Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO II » 6.

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Don Juan era un mancebo casi de su edad, y muy hermoso, pero más alto y de más recia complexión, y todo él gracioso en el movimiento, con una suerte de reposada agilidad cuyos efectos estéticos sorprendieron a Garbanzo de momento. Deploró su prisión, que no le permitía investigar en los internales de su amo, pero dejó para más tarde la curiosidad, porque le dio en las narices que el ejemplar humano que tenía delante valía la pena.

Vestía Don Juan unos calzones negros y una camisa despechugada, y en vez de zapatos, calzaba zapatillas, y traía en la mano dos espadas.

—Así, te cansas, y luego no aguantas arriba de un par de asaltos. ¡Vamos, vístete pronto!

Arrojó una de las espadas sobre la cama de Leporello, y salió. El criado se vistió rápidamente.

—Ya estoy, señor.

—Entra.

Leporello entró. La estancia de Don Juan era así como una celda grande, con dos ventanas muy alumbradas por el sol. Había en ella, además de la cama, anaqueles de libros, una mesa, y un armario ropero. Los libros eran de pensamiento y poesía. Las ropas del armario, finas, aunque negras. Sobre la cama colgaba un Cristo antiguo, y por alguna parte había un rosario. Leporello pensó que Don Juan debía de ser un buen cristiano.

—Hoy vamos retrasados. Habremos de abreviar el ejercicio, si no queremos perder las primeras lecciones. ¡En guardia!

¡Brava cosa es un hombre con una espada en la mano! A través del saber de Leporello, el Garbanzo respondía y se gozaba en la destreza. Pero tenía que defenderse, porque el brío y la habilidad de Don Juan eran mayores.

—¡Tocado! —gritaba Don Juan, y seguía acosándole.

Hasta que llamaron a la puerta. Entró un padre jesuita. Don Juan saltó hacia atrás, y le hizo con la espada un gentil saludo, que Leporello imitó involuntariamente, porque era también gracioso.

—Buenos días nos dé Dios, Don Juan Tenorio.

—No parecen malos, padre Mejía. ¿Qué lo trae por aquí?

Una mirada advirtió a Leporello que estorbaba, y salió; pero a la comisión del Garbanzo le importaba saberlo todo. Dejó el cuerpo del criado sobre la cama y se coló en la habitación.

Se habían sentado —Don Juan sobre la cama—, y el jesuita iniciaba un circunloquio, que pronto desembocó en noticia: un Padre de la Compañía, recién llegado de Sevilla, traía malos informes sobre la salud de Don Pedro Tenorio, el padre de Don Juan, que llevaba varios días en la cama enfermo de un mal aire. Como era viejo, podría suceder que muriese, y para ese trance, venía el jesuita con sus ofrecimientos.

—Porque sabemos que piensa usted entrar en el sacerdocio.

—No me he determinado todavía —respondió Don Juan.

—Es un propósito loable, pero que no debe hacerse sin meditarlo largamente. El sacerdocio secular entraña gravísimos peligros, no por la permanencia en el mundo, que gracias a Dios, las últimas reformas han mejorado mucho la condición de cura, sino porque un caballero, como es usted, no puede, lógicamente, resignarse a preste de misa y olla, sino que pensará hacer carrera, y alcanzar a lo menos un obispado. Y esto, querido amigo, es lo grave y arriesgado. La ambición pone en peligro nuestra vida espiritual, y son muchos los que olvidan a Dios por correr tras una mitra. Y no es solo nuestra vida moral. Porque, de un caballero inteligente como usted, con tan buena reputación de estudiante agudo, podemos esperar grandes hazañas intelectuales si vive con el sosiego que requieren los libros y las investigaciones. Y, en este caso, ¿qué mejor que nuestra Compañía? Somos, usted lo sabe bien, una milicia de sabios, y en la actualidad, la última palabra teológica es la del padre Molina. Venga usted con nosotros y encontrará lo que apetezca, tanto en el orden de la cultura como en el de la educación. Los jesuitas somos casi todos caballeros, o por lo menos, hijosdalgo, y no se da entre nosotros el fraile grosero que impide a los espíritus delicados entrar en religión. Por otra parte, ofrecemos ocasiones heroicas a los hombres valerosos. Merced a ellos, quiero decir a unos pocos jesuitas, la herejía no domina enteramente en Inglaterra, y la sangre del padre Campion fructifica cada día.

