Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 7.

Página 62 de 63

7

.

Aquella noche no me atreví a volver a casa. Cené en cualquier figón, vagué por las callejas de la Rive Gauche, y, de madrugada, me metí en un hotel donde me hicieron pagar por anticipado. Tardé en dormirme, y me dormí con miedo a las pesadillas. No recuerdo, sin embargo, haber soñado.

Cuando me desperté, el sol llegaba hasta los flecos de la colcha, y, en la calle, una algarabía de bocinas protestaba contra un embotellamiento. Tuve que afeitarme en una peluquería.

Después, fui a la Embajada, donde alguien me prestó dinero para el billete de vuelta. Lo pedí con vergüenza de pedirlo y de explicar con mentiras las causas de mi pobreza: el amigo que lo prestó me habrá supuesto desplumado por alguna mujer. «¡No expliques más, hombre! En París, eso le pasa a cualquiera. ¿Cuánto dinero quieres?»

Con los francos en el bolsillo, corrí a buscar el billete. Era ya tarde, y me quedé a comer en un restaurante barato, próximo a L’Étoile. Todavía gasté una hora en hacer pequeñas compras.

Regresé a casa con el tiempo justo. Mientras hacía la maleta, temía la aparición de Leporello, y el corazón me saltaba en el pecho. No entré en el salón ni en la cocina: unos pañuelos puestos a secar en el cuarto de baño, allí quedaron, y, debajo de la almohada, mi pijama, que no quise coger por si me habían dejado en él algún papel de despedida.

Solo estuve tranquilo cuando, después de haber entregado la llave a la portera, me encontré dentro de un taxi, con la maleta al lado y camino de la estación de Austerlitz. Corríamos por la orilla del Sena. Un sol dorado y tibio iluminaba las copas de los árboles, y de las aguas del río se levantaba una neblina azul.

Faltaban pocos minutos para salir. Acomodé las maletas y me asomé a la ventanilla. No viajaba mucha gente, y el andén estaba casi vacío.

El tren empezó a andar. No sé por qué, me sentía triste. Me hubiera gustado que alguien —quizá una muchacha del Norte, corta de pestañas y algo más alta que yo— corriese en aquel momento junto al tren, agarrada a mi mano. Y que aquel carretillo que chirriaba estuviese silencioso.

Mi vagón era el penúltimo. El tren no había cogido aún velocidad. Pudiera, de quererlo, apearme sin riesgo y quedar en París. Lo pensé, lo deseé y me avergoncé de haberlo deseado.

Hacia la mitad del andén, la gente era más numerosa, y por encima de las cabezas blanqueaban algunos pañuelos. Una cosa negra, redonda, se agitaba también. Al pronto no supe lo que era. Al estar frente a ella, la identifiqué como el hongo de Leporello, movido con frenesí; la otra mano del italiano se agitaba también.

—¡Adiós, adiós! —me gritaba en español—. ¡A ver si vuelve pronto!

Entonces, vi a su lado a Don Juan. Tenía el sombrero puesto, y, como siempre, ocultaba los ojos con las gafas oscuras. Nos miramos. Don Juan alzó hasta el borde del sombrero la mano enguantada, y me sonrió.

Entonces, mis ojos buscaron en el grupo. Sonja no estaba.

Ir a la siguiente página

Report Page