Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 1.

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J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans.» Pido el verso prestado a mi amigo Baudelaire, a quien conocí algo tarde: había escrito ya un bello poema sobre mi entrada en el infierno y proyectaba un drama, que no llegó a escribir, sobre mi muerte. Para mi amigo Baudelaire, yo era un personaje aburrido y melancólico, aunque simpático. Mas lo era tanto Charles, y tan clarividente su espíritu, que jamás me atreví a revelarle mi identidad, pese a ser de los pocos que la hubieran entendido: lo hice solo por que siguiera creyendo que yo había muerto como él imaginaba, y que mi entrada en el infierno había sido según dicen sus versos:

Mais le calme héros, courbé sur sa repière,

regardait le sillage et ne daignait rien voir.

Hubiera entrado así de haberme sido dado. Pero la entrada en el infierno la tengo prohibida con la misma energía inexorable que la entrada en el cielo. Una vez le insinué a Charles la posibilidad de que Don Juan no hubiese muerto, y él me respondió que Don Juan llevaba en el alma la muerte, que no era un Judío errante, y que, de haber existido, estaba seguramente en el infierno. La verdad es que el Don Juan imaginado de Baudelaire era el propio Baudelaire; que la muerte que me atribuía era la suya propia, y que la seguridad —o al menos el temor— de su condenación le inclinaban a suponerme condenado. Sin embargo, nada más distinto que Baudelaire y yo. Las diferencias empiezan en el origen. Yo vengo de la familia más noble de Sevilla, a cuya conquista asistimos los Tenorios, y en la que rey nos dio solar distinguido como cuadraba a nuestra estirpe, que ya era de caballeros y tenía casa en Galicia desde tiempo inmemorial. En cambio, Baudelaire era un burgués al que la aristocracia le tiraba; que, ya que no su sangre, había ennoblecido su espíritu en el ejercicio continuado de la elegancia, la sabiduría y el desdén. Él era, a su modo, un conquistador; yo soy un heredero.

Hay otra diferencia: Charles perdió a su padre de niño, y vivió enmadrado y celoso. Mi madre, doña Mencía Ossorio, murió al parirme, y viví durante los años de mi infancia bajo la autoridad de mi padre, que me amaba a su modo, pero que jamás me perdonó la muerte de mi madre. Quizá sea por esto por lo que Charles pasó toda su vida enredado en faldas y sumiso a cuerpos de mujer, y por lo que a mí jamás mujer alguna me ha retenido. Su experiencia del amor fue tan dispar de la mía, que cuando hablábamos de mujeres no podíamos entendernos, como si cada cual hablase de materias distintas. Y, sin embargo, a su modo, Charles había alcanzado una experiencia honda y dolorosa del cuerpo humano.

Un día le pregunté cómo se imaginaba el comienzo de la carrera de Don Juan, y me contestó que jamás lo había pensado, y que probablemente no tenía importancia. Le rogué que lo pensase bien, y algunos días después me respondió: «Es que Don Juan estaba enamorado de su madre», con lo cual respondió por sí mismo y dio la explicación de su Don Juan personal. Le dije: «Quizá haya sido eso», y le dejé imaginar una infancia torturada y celosa, que, más que imaginada, era recuerdo de la suya.

Sentí de veras la imbecilidad de aquella mente clara, sentí la muerte de aquel hombre excepcional, y la envidié. El día que lo enterraron, alguien decía a mi lado que la imbecilidad y la muerte eran castigo de Dios por su soberbia. Sé que no fue castigo, sino piedad divina: a los hombres como Charles, Dios les obnubila la inteligencia cuando están a punto de comprender la vida en su esencia más secreta, y no como castigo de la osadía, sino para evitar el espanto de dar la cara a la Verdad. A Federico Nietzsche, pocos años más tarde, le sucedió otro tanto.

