Don Juan

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CAPÍTULO II » 2.

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El Santo Oficio tuvo intervención en el negocio de su muerte, aunque más bien indirecta y casi puramente instrumental. Una noche, Garbanzo Negro, después de darse a todos los ángeles a causa del dolor, había logrado calmarlo con un mendrugo de pan seco: aprovechaba la bonanza para estudiar un punto oscuro en las relaciones internas de las Tres Divinas Personas. Dormía Salamanca, y por la ventana abierta llegaba el rumor del río, y la música del viento jugueteaba en los olmos. Molestaban las luces a los ojos enfermos de Welcek, y, en tales ocasiones, Garbanzo Negro usaba de sus prerrogativas para estudiar a oscuras. Sonaron entonces unos pasos en el claustro. Creyó Garbanzo Negro que algún padre se había sentido indispuesto, y buscaba el lugar del desahogo, pero los pasos se detuvieron frente a su puerta y alguien llamó.

—Adelante.

Entró una sombra en la celda.

—¿Qué sucede? ¿Se ha puesto enfermo el padre maestro? —preguntó el Garbanzo.

Saltó de su sillón, y derribó el rimero de textos en que había andado hurgando.

—Le buscan a usted, padre Welcek —dijo una voz desconocida—. ¿Quiere hacerme la merced de encender la luz?

Y mientras el Garbanzo buscaba a tientas el velón, la voz recién llegada añadió:

—Extraño olor a azufre.

—Lo da mi lámpara. La acabo de apagar.

Solo con tocar la mecha, la celda se alumbró; había hecho la operación de espaldas, para no inquietar al visitante.

—¿Qué sucede? —dijo el Garbanzo, volviéndose; y entonces advirtió que el recién llegado vestía como familiar del Santo Oficio.

Sintió, sin saber la causa, el cosquilleo de un temor.

—¿Qué sucede? —repitió.

—Le requieren a usted, padre, y perdone la hora intempestiva, pero es negocio cuya solución rápida importa. ¿Quiere usted acompañarme?

El tudesco puso cara de vinagre.

—Me duele el estómago a rabiar. ¿No podrían dejarlo para mañana? Los señores inquisidores deben comprender que estas no son horas de molestar a un cristiano.

—Mis señores le suplican, padre Welcek, que perdone esta impertinencia, pero le ruegan que me acompañe. El superior está advertido y ha dado su consentimiento.

—Entonces, no hay más remedio. ¿Está fría la noche?

—Más bien, tibia.

—¿Puedo ir sin la capa?

—Quizá haga frío en la prisión.

—¿La prisión? —El cuerpo de Welcek se estremeció sin permiso del Garbanzo, y este pensó que si aquello era el comienzo de un proceso, mataría el cuerpo del fraile de una perforación; después, el infierno resolvería. Porque él no estaba dispuesto a disputar con inquisidores; menos aún a soportar, encima de la úlcera, torturas.

—Vamos a donde usted quiera —dijo, envolviéndose en la capa.

Después de una breve disputa en la puerta sobre quién salía el último, se echaron al claustro y a la calle.

Caminaba el familiar en silencio precavido, y el diablo iba pensando que, después de todo, bien pudieran evitarle aquel tropiezo, puesto que su curso de teología no estaba completo y difícilmente volvería a tener ocasión de tan cumplido aprendizaje. ¿Qué más quería el infierno que contar entre los suyos a un gran teólogo?

Un suave luar envolvía la ciudad, y las dos sombras, la del familiar y la del fraile, deslizándose rápidas, tenían algo de sobrenaturales, y alguien que las vio venir de lejos se acogió al refugio de un pórtico y al remedio de la cruz, por si, como parecían, eran seres del otro mundo. La santiguada le sentó como un tiro al Garbanzo. De buena gana hubiera dado al temeroso un achuchón; pero el familiar, que iba delante, parecía apurado, y había que seguirle por respeto al Oficio.

Entraron, por una puerta pequeña y disimulada, en el palacio de la Santa Inquisición, y apenas recorridos un claustro y dos crujías, fueron recibidos por un fraile dominico.

—Buenas noches, padre Welcek, y perdónenos Su Paternidad por la molestia, pero tenemos necesidad de sus servicios.

El familiar había desaparecido.

Como las palabras del dominico parecían amistosas, el Garbanzo se sosegó.

—¿Qué les sucede?

—Venga conmigo y lo vera. Le esperan los señores inquisidores.

Le metió por un pasillo lateral, y después de bajar escaleras sombrías, llegaron a una mazmorra, que, por la humedad, debía de hallarse por debajo del río. Allí, mal alumbrado, estaba el Santo Tribunal, sentados sus miembros detrás de una mesa, todos enlutados, misteriosos y terribles. Al tropezarse con la realidad inquisitorial, que el Garbanzo solo conocía de oídas, se le pusieron los pelos de punta.

—Adelántese, padre Welcek —le dijeron en latín—. Adelántese y siéntese, y échenos una mano, que estamos necesitados de ella.

Uno de los inquisidores se levantó, y señaló un rincón de la mazmorra.

—Vea usted ese flamenco recién llegado a Salamanca. Sospechamos que ha venido a introducir papeles luteranos, y que él mismo es un hereje; pero habla un lenguaje endemoniado, y no hay manera de entenderle. Hemos pensado que, como Vuestra Paternidad es tudesco…

—No veo a nadie —respondió Welcek por fastidiar; pues bien veía, no solo el cuerpo del flamenco tumbado en un rincón y quebrantado, sino también el compañero que en el cuerpo se escondía. No pudo, de momento, identificarlo, pero le dio el tufillo de que algo diabólico andaba por allá dentro.

