiguo y querido. Fue entonces cuando me dijo que mi tesis estaba equivocada, y que el verdadero Don Juan Tenorio no se parecía en nada a aquel sujeto cuyo retrato moral yo había trazado, y a mí me hizo gracia y casi me halagó, y aquel agrado fue el primer síntoma de una fascinación que creció, desde entonces, cada día; que culminó esta tarde y que esta tarde se ha desvanecido. Era un sentimiento nuevo, que pude analizar mientras le escuchaba y que me pareció tan natural como todo lo que sucedía, como todo lo que pudiera suceder. Fue seguramente esta sensación de naturalidad lo que me hizo permanecer inerte y receptiva; lo que, finalmente, me hizo abandonar todo análisis y entregarme a una espontaneidad llena de sorpresas, y por eso más encantadora.

Y, de repente:

—¿Estuvo usted alguna vez enamorado?

No me dejó responder. Se había levantado bruscamente del sofá, y continuó hablando con entusiasmo creciente, que las manos expresaban; a veces, con un temblor de ternura en el trasfondo de las palabras.

—No lo escuchaba solo por lo que me decía, sino principalmente por la manera de decirlo. El tono, el modo de mirarme, sus movimientos y sus gestos, quizá algo inefable que salía de él y le envolvía como un aura, me herían dulcemente, me herían casi traidoramente, porque yo creía entonces haberme desentendido de todo lo que no fuesen sus ideas sobre

Don Juan, de todo lo que no sujetaba la atención de mi mente; y, sin embargo, lo que en su voz había de caricia, me acariciaba. Creía responderle, creía sonreírle para que me siguiese hablando, pero, en realidad, mis palabras y mis sonrisas las guiaba desde dentro de mí algo nuevo y profundo que apetecía aquella felicidad creciente, desconocida, turbadora.

Repitió entonces:

—¿Estuvo alguna vez enamorado?

—Sí.

—¿Y es así como empieza?

—Es uno de los modos de empezar.

—¿Es un modo corriente, o más bien extraordinario?

—Es el modo como se enamora todo el mundo.

Por ejemplo, yo mismo; desde hacía unos minutos, desde que Sonja se había levantado, desde que sus palabras —cada vez menos abstractas— parecían pertenecerle enteramente, como la risa o el llanto, y no ser la traducción estricta de sus excogitaciones, desde aquel momento yo me sentía conmovido y turbado, y empezaba a enamorarme.

—No olvide lo que antes le dije: aquella manera de estar me parecía natural: todo lo que aquel día sucedió, y los restantes, y hoy mismo hasta cierto momento, lo fue. Considerada ahora fríamente aquella naturalidad, resulta, no solo excesiva, sino sospechosa e ininteligible. Un ser humano no puede vivir con la naturalidad de un arcángel, y, sin embargo, es así como he vivido durante este tiempo. Ahora mismo, no solo no comprendo, no solo no me lo explico, sino que, además, lo siento y lo recuerdo como si no me perteneciera, lo siento como ajeno a mí, pero desearía ardientemente que fuese mío. Le juro que puedo recordar minuto a minuto, palabra por palabra, y que, al recordarlo, me conmueve, pero no como mío, sino como puede conmoverme el espectáculo de un personaje teatral con el cual me haya identificado durante dos o tres horas, y cuyo destino desease asumir. Y, sin embargo, nada era ajeno a mí, nada venía de fuera, salvo el encantamiento: sus efectos los sentía en mi cuerpo, en mis nervios, eran míos como nada lo ha sido jamás.

—¿Debo entender que había dentro de usted una mujer nueva que ahora se ha desvanecido?

—No. Era yo misma. Todo era mío y lo es aún, pero de ese modo como es de uno lo robado.

Me reí. No porque la comparación fuese especialmente cómica, sino porque necesitaba reírme o hacer algo impropio que me permitiese disimular los efectos secundarios que la presencia de Sonja me causaba. Se estaba repitiendo en mí lo que ella, con palabras tan pedantes como precisas, me había descrito. Pero mi risa no la irritó ni pareció enterarse de ella.

—Fui yo misma quien, aquella noche, le rogué, sin el menor embarazo, que nos viésemos al día siguiente. Estaba tan absolutamente poseída de su presencia que, cuando me dejó, no sentí la soledad inmediata. No estaba, entonces, realmente sola; no lo estaba por primera vez. Aquí mismo, mientras me acostaba, me sorprendí hablándole y me reí de mi locura, pero no dejé de hablarle hasta quedar dormida, como deben de hablar con Dios los que rezan. El día siguiente lo pasamos enteramente juntos, y el otro, y el otro. Al cuarto, me dijo que no podríamos vernos, porque algo le solicitaba fuera de París, y me pareció natural; pero mi desasosiego, mi desazón, llegaron hasta la angustia. Sentí las horas, me metí dentro de ellas, las recorrí enteras y, por primera vez, supe lo que es la soledad. Cuando, de noche, me telefoneó, le respondí sollozando.

Interrumpí:

—¿No le sorprendió su nombre?

—¿Su nombre? ¿Por qué me lo pregunta?

—Solo por precisar un detalle.

—No sé cómo se llama, y, hasta ahora mismo, nunca me he dado cuenta de que no lo sabía.

Se sentó en el borde de la mesa, absorta.

—Jamás le he preguntado su nombre, ni sentí necesidad de preguntárselo, ni su nombre hubiera añadido nada.

—Cuando Jacob combatió con el ángel, le preguntó su nombre, y creo recordar que también algún profeta se lo preguntó a Jehová.

—Ni Jacob estaba dentro del ángel ni el profeta dentro de Dios, como yo estaba dentro de él y él dentro de mí.

—¿Dentro de quién?

—De él, de él…

Se llevó las manos a las mejillas, sorprendida, confusa.

—¡Oh, ahora necesito saber su nombre, porque se rompió el encanto! Dígamelo.

—No lo sé.

—Entonces, ¿por qué…?

Me volvió la espalda, fue hacia la ventana y apoyó la frente en el cristal. Vi cómo el reflector de la Torre iluminaba a ratos su rostro oscurecido.

—Me gustaría hacerle comprender —dijo, sin mirarme— que no me ha sido necesario saber su nombre.

—¿Por qué a mí?

—Porque así yo misma lo comprendería.

—Cuando se ama, el nombre estorba. La amada es «ella». Y cuando la amada se posee, cuando es de veras del que ama, entonces se le inventa un nombre secreto, ese nombre que es la clave del amor.

Se volvió hacia mí rápidamente.

—¿Lo sabe por experiencia?

—No. Lo he leído.

Hubiera crecido a sus ojos de dar por mía la experiencia; reconocer la ajena, la decepcionó.

Se acercó con calma, ondulante el cuerpo, distante el alma, y se sentó.

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