Hizo ademán de levantarse, y el Garbanzo regresó rápidamente al interior de Leporello, apercibiéndose para la salida del jesuita. Quien fue cortésmente acompañado hasta la puerta por Don Juan, mientras le aseguraba que, de inclinarse por el sacerdocio, tendría el ofrecimiento muy en cuenta.

Salió el jesuita y Don Juan ordenó:

—Vamos a desayunar rápidamente. Tengo malas noticias de mi padre y es necesario ponerse en camino hoy mismo.

Se vistieron de calle en un santiamén, y salieron. Hacía un día claro y dulce, anticipo de primavera, y las capas comenzaban a estorbar. Pasaron de prisa por la plaza de la Universidad, buscando un figón, y del colegio de los Irlandeses llamaron a Don Juan.

—¡Señor Tenorio! ¡Señor Tenorio!

Era un padre dominico. Se detuvo Don Juan mientras llegaba el fraile, y Leporello permaneció unos pasos detrás, pero no tanto que se perdiese la conversación.

—Salía para buscarle, mi querido Don Juan. ¿Sabe usted que llegó anoche de Sevilla uno de nuestros Padres, y que trae malas noticias?

—Ya sé que mi padre se encuentra enfermo.

—¡De mucha gravedad! Cuando mi compañero de religión abandonó Sevilla, no le daban dos días de vida.

Una ráfaga sombría pasó por los ojos de Don Juan.

—Pensaba marchar inmediatamente.

—Hágalo Vuesa Merced cuanto antes, aunque temo que ya sea tarde.

—En ese caso…

—¿No marcha usted?

—Por el contrario, lo haré sin desayunar.

—Mi querido Don Juan, si mi señor don Pedro ha muerto, unos minutos de retraso no le harán recobrar la vida. Quería decirle algo.

Don Juan asintió con la cabeza, y el dominico habló durante unos minutos. Sabía el propósito de Don Juan referente al sacerdocio, y le invitaba a ingresar en la Orden Dominica. Porque ninguna otra tan apropiada a un joven con tan brillante porvenir intelectual. Y porque la última palabra de la teología eran las doctrinas del padre Báñez, justamente en aquellos puntos opuestos al padre Molina, jesuita; y porque…

Se despidieron asegurando Don Juan que tendría la oferta muy en cuenta si se determinaba su vocación.

—Vámonos a casa, Leporello. Hay que preparar el viaje.

—¿Sin desayuno, señor?

—Ya comeremos algo por el camino.

Pero en casa les esperaba una visita: un fraile mercedario, recién llegado de Sevilla, que había asistido al entierro de don Pedro Tenorio.

—Toda Sevilla estaba en sus exequias, llorando por aquel santo que Dios se llevó a su seno. Clamaban los pobres por quedar en orfandad, y los ricos por perder un ejemplo de virtudes. A juzgar por sus obras, debe estar en el cielo.

Don Juan, entristecido, se había sentado, y el fraile hizo un largo panegírico del difunto, a quien había tratado largamente por su amistad con los padres mercedarios.

—Tenía por nosotros un elevado amor, y muchas veces me confesó la esperanza de ver a su único hijo vestir nuestro hábito blanco. Y verdaderamente, sería para nosotros un gran placer contarle por uno de los nuestros. Me han informado, mi señor Don Juan, de su afición a la sagrada teología, y si es así, ¿qué mejores maestros que los nuestros? Alguna vez habrá escuchado lecciones del sabio padre Zumel. Su posición equidistante entre las exageraciones del dominico Báñez y las del jesuita Molina, representa la verdadera doctrina acerca del espinoso tema de la gracia. Verdaderamente, la última palabra teológica es la del padre Zumel.

—Lo tendré en cuenta, Padre, lo tendré en cuenta.

Leporello deploraba su especialización en teología trinitaria y su fidelidad al padre maestro Téllez. De aquello de la gracia no sabía gran cosa, y se consideró retrasado en el tiempo y algo pasado de moda.

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