Me extrañó siempre, sin embargo, que Charles no haya concedido a mi origen la debida importancia. El drama que pensaba escribir era solo el de mi muerte. En general, los poetas se han sentido siempre atraídos por aquel episodio, solo por mi fanfarronada de invitar a una cena al Comendador, fanfarronada para quien me inventó, y para los que le siguieron, porque en la realidad no lo fue, aunque haya sido audacia. Lo principal del hecho no fue una invitación, sino una pregunta. La invitación vino rodada: tenía amigos convidados, y no me parecía correcto excluir a don Gonzalo solo porque estuviese muerto. Llevo la cortesía metida dentro del alma como segunda naturaleza, y podré ser, a veces, malo, pero jamás mal educado: y que no se interprete como estetizante esta sobrevivencia de la buena educación, menos aún como resto de una deficiencia formativa: como luego se verá, algo que atañe a la moral fue puesto, un día, a prueba, pero en la catástrofe subsiguiente la cortesía no tenía por qué hundirse.

Mi padre —ya lo dije— no pudo perdonarme la muerte que di a mi madre al venir a este mundo: la amaba con ese amor sosegado y profundo de los hombres honrados, había hallado en ella la secreta felicidad vedada, el único gusto de su vida, y yo se la había arrebatado. No le complacía el verme, y muchas veces, al tropezarse conmigo en los pasillos y galerías de nuestra casa sevillana, se hacía el desentendido y pasaba de largo. Parece lógico que, conmigo, hubiera crecido en mi alma un sentimiento de culpa, pero no creció porque nadie lo había sembrado. Yo admiraba a mi padre. No sé si le amaba, pero le respetaba profundamente, quizá no como tal Don Pedro, sino como Tenorio, representante de una estirpe admirable a la que yo también pertenecía: de modo que de aquel respeto y de aquella admiración algo me tocaba también a mí, que como él, era un Tenorio, y que había de sustituirle.

Esto solo cuidó mi padre directamente: hacer de mí su heredero. Me hablaba de su sangre y de su casta como de un cuerpo grande contra el que la muerte no había podido, como de un ser plural, eminente y distinguido, al que él y yo pertenecíamos y en cuya participación hallábamos lo mejor de nosotros mismos; un ser exigente, representado por el nombre y que con él daba una ley hecha de vetos. «Por ser quien eres, solo por ser quien eres, no puedes hacer esto, ni esto, ni esto otro.» Por ser quien eres, por ser Tenorio. Y en eso, en acatar los límites estrechos que por el nombre me cercaban, consistía la virtud, y solo dentro de ellos podía construir mi felicidad si me importaba. Aunque esto último no me lo haya dicho jamás mi padre, porque, muerta mi madre, nunca se había propuesto ser feliz, y acaso también porque, en el fondo de su alma, considerase que mi madre había muerto por el pecado de haber sido feliz con él. Los hombres del temple de mi padre pueden aspirar a ser buenos, jamás a ser dichosos. La felicidad es para ellos una falta de distinción, algo a lo que solo pueden aspirar legítimamente las almas ordinarias, y que si alguna vez se alcanza, hay que ocultar como la lepra o el pecado.

Me decía, por ejemplo, mi padre, si caminábamos por la calle: «Fíjate en esa gente de ojos oscuros y tez verdosa, agitados, parlanchines, apasionados. Fíjate ahora en ti: tienes clara la tez y los ojos azules. Ellos son moros y gitanos, tú eres un godo. Vienes del Norte, eres un conquistador. Ellos pueden vivir a la buena de Dios; pero tu vida, en cambio, tiene una ley, no la que dan los reyes, que son iguales a nosotros y su voluntad no nos alcanza en el corazón, sino la que nos imponen los hechos de nuestros muertos, la ley que nuestros muertos gritan desde la muerte, que tú no puedes oír todavía, pero que yo estoy aquí para comunicarte.» Era una ley de orgullo. Y yo crecía sabiéndome distinto de los gitanos y de los moros, igual a algunos hombres que, a veces, venían a nuestra casa: de tez blanca y ojos azules también. Acariciaban mi cabeza, me llamaban don Juan, aunque era niño, y me tenían por uno de ellos.

