Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO III » 4.

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4.

No había nada que hacer. Dejé a Sonja en el portal de su casa, despedida para siempre. Me sentía triste, esa es la verdad, al verla dirigirse al ascensor, más que lenta, quieta, con las manos sobre el vientre como si cuidase un niño: triste por la victoria de un fantasma sobre mí. Me dolía que aquella chica, que tanto me gustaba, tomase en serio una farsa, se metiera en ella, se hiciese farsante ella misma. Algo en mi interior, sin quererlo yo, la llamó imbécil, pero me revolví inmediatamente contra el insulto, me lo adjudiqué a mí mismo, y mientras descendía por la calle, pensé que habría una explicación racional por la que Sonja quedase justificada, aunque no me alcanzase.

Llegué al hotel cansado e íntimamente corrido, pero determinado a marcharme aquella misma noche. El portero del hotel se encargó de conseguirme, con el billete, una «couchette», que para más no daba mi dinero. Preparé las maletas, salí a cenar, y aunque faltaba más de una hora para partir el tren, me marché a la estación. Era más temprano de lo que suponía, y hube de pasear, solitario, hasta que el tren, formado, entró en la vía. Acomodé en seguida el equipaje, bajé al andén, y seguí paseando, con la esperanza irracional de que Sonja viniera a detenerme, aunque fuese para decirme que me había tomado el pelo. No es que lo pensase francamente, sino que era una idea subterránea que, cada vez que afloraba a la conciencia, me hacía enrojecer y sentirme muy poca cosa ante mí mismo. Cinco minutos antes de la salida del tren, subí al vagón y entré en mi departamento, que ya estaba lleno de maletas, con dos o tres viajeros tumbados en sus literas, y dos más que procuraban acomodarse. Me arrimé a la ventanilla, aunque de espaldas; y fue entonces cuando vi a Leporello al cabo del pasillo, abriéndose paso a codazos. Intenté esconderme, pero ya me había descubierto. Venía fuera de sí, y muy agitado por la carrera.

—¡Usted es imbécil! —me dijo—. ¿Cuál es su equipaje?

No se lo dije, pero lo adivinó. Mis maletas descendieron al andén, recogidas por un mozo al que Leporello ordenaba en un francés popular e ininteligible. Fue todo tan rápido, tan diabólicamente rápido, que no pude impedirlo. Sonaban los avisos, y el tren comenzó a moverse. Leporello me empujó hacia la salida.

—¡Vamos, dese prisa!

Descendí con el tren en marcha, o, mejor, me hicieron descender, y yo no lo impedí, porque, en el fondo, era lo deseado, lo esperado, y no tan irracional como había supuesto. No me rompí una pierna por milagro.

—Lleve esas maletas a un Bugatti rojo que hallará a la salida. ¡Y usted…! —añadió Leporello, mirándome con furia—. ¡Merecía que le dejase marchar!

Yo no había dicho palabra. Me tomó del brazo y me empujó entre los grupos que agitaban pañuelos o decían adiós a viajeros que ya no se veían. Se había calmado un poco, y su figura se recomponía. Hasta llegar al Bugatti, permaneció en silencio, con algo de crío enfurruñado en el rostro.

—Suba.

Él mismo metió en el coche las maletas y pagó al mozo. Me llevó, a la velocidad acostumbrada, y con las habituales filigranas de conductor osado, al «pied-à-terre» de Don Juan.

—Le traigo aquí —explicó mientras subíamos—, porque le supongo sin un franco, y porque su habitación en el hotel ya la habrán alquilado y no es cosa de andar ahora de la Ceca a la Meca en busca de acomodo.

Me senté en el sofá del primer salón. Leporello, antes de subir las maletas, me sirvió un whisky, traído de la cocina, con trocitos de hielo y todo, como si estuviera previsto, y me dejó solo. Al cerrarse la puerta, me estremecí, porque la casa no era ya, como aquella tarde, un «picadero» vulgar y sin misterio. Quizá fuese el efecto de la noche y del silencio, o de que todo había sucedido de manera tan inesperada, que yo no tenía tiempo de acomodarme a la realidad. En cualquier caso, el whisky no era misterioso, y me apliqué a beberlo. Cuando regresó Leporello, cargado con mis cosas, me había servido ya el segundo, y un calor grato ascendía de mi estómago, y me sentía ligero y alegre.

—No beba más —me dijo Leporello.

—¿Por qué?

—Porque no está acostumbrado, y puede hacerle daño.

—¿Y qué?

—Que lo necesito espabilado, hombre, y con sus cinco sentidos. No acostumbro a discutir con borrachos.

