Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO III » 1.

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—¿Qué le parece? —me preguntó Leporello, con los hocicos engrasados, relucientes los ojos de satisfacción y vino.

—Solamente regular. Me ha llamado la atención su lenguaje clasicoide.

—¡Oh! No irá a decirme que es artificioso. Recuerde que lo aprendí en Salamanca en el siglo XVII, y que buen trabajo me cuesta no hablarle a usted como se hablaba entonces. Que me queden algunas reminiscencias resulta natural, sobre todo cuando el recuerdo me lleva a aquellos tiempos. Además —añadió— no le pedía un juicio literario.

—A pesar de todo, y de momento, ya que no puedo considerar su relato más que como cuento fantástico, debo decirle que la presencia del diablo…

—… de un diablo —me corrigió en seguida.

—Sea. La presencia de un diablo en la historia de Don Juan le quita originalidad, la hace parecerse demasiado a la historia de Fausto. Ya un viejo amigo mío, profesor agudo, decía de los escritores modernos que, cuando reinventan a Don Juan, o sacan un nuevo Fausto o un nuevo Hamlet. Usted ha preferido un nuevo Fausto.

Leporello movió la cabeza. Bebió en seguida un trago de vino y se limpió la boca con el dorso de la mano. Explicó:

—En el siglo XVII no abundaban las servilletas.

—No ha respondido a mi objeción.

—¿Para qué, si es usted tan poco perspicaz? ¿Puede comparar mi intervención en la historia de Don Juan con la de mi cofrade Mefistófeles, que, dicho sea de paso, no ha existido jamás, en la de Fausto? Yo no he actuado nunca de tentador, sino de testigo; y a partir de cierto momento —¡qué momento, amigo mío!—, me he limitado a ser amigo y criado servicial. Concédame, al menos, cierta originalidad como diablo. Y si no es capaz de descubrirla, le diré que soy un diablo encantado de parecer un hombre, y que si me fuese dado, lo sería de verdad aún con riesgo de muerte.

—Su amo también es hombre, y, según usted…

—Ese es otro cantar.

Sonreí.

—En este aspecto de su persona, reconozco que no debe nada a Fausto, pero sí al Judío Errante. Su amo debe de haber leído mucho, pero, como inventor, no es de gran originalidad.

—¡Usted qué sabe!

—Es lo que se colige.

Leporello sacó una pipa, la rellenó parsimoniosamente, y hasta que la encendió no se dignó contestarme; pero de cuando en cuando sus ojillos burlones me miraban.

—¿Le gustaría conocer la historia entera?

Miré el reloj.

—Me temo que dentro de unos minutos la señorita Nazaroff empiece a impacientarse.

—¡Oh, no se preocupe! No voy a contársela ahora, ni siquiera voy a contársela. Pero puede usted verla, puede desarrollarse ante los ojos de su alma; puede escuchar, si lo quiere, en el recuerdo, las palabras verdaderas de Don Juan. Puede, pero tiene que ganarlo a pulso.

—¿A qué precio?

—Líbrenos usted de Sonja.

Echó al aire una larga bocanada de humo. Se había desabrochado el chaleco, se había aflojado la cintura. Parecía satisfecho de la comida y de sí mismo.

—No crea que va a ser fácil. ¡Oh, nada de eso! A pesar de mi inmensa confianza en usted y en sus buenas cualidades, no tengo la seguridad de que lo consiga. ¿No se da cuenta? Necesita desalojar a mi amo del corazón de Sonja y sustituirle. No es imposible que lo consiga, ya que Don Juan permanecerá inactivo, pero tendrá que trabajar de lo lindo, tendrá que poner en juego su imaginación, su inteligencia, su capacidad de seducción… ¡contra Don Juan! ¿Se da usted cuenta? ¡Contra Don Juan! Tiene usted que competir con Don Juan en el corazón, en la fantasía e incluso en la fisiología de la señorita Nazaroff.

Afecté modestia y humildad.

—Reconozco que la desproporción es mayor que en el caso de Marianne.

—¡Que no le quepa duda! Marianne es una criatura, en el fondo, primitiva. Para mí, pan comido. Pero no todas las transferencias sentimentales en que nos vemos metidos mi amo y yo son tan fáciles de resolver. Hubo una chica judía…

Dejó la pipa sobre la mesa y se limpió una lágrima.

—Perdone si me pongo triste, pero mujer como aquella hace siglos que no la conozco. Justamente desde el «affaire» de Ximena de Aragón, que quizá llegue usted a conocer. ¿Fue la más bonita de los últimos cien años? Sin duda. Pero decir que era bonita es lo menos importante que se puede decir de ella. Mi amo la conoció durante la Resistencia.

Le interrumpí:

—¡Por favor, no me relate ahora un episodio de la Resistencia! El señor Sartre los ha agotado todos.

—No hubo mujer de inteligencia más profunda, de corazón más grande, de mayor heroísmo. Los alemanes la tuvieron prisionera y no se atrevieron a fusilarla. Sus manos tenían poder, ¿me entiende?, poder de taumaturgo. Su palabra comunicaba virtud, engrandecía el alma de los que la escuchaban, les hacía capaces del sacrificio. ¡Pobre chica! Pertenecía al Partido Comunista. Y ya ve usted, todo eso lo deshizo mi amo en poco más de una semana. Pero a mujer tan grande no se la podía entregar al amor de un resistente cualquiera, ni tampoco dejarla abandonada a la venganza del Partido. Mi amo, que es un caballero, reconoció en este caso que solo había un Esposo digno de ella. Puede usted visitarla, si lo desea, en un priorato benedictino. Tiene reputación de santa.

Un temblor frío me sacudió la espalda.

—Algo hay en este asunto que no me gusta, Leporello. En ese olor a blasfemia que a veces se percibe.

—¿Qué quiere usted? ¿Que huela a incienso y a cirios bendecidos? No olvide que Don Juan es una blasfemia. Lo ha sido siempre. Y a usted, precisamente a usted, no debe sorprenderle. En cuanto a mí…

—Tiene razón. Sin embargo…

Leporello, sin el menor disimulo, bostezó.

—Perdón. Es mi hora de la siesta. ¿Acepta usted el trato? La historia entera de Don Juan a cambio de Sonja Nazaroff. Doble premio al ganador: un lindo cuento y una muchacha preciosa.

—¿Y si pierdo?

—Ni historia ni muchacha. Coge usted su billete para Madrid, medita sobre lo sucedido, y al pasar el puente internacional se olvida para siempre de Sonja y de Don Juan; porque una derrota como esta nunca es gustosa de contarse.

Me disgustaba aceptar, y casi tanto rechazar la oferta. De momento no solo porque Sonja me atrajese, sino por no quedar mal. Y en cualquiera de los casos podía no quedar bien.

—¿Le parece que demore la respuesta hasta pasada la entrevista de esta tarde?

—Puede decirme que no, y mañana que sí, y volverse después atrás, y rectificar más tarde. Las vacilaciones del corazón humano me son familiares, y suelo considerarlas con toda benevolencia. Haga lo que le parezca, sin necesidad de darme una respuesta. Ya me cuidaré de averiguar cómo marchan las cosas.

—Pero, esa historia…

—Es tan larga, que no puede contarse de una sentada. Considéreme desde ahora como un pagador a plazos. El anticipo ya está hecho.

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