Como las guerras del rey no nos eran simpáticas, al cumplir los diez años fui enviado a Salamanca. Sospecho que mi padre, comido desde dentro por la nostalgia y la soledad, no podía tolerar mi presencia; pero aquellos sentimientos no torcieron su voluntad, y de haberlo creído conveniente, me habría aguantado a su lado hasta la muerte. Pensó, sin embargo, que en Salamanca, con la sabiduría como regalo complementario, el último Tenorio se haría un hombrecito; y allá me fui, de estudiante rico, al Colegio más noble y más privilegiado, que solo el pertenecer a él daba derecho a que las gentes se apartasen en la calle y me cedieran el paso. Vino conmigo un pedagogo privado, medio clérigo sin órdenes al que mi padre había aleccionado. Se llamaba don Jorge, hablaba el griego mejor que el español, y estaba al tanto de la literatura de vanguardia. Cuando murió, años después, y pude leer los papeles secretos que dejó en un cajón de su mesa, me enteré de que era un sinvergüenza, de que llevaba doble vida y de que no creía en Dios. Don Jorge, no solo me enseñó las lenguas muertas, no solo me inició en los misterios de la poesía gongorina, que empezaba a conocerse en Salamanca, sino que fue también mi maestro de religión.

Don Jorge era, en el fondo, un hombre honrado, aunque a su modo. Le pagaban por enseñar y enseñaba lo que creía y lo que no creía. Creía en la realidad de los aoristos, y me la comunicaba. No creía en la realidad del Credo, y me lo enseñaba también. Por don Jorge supe de Dios, de Cristo y de la Iglesia. Supe de Ellos como de Realidades invisibles a las que estaba unido de modo tan misterioso como a los muertos de mi sangre, aunque el modo de esta unión fuese distinto. Pero, lo mismo que mi padre me reveló que pertenecía al cuerpo de mis muertos, don Jorge me reveló que pertenecía a los hombres en Cristo. Mas como las enseñanzas de mi padre y las de don Jorge viniesen de distinta fuente, nadie se cuidó de juntarlas, ni yo mismo. Coexistían dentro de mí sin contradicción ni pelea, pero no fundidas, sino superpuestas. Mi padre me había enseñado la obligación señorial de la caridad, y don Jorge la obligación cristiana de la honradez. Nunca sospeché que un día entrasen en colisión esos dos cuerpos, y que me viese precisado a elegir entre el que hacía suyo por el honor, y el que me sujetaba por el amor.

Después que murió don Jorge, contraté los servicios de Leporello, que era también un sinvergüenza, aunque declarado. Leporello estudiaba conmigo, comía de lo mío y me acompañaba; pero, de noche, en vez de engañarme, me decía francamente que se largaba de bureo, y a mí me divertía, aunque sin tentarme. No puedo precisar si fue mi cristianismo lo que me apartó del pecado nocturno y tumultuoso, o si fue la idea que tenía de mí mismo y de que un hombre como yo no podía meterse en juergas como un pelanas. Jamás pisé una tasca salmantina, ni recibí de tapadillo a una prostituta, ni rondé rejas, ni anduve a cencerros tapados. Llegué a los veintitrés años virgen, y, lo que es más raro, sin que la presencia o la imagen de una mujer turbase mis entrañas y me hiciese apetecer la carne. A veces me decía Leporello que tal señora me había mirado, o que alguna muchacha decente se había interesado por mí; pero yo me reía de sus noticias. Era un chico estudioso, y en el estudio, y en algunos deportes, consumía tranquilamente la fuerza de mi juventud. Lo que más me atraía, fuera de la Teología y de algunos poetas, era la esgrima; no había en toda Salamanca quien jugase la espada como yo. Pero a Sevilla solo había llegado mi reputación de teólogo, no la de espadachín. De saberlo a tiempo el Comendador, quizá se hubiera portado con más comedimiento, o quizá hubiera mandado asesinarme.

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