Había abierto la puerta del dormitorio, y, en él, la del armario. Me aproximé.

—Yo, en cambio, necesito beber un poco, porque vamos a pegarnos, y, sin alcohol, acaso no me sienta capaz de hacerlo.

Leporello estaba inclinado sobre una maleta. Me miró de reojo, y rio.

—A veces dudo de que sea usted un hombre inteligente.

—¿Es que no cree que vaya a pegarle? ¿No se le ocurre que, aunque solo sea por quedar bien ante mí mismo, necesito romperle las narices o, al menos, intentarlo?

—¿Solo por eso?

—Exactamente. Por razones morales.

—Entonces, pégueme ya y no vuelva a preocuparse de su propia estimación.

Se había plantado ante mí, sin quitarse el hongo, y me ofrecía una mejilla con la misma tranquilidad que si me ofreciese un pitillo. Le di una enorme bofetada que no le hizo pestañear, ni borró de su rostro la sonrisa burlona.

—¿Está más tranquilo? ¿O quiere repetirla?

—Quedaría contento y satisfecho si pudiera abofetear a su amo de la misma manera.

—¡Mi amo! ¿Sabe usted que, de esta vez, ha tenido mala suerte? Se le ha enconado la herida.

—¿Dónde está?

—En la clínica del doctor Paschali. No la busque en la guía de teléfonos, porque es clandestina.

Me senté en el borde de la cama:

—Ya que me ha hecho quedar, espero que, cuando su amo se encuentre mejor, no tendrá inconveniente en vérselas conmigo en un lugar solitario.

—¿Es una condición?

—Es una exigencia.

—Bien. Como usted quiera. Pero, si me lo permite, le diré que se porta usted sin pizca de originalidad. Por una razón o por otra, cada vez que mi amo seduce a una mujer, siempre hay un caballero que pretende matarle.

—¿Ha hablado usted de seducir? ¿A lo que hace su amo llama usted seducir? No sea vanidoso. No sé si considerarlo como proveedor de experiencias místicas a domicilio o como agente provocador de orgasmos solitarios por inducción. Quizá sea ambas cosas. En cualquier caso, un personaje ridículo.

—Y burlador, ¿no? —Cortó con un gesto el mío, incipiente—. ¡No se me enoje otra vez, por Dios! Le doy palabra de que mi amo jamás pensó en burlarse de usted, ni yo tampoco. Más aún, no ha pretendido tampoco burlarse de esta chica, aunque ella lo haya creído.

—Ella…

—Ella se cree burlada, y todo ese cuento que le ha contado a usted esta tarde no es más que eso, un cuento, en el que prefiere creer antes que aceptar la burla.

—¿Le ha hablado?

—Solo en cierto modo.

—No hay más que un modo de hablar a la gente.

—Bueno. Le diré entonces que escuché sus pensamientos. Solo por eso fui a buscarle a usted, y solo por eso está usted aquí.

—No pretenderá que vuelva a ver a Sonja.

—No hablemos de eso ahora, ¿quiere?

—Tengo derecho a saber para qué me ha traído a este lugar.

—Para ayudarme a evitar que Sonja se vuelva loca.

Había colocado mi ropa en el armario. Ahora sostenía un par de sábanas y una manta. Me hizo señal de que dejase la cama libre. Desde el rincón en que me situé, le veía moverse alrededor del lecho, colocando las sábanas, tieso y solemne, con el hongo bien encajado; y hacía, la verdad, divertida figura.

—De eso hay que hablar mucho —le respondí.

—Pero no ahora. ¿Sabe que pasa de las once? Hablaremos mañana. No olvide que París es una ciudad donde la gente se retira temprano. Hágalo usted también, y duerma, porque a las ocho vendrá la «femme de ménage» y tendrá usted que abrirle. Si algo necesita, en la cocina hallará de todo, pero le ruego que no beba whisky. También el cuarto de baño está bien repuesto. Hágase a la idea de que está en su casa.

—Gracias.

—En cuanto a la falta de dinero…

—¿No pretenderá usted…?

Me atajó.

—¡No pretendo nada, hombre de Dios, salvo acabar con su suspicacia! Mañana tendrá dinero, pero ganado por usted. Hasta entonces, con lo que lleva en el bolsillo, le basta.

Saludó y se fue, rápidamente, diabólicamente rápido. Corrí tras él y pasé la tranquilla de la puerta, y después recorrí la casa, miré dentro de los armarios y debajo de la cama, palpé las paredes en busca de una puerta secreta que no apareció, encendí todas las luces —y aun así tenía miedo.

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