—¿Quiere Su Merced valerse de este candil? —le dijo el inquisidor, ofreciéndole uno.

Lo tomó, y alumbró al caído, al tiempo que lo empujaba con el pie.

—¿Quién eres y qué te trae? —preguntó en flamenco.

—Soy Polilla. He venido para hablarte.

—¿Y no encontraste manera más cómoda que esta?

—Nunca creí que estos frailes se las gastaran tan ternes. Un cuerpo de mercader me pareció excelente para el caso, pero estos me lo han puesto hecho unos zorros. A ver si consigues que me dejen en paz. Mañana tengo que restituir el cuerpo y está muy dolorido.

Welcek se volvió hacia los inquisidores expectantes.

—Es un mercader Flamenco y se llama Ruysbroeck. ¿Qué quieren Vuestras Mercedes que le pregunte?

—Interróguele por el Catecismo Tridentino.

—¿Puedo sentarme?

—Si Vuestra Paternidad lo considera imprescindible…

—Recuerden que estoy enfermo.

Le trajeron un escabel, y se sentó.

—Mira, Polilla: vamos a hacer que hacemos durante unos minutos y espero que luego te dejen en libertad. Mientras tanto, como te han de oír a ti más que a mí, puedes irme adelantando algo de la embajada. Háblame de carrerilla, como si estuvieras dando tu lección de doctrina. Tiene que aparecer como que estoy examinándote de catecismo.

El cuerpo del flamenco se revolvió un poco, gimiente.

—¿Qué pretenden saber los frailes?

—Si eres hereje.

—Desde su punto de vista, lo soy, probablemente. Profeso el calvinismo.

—¿Es posible? —preguntó el Garbanzo con sorpresa.

—Durante varios años asistí a un hugonote francés, y me ha convencido.

—Pero ¡eso es una estupidez! Nosotros siempre fuimos católicos.

—Eso era antes. Desde Lutero se han descubierto puntos de vista extraordinarios. Cierto que el luteranismo no puede convencernos a nosotros: es demasiado sentimental. Pero ¡amigo mío!, la lógica de Calvino es implacable. Uno de nosotros no podría razonar mejor. ¡Y qué cosas dice del Enemigo!

El Garbanzo le miró con desprecio.

—Tú no has oído al padre maestro Téllez. ¡Eso sí que es lógica, y profundidad, y sabiduría! He podido comprobar que nadie en el mundo sabe más cosas de Dios que él.

—El catolicismo está atrasado —repitió—, y yo pienso recomendar en el infierno una atención mayor a las nuevas herejías. Desde nuestro punto de vista, son mucho más convincentes.

—Si en el infierno hubiera inquisición, te denunciaría a ella. ¡Pues sí que tiene gracia, un diablo hereje!

—Como un diablo católico. Pero ¿no crees que ya está bien de charla? Da cuenta a esos frailes del resultado del examen. No puedo tenerme en pie, y este cuerpo me duele horriblemente. Tengo necesidad de abandonarlo y descansar un poco. Además, el asunto que me trae tiene prisa.

Welcek se volvió a los inquisidores.

—Reverendos padres, hallo en este hombre la conveniente corrección de doctrina. Le tengo, además, por verdadero siervo de Dios. Es terciario franciscano.

—¿Le interrogó Vuestra Reverencia sobre puntos concretos de la Santísima Trinidad? En esos países están muy extendidos los errores de Calvino.

—El buen hombre no ha oído jamás el nombre de ese engendro del infierno.

Los inquisidores consultaron entre sí.

—Le estamos agradecidos, padre Welcek. Puede retirarse.

—Y, cuando tenga un rato libre —añadió el que parecía presidirlos—, me gustaría que charlásemos un rato sobre temas trascendentales. Tengo entendido que el padre Téllez ha encontrado en usted un verdadero sucesor.

—El padre maestro me honra con su confianza.

—Sin embargo, él se aparta en algunos puntos del Doctor Angélico.

—Pero se acerca a San Agustín.

—¡De eso quiero que hablemos! ¿Cuándo tendré el gusto de verle por esta casa? Ya sabe que se le aprecia, y no podremos olvidar el servicio que acaba de hacernos.

—Cuando lo mande Vuestra Paternidad. No tiene más que avisarme.

—Vaya, pues, con Dios. ¡Y cuídese el estómago!

—Que Él le proteja. Gracias.

El Garbanzo se encaminó a la puerta, con paso rápido, pero se detuvo a una voz de Polilla.

—¿Es que vas a dejarme aquí?

Se volvió hacia el doliente.

—Los frailes se encargarán de curarte. Quizá mañana te dejen en libertad. Ya sabes donde vivo.

—¿Qué le sucede al mercader? —preguntó, solícito, uno de los inquisidores.

—Me pide, por caridad, que lo lleve conmigo. Dice que le duelen las costillas y que tiene hambre.

—Respóndale que no es posible. Hay que escribir muchos papeles antes de darle la libertad, y él tiene que firmarlos; pero se le dará comida y una cama, y hasta un poco de aguardiente si lo desea, después de friccionado con un cocimiento de vinagre y sal, excelente para estos casos.

—Ya lo has oído —dijo Welcek a Polilla.

—Pues yo no aguanto más.

—¿Qué vas a hacer?

—Morirme.

El cuerpo del mercader dio un gran gemido, y se desplomó en el suelo. Acudieron los frailes, y uno de ellos dictaminó:

—Está muerto.

Todos se santiguaron respetuosamente.

—Pues no fue para tanto. Al bígamo de ayer le estiramos hasta la séptima clavija, y ahí anda, tan campante.

—Eso va en naturalezas.

Uno de los inquisidores se había arrodillado y rezaba la recomendación de las almas difuntas.

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